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lunes, 17 de julio de 2023

“¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! El Día del Juicio Final será más llevadero a Tiro y Sidón y a Sodoma que a vosotras”

 


 “¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! El Día del Juicio Final será más llevadero a Tiro y Sidón y a Sodoma que a vosotras” (Mt 11, 20-24). El Evangelio es muy explícito en cuanto a lo que Jesús dice: es un “reproche” a ciudades hebreas, a ciudades en donde Él hizo abundantes milagros de todo tipo, pero a pesar de esto, “no se han convertido”, es decir, no han cambiado su comportamiento, no han demostrado con un cambio de vida que refleje que verdaderamente creen en Dios y en su Mesías, Jesucristo. Esta indiferencia, por parte de las ciudades hebreas, a los milagros obrados por Jesús, no será pasada por alto por Dios en el Día del Juicio Final: quienes fueron testigos o receptores de milagros y aun así no cambiaron de vida, no convirtieron sus corazones y continuaron viviendo como paganos, serán juzgados mucho más severamente que aquellas ciudades -Tiro y Sidón, Sodoma y Gomorra- en las cuales Jesús no hizo milagros. Jesús les reprocha a estas ciudades su dureza de corazón, su frialdad y su indiferencia y les advierte que las ciudades en las que predomina el pecado pero no se realizaron milagros, recibirán un mejor trato por la Justicia Divina en el Día del Juicio Final.

Ahora bien, las ciudades hebreas representan a los cristianos, a los bautizados en la Iglesia Católica, por lo que el reproche quedaría así: “Ay de ti alma cristiana, el Día del Juicio Final será más leve para los paganos que para ti”. La razón del reproche para los cristianos que no llevan una vida cristiana y que serán juzgados mucho más severamente en el Día del Juicio Final que los paganos, es que dichos cristianos recibieron los más grandes milagros que Dios puede hacer por un alma: entre otros muchísimos dones espirituales, Dios les concedió, por el Bautismo, la gracia de quitarles el pecado original y los convirtió en hijos adoptivos de Dios; por la Eucaristía, les dio como alimento de sus almas su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; por la Confirmación, les dio su Amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo y aun así no se convirtieron, continuaron sus vidas como si Dios no hubiera hecho nada por ellos, continuando sus vidas como si no hubieran recibido nada de parte de Dios y por eso mismo, en el Día del Juicio Final, los paganos serán juzgados con más benevolencia que los cristianos que recibieron todo tipo de dones, gracias y milagros por parte de Dios y aun así no se convirtieron. Debemos vivir y obrar según la Ley de Dios y los consejos evangélicos de Jesús, si no queremos escuchar estas severas pero justas palabras de Jesús: “Ay de ti alma cristiana, el Día del Juicio Final será más leve para los paganos que para ti”.

domingo, 4 de junio de 2023

“No es Dios de muertos, sino de vivos”

 


“No es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 18-27). Los saduceos, que no creen en la resurrección, tratan de tender una trampa a Jesús presentándole el hipotético caso de una mujer que enviuda siete veces; con este ejemplo, piensan que así niegan la resurrección, porque si hubiera resurrección, la mujer no podría ser esposa de los siete esposos. Con este ejemplo absurdo, los saduceos demuestran no entender ni la doctrina de la Escritura ni el poder de Dios, porque conciben erróneamente la manera de existir de los que resucitan de entre los muertos: piensan que la vida futura es una mera prolongación de las condiciones de la vida presente. Sin embargo, no es así, puesto que Dios, con su omnipotencia, transformará con su gloria de tal manera los cuerpos resucitados, que “ya no podrán morir, porque serán semejantes a los ángeles”, como les dice Jesús. Aquí, en la tierra, el matrimonio entre el varón y la mujer es una institución terrena fundamental para la preservación de la raza humana, pero en el cielo, aquellos que resuciten en la gloria de Dios, serán inmortales y sus almas y cuerpos glorificados los harán semejantes a los ángeles y así estarán libres de toda preocupación referente al matrimonio o a cualquier asunto temporal.

Muchas veces los cristianos actuamos como los saduceos, en el sentido de que damos demasiada importancia a las cosas de la tierra, con lo cual negamos u olvidamos, en la práctica, la vida futura en el Reino de Dios. Deberíamos por lo tanto reflexionar más acerca de la vida eterna que nos espera al traspasar los umbrales de la vida terrena, ya que estamos en esta vida no para vivir para siempre aquí en la tierra, sino para ganarnos un lugar en el Reino de Dios.

 

jueves, 9 de diciembre de 2021

“Los fariseos frustraron el designio de Dios para con ellos”

 


“Los fariseos frustraron el designio de Dios para con ellos” (Lc 7, 24-30). Los fariseos y los maestros de la ley rechazan a Juan el Bautista y, al rechazar al Bautista, rechazan luego a Jesús. Es lógico, porque si el Bautista predica una conversión de orden moral, es para que el alma, convertida de mala en buena, se disponga a recibir la gracia santificante, que convierte al alma buena en santa. Ése es el plan o designio que Dios tiene, no solo para con los fariseos y maestros de la ley, sino también para con toda la humanidad. Sin embargo, los fariseos y maestros de la ley rechazan al Bautista y también a Jesús de Nazareth y así frustran el plan de la Santísima Trinidad para salvar sus almas. Ahora bien, no son los únicos en rechazar los planes de Dios Trino: también los cristianos, los que han recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, pero abandonan la vida de la gracia y se inclinan por el pecado, también estos cristianos frustran los planes que la Trinidad tiene para salvar sus almas de la eterna condenación. Muchos, al rechazar la Eucaristía, al rechazar la Confesión Sacramental, al abandonar la vida de la gracia, no se dan cuenta de que están dejando de lado lo único que puede salvar sus almas de la eterna perdición. Muchos de estos cristianos se darán cuenta de esta verdad, pero para algunos será demasiado tarde, cuando ingresen para siempre en el lugar donde no hay redención. No frustremos los planes que la Trinidad tiene para salvar nuestras almas.

 

jueves, 7 de octubre de 2021

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”


 

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!” (cfr. Lc 11, 47-54). Jesús dirige nuevamente “ayes” y lamentos, a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la ley. La gravedad de estos ayes y lamentos aumenta por el hecho de que aquellos a quienes van dirigidos, son hombres, al menos en apariencia, de religión. Entonces, surge la pregunta: si son hombres de religión, si son hombres que están en el Templo, cuidan el Templo y la Palabra de Dios, ¿por qué Jesús les dirige ayes y lamentos? Porque si bien fueron los destinatarios de la Revelación de Dios Uno, por un lado, pervirtieron esa religión y la reemplazaron por mandatos humanos, de manera tal que ese reemplazo los llevó a olvidarse del Amor de Dios, como el mismo Jesús se los dice; por otro lado, se aferraron con tantas fuerzas a sus tradiciones humanas, que impidieron el devenir sucesivo de la Revelación, al perseguir y matar a los profetas que anunciaban que el Mesías habría de llegar pronto, en el seno del mismo Pueblo Elegido. Es esto lo que les dice Jesús: “¡Ay de ustedes, que les construyen sepulcros a los profetas que los padres de ustedes asesinaron! Con eso dan a entender que están de acuerdo con lo que sus padres hicieron, pues ellos los mataron y ustedes les construyen el sepulcro. Por eso dijo la sabiduría de Dios: Yo les mandaré profetas y apóstoles, y los matarán y los perseguirán”.

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”. Los ayes y lamentos también van dirigidos a nosotros porque si tal vez no hemos matado a ningún profeta, sí puede suceder que “ni entremos en el Reino, ni dejemos entrar” a los demás, toda vez que nos mostramos como cristianos, pero ocultamos el Amor de Dios al prójimo. Cuando hacemos esto, nos convertimos en blanco de los ayes de Jesús, igual que los fariseos, escribas y doctores de la ley. Para que Jesús no tenga que lamentarse de nosotros, no cerremos el paso al Reino de Dios a nuestro prójimo; por el contrario, tenemos el deber de caridad de mostrar a nuestro prójimo cuál es el Camino que conduce al Reino, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis y esto lo haremos no por medio de sermones, sino con obras de misericordia, corporales y espirituales.

 

“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!”

 


“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!” (cfr. Lc 11, 42-46). Los “ayes” o lamentos de Jesús, dirigidos a los fariseos, no se deben a que estos paguen el diezmo, puesto que el sostenimiento del templo es algo que todo fiel tiene la obligación de hacer, sino que se debe a que los fariseos han desvirtuado tanto la religión del Dios Uno, que han llegado a pensar que el pago del diezmo constituye la esencia de la religión, olvidando lo que es verdaderamente la esencia de la religión, que es el Amor de Dios y el amor al prójimo por amor a Dios. Algo similar sucede con los doctores de la ley, a quien también van dirigidos los “ayes” o lamentos: en este caso, la perversión de la religión consiste en hacer cumplir a los demás reglas humanas, innecesarias, inútiles para la salvación, surgidas de sus mentes entenebrecidas y de sus corazones corruptos, con el agravante de que hacen cumplir a los demás estas reglas inútiles y puramente humanas, mientras que ellos, los doctores de la ley, no las cumplen.

En los dos casos los ayes o lamentos están plenamente justificados porque en ambos, en los fariseos y en los doctores de la ley, el amor dinero en los primeros y el apego al formalismo de reglas puramente humanas en los segundos, tiene una consecuencia devastadora para la vida del alma, porque apaga en el alma el Amor de Dios; hace que la inteligencia pierda de vista la Verdad Divina y que el corazón, olvidado de la ternura y de la dulzura del Amor Divino, se apegue con dureza a las pasiones humanas y a las riquezas terrenas. En ambos casos, se desvirtúa y pervierte la religión verdadera porque se deja de lado la esencia de la religión, el Amor a Dios por sobre todas las cosas y el amor al prójimo por amor a Dios.

“¡Ay de ustedes, fariseos (…) ay de ustedes, doctores de la ley, porque se olvidan del Amor de Dios!”. No debemos creer que los ayes y lamentos de Jesús se dirigen solo hacia ellos. Cada vez que nos apegamos a las pasiones y a esta vida terrena, indefectiblemente nos olvidamos del Amor de Dios, porque deseamos esas cosas y no a Dios Uno y Trino, Quien merece ser amado en todo tiempo y lugar por el sólo hecho de Ser Quien Es, Dios de infinita bondad, justicia y misericordia. Por eso, Jesús nos dice desde la Eucaristía: “¡Ay de ustedes, cristianos, porque se apegan a los placeres del mundo y se olvidan del Amor Eterno que arde en mi Corazón Eucarístico y así me dejan solo y abandonado en el Sagrario! ¡Ay de ustedes, porque si no vuelven a Mí en la Eucaristía, permaneceréis sin Mi Presencia por toda la eternidad”.

 

lunes, 19 de octubre de 2020

“Amarás al Señor (…) amarás a tu prójimo como a ti mismo”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo A – 2020)

“Amarás al Señor (…) amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 34-40). Un doctor de la ley le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más importante y Jesús le dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas”. En síntesis, en la respuesta de Jesús, no hay nada nuevo para agregar a lo que los judíos ya sabían: el mandamiento más importante, tanto para Cristo como para los judíos, es amar a Dios y al prójimo como a sí mismos. Si esto es así, podemos preguntarnos lo siguiente: si no hay diferencias en el mandamiento más importante entre la Iglesia de Cristo y la de los judíos, entonces debemos concluir que Jesús no viene a aportar nada de nuevo, en lo substancial, en cuanto a Mandamientos de Dios se refiere y que por lo tanto, los judíos y los cristianos tienen el mismo mandamiento y la misma ley, con lo cual, en lo esencial, serían una misma cosa.

Sin embargo, Jesús hará algunas profundizaciones acerca del mandamiento de la caridad, que lo harán distanciar substancialmente del mandamiento del amor de los judíos, al punto tal que, aunque se formulen de igual manera, serán substancialmente distintos. ¿Cuáles son esas diferencias que agrega Jesús al Primer Mandamiento y que lo hacen distanciar del mandamiento de la ley judía?

Ante todo, en la ley judía se especifica que se debe amar a Dios y al prójimo, sí, pero con un amor meramente humano, ya que se enfatiza el origen del amor, que es el corazón humano: “Amarás al Señor y a tu prójimo con todas tus fuerzas, con todo tu ser”. Es decir, se manda amar a Dios y al prójimo, pero este amor es solamente humano, con todas las limitaciones que tiene el amor humano; además, el concepto de “prójimo” es distinto en el judaísmo y en el catolicismo: en el judaísmo, es sólo el que comparte la raza y la religión; en el catolicismo, es todo ser humano, sin importar su raza y religión.

Otras diferencias son las siguientes: en un pasaje, Jesús dice: “Ámense como Yo los he amado” (Jn 13, 34-35), con lo cual nos podemos preguntar cómo nos ha amado Jesús y la respuesta es que nos ha amado con amor de Cruz, hasta la muerte de Cruz y así tiene que ser el amor cristiano y esto es algo que no está contemplado en la ley judía.

También dice Jesús: “Amen a sus enemigos” (Mt 5, 443-48) y aquí también está la noción de la Cruz, porque debemos amar a nuestros enemigos no solo porque Jesús lo dice, sino porque Jesús nos amó a nosotros siendo nosotros sus enemigos, porque fuimos nosotros, con nuestros pecados, quienes lo crucificamos y esto también está ausente en el judaísmo.

Por último, en el mandamiento de Jesús está incluido el dar la vida por el prójimo, lo cual no está presente en la ley judía; en efecto, Jesús dice: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y el primero en dar la vida por sus amigos es Él, quien nos llama “amigos” en la Última Cena y muere por nosotros en el Calvario, para salvarnos, todo lo cual no está en la ley judía.

Entonces, el mandamiento de la caridad según Jesús y no según la ley judía, queda así: “Amen a Dios y al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo y no con el simple amor humano; ámense unos a otros como Yo los he amado, hasta la muerte de Cruz, hasta dar la vida por sus hermanos y sólo así serán verdaderamente hijos de Dios y hermanos entre ustedes”.

Como vemos, aunque la formulación del Primer Mandamiento sea similar en el catolicismo y en el judaísmo, su realidad y su aplicación son substancialmente distintos, lo cual hace que sean mandamientos distintos y que el mandamiento de Jesús sea verdaderamente nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo” (Jn 13, 34-35).

Por último, si queremos cumplir con el mandamiento de Jesús de amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos, hasta la muerte de Cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, como no tenemos ese amor, lo debemos adquirir y a este Amor de Dios lo adquirimos en la Comunión Eucarística, puesto que en cada Comunión Eucarística, Jesús Eucaristía nos comunica el Espíritu Santo, Amor Divino con el cual podemos amar a Dios y al prójimo como Dios quiere que lo amemos.

 

jueves, 4 de junio de 2020

“Vosotros sois la sal de la tierra (…) la luz del mundo”




“Vosotros sois la sal de la tierra (…) la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Jesús compara a sus discípulos con dos elementos que se encuentran en la cotidianeidad de todos los días: la sal y la luz. Los cristianos son “sal” y son “luz”; ambos elementos son necesarios para la vida, para que la vida adquiera otro sentido. En el caso de la sal, es lo que da sabor a los alimentos: sin la sal, los alimento pierden su sabor y se vuelven sosos y quien los va a comer, queda inapetente. Si la sal no sala, si pierde su esencia, el alimento deja de ser apetecible: así es el cristiano para este mundo, le da al mundo el sabor de la vida eterna, porque con sus obras, más que con sus palabras, debe anunciar al mundo la Buena Nueva de Cristo, que ha venido para perdonar nuestros pecados y conducirnos a la vida eterna. La sal consiste en hacer saber al prójimo que esta vida no es definitiva, sino sólo una prueba para ganar la vida eterna, en el Reino de los cielos, por los méritos de Jesucristo.
El otro elemento con el que compara Jesús a sus discípulos es la luz: si no hay luz, predominan las sombras y la oscuridad y así el alma se vuelve incapaz de ver el misterio pascual de Jesucristo, misterio que es de luz y de luz eterna: el cristiano tiene la misión de señalar el camino de la luz eterna, Cristo Jesús, camino que lleva a la Fuente de la luz eterna, el seno del Padre. Si el cristiano deja de observar los Mandamientos y de practicar los sacramentos, no obra la misericordia y así se convierte en una luz apagada, o en una luz que fue encendida y fue colocada bajo la cama, donde no alumbra nada. Las obras del cristiano, obras de misericordia, son las que iluminan las vidas de los hombres y les señalan el Camino al Cielo, Cristo Jesús.
“Vosotros sois la sal de la tierra (…) la luz del mundo”. Por la gracia recibida en el Bautismo sacramental, hemos sido convertidos en “sal y luz” y debemos comportarnos como tales, de otra manera, habremos traicionado la misión para la cual Cristo dispuso que en nuestras almas brillara la luz de la gracia desde nuestros primeros días en la tierra.

viernes, 23 de febrero de 2018

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”




“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús advierte claramente que para entrar en el Reino de los Cielos, el cristiano debe mostrar “una justicia superior” a la de los fariseos. Acto seguido, da un ejemplo concreto acerca de qué es esta “justicia superior” que debe caracterizar al cristiano, tomando un mandamiento de la Ley de Moisés, relativo al homicidio. Jesús dice: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Es decir, antes de Jesús –antes de la Encarnación del Verbo- era suficiente, para cumplir con la Ley de Dios, el “no matar” al prójimo; sin embargo, ahora, a partir de la Encarnación del Verbo, ya no basta con “no matar” exteriormente –es decir, no basta con no cometer homicidio físico-, sino que es necesario “no matar” al prójimo con la irritación, el enojo, la ira y la maledicencia. Ahora, quien se irrita, se enoja y maldice a su prójimo –aun cuando todo esto no sea manifestado al exterior de la persona-, comete un pecado ante los ojos de Dios y merece la reprobación divina a tal grado que, si muere con estos pecados –principalmente, la ira y la maldición-, incluso puede condenarse en el Infierno: “El que lo maldice, merece la Gehena de fuego”.
Luego Jesús revela de qué manera debe el cristiano obrar para que su justicia sea perfecta y sea la causa de merecer el Reino de los Cielos: “Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Además de evitar estos pecados, el cristiano debe reconciliarse con aquel prójimo con el cual está enemistado, porque solo de esta manera, su ofrenda será aceptada por Dios.
La razón de esta justicia superior es que, a partir de Él, a partir de Jesús, el alma, por la gracia santificante participa de la vida de Dios Trino, por lo cual se debe excluir del corazón y del alma no solo el pecado mortal y el venial, sino incluso hasta la más mínima imperfección, puesto que Dios es Perfectísimo y es la Santidad Increada en sí misma. Además, en virtud de la gracia santificante, el alma está ante la Presencia de Dios, por así decirlo, ya desde esta vida terrena, de manera análoga a como están ante la Presencia de Dios los ángeles y los bienaventurados en el Cielo y así también, como en el Cielo es impensable que alguien, ante la Presencia de Dios, manifiesta la más ligera malicia –porque de lo contrario no puede estar ante la Presencia de Dios-, así también el alma del cristiano en gracia, estando ante la Presencia de Dios, no puede consentir interiormente –y mucho menos, manifestarlo exteriormente- no solo el pecado, sino ni siquiera la más ligera imperfección. A esto es lo que se refiere Jesús cuando dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre del Cielo es perfecto” (Mt 5, 48).

viernes, 17 de febrero de 2017

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”


“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 34-38.9, 1). Jesús da las condiciones para su seguimiento: querer seguirlo, renunciar a sí mismo y cargar la cruz propia. Si no se cumplen estos requisitos, no se puede ser discípulo suyo. ¿Qué significan cada uno de los requisitos, indispensables para ser verdaderamente “cristianos”, es decir, discípulos de Jesús?
El primero es “querer”, ya que Jesús dice: “el que quiera seguirme”; esto significa que si bien es Jesús el que nos llama, la respuesta a su llamado, que es personal, es también personal, es decir, es libre. Jesús dice: “el que quiera seguirme”; no obliga a nadie, porque nadie entrará en el Reino de los cielos “obligado”; quien lo haga, será porque libremente habrá decidido seguir a Jesucristo y esto en razón de la libertad del hombre, que es aquello que constituye su imagen y semejanza con Dios-, y también por el respeto que Dios tiene a la libre decisión del hombre. Es decir, Dios respeta en tal grado la libertad del hombre de querer seguirlo o no, que aquello que el hombre decida, eso acepta el mismo Dios. En otras palabras, Dios da la gracia de querer seguirlo, pero el hombre tiene en sus manos, por así decirlo, la decisión libre y final de querer seguirlo o no. De esto se sigue que, por un lado, nadie entrará obligado en el Reino de los cielos, sino de forma voluntaria; por otro lado, nadie entrará injustamente, viendo atropellada su libre decisión de no querer seguirlo, en el Infierno: quien no quiera seguirlo, indefectiblemente irá al Infierno, pero no porque Dios “lo condene”, sino porque el hombre libremente eligió no querer seguirlo. El Infierno se presenta, así, como una muestra del máximo respeto que Dios tiene de la libertad humana, porque quien se condena, lo hace por la libre decisión de no querer seguirlo: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal[1].
El otro requisito para ser discípulos de Jesús es la “renuncia a sí mismo”, lo cual implica tener en cuenta que nuestro ser está afectado por el pecado original, que hace difícil el acceso a la Verdad por parte de la mente, y el obrar el Bien, por parte de la voluntad, además de provocar un grave desorden en las pasiones, en los sentimientos y en los sentimientos. Es decir, por el pecado original, estamos condicionados por la concupiscencia de la carne y de la vida, porque por el pecado el hombre ha sido invertido y en vez de ser la razón la que guíe la voluntad y esta domine las pasiones, son estas, las pasiones desordenadas, las que dominan la voluntad y ofuscan la razón. La negación de sí mismo significa tener en cuenta esta situación “original” y luchar, con la ascesis, la oración y la gracia de los sacramentos, contra nuestra tendencia al mal: “No hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no quiero” (cfr. Rom 7, 19).
El último requisito para ser discípulos de Jesús es el de “cargar la cruz” propia, porque si el Hijo de Dios, siendo Inocente, cargó la cruz camino del Calvario, nadie puede ser discípulo de Cristo si no lo imita en su Pasión, en el cargar la cruz. Es decir, si Jesús, siendo Inocente, pasó de esta vida al Padre por la cruz, todo discípulo que se precie de serlo, debe también cargar la cruz, único camino para llegar al Reino de Dios.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, 212.

viernes, 16 de septiembre de 2016

“Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas”



(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2016)

         “Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas” (Lc 16, 1-13). En este Evangelio, Jesús nos narra la parábola de un administrador, que es un mayordomo, que gobierna la hacienda de un hombre rico[1]. Luego de ser acusado de mala administración -con fundamento-, es despedido. Se encuentra por lo tanto ante el dilema de cómo vivir, pues no se siente con fuerzas para trabajar, al tiempo que se avergüenza de mendigar, aunque no se avergüenza de robar. Lo que decide hacer es llamar a los deudores de su amo, arrendadores que pagan su renta en especies y, de acuerdo con ellos, falsifica sus contratos y así engaña de nuevo a su amo. Mediante esta trampa, el mayordomo piensa hacerse amigos y protectores que puedan recibirlo bien cuando sea despedido, como una especie de “devolución de favores”. Al saberlo, dice Jesús que “el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente”.
Ahora bien, la alabanza que hace el amo de este “administrador infiel”, constituye una dificultad, puesto que, además de alabarlo el amo engañado, también parece alabarlo, al menos indirectamente, Nuestro Señor. Es por esto que surge la pregunta: ¿es así, como parece, que Jesús alaba semejante estafa? De ser así, no dejaría de causar perplejidad, puesto que esto es radicalmente contrario a su espíritu y doctrina. La respuesta es que, por un lado, con respecto a Jesús, Nuestro Señor no alaba ni al amo ni al mayordomo, porque la parábola no dice que el mayordomo haya obrado “sabiamente” –lo que correspondería al Evangelio-, sino “astutamente” -es decir, con una prudencia que no pertenece al Reino de los cielos, sino a los ideales de este mundo y al Príncipe de las tinieblas-, y esto es lo que Nuestro Señor (no el amo) quiere significar (en 8b), cuando compara a los “hijos de este siglo” –los hijos de las tinieblas- con los “hijos de la luz”, hebraísmos con que se designa a aquellos que viven siguiendo, respectivamente, los ideales de este mundo o los del mundo venidero (cfr. Ef 5, 8; 1 Tes 5, 5): “Los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz”.
Para poder dilucidar mejor la enseñanza de Jesús, lo que tenemos que considerar es que tanto el amo como el mayordomo son “hijos de este siglo”, es decir, son hombres que actúan al margen de la Ley de Dios y, obviamente, como tales, no son alabados por Jesús: el primero, el amo, se entera de que ha sido estafado, de un modo que le será difícil probar y su reacción, según afirma un autor, es la de “decidir prudentemente tratar el asunto como una broma y hace el comentario que haría cualquiera en tales circunstancias: ‘Este administrador es un estafador, pero un estafador inteligente’: “El señor –el dueño del que habla la parábola- alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente”. La alabanza implícita de Jesús es el haber “obrado hábilmente”, no la deshonestidad.
En otras palabras, lo que Jesús alaba de modo indirecto no es el robo, sino la astucia con la que obra el administrador infiel; Jesús no aprueba el mal, sino que su enseñanza es que si quienes poseen la luz de la gracia para vivir con la vista puesta en los bienes eternos –es decir, los cristianos-, mostraran al menos la agudeza y sagacidad de los que viven pensando sólo en las ventajas temporales, entonces la Iglesia obtendría resonantes triunfos en su lucha por la salvación de las almas. Lo que nos dice Jesús es que nosotros, en cuanto “hijos de la luz”, es decir, en cuanto cristianos, podemos imitar la astucia del administrador, haciendo un uso hábil e inteligente de los dones recibidos: “Gánense amigos (como él hizo para sí) mediante el dinero de la injusticia -es el equivalente a “dinero sucio”-, en orden a que, cuando éste no esté ya con vosotros, os reciban en las moradas eternas”. Nuestro Señor no condena en absoluto la posesión de las riquezas, y tampoco aprueba, ni siquiera mínimamente, un proceder a todas luces inmoral e ilícito –el del administrador infiel-, sino que pide que en esto como en cualquier otra cosa el hombre se considere como administrador de Dios y que en el obrar el bien y en el administrar los dones que  le ha sido confiado, el cristiano sea fiel pero también sagaz, inteligente -astuto, con una astucia bien entendida-, lo cual a su vez es una directa recomendación suya: “Sed mansos como palomas y astutos como serpientes” (Mt 10, 16). Jesús quiere que seamos administradores fieles y sabios, inteligentes, astutos, de los bienes que se nos ha confiado, de manera que, cuando esa administración finalice un día con la muerte y tengamos que rendir cuentas, salgamos airosos del juicio particular, y el modo de prepararnos para ese día, el día del juicio particular, es dando limosnas, según enseña la Escritura: “Dar limosna salva de la muerte y purifica de todo pecado” (Tob 12, 9); “(…) vosotros ferviente caridad; porque la caridad cubrirá multitud de pecados” (1 Pe 4, 8).
         Al comentar este pasaje, San Gregorio Nacianceno enfoca la administración de los bienes hacia los bienes terrenos y materiales, y dice así[2]: “Amigos y hermanos míos, no seamos malos administradores de los bienes que nos han sido confiados, para no tener que escuchar las siguientes palabras: “Avergonzaos, vosotros que retenéis el bien de los demás. Imitad la justicia de Dios y no habrá ya pobres”. No nos cansemos en amontonar bienes y tener reservas, cuando otros están agotados por el hambre. No nos hagamos meritorios del reproche amargo y de la amenaza del profeta Amos: “Escuchad esto, los que aplastáis al pobre y tratáis de eliminar a la gente humilde, vosotros, que decís: ¿Cuándo pasará la luna nueva, para poder vender el trigo; el sábado, para dar salida al grano?” (Am 8,5). Imitemos la ley sublime y primera de Dios “que hace llover sobre justos y pecadores y hace salir el sol para todos” (cfr. Mt 5,45). Dios colma a todos los habitantes de la tierra con inmensos terrenos para cultivar, con manantiales, ríos y bosques. Para los pájaros ha hecho el aire, y el agua para todos los animales del mar. Para la vida de todos, da en abundancia los recursos esenciales que no deben ser acaparados por los poderosos, ni restringidos por las leyes, ni delimitados por fronteras, sino que los da para todos, de manera que nada falte a nadie. Así, repartiendo por igual sus dones a todos, Dios respeta la igualdad natural de todos. Nos muestra así la generosidad de su bondad... Tú, ¡pues, imita esta misericordia divina!”. En otras palabras, para San Gregorio Nacianceno, la astucia de administradores fieles, que nos pide Jesús, radicaría en hacer un uso caritativo de los bienes materiales que se nos han confiado, para ayudar a los pobres –también materiales- con los que la Divina Providencia nos haga encontrar.
Ahora bien, podríamos decir que la parábola puede referirse a la administración de otro tipo de bienes, los bienes inmateriales que se nos ha concedido, sean naturales –inteligencia, voluntad, dones, talentos innatos- como sobrenaturales –gracia bautismal, Eucaristía, Confirmación, Confesiones, etc.-, bienes todos que debemos saber aprovechar y hacerlos rendir, de modo de poder entrar en el Reino de los cielos.
“Haceos amigos con los bienes de este mundo, así os recibirán en las moradas eternas”. En definitiva, se trate de bienes materiales o inmateriales, todos deben ser puestos al servicio del Reino de Dios, para ser considerados como Jesús como “siervos buenos y fieles”, de manera tal de merecer “pasar a gozar de Nuestro Señor” (cfr. Mt 25, 23).




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 623.
[2] Homilía sobre el amor a los pobres, 24-26; PG 35, 890-891.

martes, 23 de agosto de 2016

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”


“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Jesús se queja de los fariseos, que eran personas religiosas, y les reprocha que justamente ellos, que son religiosos, se han olvidado de lo esencial de la religión: la justicia, la misericordia y la fidelidad. La religión es la relación con Dios, que es Uno y Trino, y así como sucede entre humanos que, cuando se quiere entablar una relación de amistad, se debe tener valores en común –“lo semejante llama a lo semejante”-, dice Aristóteles, así también con Dios, el hombre debe tener en común con Dios aquello que distingue a Dios, que es la justicia, la misericordia y la fidelidad. Dios es Justo, de lo contrario, si fuera in-justo, sería imperfecto y por lo tanto dejaría de ser Dios, que es infinitamente perfecto; Dios es misericordioso y, aún más, es la misericordia en Persona y fuente de toda misericordia; Dios es fiel, porque la fidelidad es una característica de la perfección del Ser divino trinitario. Por lo tanto, si el hombre quiere ser religioso, es decir, si quiere establecer un diálogo de amor y una comunión de vida con las Tres Divinas Personas, debe ser –o, al menos, tratar de ser- justo, misericordioso y fiel. De lo contrario, es decir, si el hombre es injusto, inmisericordioso e infiel, no puede entablar una relación religiosa con Dios y, aunque se vista como religioso, aunque vaya al templo todos los días, aunque lea la Palabra de Dios todos los días, sus actos de religión no le valen de nada ante Dios, porque no son agradables a Dios.
“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Debemos tener en cuenta que el reproche de Jesús no se dirige a ateos, es decir, a quienes no creen en Dios; no se dirige a quienes no frecuentan el templo: se dirige a hombres religiosos, los fariseos, que están en el templo todo el día, pero que a pesar de eso, se han olvidado –han dejado de lado- lo que, por estar en el templo, deberían tener en primer lugar: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Siendo religiosos, se han vuelto injustos, carentes de misericordia, e infieles a Dios, porque lo han abandonado por el culto de sí mismos.
“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Jesús califica duramente a los fariseos, llamándolos “hipócritas”, pero no debemos creer que ese reproche se limita solo a ellos, porque como cristianos, formamos el Nuevo Pueblo Elegido, y si no somos justos, misericordiosos y fieles a Dios, también a nosotros nos cabe el mismo reproche y la misma advertencia de Jesús: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que descuidan la justicia, la misericordia y la fidelidad!”. Para que Jesús no nos tenga que reprochar como a los fariseos, tenemos que procurar ser justos –es una injusticia, por ejemplo, que un cristiano ame más al dinero que a Dios-, misericordiosos –practicando las obras de misericordia que nos indica la Iglesia- y fieles –sobre todo a Dios, no abandonando la Misa dominical por las distracciones mundanas-.


viernes, 8 de julio de 2016

“Yo los envío como a ovejas en medio de lobos”


“Yo los envío como a ovejas en medio de lobos” (Mt 10, 16-23). Los discípulos de Jesús, en medio del mundo, son comparados, por el mismo Jesús, a “ovejas en medio de lobos”. ¿Por qué esta comparación? Una oveja es un animal manso, en tanto que el lobo es un animal agresivo y carnívoro y depredador, siendo la oveja uno de sus blancos preferidos y más fáciles de conseguir. La mansedumbre del cristiano-oveja se debe a que, por la gracia, se hace partícipe de la mansedumbre del Cordero de Dios, en tanto que la agresividad y hostilidad del mundo sin Dios, participan de la furia deicida del Ángel caído y de la malicia que brota del corazón del hombre en pecado. A primera vista, pareciera como si los cristianos en el mundo estuvieran inermes e indefensos y en grave peligro de muerte, así como un rebaño de ovejas está en peligro inminente de ser devorado por una manada de lobos que rodea al redil. Sin embargo, la indefensión de los cristianos es sólo aparente, porque mientras las ovejas sí están indefensas y nada pueden hacer contra las dentelladas de los lobos, si estos alcanzan a hundir sus dientes en sus tiernas carnes, los cristianos, por el contrario, están protegidos por la Sangre del Cordero de Dios, que ahuyenta a los lobos, los ángeles caídos, y los protege de la malicia de los hombres sin Dios. Si un pastor terreno dejara a su redil a merced de una manada de lobos, desentendiéndose de su suerte, se podría decir, con toda justicia, que ese pastor es desalmado y que no le importa nada el destino de sus ovejas, pues es inevitable que los lobos terminen desgarrando, con sus filosos dientes, los cuerpos indefensos de las ovejas, terminando con el rebaño entero en muy poco tiempo. Pero no es este el caso del Pastor Eterno, Cristo Jesús, porque aunque sus ovejas están en el mundo, rodeadas de lobos y de peligros para la eterna salvación, es Él mismo en Persona quien las asiste, las protege y las cuida para que nada malo les suceda, protegiéndolas con su Amor divino, de manera que ni todo el mal del mundo, ni todo el odio del infierno, puede siquiera tocar un cabello de un cristiano, si Jesús no lo permite (cfr. Mt 10, 29-30). Si Jesús nos envía a los cristianos a un mundo sin Dios, es para que, asistidos por su Sangre, por su Amor y por el Espíritu Santo, sea Él quien conquiste el mundo, por medio de nuestro testimonio, venciendo el odio con el Divino Amor y la violencia con la mansedumbre de su Sagrado Corazón.

martes, 7 de junio de 2016

“Ustedes son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo”


“Ustedes son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Jesús describe a sus discípulos, diciendo qué es lo que son, en relación al mundo: son “sal” y “luz”. Utiliza dos elementos con los que los hombres entramos en contacto cotidianamente y que son los que, casi inadvertidamente, dan sabor y color a la vida de todos los días. En efecto, la sal hace que los alimentos adquieran la plenitud de su sabor; sin sal, los alimentos, aún los más elaborados, se vuelven insípidos. Con la luz sucede algo similar: por ella es que podemos ver la realidad que nos rodea en todo su esplendor, con toda la escala cromática; sin luz, o con escasa luz, no solo no se pueden apreciar los colores, sino que todo se vuelve oscuro, con una negrura cuya densidad aumenta a medida que disminuye la luz. Los cristianos, dice Jesús, somos –o al menos deberíamos ser- “sal” y “luz” de la tierra, que den condimento e iluminen esta vida terrena a nuestros hermanos, a nuestros prójimos, a todo aquel con el que nos encontramos. Cada hombre lleva su cruz, y el cristiano debe ser como el Cireneo, que ayude a llevar esa cruz, y es en eso en lo que consiste ser “sal” y “luz”. Pero el cristiano no es, por sí  mismo, sal y luz; no hay nada en él, en su naturaleza humana, que lo haga tener estas condiciones, porque él mismo está bajo el yugo del pecado y arrastra consigo las consecuencias del pecado original. ¿En qué momento se convierte en “sal” y “luz”? Cuando recibe la vida nueva, la vida de la gracia, la vida que viene de lo alto, del Sagrado Corazón de Jesús traspasado en la cruz. Es la Sangre de Jesús la que, cayendo sobre el corazón del cristiano, lo sala y lo ilumina, lo convierte en “sal de la tierra” y “luz del mundo”, porque quitando las tinieblas del pecado y la amargura de la tiranía de las pasiones, el alma, por la Sangre de Cristo que le concede la gracia santificante, se convierte en una imagen viviente de Cristo, que es Quien Es en sí mismo Sal y Luz para la humanidad.

“Ustedes son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo”. Por último, ¿en qué consiste esta función de “salar” e “iluminar”? Lo dice el mismo Jesús: “(…) debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”. La “luz que hay en ustedes” es la luz que Él nos comunica con su gracia, porque por la gracia participamos de Él, que es “Luz del mundo”, y esta luz, que es la participación a la santidad y el amor divinos, se muestra al mundo no tanto con palabras, como con obras: “a fin de que ellos vean sus buenas obras”. En otras palabras, la función de salar e iluminar el mundo, hecha posible por la presencia de la gracia en el alma, se verifica en las obras de misericordia. Y, viendo estas obras de misericordia hechas por los cristianos, “sal de la tierra y luz del mundo”, “glorificarán al Padre celestial”, de quien procede toda bondad.

miércoles, 14 de octubre de 2015

“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”


“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!” (Lc 11, 42-46). Jesús se lamenta por la hipocresía farisaica: mientras fingen ser por afuera hombres religiosos y cumplidores de la Ley, por dentro son injustos para con el prójimo y faltos de amor a Dios. La hipocresía farisaica es el mal propio de los hombres religiosos, sean laicos o consagrados, y es por eso que no debemos creer que estamos exentos de recibir los “ayes” de Jesús. Todavía más, como cristianos mediocres que somos, debemos tomar los “ayes” dirigidos a los fariseos, como dirigidos a nosotros mismos, a todos y a cada uno en persona, porque desde el momento en que no solo no somos santos, sino que no buscamos la santidad, caemos en el fariseísmo. La hipocresía farisaica es un mal espiritual que caracteriza a quien está en la Iglesia Católica, y sólo se vence ese mal con lo opuesto, el amor y la justicia que vienen de Cristo Jesús. Si no prestamos atención, también a nosotros nos dirige Jesús el mismo reproche: “¡Ay de ti, cristiano fariseo, que piensas que por asistir a misa o por musitar unas pocas oraciones mal hechas, ya estás salvado, pero tu corazón día a día permanece endurecido en la injusticia para con tu prójimo y en la falta de amor a tu Dios!”. Somos merecedores de este reproche, toda vez que comulgamos, es decir, recibimos el infinito Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, pero permanecemos indiferentes para con nuestro prójimo o, peor aún, mascullamos venganza, o continuamos sin perdonar. No nos damos cuenta que nuestros pensamientos, deseos, obras, están a los ojos de Jesús aún antes que se hagan presentes en nosotros a nosotros mismos, con lo cual, si por fuera podemos aparentar religión, pero nuestro corazón no es misericordioso y así engañamos a los hombres, en cambio de ninguna manera podemos engañar a Jesús.
“¡Ay de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, pero olvidan la justicia y el amor de Dios!”. Si hablamos mal de nuestro prójimo, si obramos mal contra nuestro prójimo, o aún antes, si pensamos mal de nuestro prójimo, el “ay” de Jesús se dirige contra nosotros, con todo el peso de la amargura de su Sagrado Corazón y del enojo de su paciencia colmada. Entonces, seamos justos y misericordiosos, para que el Amor de Dios recibido en la comunión eucarística se comunique a nuestros hermanos y así, en vez de los “ayes” de Jesús, dirigidos contra los malos cristianos, escucharemos en cambio sus Bienaventuranzas.

         

martes, 25 de agosto de 2015

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!”


“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!” (Mt 23, 23-26). Jesús se dirige a los escribas y a los fariseos, tenidos por conocedores de la Ley y por practicantes de la religión, y a diferencia de lo que podría pensarse, se dirige a ellos, pero no para alabarlos, sino para lamentarse por ellos y para advertirles de la necesidad de un cambio inmediato en su conducta y en su proceder.
La razón por la cual Jesús se lamenta y los califica tan duramente –“hipócritas”, les dice-, la da el mismo Jesús: los escribas y fariseos han olvidado la esencia de la religión, que son “la justicia, la misericordia y la fidelidad”. Al olvidar la esencia, se han quedado con la superficie de la religión, que es el cumplimiento meramente exterior de normas, reglas y preceptos: los escribas y fariseos son expertos en su cumplimiento, y así aparentan por fuera ser muy religiosos, pero la religión que practican es una religión injusta, inmisericorde, e infiel. Injusta, porque comete injusticias contra Dios, porque se le niega el verdadero culto y se le da uno falso; inmisericorde, porque no tiene misericordia de los más necesitados –se justifica el desatender a los padres si es por el oro del altar-; infiel, porque al abandonar a Dios, se postran ante el dinero.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!”. La recriminación de Jesús puede caernos a cualquiera de los cristianos, puesto que nadie está exento de cometer el mismo error. También nosotros podemos pensar que la religión consiste en cumplir exteriormente los preceptos, pero si nos olvidamos de la justicia, y de la fidelidad, pero sobre todo, si nos olvidamos de la misericordia, nos hacemos merecedores del mismo reproche de Jesús a escribas y fariseos: “¡Hipócritas!”, aunque con un agravante: mientras los escribas y fariseos no tuvieron la oportunidad de unirse al Amor de Dios, encarnado en Jesús, nosotros, por el contrario, hemos tenido muchísimas mayores oportunidades de hacerlo, por la comunión eucarística, por lo que el reproche –en caso de que Jesús nos lo haga- será mucho más duro en nuestro caso.

martes, 25 de febrero de 2014

“El que no está contra nosotros, está con nosotros”


“El que no está contra nosotros, está con nosotros” (Mc 9, 38-40). Los discípulos quieren impedir a uno que expulsa demonios en nombre de Jesús, pero que no pertenece a ellos, que lo siga haciendo, pero Jesús no se los permite. La razón que da Jesús es que “nadie puede hacer milagros en su Nombre y luego hablar mal de Él” y que “el que no está contra ellos”, “está con ellos”.
Es decir, al contrario que sus propios discípulos, Jesús no se opone a que alguien que no es discípulo suyo, en su Nombre, expulse demonios, porque en este caso se aplica el de modo positivo el principio “el que no recoge, desparrama”. Aquí, sería: “el que recoge, no desparrama”, o sea, “el que exorciza, evangeliza”. Un experto demonólogo, como el Padre Antonio Fortea, sostiene que en muchas culturas no cristianas, en donde no existe el sacerdocio católico, Dios concede, a algunas personas, el poder de exorcizar, es decir, de expulsar a los demonios, para aliviar a los hombres del poder del maligno, como en el caso del Evangelio, y esto ocurriría no solo en regiones en donde no ha llegado la civilización, sino incluso en vastas zonas descristianizadas de la tecnologizada Europa[1].
Paradójicamente, hay muchos cristianos que, a diferencia de este pagano del Evangelio, sólo llevan el nombre de Cristo, porque actúan en contra de Cristo, a las órdenes del demonio, actuando como verdaderos posesos y cometiendo todo tipo de delitos: narcotráfico, robo, usura, violencias, lujuria, calumnias, asesinatos, blasfemias, traiciones, perversiones, toda clase de malidades. Estos falsos cristianos, a diferencia del pagano del Evangelio, que sin ser cristiano, combatía al demonio en nombre de Cristo, por el contrario, ayudan a que el enemigo de los hombres conquiste cada vez más almas para su reino de tinieblas, ayudándolo en su siniestra tarea de perversión y corrupción.
A ellos, Cristo les dice: “El que no está con nosotros, está contra nosotros, trabajando junto con el enemigo de las almas, el Demonio, aun cuando lleven el nombre de cristianos. Y si no se arrepienten a tiempo y cambian, estarán contra nosotros, bajo el peso de la Justicia Divina, por toda la eternidad”.




[1] Cfr. J. A. Fortea, Exorcística, Complemento del Tratado Summa Daemoniaca, Instituto Tomás Moro, Asunción, Paraguay, 80.

jueves, 23 de enero de 2014

“Los demonios se tiraban a los pies de Jesús gritando: ‘¡Tú eres el Hijo de Dios!’”

“Los demonios se tiraban a los pies de Jesús gritando: ‘¡Tú eres el Hijo de Dios!’” (Mc 3, 7-12). Mientras Jesús se encuentra en Galilea, en la orilla del mar, curando a mucha gente, los demonios se arrojan a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Uno de los problemas que plantea este Evangelio es esta expresión, es decir, qué querían decir los demonios cuando decían a Jesús: “Hijo de Dios”. Según lo que nos enseña la Teología, los demonios no tienen conocimiento intuitivo, directo, de Dios; es decir, no podían saber, de ninguna manera, por visión directa, que Jesús era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, pero sí podían, por conjeturas externas, y ayudados por su inteligencia angélica, suponer que es Hombre, Jesús de Nazareth, que obraba grandes prodigios y que tenía sobre ellos un enorme poder, era realmente Dios como decía ser. Muy probablemente, los demonios, al ser expulsados por Jesús, experimentarían la fuerza divina del mismo Dios que los había creado y entonces, recordando a su Creador, reconocerían en Jesús de Nazareth la fuerza de Dios omnipotente, y por eso le decían: “Tú eres el Hijo de Dios”.
Aunque por otro lado Santo Tomás dice que si los demonios “hubieran sabido perfectamente y con seguridad que Jesús era el Hijo de Dios y cuáles serían los frutos de su Pasión, jamás habrían buscado la crucifixión del Señor de la Gloria”. Sea como sea, el caso es que, en este Evangelio, como a lo largo de todo el Evangelio, los demonios se arrojan a los pies de Jesús, reconociéndolo como al “Hijo de Dios”.

Y aquí viene otro problema que nos plantea este Evangelio. Si los demonios reconocen a Jesús como Hijo de Dios, y se arrojan a sus pies, ¿por qué los cristianos, por quienes Jesús dio su vida en la Cruz, no reconocen a Jesús en la Eucaristía y se postran a sus pies en adoración? Si los demonios, que ya no pueden amar más a Jesús, ni lo quieren amar más, reconocen a Jesús como Hijo de Dios y se arrojan a sus pies, ¿por qué los cristianos, por quienes Jesús se entrega día a día en el altar no acuden a recibir su Amor en la Eucaristía? Si los demonios, a pesar suyo, obligados por la Divina Justicia, dan testimonio de Jesús y lo reconocen como Hijo de Dios, ¿por qué los cristianos no acuden al sagrario a adorarlo en la Eucaristía, día y noche, reconociéndolo en la Eucaristía como al Hijo de Dios? 

domingo, 8 de septiembre de 2013

"Los escribas y los fariseos querían encontrar algo de qué acusarlo"

         

       "Los escribas y los fariseos querían encontrar algo de qué acusarlo" (Lc 6, 6-11). Mientras Jesús se compadece de un hombre que tiene la mano paralizada, los escribas y fariseos, hombres religiosos, desprecian el gesto de misericordia de Jesús y se concentran en las supuestas faltas legales que pueda hacer, para tener "de qué acusarlo". Detrás de este gesto doblemente maligno -impiadoso para el hombre enfermo, porque no les interesa su curación, y agresivo hacia Jesús, porque quieren acusarlo-, se encuentra el Príncipe de las tinieblas que, sabiendo quién es Jesús, lanza en su contra a hombres que aparentan ser religiosos por fuera, pero que destrozan a su prójimo con sus actos malintencionados. En el fondo, el ataque del demonio es contra Dios, representado en el hombre con la mano paralizada, puesto que el prójimo es imagen de Dios -en este caso, el hombre con la mano paralizada-, pero es también un ataque contra Dios en Persona que se ha encarnado, en la Persona del Hijo, en Jesús de Nazareth.
          Muchos cristianos, en la Iglesia, repiten el gesto malintencionado de los escribas y fariseos: mientras aparentan piedad y devoción por fuera -pues asisten a Misa, se confiesan y comulgan-, no dejan sin embargo de tramar contra el prójimo, murmurando contra él y buscando su daño de múltiples maneras, contradiciendo así a la condición de cristianos, que debe caracterizarse por la compasión y la misericordia, y haciéndose merecedores del calificativo de "hipócritas" dado por Jesús en persona a quien, aparentando ser religioso, se comporta con falsedad.
          Muchos en la Iglesia imitan a los escribas y fariseos y se convierten en aliados conscientes e inconscientes del Príncipe de las tinieblas, toda vez que murmuran contra el prójimo, atribuyéndole malicia y negando la misericordia.

          "Los escribas y los fariseos querían encontrar algo de qué acusarlo". Como cristianos, debemos cuidarnos mucho de enjuiciar a nuestro prójimo y de faltar a la caridad y a la compasión, porque la hipocresía religiosa es una de las cosas que más aleja al alma de Dios, y la aleja tanto más, cuanto más aparenta el alma ser devota y practicante de la religión.

sábado, 27 de julio de 2013

“Cuando ustedes oren, digan: Padre nuestro que estás en los cielos...”


(Domingo XVII - TO - Ciclo C – 2013)
“Cuando ustedes oren, digan: Padre nuestro que estás en los cielos...” (Lc 11, 1-13). Respondiendo a los discípulos que le piden que les enseñe a orar - “Señor, enséñanos a orar”-, Jesús les -a ellos y a nosotros- cómo tiene que ser la oración del cristiano. Ante todo, la oración del cristiano no debe ser como la de los paganos, que basan su oración en las “muchas palabras”; la oración del cristiano debe ser amorosa y filial, es decir, hecha con el corazón y con el mismo amor con el cual un hijo se dirige a su padre, porque oración enseñada por Jesús, el Padrenuestro, Dios ya no aparece como un ser lejano, distante, bueno, sí, pero distante: Jesús nos enseña que Dios nos ha adoptado como hijos; a partir de Jesús somos hechos hijos adoptivos de Dios por la gracia santificante, y por esto Jesús nos enseña a tratarlo de una nueva manera, como “Padre”, y para tratarlo como Padre, debemos amarlo como hijos.
La oración del cristiano debe ser debe ser perseverante, como el hombre del ejemplo que pone Jesús, que acude a un amigo a deshora a pedirle pan para sus amigos. En este caso, se trata de dos amigos, porque así se tratan entre ellos - “Amigo”, le dice al iniciar el pedido, y Jesús dice que el otro, aunque no le dé el pan por ser su amigo, se lo dará sin embargo a causa de su insistencia. Lo mismo sucede entre nosotros y Dios: nosotros somos ese amigo inoportuno, que acude a su Amigo que vive en su Casa del cielo, Dios, con sus hijos, los hijos de Dios, los santos y también los ángeles, y por la oración le pedimos el alimento del alma para nuestros hermanos, el alimento de la Palabra de Dios y el alimento de la Palabra de Dios encarnada en la Eucaristía, y Dios nos dará lo que le pedimos, porque es nuestro Amigo y no dejará de concedernos lo que sólo Él puede darnos.
Y si en el ejemplo que pone Jesús, el amigo que descansa con sus hijos le dará el pan a su amigo que se lo pide, no por la amistad que los une, sino por su insistencia, y no solo le dará pan, sino “todo lo necesario”, es decir, mucho más de lo que pide, no es así en el caso de Dios, que siempre nos dará lo que le pedimos e infinitamente más, en razón de nuestra amistad con Él, amistad sellada con la Sangre de Cristo en la Cruz. No podemos dudar de que Dios nos concederá lo que le pedimos -siempre que sea conveniente para nuestra salvación y esté dentro de los planes de su Divina Voluntad, que siempre es santa-, porque Él mismo nos llama “amigos”: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”.
La oración del cristiano debe ser confiada, esperando recibir; y debe esperar siempre de la Bondad divina, que jamás puede dar nada malo a quien le pida algo, porque Dios es Bondad infinita, y no es capaz, porque su Ser perfectísimo se lo impide, de dar algo malo, así como un padre no da nunca a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado, ni un escorpión si le pide un huevo. Jamás de los jamases, puede dar Dios algo malo a quien acude a Él en la oración, porque es imposible para Él, ontolóticamente, hacer el mal. En otras palabras, Dios no puede ni siquiera pensar en hacer mal, debido a la Perfección absoluta de su Ser divino Purísimo. Sí puede suceder que permita que nos suceda algo que a nosotros, humanamente hablando, sea un mal o nos parezca un mal, pero si Dios permite el mal para nosotros, es porque por su infinito poder, puede convertir a ese mal en un bien de dimensiones inimaginables. Jamás puede Dios darnos un mal, y sólo bienes debemos esperar de Él; por el contrario, el demonio, a sus seguidores, les promete cosas buenas, pero solo son el envoltorio de males inenarrables. El demonio sí da “un escorpión cuando se le pide un huevo”, o una “piedra cuando se le pide un pan”; esto sí lo hace el demonio con sus adoradores, porque el demonio es un ser malvado y perverso.

Finalmente, la oración del cristiano debe ser desmedida, en el sentido de que debe no debe temer el pedir a Dios muchas cosas, porque Dios es Inmensamente Rico en bienes espirituales de todo tipo, empezando por la Misericordia; Dios es Omnipotente y todo lo puede -lo único que no puede hacer, aún si se lo propusiera, es el mal-; Dios es Amor infinito y todo ese Amor es para nosotros, para todos y para cada uno de nosotros, de modo personal e individual. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Dios dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”. En la oración filial, amorosa, perseverante, confiada, no podemos pedir a Dios pocas cosas, no debemos tener temor de pedir y de pedir mucho, porque por más que pidamos bienes espirituales grandiosos -para nosotros y nuestros seres queridos, como la gracia de la contrición perfecta del corazón, que asegura la entrada al cielo, porque Dios ama a los corazones contritos y humillados-, siempre nos quedaremos cortos ante la inmensidad de la Bondad divina, porque además de todos esos bienes espirituales, Dios Trinidad nos dará algo que ni siquiera podríamos imaginar de recibir, y que no nos alcanza la inteligencia y la imaginación en esta vida para apreciarlo, ni nos alcanzará toda la eternidad en la otra vida para comprenderlo: nos dará ¡el Espíritu Santo! ¡El Amor de Dios, Dios, que es Amor, nos será dado si lo pedimos en la oración! Y Dios nos dará su Amor, el Espíritu Santo, como posesión nuestra, en esta vida en medio de persecuciones y tribulaciones, y en la otra, para toda la eternidad, para hacernos eternamente felices. Todo el mundo busca la felicidad aquí y allá, y no la encuentra, porque la felicidad está en la oración, porque además de cualquier bien espiritual -y material, si es para nuestra salvación- que le pidamos, Dios nos lo concedeerá, pero además nos concederá el Don de dones, el Espíritu Santo. ¿Podemos siquiera imaginar lo que esto significa? En nuestras manos -elevadas en oración, sosteniendo el Santo Rosario- y en nuestro corazón -contrito y humillado, postrado interiormente ante la majestad de Dios Trino, a los pies del altar en la Santa Misa, deseosos de recibir el Amor ardiente de Jesús Eucaristía-, está la felicidad nuestra, la de nuestros seres queridos, y la de todo el mundo. ¿Qué esperamos para ponernos a rezar?

viernes, 1 de febrero de 2013

“Todos (…) estaban llenos de admiración por sus palabras (...) luego se enfurecieron y trataron de despeñarlo"



(Domingo IV – TO – Ciclo C – 2013)
“Todos (…) estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca (…) Al oír estas palabras (…) se enfurecieron y lo empujaron fuera de la ciudad (…) con la intención de despeñarlo” (Lc 4, 21-30). Sorprende el cambio radical de actitud de los que se encuentran en la sinagoga, ya que pasan de la admiración a la furia homicida. De hecho, no matan a Jesús en ese momento, porque Jesús es Dios y no lo permitió, pero la ira era tan grande, que de haberles sido concedida la posibilidad, hubieran arrojado a Jesús por el precipicio, tal como lo dice el evangelista Lucas: “llevaron fuera de la ciudad a Jesús con la intención de despeñarlo”.
¿Cuál es la razón del cambio tan radical en quienes escuchan a Jesús? Analizando sus palabras, podremos llegar a la respuesta. En un primer momento, Jesús les dice que “el Espíritu del Señor” se ha “posado sobre Él”, y que lo ha enviado a “anunciar la liberación a los cautivos y a dar la Buena Noticia a los pobres”, además de sanar a los enfermos. Cuando el mensaje es positivo y no toca directamente la necesidad de la conversión, todos están “admirados” de las “palabras de gracia” que salían de su boca. Es decir, cuando el mensaje no hace referencia a la necesidad del cambio, todo “está bien” para los asistentes a la sinagoga, porque esto quiere decir que por un lado, pueden asistir al servicio religioso y de esa manera tener tranquila la conciencia, porque se cumple con Dios, y por otro lado, se puede continuar con la vida de todos los días, vida caracterizada por la falta de caridad para con el prójimo y por la complacencia de las pasiones. Es decir, es como si los asistentes a la sinagoga dijeran: “Puedo asistir al servicio religioso, cumplir con Dios, y seguir con mi vida de pecado de todos los días, ya que no hay necesidad de conversión. Todo está bien, no tengo nada para cambiar en mi vida”. Así, es lógico que surja la aprobación a las palabras de Jesús.
Sin embargo, inmediatamente después, Jesús dice algo que cambiará substancialmente el ánimo de los asistentes a la sinagoga, porque precisamente les hace ver la necesidad imperiosa de la conversión del corazón.
Jesús les cita dos ejemplos del Antiguo Testamento: la visita del profeta Elías a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón (1 Re 17, 7-24). En ese episodio, Elías concede la lluvia esperada –la región llevaba tres años y medio de sequía- a través de esta viuda, que era pagana y no pertenecía al Pueblo Elegido, y no lo hace a través de las viudas de Israel. En teoría, debería haber concedido el milagro de la lluvia a través de alguna de las viudas de Israel, puesto que estas pertenecían al Pueblo Elegido, y sin embargo, lo hace a través de una viuda de origen pagano. La razón está en que esta viuda, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, demuestra que posee la esencia de la religión, que es el amor sobrenatural al prójimo, amor demostrado en la solicitud con la que atiende al profeta Elías: le da al profeta de su propio alimento, lo cual demuestra que, aunque no pertenece formalmente al Pueblo de Dios, posee sin embargo la esencia de la religión, que es la caridad. La viuda obra con caridad porque ofrenda la totalidad de los alimentos que tenía para su subsistencia y la de su hijo, y en recompensa, Dios le concede, a través del profeta Elías, la lluvia, que termina con la sequía, y que tanto la harina como el aceite no se terminen.
En el caso del general sirio con lepra que es curado (2 Re 5, 10-13), tampoco pertenece al Pueblo Elegido, pero al bañarse en el río según lo indica el profeta, demuestra que posee la otra cualidad esencial de la religión, que es la fe en la Palabra de Dios. En ambos casos, los dos protagonistas, la viuda y el rey, son paganos, no pertenecen al Pueblo Elegido, y sin embargo son elegidos por Dios para obrar en ellos sus milagros. El mensaje que les transmite Jesús entonces es: no basta con pertenecer formalmente a la Iglesia de Dios; se debe poseer la esencia de la religión, que es la caridad –como lo hace la viuda de Sarepta- y se debe poseer la fe, que debe manifestarse en obras –como lo hace el rey pagano que es curado de la lepra-.
La enseñanza en los dos episodios es que la esencia de la religión es la caridad –el episodio de la viuda de Sarepta- y que la fe en Dios debe traducirse en obediencia práctica a sus mandatos –el episodio del general sirio que es curado de su lepra-; la falta tanto de caridad como de fe hacen que Dios no se manifieste con sus milagros y portentos.
El mensaje indirecto es captado por los integrantes de la sinagoga: al desconfiar de Jesús, puesto que muchos dicen: “¿No es éste el hijo de José?”, demuestran que, a pesar de pertenecer al Pueblo de Yahvéh, no poseen ni fe ni caridad, y este es el motivo por el cual el ánimo cambia substancialmente, y de admiración por sus palabras, pasan a la furia homicida que lleva a intentar despeñar a Jesús.
Hoy sucede lo mismo con muchos cristianos: no tienen fe, porque no creen en Cristo como Hombre-Dios, muerto en Cruz y resucitado para la salvación de los hombres, y en consecuencia tampoco tienen caridad, porque la falta de fe en Jesús bloquea el don del Amor del Sagrado Corazón, que no puede de esta manera llegar al corazón para convertirlo.
Esta falta de fe en Cristo como Hombre-Dios, como Cordero de Dios, que se dona con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, se ve ante todo en la misa dominical, puesto que esta es abandonada por el fútbol, la diversión, los atractivos falsos y vacíos del mundo; la falta de en Cristo Dios se ve en el enorme crecimiento de las sectas, del ocultismo, de la magia, de la hechicería, de la superstición, de las falsas devociones a ídolos paganos como el Gauchito Gil y la Difunta Correa; la falta de fe en Cristo Dios se ve en el recurso de los cristianos a los Nuevos Movimientos Religiosos, propios de la Nueva Era, en los que se mezclan el gnosticismo, el ocultismo y el orientalismo, en desmedro de las enseñanzas de Jesús y sus Mandamientos.
La falta de caridad en los cristianos se ve en el hecho de que la gran mayoría de los delitos y crímenes, públicos y ocultos, son realizados por bautizados, es decir, aquellos que en teoría, deberían transmitir al mundo el Amor y la Misericordia de Cristo; la falta de caridad de los cristianos se ve en el grado de violencia en el que se encuentra sumergido el mundo, violencia contraria al mandamiento del amor de Cristo “Amaos los unos a los otros”, violencia engendrada, producida, mantenida y exacerbada por cristianos. Los cristianos deberían ser “la luz del mundo y la sal de la tierra”, y en vez de eso, se han convertido en oscuridad y en sal insípida que ni alumbran las tinieblas del mundo ni ayudan a sus prójimos a cargar la Cruz.
Por último, la falta de fe y caridad de los cristianos se ve en la ausencia de grandes santos, como los que caracterizaron y caracterizan a la Iglesia en todos los tiempos, porque para llegar a la santidad, se necesita creer en las palabras de Jesús: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz y me siga”, y seguirlo significa seguirlo camino del Calvario, lo cual quiere decir negarse a sí mismo en las pasiones desordenadas. Negarse a sí mismo para seguir a Cristo camino del Calvario significa estar dispuestos a morir antes de cometer un pecado mortal, antes de perder la gracia santificante, y esto es válido para cualquier cristiano en cualquier estado de vida: para un político, significa estar dispuesto a morir, antes que aceptar dinero a cambio de votar leyes contrarias a la vida; para un joven, significa estar dispuesto a morir, antes que faltar a los Mandamientos de Dios, principalmente los relativos a la pureza; para un hombre casado, significa estar dispuesto a morir antes que cometer una traición contra el matrimonio; para un niño, significa estar dispuesto a morir antes que levantar la voz a sus padres; para un comerciante, significa estar dispuesto a morir antes que aceptar mercancía robada o de dudosa procedencia, o vender mercancía que induce al otro a cometer pecados; para un científico, significa estar dispuesto a morir, antes que trabajar en un proyecto que sea contrario a las leyes divinas; para un sacerdote, significa estar dispuesto a morir, antes que traicionar la Verdad de Cristo. 
La crisis de fe conduce, inevitablemente, a la crisis de santos, y por eso hoy no se ven santos como en la Edad Media. Sin embargo, el Evangelio de hoy, con los ejemplos de la viuda de Sarepta y de Naamán el Sirio, que recibieron grandes dones de parte de Dios, a causa de su caridad y de su fe, nos alienta a crecer en estas dos virtudes, esenciales para ser santos y en consecuencia para alcanzar la vida eterna. A ejemplo de estos dos paganos, los demás deberían ver en cada cristiano una imagen viviente de Cristo Jesús, que brilla en las tinieblas del mundo por su fe, su esperanza y su caridad.