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miércoles, 15 de junio de 2022

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

 



(Ciclo C – 2022)

         Con la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, solemnidad conocida también como “Corpus Christi”, la Iglesia Católica proclama al mundo que Ella, como Esposa Mística del Cordero, es la poseedora del más grandioso don que la Santísima Trinidad pueda hacer jamás al ser humano, el Cuerpo y la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo. No hay misterio sobrenatural más grandioso, más asombroso, más maravilloso y magnífico, que el misterio de la transubstanciación, es decir, la conversión, por el poder del Espíritu Santo que es infundido sobre el pan y el vino del altar por las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Éste es el Cáliz de mi Sangre”-, en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. La transubstanciación, la conversión de la materia del pan en el Cuerpo de Cristo y la del vino en la Sangre de Cristo, es el Milagro de los milagros, que acontece, por la Misericordia Divina, toda vez que se celebra la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio del Calvario, la Santa Misa. La conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, con la consecuente Presencia Personal del Hijo de Dios en las especies eucarísticas, es un milagro que reduce a la nada las maravillas de la Creación del universo visible e invisible, porque por la transubstanciación, se hace Presente, en el Altar Eucarístico, algo infinitamente más grandioso que los mismos cielos y es el Rey del Cielo en Persona, Cristo Jesús.

         En el origen de esta solemnidad, se encuentra uno de los milagros eucarísticos más asombrosos jamás registrados en la historia de la Iglesia Católica, milagro por el cual la Trinidad confirma, de modo visible, la Verdad Absoluta e Invisible que se lleva a cabo en cada Santa Misa, la conversión de la materia del pan en el Cuerpo de Cristo y la del vino en la Sangre de Cristo.

         El milagro que originó la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo ocurrió a mediados del siglo XIII, en el año 1245, cuando un sacerdote, Pedro de Praga, que era un sacerdote piadoso y devoto pero que tenía de vez en cuando dudas de fe acerca de la verdad que enseña la Iglesia Católica, esto es, que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, decidió hacer una peregrinación a la tumba de San Pedro en el Vaticano, para pedirle la gracia a San Pedro de que le aumentara la fe en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía[1]. Luego de regresar de la peregrinación, se dirigió a Bolsena para celebrar la Santa Misa en la cripta de Santa Cristina. En el momento de la consagración, es decir, cuando el sacerdote extiende las manos sobre las ofrendas del pan y del vino y pronuncia las palabras “Esto es mi Cuerpo, Éste es el Cáliz de mi Sangre”, y luego de elevar la Hostia ya consagrada, fue en ese momento en que la Hostia se convirtió en músculo cardíaco vivo, sangrante, siendo tan abundante la sangre que caía de la Hostia, que llenó el cáliz y manchó el corporal. También sucedió que las partes de la Hostia que estaban en contacto con los dedos del sacerdote, permanecieron con apariencia de pan, mientras que el resto de la Hostia se convirtió en lo que luego se comprobó, años después, que era músculo cardíaco. El sacerdote, conmocionado por el milagro, atinó a cubrir el músculo cardíaco con el corporal, para llevarlo a la sacristía, junto al cáliz que contenía la sangre y en ese momento, cayeron algunas gotas de sangre del milagro, que penetraron en el mármol, permaneciendo hasta el día de hoy como reliquias sagradas del asombroso milagro.

La noticia del asombroso milagro llegó a oídos del Papa Urbano IV, quien se encontraba en el vecino pueblo de Orvieto  y pidió que le trajeran el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión y se dice que el Pontífice, al ver el milagro, se arrodilló frente al corporal y luego se lo mostró a la población. Más adelante, el Santo Padre publicó la bula “Transiturus”, con la que ordenó que se celebrara la Solemnidad del “Corpus Christi” en toda la Iglesia el jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, además de encomendarle a Santo Tomás de Aquino la preparación de un oficio litúrgico para la fiesta y la composición de himnos, que se entonan hasta el día de hoy como el “Tantum Ergo”.

Como dijimos, la Santísima Trinidad hizo este milagro, por el cual se pudo ver y comprobar visiblemente que la Hostia consagrada es el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para que nosotros, al asistir a la Santa Misa, fortalezcamos nuestra fe en la transubstanciación, en la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Ahora bien, no es necesario que en cada Santa Misa se repita el milagro de Bolsena-Orvieto, porque basta con nuestra fe católica en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, aun cuando no lo veamos visiblemente.

Por último, un detalle que, aunque parece obvio, es necesario recordarlo y tenerlo presente: cuando decimos que la Eucaristía es el “Cuerpo y Sangre” de Cristo, no nos estamos refiriendo a un “Cuerpo y Sangre” por separados, sin relación entre sí: es obvio que el Cuerpo y la Sangre de Cristo no están separados ni aislados entre sí, sino que están integrados en el Alma y en la Divinidad de la Persona Segunda de la Trinidad, Cristo Jesús, de modo que podemos decir que, cuando comulgamos, comulgamos a la Segunda Persona de la Trinidad, que está Presente, verdadera, real y substancialmente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, en la Eucaristía. Es por esto que comulgar, recibir sacramentalmente la Comunión, no es ingerir un trocito de pan bendecido, sino abrir las puertas del corazón, en estado de gracia, para entronizar y adorar en nuestros corazones al Hombre-Dios Jesucristo, con su Cuerpo y Sangre glorioso y resucitado.

 

domingo, 1 de agosto de 2021

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”

 


(Domingo XIX - TO - Ciclo B – 2021)

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 41-51). Jesús se auto-proclama como “Pan Vivo bajado del cielo” y frente a esta revelación, los judíos se escandalizan porque lo ven humanamente, lo ven como a un hombre más entre tantos y por eso no pueden comprender de qué manera Jesús pueda ser “Pan Vivo bajado del cielo”. Para los judíos, Jesús es sólo un hombre más, es el “hijo del carpintero” y por eso se preguntan: “¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo?”. En otras palabras, los judíos -como así también los protestantes y los musulmanes- no pueden entender el motivo por el cual Jesús se llama a Sí mismo “Pan Vivo bajado del cielo”, si es sólo “el hijo del carpintero”. ¿Porqué les sucede esto? Esto les sucede porque no tienen la luz de la gracia santificante que, proviniendo del mismo Cristo, ilumina las mentes y los corazones, para reconocer a Dios en Cristo o, mejor dicho, para reconocer que Cristo es Dios. Ahora bien, también a nosotros nos puede suceder lo mismo, es decir, el no reconocer la divinidad de Cristo, lo cual implica reconocer, implícitamente, la virginidad de la Madre de Dios y la castidad de San José: un ejemplo de esta falta de luz de la fe católica es la monja apóstata Lucía Caram, la cual públicamente, en un programa televisivo. ofendió a la Virgen y a San José y también a Jesús, al negar la Pureza de María Virgen y la castidad de San José.

Lo mismo sucede en nuestros días con numerosos católicos, quienes cuestionan no solo la divinidad de Cristo, sino su Presencia real en la Eucaristía. Es decir, la fe católica afirma que Cristo es Dios y que por lo tanto, la Eucaristía es Dios, porque es Cristo Dios en Persona, oculto en apariencia de pan, pero muchos católicos cuestionan esta verdad de la divinidad de Cristo y de la Eucaristía, así como los judíos cuestionaban la divinidad de Cristo y su revelación de ser Él el Pan Vivo bajado del cielo.

         “Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”. Desde la Eucaristía, Jesús nos dice, en el silencio de la oración, lo mismo que le decía a los judíos: Él es el Pan Vivo bajado del cielo, Él es el Maná Verdadero que nos alimenta en el desierto de la vida, en nuestro peregrinar hacia la Jerusalén celestial, Él es el Pan Vivo que nos da la vida eterna, la vida misma de la Trinidad. No repitamos el error de los judíos y, reconociendo a Cristo Dios Presente en Persona en la Eucaristía, nos postremos en adoración ante el Cordero de Dios.

lunes, 22 de diciembre de 2014

“¿Qué llegará a ser este niño?”


“¿Qué llegará a ser este niño?” (Lc 1, 57-66). Los hechos extraordinarios que rodean el nacimiento de Juan el Bautista –el Arcángel Gabriel se le aparece a su padre, Zacarías; su misma concepción es un hecho milagroso, debido a la edad avanzada de sus padres; la recuperación del habla por parte de Zacarías, al momento de nacer el Bautista-, hacen percibir a sus familiares y al pueblo todo que “la mano del Señor estaba en él”, y por eso se hacen esta pregunta: “¿Qué llegará a ser este niño?”.
Y efectivamente, años después, el niño Juan el Bautista, ya convertido en hombre, será llamado por Jesús “el más grande nacido de mujer” (cfr. Lc 7, 28) y las señales de bienaventuranza que se habían cernido alrededor de su nacimiento, se cristalizan y manifiestan de manera concreta en su misión, la misión más importante jamás encomendada a hombre alguno en la tierra, hasta ese momento: señalar la Llegada inminente del Mesías, del Hombre-Dios, a quien sólo él, porque estaba iluminado por el Espíritu Santo, conocía. Nadie más que el Bautista conocía al Mesías, que estaba ya en medio de los hombres, pero mientras para los demás Jesús era solo “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55), uno más del pueblo, “que ha crecido entre nosotros” (cfr. Mt 6, 3), para el Bautista, iluminado e ilustrado por el Espíritu Santo, Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el Cordero de Dios, que ha venido a este mundo para cargar sobres sus espaldas los pecados de todos los hombres, llevarlos sobre sus espaldas, lavarlos con su Sangre derramada en la cruz, y dar así cumplimiento al plan de salvación del Padre para toda la humanidad. Esta es la razón por la cual el Bautista, al ver pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29). Luego, el Bautista sellará con el martirio (cfr. Mt 14, 1-12) este privilegio de anunciar al mundo que Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo encarnado, venido en carne para salvar a los hombres, para quitar sus pecados y concederles la filiación divina al precio del derramamiento de su Sangre en la cruz. 
Juan el Bautista muere martirialmente en testimonio de la Verdad de Jesucristo como Hombre-Dios y como Cordero de Dios y de esa manera imita a Jesucristo que en la cruz es el Rey de los mártires, pero más que imitarlo, es el mismo Jesús quien lo hace partícipe de su muerte cruenta y martirial. La muerte cruenta del Bautista es la coronación de su vida ofrendada como un don al Cordero y en virtud de este testimonio y como glorioso corolario de las señales recibidas antes de su nacimiento, el Bautista reina ahora, junto al Cordero “como degollado” (Ap 5, 6), por los siglos sin fin.
“¿Qué llegará a ser este niño?”. Puesto que todo cristiano está llamado a imitar al Bautista, de todo cristiano debería también decirse lo mismo, el día de su bautismo, pero no para obtener una respuesta mundana, es decir, no para escuchar decir: “este niño será grande al estilo mundano, porque tendrá títulos y honores mundanos”. De todo cristiano se debe hacer esta pregunta, porque al igual que el Bautista, su nacimiento por la gracia, el día del bautismo, también está signado por señales sobrenaturales; no por apariciones de arcángeles, ni por signos sensibles, ni cosas por el estilo, sino por la llegada de la gracia santificante al alma, que le quita el pecado original, la sustrae del poder del Príncipe de este mundo, el Ángel caído, le concede la filiación divina y convierte su cuerpo y su alma en templo y morada de la Santísima Trinidad, de manera tal que el cristiano, en el momento de su bautismo, es alguien más grande todavía que el Bautista, y llamado a una misión todavía mayor, que es la de señalar a Jesús en la Eucaristía para proclamar su Presencia real, porque mientras el mundo ve en la Eucaristía solo un poco de pan bendecido, el cristiano, iluminado por el Espíritu Santo, debe decir, repitiendo las palabras del Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y, al igual que el Bautista, debe estar dispuesto a dar la vida por esta Verdad y por el anuncio de esta Verdad al mundo. A esta gran misión está llamado todo cristiano que se bautiza. Esta es la razón por la cual, cuando alguien pregunte, al ver bautizar a un niño: “¿Qué llegará a ser este niño?”, la respuesta debe ser: “Será el que proclame con su vida y con su sangre que Jesús en la Eucaristía es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.


viernes, 15 de agosto de 2014

“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”


Jesús y la mujer cananea
(Pieter Lastman, 1617)

(Domingo XX - TO - Ciclo A – 2014)
         (Domingo XX - TO - Ciclo A – 2014)
         “Mujer, ¡qué grande es tu fe!” (Mt 19, 16-22). Una mujer cananea -es decir, pagana, no hebrea, y por lo tanto, no perteneciente al Pueblo Elegido-, acude a Jesús a implorarle por su hija, que está endemoniada. Lo que nos dice la escena evangélica es que, por un lado, la mujer distingue muy bien entre una simple enfermedad del cuerpo y la posesión diabólica, puesto que sabe reconocer la presencia del demonio –“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”-; por otro lado, sabe bien que Jesús es el único que tiene poder de expulsar demonios porque, o ha visto ya a Jesús realizar exorcismos, o ha oído hablar de Él, o lo ha visto hacer milagros, ya que se dirige a Él con un título de majestad, que indica ascendencia divina: “Señor, Hijo de David”.
Lo que demuestra con esta actitud la mujer cananea, es que su fe en el poder divino de Jesús es inquebrantable y es muy grande, y es tan grande, que terminará siendo alabada por el mismo Jesús. La grandeza de su fe se agiganta no solo por el hecho de ser ella pagana, es decir, de no pertenecer al Pueblo Elegido, sino por el hecho de ser puesta a prueba nada menos que por el mismo Hombre-Dios Jesucristo, y no una, sino tres veces, y en las tres veces en las que su fe es puesta a prueba por Jesús, en las tres, sale airosa. En otras palabras, Jesús alaba la fe de la mujer cananea, no solo porque ella es pagana y cree en Él, en cuanto Hombre-Dios, sino porque Él mismo la pone a prueba tres veces, y las tres veces, supera la prueba de una forma rotunda y victoriosa.
La mujer cananea, siendo ella pagana, demuestra poseer más fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios, que muchos de los hebreos y demuestra la fortaleza de esa fe en tres ocasiones, siendo cada ocasión más fuerte que la otra: en la primera prueba, la fe de la mujer debe sortear el silencio inaudito de Jesús, porque a pesar de que ella le implora con gritos, pidiéndole piedad y exponiéndole una situación de extrema gravedad, como lo es la posesión demoníaca, Jesús permanece en silencio, y así lo dice el Evangelio: “¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí!, mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Pero Él no le respondió nada”. Jesús “no le respondió nada”, dice el Evangelio; una prueba durísima de fe: alguien se dirige a Jesús, sabiendo que Él es Dios, implorándole piedad, exponiéndole un caso gravísimo, como es el de una posesión demoníaca, y Dios Hijo “no dice nada”, permanece en silencio.
Una primera prueba, y durísima, de fe. Pero la mujer cananea, lejos de sentirse rechazada, crece en la fe y continúa gritando e implorando piedad, tanto, que despierta la compasión de los discípulos de Jesús, quienes son los que interceden por ella: “Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos”. Pero cuando los discípulos le dicen que atienda su caso, Jesús le dice que no le va a conceder lo que le pide, porque Él “ha sido enviado solamente a las ovejas perdidas de Israel” y ella no es una oveja de Israel, porque es cananea, y esta es la segunda prueba, también durísima, de fe, porque es rechazada por segunda vez, en una petición de un asunto de grave urgencia y necesidad; sin embargo, la mujer, en vez de sentirse rechazada, cuando todo haría pensar que se desalentaría y que volvería las espaldas a Jesús y regresaría llorando, lamentando su desgracia, de un modo increíble, aumenta todavía más su fe y a la fe le agrega todavía una virtud, que es la humildad, porque esta vez, se postra en adoración ante Jesús, a la vez que le dice: “¡Señor, socórreme!”. Es decir, la mujer cananea, contra toda lógica humana, ante el doble rechazo de Jesús, no solo no se desespera, no solo no regresa, llorando desconsolada, porque su petición no ha sido escuchada, sino que acrecienta su fe en Jesús, a niveles que asombran al cielo mismo.
Con estas dos pruebas, la fe en Jesús de la mujer cananea era ya grande e inquebrantable y por eso podríamos pensar que Jesús ya podría concederle lo que le pedía; sin embargo, inexplicablemente, Jesús decide ir todavía más allá: a pesar de su fe, de su humildad y de su amor –quien tiene fe tiene humildad, y quien tiene humildad tiene amor-, Jesús quiere probar aún más su fe, y le dice algo que, si no hay humildad –y por lo tanto, amor-, el alma se retira, inmediatamente, ofendida-: “No está bien tirar el pan de los hijos para dárselo a los cachorros”.
Da aquí comienzo a la tercera prueba, que es la más fuerte de las tres, porque es la prueba más dura de todas, ya que es la prueba de la humillación, en donde la mujer cananea es comparada con un cachorro de perro, porque Jesús usa la figura de una familia en donde los hijos –los hebreos- se sientan a la mesa y comen pan –los milagros- , el cual no puede ser desperdiciado para ser dado a los cachorros –los cananeos, la mujer-.Jesús le está diciendo que no está bien dar el pan de los hijos -esto es, hacer un milagro, reservado para el Pueblo hebreo, que son los hijos- para dárselo a los cachorros –que son los paganos, en este caso, la mujer cananea-: de esta manera, está usando una escena familiar, un almuerzo, en la que los hijos son los hebreos y los paganos son los perros, y así dice que no está bien dar el pan que pertenece a los hijos para que coman los perros; es decir, Él no puede hacer un milagro –el exorcismo que ella le pide, porque está reservado al Pueblo Elegido- para hacerlo con los paganos, porque precisamente, no pertenecen al Pueblo Elegido.
La comparación es muy fuerte, porque compara a los paganos con los perros –suena fuerte decirlo, pero Jesús humilla a la mujer cananea, no porque sí, sino para fortalecerla en su fe, porque al mismo tiempo, le da la gracia para superar esa humillación-, pero la mujer cananea, lejos de ofenderse, supera la prueba de Jesús, y creciendo en la fe, en la humildad y en el amor, se humilla ante Jesús y le dice: “¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!”. La mujer cananea, asistida por la Sabiduría divina, toma de la misma figura familiar usada por Jesús, para hacerle ver que, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, también ella, siendo pagana, puede beneficiarse de un pequeño milagro, como lo es la expulsión de un demonio que ha tomado posesión del cuerpo de su hija. Ella no es hija, como los hebreos, y no puede beneficiarse de un gran milagro, pero sí es un cachorro, es decir, puede recibir un pequeño milagro, como lo es el exorcismo, la expulsión del demonio del cuerpo de su hija. Jesús, admirado de la fe de la mujer cananea, exclama: “Mujer, ¡qué grande es tu fe, que se cumpla tu deseo!”. Inmediatamente, el demonio que poseía el cuerpo de su hija, es expulsado por el poder divino de Jesús, y la hija de la mujer cananea se ve libre de esa presencia maligna.
“Mujer, ¡qué grande es tu fe!” Jesús alaba la fe de la mujer cananea, luego de probarla durísimamente por tres veces: frente a su petición, en la primera prueba, hace silencio; en la segunda prueba, le dice que no le va a conceder lo que le pide, porque no es digna; en la tercera prueba, le dice que es un perro; en cada una de las pruebas, la mujer cananea, ni se desespera, ni se indigna, ni se ofende, ni clama al cielo, ni insulta a Jesús, ni se va a otra religión, ni deja de creer en Él, ni reniega de Él: por el contrario, acrecienta su fe en su condición divina, en su condición de Hombre-Dios; dice en su interior: “Jesús, yo creo que Tú eres el Hombre-Dios, el Salvador, y Te amo por ser lo que eres, y no por lo que das”. La mujer cananea es modelo de fe y de amor en Jesús porque ama a Jesús por lo que es, no por lo que da, aunque le pide lo que puede dar, que es la salud y la salvación.
“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. Porque la mujer cananea es modelo de fe, es que tenemos que preguntarnos: si Jesús viniera hoy y nos pusiera a prueba en nuestra fe en su Presencia eucarística; ¿podría decir de cada de uno de nosotros, lo mismo que dice de la fe de la mujer cananea? ¿Creemos realmente que Jesús está Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía? ¿Nuestra fe en la Presencia real de Jesús, es tan fuerte como la fe de la mujer cananea? ¿Resistiría nuestra fe –nuestro amor a Jesús-, la fe que tenemos hoy, en este momento, la triple prueba, incluida la humillación, a la que la sometió el mismo Jesús en Persona, a la mujer cananea? Si nuestra respuesta es “no”, entonces, tenemos que pedirle a la mujer cananea, que con toda seguridad está en el cielo, que interceda por nosotros, para que nuestra fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía posea, al menos, una mínima parte de la grandeza de la fe que ella tuvo en el Evangelio.