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domingo, 31 de enero de 2021

El martirio del Bautista

 


          ¿Cuál es la causa de la muerte del Bautista? En un primer momento, se podría pensar que es la defensa del matrimonio monogámico, puesto que el Bautista se gana la enemistad de la amante del rey Herodes, Herodías, al reprocharle a este por su adulterio. Visto así, se podría decir que el Bautista muere en defensa del matrimonio y por lo tanto de la familia. Sin embargo, no es ésta la causa de su muerte, sino el testimonio que el Bautista da de Jesucristo, porque el matrimonio que el Bautista defiende es santo a causa de Jesucristo, el Hombre-Dios y por lo tanto la Santidad Increada en sí misma. Por Jesucristo, que es la Santidad Increada, el matrimonio alcanza rango de sacramento, es decir, es causa y fuente de gracia para los cónyuges y la familia. Entonces, podemos decir que, primariamente, el Bautista da la vida por Jesucristo y solo en segundo lugar, da la vida por la santidad del matrimonio y de la familia, los cuales son santos porque Jesús es Santo. Al reprocharle su adulterio, el Bautista proclama la santidad de Jesucristo, es decir, proclama la divinidad de Cristo, que es quien hace santo al matrimonio y es por esta razón que no puede ser mancillado con el pecado del adulterio. Es por esto que, defendiendo la santidad del matrimonio, el Bautista proclama al mismo tiempo la santidad y divinidad de Jesucristo y es así que su muerte se convierte en testimonio martirial del Hombre-Dios Jesucristo.

          Todo cristiano está llamado a ser otro Bautista, que proclame al mundo de hoy, inmerso en las tinieblas del ateísmo, del materialismo, del relativismo, no sólo que el matrimonio entre el varón y la mujer es santo, sino que El que causa la santidad del matrimonio es Cristo Jesús, Esposo Místico de la Iglesia Esposa. Y todo cristiano, al igual que el Bautista, debe estar dispuesto a dar su vida, si fuera el caso, por el Nombre de Jesús.

viernes, 27 de marzo de 2020

“Las obras que hago dan testimonio de Mí”





“Las obras que hago dan testimonio de Mí” (Jn 5, 31-47). Los fariseos no quieren creer que Jesús es Quien dice ser: el Hijo Eterno del Padre, consubstancial al Padre, que proviene eternamente del seno del Padre. No quieren creer y es por eso lo persiguen, lo acosan y lo acusan de falsedades. Jesús les dice que si no creen a sus palabras, al menos crean en sus obras, porque estas dan testimonio de Él: sus obras testimonian que Cristo es el Hijo Eterno de Dios Padre. ¿Cuáles son estas obras? Estas obras son propias de Dios, nadie puede hacerlas, sino Dios en Persona: resucitar muertos, expulsar demonios, curar enfermos de toda clase, convertir los corazones a Dios. Sólo Dios puede hacer esta clase de obras y si hay un hombre en la tierra que hace estas obras, este hombre no es un hombre santo, sino Dios Tres veces Santo, encarnado en una naturaleza humana. Si un hombre resucita muertos, cura enfermos, expulsa demonios con el solo poder de su palabra, entonces este hombre es el Hombre-Dios, porque ninguna naturaleza creada, ni los hombres, ni los ángeles, pueden hacer este tipo de obras, propias de un Dios.
“Las obras que hago dan testimonio de Mí”. De la misma manera a como las obras que hace Jesús testimonian que Él es Dios Hijo encarnado y no un hombre más entre tantos, así se puede decir de la Santa Iglesia Católica, puesto que hay una obra que no la puede hacer ninguna otra iglesia que no sea la Iglesia Verdadera del Dios Verdadero y esta obra es la transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, la Sagrada Eucaristía. La Sagrada Eucaristía entonces es la obra suprema, realizada por el mismo Dios Trino, que da testimonio de que la Iglesia Católica es la Verdadera y Única Iglesia de Dios.

lunes, 25 de noviembre de 2019

“Tendréis ocasión de dar testimonio”




“Tendréis ocasión de dar testimonio” (Lc 21, 12-19). Al profetizar acerca de su Segunda Venida en la gloria, Cristo revela que sus discípulos serán perseguidos y encarcelados “a causa suya” y que incluso muchos serán asesinados. Es decir, cuando esté por venir Jesucristo por Segunda Vez, se desencadenará una persecución hacia la Iglesia Católica, la cual será de una magnitud nunca antes conocida, que superará a las persecuciones ocurridas en la historia hasta ese entonces. Será una situación de persecución universal, en la que todos los cristianos católicos, seguidores de Cristo, serán perseguidos, encarcelados, interrogados, torturados, e incluso asesinados. Parecerá como si Dios estuviera ausente, porque no Dios, aunque sí podría hacerlo, no enviará legiones de ángeles desde el cielo para defender a los seguidores de su Hijo Jesús. Sin embargo, esto no significa que Dios, en ese entonces, esté ausente o sea indiferente a la persecución. Por el contrario, será una persecución deseada y querida por Dios, con un objetivo: el que los cristianos católicos den testimonio de que Cristo es Dios y está Presente en la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Será ocasión para que los cristianos den sus vidas por todas y cada una de las frases del Símbolo de los Apóstoles o Credo, que es una síntesis de nuestra santa religión católica.
Será una persecución universal y cruenta, en la que Dios aparentará estar ausente, pero no será así, porque como lo dijimos, la persecución misma será querida por Dios, para que los cristianos puedan dar testimonio, incluso con sus vidas, de que Cristo es Dios y está Presente en Persona en la Eucaristía. A quien le toque vivir en esa época, le tocará ser perseguido y dar testimonio de Cristo; sin embargo, aunque con ese testimonio pierdan su vida terrena, todo su ser quedará intacto y además ganarán la vida eterna, y es esto lo que significan las palabras de Jesús” Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Parece una paradoja, porque muchos morirán y perderán, más que los cabellos de la cabeza, la vida terrena; sin embargo, por el testimonio dado en favor de Cristo, “ni un cabello de sus cabezas perecerá” y además, “con su perseverancia, salvarán sus almas”, es decir, con el testimonio de Cristo Dios Eucarístico conquistarán el Reino de los cielos y así vivirán para siempre, aun muriendo a la vida terrena.

jueves, 4 de abril de 2019

“Las obras que hago dan testimonio de Mí”



“Las obras que hago dan testimonio de Mí” (Jn 5, 31-47). El nudo de la cuestión en el enfrentamiento entre fariseos y escribas y Jesús y el hecho por el cual lo acusarán de blasfemo, lo condenarán a muerte y lo crucificarán, es la auto-revelación que Jesús hace de sí mismo: Él se auto-revela no solo como Hijo de Dios, sino como Dios Hijo, es decir, se revela como la Segunda Persona de la Trinidad. Para los judíos, esto constituye una herejía y una blasfemia y es causa de juicio y pena de muerte. En efecto, el Evangelio atestigua el deseo de los judíos de matar a Jesús por el haberse auto-revelado como Dios Hijo, en igualdad de condiciones –poder y majestad- con Dios Padre: “los judíos querían matarlo porque no solo violaba el sábado, sino porque se hacía Dios como Dios Padre”.
En su posición frente a su auto-revelación, para afirmar que lo que dice es verdad, Jesús les dice que, si no le creen a Él, al menos crean a sus obras, a sus milagros, porque estas obras, estos milagros, dan testimonio de Él en cuanto Hijo de Dios: “Las obras que hago dan testimonio de Mí”. Las “obras” que Jesús hace dan testimonio de su divinidad. En efecto, si alguien se presenta como Dios y hace obras que sólo Dios puede hacer, entonces esto significa que es el Dios que dice ser. Por el contrario, si alguien se presenta como Dios, pero no hace las obras que Dios hace, entonces no es Dios. Jesús se presenta como Dios Hijo y hace obras que sólo Dios puede hacer con su omnipotencia, como multiplicar panes y peces, resucitar muertos, curar milagrosamente, expulsar demonios con el solo poder de su voz.
“Las obras que hago dan testimonio de Mí”. Si alguien, después de ver a Jesús hacer obras que sólo Dios puede hacer, niega que Jesús es Dios, es porque está negando la gracia que lo ilumina para que pueda aceptar este hecho: que este hombre que dice ser Dios es, en realidad, Dios en Persona. Los fariseos y los escribas niegan voluntariamente los milagros que hace Jesús, lo cual significa que niegan la gracia voluntariamente, la gracia que podría iluminarlos y convertirlos y por lo tanto, esta negación es un indicio de que voluntariamente permanecen en su ceguera, ceguera que los lleva a crucificar al Hijo de Dios. Los judíos no creen en las obras de Jesús y eso los lleva al extremo de no creer en la divinidad de Jesús; los lleva a no creer que Jesús es el Hijo Único de Dios.
En nuestros días sucede algo análogo con la Iglesia Católica: la Iglesia Católica se presenta como la Única Iglesia del Dios Verdadero y como muestra de que lo que dice es verdad, ofrece un milagro que sólo la Iglesia del Dios Verdadero puede hacer y es el milagro de la transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. De la misma manera, tal como le sucedió a Jesús, a quien no le reconocieron sus obras, también lo mismo sucede con la Iglesia Católica: no reconocen que es la única que puede convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios. Esta negación conduce al error de pensar que todas las iglesias son iguales, así como los fariseos pensaban que Jesús no era Dios sino un hombre como todos los demás.
Parafraseando a Jesús, la Iglesia nos dice: “La obra que hago, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, dan testimonio de mi condición de Única Esposa del Cordero”. En otras palabras, la Eucaristía es el testimonio directo de que la Iglesia Católica es la Única Iglesia del Dios Vivo y Verdadero.

jueves, 15 de marzo de 2018

“Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”




“Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre” (cfr. Jn 5, 31-47). Con esta revelación, Jesús contesta a quienes lo acusan de blasfema porque “se igual a Dios, llamándolo su Padre” (cfr. Jn 5, 18). De hecho, la principal acusación contra Jesús por parte del Sanedrín y el deseo principal de matarlo que tienen los judíos, es su auto-proclamación como Dios Hijo. Para contestar de modo indirecto estas falsas acusaciones –que son las que lo llevarán finalmente a la muerte- es que Jesús ofrece a quienes no creen en Él una prueba irrefutable de que lo que Él dice –que es Dios Hijo que proviene de Dios Padre- no solo no es una blasfemia, sino la única verdad y esa prueba son sus milagros: “Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”. Pero los judíos, enceguecidos por su dureza de corazón, no solo rechazarán la auto-revelación de Jesús como Segunda Persona de la Trinidad encarnada, sino que rechazarán también –voluntariamente y con toda malicia- los signos que da Jesús y que testimonian su divinidad, esto es sus milagros de todo tipo (curaciones milagrosas, expulsiones de demonios, resurrección temporal de muertos como Lázaro y tantos otros más).
“Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”. Poner en duda los milagros de Jesús, que sirven como testimonio de su auto-revelación como Dios Hijo igual al Padre y Dador del Espíritu Santo igual al Padre es, como mínimo, un pecado contra el Espíritu Santo. Pero los judíos no son los únicos en negar a la Verdad de Dios Trino revelada y manifestada en Jesús de Nazareth: afirmar, como lo hizo el Superior de los Jesuitas, Arturo Sosa Abascal, que no podemos estar seguros de lo que Jesús dijo “porque no habían registradores –grabadores- en esa época”[1], es colmar la paciencia de Dios, es atentar contra su Divina Sabiduría, encarnada en Jesucristo, es pecar contra el Espíritu Santo y, finalmente, cometer una grave temeridad, además de cancelar dos siglos de Magisterio infalible de la Esposa mística del Cordero, la Iglesia Católica.

jueves, 22 de junio de 2017

“Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre, pero yo renegaré ante mi Padre de aquel que reniegue de mí ante los hombres”


(Domingo XII - TO - Ciclo A – 2017)
“Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres” (Mt 10, 26-33). Jesús nos enseña que, si damos testimonio de Él en esta vida, Él nos reconocerá ante su Padre en la otra vida, por lo que estas palabras suyas son un aliciente para buscar de vivir en gracia, frecuentar los sacramentos, y obrar la misericordia, tanto cuanto seamos capaces de hacerlo. Sin embargo, al mismo tiempo advierte que, si renegamos de Él y lo negamos en esta vida, Él también nos negará ante su Padre, en el Reino de los cielos. Hoy, más que nunca, son válidas estas palabras, y deben ser tenidas muy en cuenta por los cristianos católicos de todas las edades, desde los niños -los niños no deben pensar que, por ser niños, están exentos de dar testimonio de Cristo-, pasando por los jóvenes, hasta los adultos y ancianos, porque hoy, más que nunca, se intenta borrar el Nombre de Cristo de la faz de la tierra. En nuestros días, es imperioso dar testimonio de Jesucristo, el Hombre-Dios; es imperioso dar testimonio de su Ley de la caridad, de sus Mandamientos, de su Presencia Eucarística, de su Iglesia, la única Iglesia de Cristo, la Católica, que es Una, Santa y Apostólica. Los niños deben dar testimonio de Cristo, obedeciendo sus mandatos, ante todo el Primero, asistiendo a Misa para recibir el Cuerpo de Cristo, y el Cuarto, honrando a sus padres con el respeto, la obediencia, el afecto, el cariño. Lo mismo el joven, debe dar testimonio de Cristo en el estudio, hecho no por mero egoísmo, sino con esfuerzo y ofrecido en sacrificio a Dios; en el noviazgo, llevando un noviazgo casto y puro, sin relaciones prematrimoniales, que ofenden la pureza divina; en las amistades, evitando las compañías que llevan por el camino del pecado; en el evitar los antros de perdición, como son los boliches bailables, en donde no está Dios y en donde proliferan los cadáveres espirituales; en evitar la profanación de los cuerpos -el cuerpo del católico es sagrado, porque por el bautismo es "templo del Espíritu Santo"-, introduciendo substancias tóxicas, alcohólicas, e imágenes indecentes e inmorales, que ofenden la pureza divina. Los adultos deben dar testimonio de Cristo ante los hombres, si son célibes, manteniendo la pureza; si son casados, evitando la infidelidad conyugal, puesto que los esposos son prolongación ante el mundo de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Los niños, los jóvenes y los adultos, que abandonan la Misa dominical por pasatiempos mundanos, los que se dejan llevar por los atractivos del mundo, por el dinero y por los placeres terrenos, reniegan de Cristo, negándolo ante los hombres que no lo conocen, porque los católicos deben dar testimonio ante el mundo de que el Domingo es el Dies Domini, el Día del Señor, el día-símbolo de la eternidad, el día que participa del Domingo de Resurrección y que llena nuestras almas con la alegría de la Resurrección de Cristo, y no con alegrías mundanas; el católico debe dar testimonio de que el Domingo es el Día de Jesucristo, y no como se hace en la actualidad, que se toma al Domingo como el día del fútbol, el día de la Fórmula Uno, el día del paseo, del descanso del trabajo semanal y quienes esto hacen, niegan a Jesucristo ante los hombres; también lo niegan los médicos que practican abortos o la eutanasia; los abogados que promueven leyes inmorales; los políticos que aprueban leyes inmorales y anti-cristianas; los esposos católicos infieles; los sacerdotes que, por miedo a perder la consideración de la gente o, peor aún, por miedo al Lobo infernal, callan y se convierten en “perros mudos”, que no alertan a las ovejas del redil de Cristo que el Infierno acecha sus almas a cada paso; todos estos, católicos por bautismo, pero apóstatas por elección, niegan a Cristo delante de los hombres, por lo que Cristo renegará de ellos ante su Padre en el Reino de los cielos, según sus propias palabras: “Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres”. Decenas de niños y jóvenes que, año a año, apostatan de su religión, porque abandonan la Iglesia después de hacer la Comunión y la Confirmación, deberían grabarse a fuego, en sus mentes y corazones, estas palabras de Jesús: “Al que me reconozca ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres”. Dice así San Gregorio Palamas[1], monje, obispo y teólogo: “Dios, desde las alturas, ofrece a todos los hombres la riqueza de su gracia. El mismo es la fuente de salvación y de luz desde donde se derrama eternamente la misericordia y la bondad”. Es decir, Jesús, que es Dios, nos da a todos, desde ese cielo en la tierra que es el sagrario, la gracia de su Amor y de su Misericordia, porque a todos nos ha dado el Bautismo, el Catecismo, la instrucción en la fe. Sin embargo, dice este mismo monje, no todos aprovechan toda la inmensidad de gracias que nos da Nuestro Señor Jesucristo: “Pero no todos los hombres se aprovechan de su gracia y de su energía para el ejercicio perfecto de la virtud y de la realización de sus maravillas”. Quien desprecia los sacramentos, desprecia la gracia y al Autor de la Gracia, Jesús. “Sólo se aprovechan aquellos que ponen por obra sus decisiones y dan prueba con sus obras de su amor a Dios, aquellos que han abandonado toda maldad, que se adhieren firmemente a los mandamientos de Dios y tienen su mirada fija en Cristo, sol de justicia (Mt 3,20)”[2]. Aprovechan la gracia quienes dan muestra, con obras, que verdaderamente aprecian el Amor de Nuestro Señor, derramado desde la Eucaristía. Pero nada de esto puede aprovechar quien abandona los sacramentos y la Misa dominical. Muchos niños, jóvenes y adultos, que Domingo a Domingo niegan a Dios en esta vida, escucharán, en el Día del Juicio Final, estas terribles palabras de Jesús: “Renegaste de Mí en tu vida terrena ante los hombres, Domingo a Domingo; ahora Yo reniego de ti, en la vida eterna, delante de mi Padre”.





[1] Sermón para el domingo de Todos los Santos; PG 151, 322-323.
[2] Cfr. ibidem.

jueves, 10 de marzo de 2016

“Mi testimonio (…) son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo”



“Mi testimonio (…) son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo” (cfr. Jn 5, 31-47). Jesús, el Mesías, se auto-proclama como Dios Hijo, en igualdad de majestad -“que todos honren al Hijo como honran al Padre”-y poder -“lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo”- que el Padre. Esta revelación, basada en la realidad del Ser trinitario de Jesús -por cuanto Él es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada o unida hipostáticamente, personalmente, a una naturaleza humana-, constituye para los fariseos un motivo de –incomprensible- escándalo, ocasionado por su negativa voluntaria a creer en sus palabras. En consecuencia, tratándolo –al menos indirectamente- de mentiroso e impostor, lo acusan de blasfemia, afirmando que “se hace igual a Dios”, razón por la cual buscarán “matarlo” (cfr. Jn 5, 17-30).
La negativa de los fariseos a reconocer la divinidad de Jesús es infundada, porque se trata de una decisión voluntaria y libre de no querer creer en Jesús. Para tratar de romper esta obstinación en el mal, es que Jesús les revela que lo que Él hace –sus milagros- son un testimonio de lo que Él afirma de sí mismo –el ser Dios Hijo- es verdad: “Mi testimonio (…) son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo”. El razonamiento es simple: si alguien dice ser Dios y realiza obras –signos, milagros, prodigios- que sólo Dios puede hacer, entonces, ese Alguien, es quien dice ser, esto es, Dios. Jesús les dice, en definitiva: “Los milagros que Yo hago son la prueba de que Yo Soy Dios”. Y en el Evangelio hay innumerables milagros realizados por Jesús –multiplicación de panes y peces, resurrecciones de muertos, curaciones de todo tipo, expulsiones de demonios, etc.-, los cuales son de tal magnitud, que sólo la omnipotencia divina puede llevarlos a cabo. Si los milagros son un testimonio de la divinidad de Jesús, lo contrario también es cierto: si alguien afirma ser Dios –como los casos de los falsos mesías aparecidos en la historia y sobre todo los de los últimos tiempos, los de la Nueva Era-, pero se muestra incapaz de hacer milagros propios de Dios, entonces ese alguien es un impostor.

“Mi testimonio (…) son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo”. La obstinación en el mal hará que los fariseos, movidos por el odio a Jesús, lo acusen con calumnias, lo condenen a muerte en un juicio inicuo, y finalmente lo crucifiquen. Ahora bien, de modo análogo, así como los milagros testimonian la divinidad de Jesús, así también la Iglesia realiza un milagro, infinitamente más grandioso que todos los grandiosos milagros de Jesús, y es la conversión de las ofrendas sin vida del pan y del vino, en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, en la Santa Misa, y esto es un testimonio acerca de la naturaleza divina de la Iglesia Católica, por cuanto ninguna otra Iglesia en el mundo puede obrar este milagro que asombra y maravilla a los ángeles y santos. Quienes niegan este carácter divino de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, se comporta como los fariseos del Evangelio.

sábado, 23 de junio de 2012

Solemnidad del Nacimiento de San Juan Bautista – Ciclo B – 2012




         Juan el Bautista es un ser excepcional, porque el mismo Jesús así lo dice: “No hay entre nacidos de mujer alguien más grande”, y es importantísimo para los cristianos conocer su vida, porque todo cristiano está llamado a ser una prolongación de Juan el Bautista.
Para saber porqué y de qué modo el cristiano tiene que imitar al Bautista, es necesario considerar los principales aspectos de su vida. El Bautista es llamado por Jesús “el más grande entre los nacidos de mujer”, pero a pesar de eso, es decir, a pesar de recibir tan grande elogio de parte de Jesús, no viste como un gran personaje, ni vive en palacios, ni se alimenta con grandes banquetes y manjares suculentos; a pesar de ser “el más grande de los hombres nacidos de mujer”, su vida es sumamente austera, puesto que vive en el desierto, vistiendo pobremente con pieles de animales salvajes, y alimentándose con muy escaso alimento, miel y langostas. El motivo es que es elegido por Dios para anunciar al mundo antiguo la llegada del Mesías, el cual habría de bautizar no con agua, sino “con fuego y con el Espíritu”, y para recibir a este Mesías que viene, el hombre debería “allanar los montes y enderezar los caminos”, es decir, debería hacer penitencia, reconocerse pecador y nada frente a la majestad suprema de Dios, y vivir la caridad para con el prójimo, de modo tal que el Mesías, que era Dios Hijo en Persona, pudiera “hacer morada” en el corazón del hombre, junto con Dios Padre y con Dios Espíritu Santo.
         El Bautista es el encargado de anunciar a los judíos que Jesús es el verdadero Cordero del sacrificio, y no los corderos animales que se sacrificaban en el Templo de Salomón. Esta misión del Bautista se cumple cuando, al ver pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios”.

         Para cumplir su misión, el Bautista está asistido por el Espíritu Santo, ya desde su nacimiento: cuando llega María Santísima en la Visitación, a ayudar a su prima Santa Isabel, el Espíritu Santo -que como Esposo de la Virgen viene siempre con Ella-, ilumina tanto a Isabel como al Bautista, haciendo reconocer a Isabel, en la Virgen, no solo a su prima biológica, sino a la Madre de Dios, y haciendo reconocer al Bautista, en Jesús, que viene en el seno virginal de María, no solo a su primo, sino al Hombre-Dios, al Mesías Salvador de los hombres, que Él debía anunciar al mundo, y por estar iluminado por el Espíritu Santo, “salta de alegría”, como dice el Evangelio, en el vientre de su madre, al reconocer a Dios en Persona en Jesús.
         Está iluminado por el Espíritu Santo porque, a pesar de ser “el más grande de los nacidos de mujer”, es humilde, porque lejos de vanagloriarse de ese título, dado nada menos que por el mismo Jesús en Persona –como nos vanagloriaríamos nosotros, sin duda-, se reconoce sin embargo como indigno siquiera de “desatar las correas de sus sandalias”.
         Está también iluminado por el Espíritu Santo cuando, ya adulto, va al desierto a predicar, anunciando que el Mesías habría de bautizar con un nuevo bautismo, desconocido absolutamente para los hombres, el bautismo de “sangre y fuego”, que es el bautismo dado por el Espíritu Santo, que con el fuego del Amor divino y con la Sangre del Cordero de Dios sacrificado en el ara de la cruz, hará desaparecer la ignominiosa mancha del pecado original, sustraerá al alma del dominio del “Príncipe de este mundo” y “Padre de la mentira”, el demonio, y le concederá la filiación divina, adoptándolo como hijo de Dios y haciéndolo heredero del Reino de los cielos.
         Juan el Bautista está iluminado por el Espíritu Santo en el pleno cumplimiento de la misión encomendada por el Padre eterno, cuando al ver a Jesús, lo señale diciendo: “Éste es el Cordero de Dios”. Es decir, mientras los demás ven en Jesús solo a un hombre común, a un vecino más del pueblo, al “hijo del carpintero”, Juan el Bautista, instruido por el Espíritu de Dios, ve en Jesús al Hombre-Dios, que habría de ofrecerse un día en el altar de la cruz, para derramar su sangre en expiación de los pecados de los hombres.
         Por último, también está iluminado por el Espíritu Santo cuando, dando testimonio de Cristo y de su Nueva Ley, se opone al adulterio del rey, sabiendo que con eso arriesgaría su vida, derramando su sangre como mártir, en honor al Rey de los Mártires, Jesucristo, que derramaría su sangre en la cruz para salvar a los hombres yc conducirlos al cielo.
         También el cristiano está llamado a ser un nuevo bautista; todo cristiano está llamado a dar el mismo testimonio de Juan el Bautista, e incluso, si fuera necesario, hasta derramar su sangre por Cristo, como el Bautista.
         Así como el Bautista se alegra por la visita de María Santísima, que trae a su Hijo Jesús en su seno, así el cristiano se alegra por la Iglesia Católica, que trae en su seno, el altar eucarístico, al Hijo de María Virgen, Jesús Eucaristía.
         Así como el Bautista vive austeramente, separándose del mundo y viviendo en el desierto, para anunciar, con el ejemplo de vida, la llegada del Mesías Salvador y de su ley de la caridad, así el cristiano está llamado a vivir en el mundo sin  ser del mundo, apartándose de las glotonerías, del mundanismo, de las borracheras, del materialismo, del egoísmo individualista, para anunciar al mundo que Cristo ha venido a instaurar entre los hombres el Reino de Dios, que es reino de amor, de justicia, de paz, de amor fraterno.
         Así como el Bautista anuncia a los demás que Cristo no es un hombre más entre tantos, sino que es el Cordero de Dios, así el cristiano está llamado a reconocer en la Eucaristía no a un pancito bendecido en una ceremonia religiosa, sino al Cordero de Dios, a Cristo, y este reconocimiento lo da cuando, al asistir a la Santa Misa dominical, al elevar el sacerdote la Hostia consagrada diciendo: “Este es el Cordero de Dios”, el cristiano debe responder, desde lo más profundo del corazón: “Amén, así lo creo, Jesús Eucaristía es el Cordero de Dios, que viene oculto bajo lo que parece pan, para morar en nuestros indignos y pobres corazones”.
         Así como el Bautista da su vida al oponerse al adulterio del rey, así el cristiano debe dar testimonio en su vida cotidiana –en la familia, en el trabajo, en el estudio, en los momentos de descanso- de la Ley Nueva de la gracia de Jesucristo, oponiéndose radicalmente a toda inmoralidad, a todo hedonismo, a todo materialismo, a todo paganismo que, como náusea y vómito salido del infierno, lo invade todo y todo lo cubre, sin dejar ni siquiera la inocencia de la niñez a salvo, como lo hacen las últimas leyes anti-naturaleza promulgadas por un gobierno ateo y anti-cristiano.
         Solo si el cristiano imita al Bautista, será llamado “grande” en el Reino de los cielos, por el mismo Jesucristo.

viernes, 20 de abril de 2012

El que es de la tierra, habla de la tierra; el que es del cielo, da testimonio del cielo



“El que es de la tierra habla de la tierra; el que es del cielo, da testimonio del cielo” (Jn 3, 31-36). Jesús no hace solo referencia a que el habla de la persona revela su interioridad: lo que quiere decir es que Él, que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído en el cielo, mientras que los hombres dan testimonio de lo que ven y conocen, que es la tierra y el mundo.
         Jesús es del cielo, porque es el Hijo Unigénito de Dios, engendrado eternamente en el seno del Padre; Él, en cuanto Persona divina, no tiene principio ni fin, es eterno, y conoce al Padre desde la eternidad, y lo ama con amor divino, el Espíritu Santo.
         Es por esto que la prédica y el mensaje de Jesús no son de este mundo, y superan absolutamente todo lo que el hombre o el ángel puedan imaginar o pensar.
         Es por eso también que la Iglesia, la Esposa del Cordero, nacida del costado abierto del Salvador, guiada, inhabitada e iluminada por el Espíritu Santo, habla de aquello que contempla desde su nacimiento de algo más grande que los cielos, el Corazón de Jesucristo; la Iglesia habla y da testimonio de algo que es infinitamente más grande que los cielos eternos, el Corazón traspasado de Jesús, que es de donde Ella nació, entre esplendores sagrados.
         Éste es el motivo por el cual, cuando la Iglesia habla a través del Magisterio auténtico, unido al Santo Padre, no es entendida ni comprendida por los hombres mundanos, que sólo hablan y conocen del mundo.
         Lo más incomprensible es que haya cristianos que, aliándose a los hombres mundanos, pretendan discutir y reformar las enseñanzas de la Iglesia acerca de verdades de origen divino, que no pueden ser discutidas ni reformadas, como por ejemplo, la imposibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres. Quienes pretenden cambiar las leyes eternas de la Iglesia, hablan de la tierra, porque son de la tierra.