sábado, 29 de septiembre de 2018

“Si tu mano es ocasión de pecado, córtala (…) si tu pie es ocasión de pecado, córtalo (…) si tu ojo es ocasión de pecado, arráncalo”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo B – 2018)

“Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible” (Mc 9, 38-43.45.47-48). Lo mismo repite para el pie y para el ojo: “Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies a la Gehena. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos a la Gehena, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”. En este párrafo, Jesús nos hace dos revelaciones: por un lado, que nuestras acciones –significadas en la mano, el pie, el ojo- son libres y, por otro, que estas  nos conducen, indefectiblemente, a dos lugares irreconciliables entre sí: o el Cielo –el Reino de Dios- o el Infierno –la Gehena-. De hecho, éste es uno de los lugares de la Escritura en donde se revela explícitamente la existencia del Infierno. Ahora bien, ¿Jesús nos anima a mutilar nuestro cuerpo? De ninguna manera, ya que está hablando en sentido metafórico. Es decir, es obvio de toda obviedad que Jesús no nos impulsa a la auto-mutilación, ya que habla en sentido figurado cuando dice que debemos cortarnos la mano, cortarnos el pie o arrancarnos un ojo, si éstos son ocasión de pecado. Lo dice en forma figurativa, pero para que nos demos cuenta de la importancia y de la gravedad que tienen nuestros actos. De nada vale entrar con los dos ojos, las dos manos y los dos pies al Infierno, “donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”, donde los tormentos son para siempre, en el cuerpo y en el alma. Más vale entrar mancos, rengos y tuertos en el Cielo –metafóricamente hablando-, que ir con todo el cuerpo completo al Infierno.
“Si tu mano es ocasión de pecado, córtala (…) si tu pie es ocasión de pecado, córtalo (…) si tu ojo es ocasión de pecado, arráncalo”. ¿Qué nos quiere decir Jesús con estas imágenes tan fuertes? Lo que Jesús nos quiere decir es que es absolutamente necesaria, para la vida espiritual de la gracia, la mortificación de los sentidos y de la imaginación, puesto que se trata de lugares de inicio de la tentación consentida o pecado. Es decir, de lo que Jesús nos habla es acerca de la necesidad de la mortificación de los sentidos, porque es por los sentidos y por la imaginación por donde entran pensamientos que conducen a la satisfacción de las pasiones y al pecado consiguiente. Por ejemplo, un pecado de ira, comienza en el pensamiento y en el deseo y se lleva a la práctica con acciones como elevar la voz, planificar una venganza, ejecutar la venganza. Se necesita todo el cuerpo, además de la mente –el pensamiento- y la voluntad –el deseo- para pecar. Y si el pecado es mortal, nos hace perder la vida de la gracia y si morimos sin la gracia, nos condenamos. Lo que Jesús nos quiere hacer ver es que debemos combatir el pecado en su raíz y para ello, debemos llevar, en la mente y en el corazón, sus mandamientos y sus Bienaventuranzas. Con el mismo ejemplo: frente a un pensamiento de ira, de venganza, de furia, rechazar ese pensamiento recordando sus palabras: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29); “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 44); “Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 22) y así. Quien lleva en la mente y en el corazón las palabras de Jesús, podrá poner fin casi de inmediato a cualquier tentación y así no caerá en pecado. Para cometer un pecado de robo, por ejemplo, para ejecutarlo, además de pensarlo, se necesita abrir el picaporte de la casa ajena para entrar en ella y robar: si alguien tiene en mente el mandamiento que dice: “No robarás” y si tiene en el corazón la imagen de las manos de Jesús clavadas en la cruz por nuestra salvación, entonces no realizará la acción de abrir una puerta ajena para entrar y robar. A esto es a lo que se refiere Jesús cuando dice que “más vale entrar manco, rengo y tuerto en el Reino de Dios, que con el cuerpo sano y completo en el Infierno”.
“Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos a la Gehena, al fuego inextinguible”. Acudamos a la imaginación, recordemos a Jesús flagelado, coronado de espinas, crucificado; llevemos en la mente y en el corazón su Pasión, sus mandamientos y bienaventuranzas y así evitaremos el pecado y conservaremos la gracia para el día del Juicio Particular, de modo que podremos entrar con nuestro cuerpo completo y glorificado en el Reino de Dios.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”



(Domingo XXV - TO - Ciclo B – 2018)

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande” (Mc 9, 30-37). El Evangelio es una clara muestra de que la crisis de la Iglesia es una crisis de santidad y es una crisis que se manifiesta desde el inicio mismo de la Iglesia, desde su mismo seno. Mientras Jesús les habla acerca de la Pasión que ha de sufrir, mientras Jesús les anticipa, proféticamente, que Él habrá de ser traicionado, entregado, muerto en la cruz y para recién después resucitar y así salvar a la humanidad del pecado, de la eterna condenación en el infierno y de la muerte que lo acecha a cada instante, los discípulos, aquellos elegidos por Jesús para recibir de Él sus enseñanzas privilegiadas, demuestran no estar a la altura de los acontecimientos. Por el contrario, demuestran una mundanidad tal que asusta. Por un lado, “no comprenden” lo que Jesús les dice, porque no entienden qué es la Pasión ni el por qué ni para qué Jesús ha de sufrir la Pasión. Dice así el Evangelio: “Jesús (les decía): “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Jesús les habla claramente de su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual habrá de salvar a los hombres, pero ellos “no entienden” lo que Jesús les dice: “Una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Es decir, mientras Jesús les habla de la necesidad imperiosa de la cruz para salvar el alma del infierno, de la muerte y del pecado; mientras Él les habla acerca de la peligrosidad de los enemigos humanos –los judíos- y preternaturales –los ángeles caídos- cuya malicia es tan grande que lo llevarán a Él a la muerte, provocando la dispersión de su Iglesia, los discípulos, en vez de estar atentos a estas revelaciones celestiales, se encuentran enfrascados en cuestiones humanas, discutiendo sobre banalidades, como por ejemplo, “cuál de ellos es el más grande”: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Con esta discusión mundana y banal, los discípulos no solo demuestran que no están a la altura de la misión sobrenatural que Jesús les quiere encargar y de los eventos sobrenaturales que en breve habrán de suceder, sino todavía demuestran algo peor: demuestran una mentalidad mundana, un espíritu soberbio, orgulloso, que se encuentra apegado a esta tierra, a sus honores, a sus homenajes, a sus mundanidades. Mientras deberían estar deliberando sobre quién de ellos, aún indigno, debería estar a los pies de la cruz de Jesús, acompañando a la Virgen en su soledad, en su dolor y en su humillación, los discípulos “discutían sobre quién era el más grande”. Se disputan los aplausos humanos, en vez de desear el silencio de Dios; se pelean por un puesto de honor mundano, cuando deberían desear un puesto de crucificados, al lado de la cruz de Jesús; se pelean por los honores que los hombres se dispensan unos a otros, cuando esos honores, delante de Dios, son como hierba seca que se lleva el viento y nadie más se acuerda de ella.
“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”. Podemos decir que la crisis actual que vive la Iglesia, una crisis que es ante todo de fe y santidad y que se manifiesta claramente en la apostasía masiva de los católicos, comienza en el momento mismo de la predicación evangélica y se extiende, como una mancha que todo lo corroe y todo lo contamina, hasta nuestros días. También nosotros debemos preguntarnos si no nos comportamos mundanamente, como los discípulos de Jesús; también nosotros debemos preguntarnos si es que entendemos que estamos en esta vida para unirnos a la Cruz, para recubrirnos con el Manto de la Virgen y así vencer a nuestros tres grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte, en vez de buscar el aplauso mundano, o en vez de estar discutiendo entre nosotros por banalidades, cuando en realidad debemos mirar hacia lo alto, hacia el destino de eternidad que nos espera en la otra vida.
“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”. Tengamos cuidado de no ser nosotros esos discípulos que, estando en la Iglesia, no entienden para qué están, para salvar sus almas y las de sus hermanos y no para buscar puestos de poder y el aplauso inútil de los hombres.

"Los envió a proclamar el Reino de Dios"



         Después de “convocarlos a los Doce y de darles poder para expulsar demonios y curar enfermos”, Jesús los envía a “proclamar el Reino de Dios”. Es importante considerar en qué consiste el “Reino de Dios” (cfr. Lc 9, 1-6), para no caer en reduccionismos de corte mundano que lo desvirtúan. Por ejemplo, muchos confunden este poder otorgado por Jesús para expulsar demonios y curar enfermos, con el Reino en sí mismo, es decir, el Reino de Dios consistiría en la mera acción de expulsar demonios y curar enfermos. Es lo que se ve en sectas evangélicas y en buena parte de fieles católicos adeptos al pentecostalismo protestante. La otra desvirtuación del Reino de Dios proviene de la Teología de la Liberación, que reduce el Reino de Dios a un reino intramundano, en donde la máxima felicidad es el bienestar material y social, sin importar la trascendencia y la vida eterna, y en donde el centro de este neo-evangelio es el pobre y no Jesucristo y la causa de la salvación es la pobreza y no la gracia. Tanto la visión liberal-protestante como la visión social-comunista del Reino de Dios lo desvirtúan substancialmente, al punto de reemplazar al verdadero Reino de Dios por reinos intra-mundanos que nada tienen que ver con el Reino proclamado por Nuestro Señor Jesucristo.
         “Proclamar el Reino de Dios” quiere decir anunciar al prójimo –más con ejemplo de vida que con sermones- que estamos en esta vida de paso y que luego de esta vida terrena viene la eterna, previo paso por el Juicio Particular, luego del cual se decide nuestro destino eterno, o el Cielo o el Infierno y que sólo entraremos en el Reino de Dios si vivimos en gracia, si cargamos la Cruz de cada día y si llevamos, en la mente y en el corazón, los Mandamientos y las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Proclamar otra cosa que no sea esto, es desvirtuar esencialmente el Reino de Dios.

sábado, 15 de septiembre de 2018

“¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!"



(Domingo XXIV - TO - Ciclo B – 2018)

“¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!” (Mc 8,27-35). Este Evangelio es el típico caso que San Ignacio de Loyola llama “discernimiento de espíritus” y tiene por protagonista al mismo Papa, San Pedro. Para entender el Evangelio, debemos tener en cuenta lo que dice San Ignacio de Loyola: que nuestros pensamientos tienen tres orígenes: nosotros mismos, Dios y el Demonio. Es decir, según San Ignacio de Loyola, un pensamiento cualquiera que se encuentra en nuestra mente puede originarse en tres fuentes distintas: nuestra propia mente, Dios, o el Diablo. De ahí la importancia de hacer lo que el santo llama “discernimiento de espíritus”, porque es sumamente importante, para nuestra vida espiritual, que sepamos de dónde provienen nuestros pensamientos, si de nosotros mismos, si de Dios o del Diablo, porque los fines de cada uno son absolutamente distintos.
Cuando Jesús pregunta a los discípulos quién dice la gente que es Él y cuando les pregunta quién dicen ellos que es Él, el primero que contesta es Pedro, diciendo la Verdad acerca de Jesús, esto es, reconociéndolo como al Hombre-Dios y como al Mesías que Dios ha enviado: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro respondió: “Tú eres el Mesías”. Aunque en este Evangelio no lo dice, en los paralelos Jesús felicita a Pedro diciéndole que eso que él ha dicho no ha provenido “ni de la carne ni de la sangre”[1], es decir, no ha sido un pensamiento suyo, sino que ha venido del Espíritu Santo, del Espíritu de su Padre, porque nadie puede afirmar que Jesús es Dios si no es iluminado por el Espíritu Santo. En esta primera respuesta de Pedro, es evidente entonces que ha sido el Espíritu Santo quien ha iluminado a Pedro. Es decir, si se hace un discernimiento de espíritus según San Ignacio, la respuesta de Pedro, de que Jesús es el Mesías y el Hombre-Dios, no proviene de él ni del Diablo, sino de Dios; o sea, de los tres posibles orígenes de su pensamiento, es claro que viene de Dios.
         Sin embargo, a renglón seguido, al continuar el diálogo de Jesús con Pedro y los Apóstoles, la respuesta de Pedro será diametralmente opuesta, indicando que está siendo inspirado por un espíritu que no es el de Dios. En efecto, al continuar el diálogo, Jesús les revela qué es lo que habrá de suceder con Él, es decir, que Él habrá de sufrir la Pasión –ser traicionado, flagelado, crucificado- para luego resucitar: “Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días”. Al oír estas palabras, el mismo Pedro que recién acababa de contestar inspirado por el Espíritu Santo, apenas Jesús le dice que para resucitar habrá de pasar primero por la muerte humillante en cruz, Pedro “reprende a Jesús”, dice el Evangelio: “Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo”. Es decir, Pedro reprende a Jesús porque rechaza la cruz; para Pedro, Jesús no tiene que sufrir la cruz; para Pedro, el Mesías no puede sufrir los dolores, la ignominia y la humillación de la cruz y por eso comienza a “reprenderlo”.
         La respuesta de Jesús, además de asombrarnos, nos demuestra que la respuesta de Pedro según la cual rechaza la cruz, no proviene de Dios y tampoco de sí mismo, sino del Demonio. En efecto, dice el Evangelio: “Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Es decir, Jesús no le dice: ¡Retírate, ve detrás de Mí, Pedro!”, sino que le dice: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!”. Esto quiere decir, claramente, que el pensamiento de rechazo de la cruz no viene de Dios ni de los hombres, sino de Satanás. Es realmente impresionante el hecho de que Jesús en Persona le diga “Satanás” a Pedro, el Primer Papa. Esto nos sirve para darnos cuenta de cómo debemos hacer discernimiento de nuestros pensamientos, para rechazar los pensamientos que vengan de nosotros y de Satanás y para aceptar sólo los que vengan de Dios. Además de la regla de discernimiento, el Evangelio nos enseña que cualquier pensamiento que sea de rechazo de la cruz viene de Satanás, aunque también puede venir de los hombres, siendo Satanás quien los agudiza.
         Una vez finalizada la reprensión a Pedro, Jesús enfatiza la necesidad de la cruz para la salvación eterna: “Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”. Si no renunciamos a nosotros mismos y si no cargamos la cruz, no entraremos en el Reino de los cielos.
“¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!”. Debemos tener mucha precaución con nuestros pensamientos y aplicar la Regla de Discernimiento de San Ignacio de Loyola, de manera tal de no ser objeto de la reprensión de Jesús. Debemos prestar mucha atención a nuestros pensamientos y rechazar todo aquello que nos lleve a negar la Santa Cruz de Jesús, el Único Camino para llegar al Reino del cielo.


[1] Cfr. Mt 16, 17.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz



         Solo la Iglesia Católica tiene una fiesta litúrgica en la que se exalta la Santa Cruz. Cuando miramos la Cruz con nuestros ojos y nuestra razón humana, nos viene a la mente una pregunta: ¿acaso la Cruz no es un instrumento de muerte? El que está crucificado, ¿acaso no sufre no solo la humillación más grande que alguien pueda sufrir y esto en medio de los dolores más desgarradores que jamás nadie pueda soportar? Cuando miramos la Cruz con nuestra mirada humana, nos preguntamos: ¿por qué exaltamos la Cruz? ¿No es acaso exaltar y glorificar la muerte, la humillación, el dolor? ¿Se puede exaltar la Cruz? ¿No es un despropósito exaltar la Cruz? Si respondemos a estas preguntas con los solos razonamientos de nuestra mente, entonces de inmediato la respuesta es negativa: no, no podemos, de ninguna manera, exaltar la Cruz. Ahora bien, la Iglesia exalta la Santa Cruz, por lo que nosotros también debemos exaltarla, como buenos hijos de la Iglesia. Entonces, la pregunta es: ¿por qué la Iglesia exalta la Cruz, con lo cual estamos obligados a exaltarla, si representa a la humillación y el dolor en sí mismos? Puesto que la Santa Cruz es un misterio sobrenatural, la respuesta a las preguntas no puede nunca ser satisfecha con el uso de la sola razón natural. Tratándose de un misterio sobrenatural, debemos acudir a la razón sobrenatural, que proviene de la Sabiduría divina, para poder encontrar la respuesta a la pregunta de por qué exaltamos los católicos a la Santa Cruz.
         En otras palabras, la respuesta al por qué de nuestra Exaltación de la Santa Cruz, la encontramos solo con la iluminación del Espíritu Santo, porque tratándose de un misterio sobrenatural, solo se puede obtener una respuesta con la Sabiduría sobrenatural de Dios. No con nuestra razón, sino con la luz del Espíritu Santo, podemos saber la razón por la cual exaltamos a la Santa Cruz.
         Ante todo, la Sagrada Escritura nos dice que Aquel que cuelga en la Cruz –aunque aparente necedad y falta de fortaleza a los ojos de los hombres- es Sabiduría de Dios y Fuerza de Dios, porque el que cuelga de la Cruz es Dios Hijo encarnado y no un hombre más entre tantos: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos-: fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 1, 23-24). El que cuelga de la Cruz es nuestro Dios, que reina desde el madero: “Nuestro Dios reinará desde un madero”[1]. Ésa es la razón por la cual la Liturgia de las Horas afirma que Jesús “subió al árbol santo de la cruz, destruyó el poderío de la muerte, se revistió de poder, resucitó al tercer día”. Si no hubiera sido Dios Hijo encarnado, no podría haber destruido a la muerte con su poder divino y no podría haber resucitado al tercer día. Jesús, también como dice la liturgia, al morir, mató con su muerte a nuestra muerte, dándonos a cambio la vida divina, siempre según la liturgia divina: “la cruz en que la vida sufrió muerte y en que, sufriendo muerte, nos dio vida”. Y la vida que nos dio, no es la restitución de esta vida terrena, sino la Vida divina que brota de su Corazón traspasado, la Vida de Dios que brota de su Acto de Ser divino trinitario.
         Entonces, exaltamos la Santa Cruz porque al ser el Hijo de Dios encarnado, Jesús en la Cruz es la Fuerza y la Sabiduría de Dios, además de ser su Misericordia Encarnada, Misericordia que se derrama inagotable sobre nuestras almas con la Sangre y el Agua de su Corazón traspasado, lavando con la Sangre y el Agua nuestros pecados: “¡Cómo brilla la cruz santa! De ella colgó el cuerpo del Señor y desde ella derramó Cristo aquella sangre que ha sanado nuestras heridas”[2].
         Jamás encontraremos la respuesta a la pregunta de por qué exaltamos y adoramos la Cruz, si solo pretendemos responder con nuestra sola razón. Sólo el Espíritu Santo, que Dios Trino concede a quienes se postran de rodillas ante la Cruz con un corazón contrito y humillado, puede darnos la respuesta adecuada.


[1] Cfr. Liturgia de las Horas.
[2] Cfr. ibidem.

martes, 11 de septiembre de 2018

Dedicación o Consagración del templo



Homilía en ocasión de la consagración o dedicación del templo parroquial
de la Parroquia San José de la Ciudad de Alberdi, 
Diócesis de la Santísima Concepción,
Tucumán, Argentina.

         ¿Qué es o a qué se llama la “Dedicación” o “Consagración” de un templo? Como su palabra lo indica, es la destinación de un edificio al uso exclusivo del culto sagrado, o también la consagración, es decir, el convertir en sagrado o perteneciente a lo sagrado, algo que antes no  lo era. Antes de la dedicación o consagración, el edificio puede ser utilizado para fines mundanos; luego de la consagración, sólo puede ser utilizado para el culto de Dios, porque el edificio en sí se vuelve sagrado. Esto significa que en el templo consagrado no se pueden desarrollar tareas o actividades mundanas, porque no sólo sería desvirtuar el fin, que es el culto de Dios, sino que sería además ofender a la majestad de Dios, desarrollando en el templo una actividad que no es digna de esa majestad. Como dijimos, consagrar es hacer o volver sagrado algo que antes no lo era; el templo consagrado deja de pertenecer a los hombres, para pertenecer a Dios. Ésa es la razón por la cual todo lo que se desarrolla en el templo, debe ser dedicado a Dios. Las conversaciones, las posturas, la vestimenta, deben ser acordes a la dignidad del templo y a la majestad de Dios. Por eso no se puede hablar de temas mundanos, como la familia, el tiempo, la economía, etc., porque no solo son mundanos, sino porque se rompe el silencio, absolutamente necesario para que el alma pueda unirse a Dios y escuchar su voz. En el templo solo debe reinar el silencio o sino, las oraciones sagradas o las canciones sagradas. Con respecto a estas, existe una falsa concepción de que lo antiguo es pasado de moda y obsoleto, mientras que lo nuevo, por ser nuevo, es bueno. Es un grave error, porque Dios es eterno y lo que era bueno y santo en la Antigüedad, como el canto gregoriano, lo sigue siendo y lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos, porque Dios es Santo e Inmutable. Y puesto que Dios es santo, lo que se haga en el templo debe estar dirigido a la santidad de Dios, orientado a la santidad de Dios y causado por la santidad de Dios. Esta es la razón por la cual en el templo sólo se pueden desarrollar actividades litúrgicas, porque la liturgia es el modo por el cual la Iglesia, como Cuerpo Místico, se dirige a Dios. Si en el templo consagrado sólo se deben desarrollar actividades litúrgicas como misas, bautismos, matrimonios o sacramentos en general, quiere decir también que cualquier actividad mundana –comer, bailar, aplaudir, cantar canciones mundanas, etc.- implica una real profanación del templo, por cuanto el templo está consagrado para Dios y sólo para él. La actividad mundana puede ser de tal magnitud, que el templo puede ser declarado como des-consagrado, con lo cual en ese caso, el templo debería ser consagrado nuevamente. Es lo que sucedió y sucede en regímenes comunistas, por ejemplo, en los que los templos son confiscados a la fuerza para ser convertidos en caballerizas, almacenes, depósitos, etc. Es lo que está sucediendo en países socialdemócratas de Europa, en donde cientos de templos son abandonados por la apostasía del clero y de los fieles, para ser convertidos en restaurantes, bibliotecas, salones con pistas para practicar deportes como el skateboard, etc. Y en muchos otros casos, el colmo de la des-consagración es la demolición del templo sagrado para levantar en su lugar un emprendimiento comercial.
Ahora bien, lo que hay que considerar es que todo lo que se dice del edificio, se dice del alma, antes y después del bautismo antes del bautismo, el alma es sólo una creatura de Dios; después del bautismo, el alma es hija adoptiva de Dios porque ha recibido, de parte de Dios, su santidad y pasa a ser propiedad de Dos. Y esto a tal punto, que el alma y el cuerpo son convertidos en templo del Espíritu Santo, de manera que la Trinidad inhabita en ese cuerpo. De ahí que la profanación del cuerpo –con malos pensamientos, malos deseos, malas palabras-, o la introducción de substancias tóxicas en el cuerpo, o el uso del cuerpo para actividades pecaminosas, o el tatuarse la piel -en el Levítico se dice: "No te harás tatuajes", 19, 28-ofende gravemente a Dios, porque se está mancillando y profanando una propiedad de Dios. A partir del bautismo, el cuerpo deja de ser propiedad de la persona bautizada, para ser propiedad de Dios, de ahí que todo lo que no sea santo y se haga con el cuerpo, ofende a su divina majestad. Para darnos una idea de cómo el cuerpo es templo del Espíritu Santo, tomemos la siguiente situación: decir una mala palabra, aun cuando sea pensada, es el equivalente a que en el templo se reproduzcan, por los altavoces, esas mismas malas palabras; tener malos pensamientos o mirar cosas pecaminosas, es el equivalente a que en el templo se proyectaran, en las paredes, esas mismas imágenes o escenas pecaminosas; beber alcohol en exceso, equivale a que en el templo se derramaran litros y litros de bebidas alcohólicas a tal punto, que todo el templo quedaría impregnado con el olor a alcohol –es la razón por la cual los que se embriagan, junto a otros grupos de pecadores empedernidos, jamás entrarán en el Reino de los cielos, como lo dice la Escritura-; realizarse tatuajes, es como escribir cosas blasfemas en las paredes del templo.
Conmemorar la consagración o dedicación del templo no es sólo recordar que el templo material está destinado al culto divino: es ocasión para recordar nuestro propio bautismo, día en que nuestro cuerpo fue dedicado o consagrado a Dios y convertido en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es ocasión entonces para renovar el uso exclusivamente sagrado del templo y de nuestro cuerpo.

sábado, 8 de septiembre de 2018

“Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”



(Domingo XXIII - TO - Ciclo B – 2018)

“Hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37). Jesús hace un milagro de curación corporal, al curar a un sordomudo: le pone sus dedos en los oídos, toca la lengua con su saliva y dice: “Éfeta”, que significa “Ábrete”. El episodio de la curación del sordomudo nos lleva a reflexionar en dos direcciones: por un lado, nos habla de la condición y poderes divinos de Jesús en cuanto Hombre-Dios, ya que solo Dios puede curar con la sola palabra; por otro lado, nos lleva a considerar que el ser humano, al estar compuesto por alma y cuerpo, no solo sufre la enfermedad corporal, sino que sufre también la enfermedad espiritual, provocada por la pérdida de la gracia santificante a causa del pecado original y por lo tanto, necesita ser curado en ambos campos, el corporal y el espiritual.
En este caso, la curación es corporal solamente, a diferencia de la curación del paralítico, que es corporal y espiritual –al paralítico lo cura espiritualmente porque le perdona los pecados-. Como en otros casos de enfermedad y de modo especial en este, el sordomudo es figura del alma de todo ser humano que nace en estado de pecado original: nace ciego, sordo y mudo para conocer la Verdad Absoluta, desear el Bien infinito que es Dios y oír la voz de Dios, de ahí la dificultad del hombre para alcanzar la Verdad y obrar el Bien. Por el pecado original, el hombre no solo nace sordo para oír la voz de Dios, sino que nace también mudo para proclamar su palabra y nace también ciego para ver la Verdad de Dios. La situación de enfermedad y de invalidez corporal es entonces una figura y una representación del estado espiritual de desolación en la que nace el alma por causa del pecado original. Pero de la misma manera a como Jesús cura con el solo poder de su palabra, por cuanto Él es Dios y puede hacerlo por su omnipotencia, dando remedio en un instante a la invalidez corporal, de la misma manera, así también Jesús pone remedio a la ceguera, a la sordera y a la mudez espiritual por medio del Sacramento del Bautismo. Al recibir la gracia de la filiación divina, el alma no solo se ve curada en su afección espiritual, sino que comienza a participar de la vida divina y es por eso que ahora puede conocer y creer en la Verdad revelada de Jesucristo, puede desear y hacer el Bien de caridad, que es la misericordia y puede proclamar el Evangelio de Jesucristo. En un solo momento, en el momento del Bautismo, el alma no solo es curada, sino que es hecha partícipe de la vida sobrenatural.
“Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. En el Evangelio, Jesús cura al sordomudo y así le dona una nueva vida, la vida de la ausencia de la enfermedad y de la presencia de la salud y por eso podemos considerarlo afortunado. Sin embargo, nosotros somos todavía mucho más afortunados porque por el bautismo sacramental, Jesús nos dona algo infinitamente más valioso que la recuperación de la salud y es la vida de la gracia, por la cual no solo somos curados de nuestra ceguera, de nuestra mudez y de nuestra sordera espiritual, sino que nos hace participar de la vida de la gracia, vida por la cual conocemos la Verdad divina, la escuchamos por el Magisterio y la proclamamos al mundo.
A pesar de esto, muchos cristianos, habiendo recibido la gracia del Bautismo, de la Eucaristía y de la Confirmación, se comportan como ciegos, sordos y mudos porque voluntariamente no practican su religión. Estos cristianos oyen la voz de Satanás, no cumplen las obras de Dios, no proclaman el Evangelio del Reino y todo esto culpablemente, porque culpablemente eligen no oír, no ver, no hablar, comportándose como los “perros mudos” (cfr. Is 56, 10) y los “guías ciegos” (cfr. Mt 15, 14) de la Escritura.
Jesús nos ha sanado con su gracia desde el Bautismo y por lo tanto, tenemos la obligación de rendir el ciento por uno de los talentos recibidos. Sin embargo, no parece ser así, porque en nuestros días, como nunca antes en la historia de la humanidad, ha crecido el ocultismo, la magia, la wicca, la brujería, el satanismo y toda clase de prácticas de maldad como estas y si se han multiplicado y crecido de modo abismal, cubriendo de maldad al mundo, se debe en gran medida a la tibieza y frialdad de muchos cristianos que, voluntariamente, callan las Verdades de fe, hacen oídos sordos a la voz de Dios y no viven los Mandamientos, además de no rezar, no recibir los sacramentos y no vivir su religión, cuando no se alían directamente con el enemigo, porque muchos cristianos son tibios en su fe, pero fervientes devotos del ocultismo.
Debemos ser precavidos y estar vigilantes porque fácilmente podemos caer en la tentación de ser “perros mudos” y “guías ciegos” y de estas faltas tendremos que dar cuenta en el Juicio Particular.

sábado, 1 de septiembre de 2018

“Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones"



(Domingo XXII - TO - Ciclo B – 2018)

“Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino” (cfr. Mc 7, 1-8.14-15.21-23). Al observar los fariseos que los discípulos de Jesús no cumplen con la tradición de los antepasados, según la cual debían purificarse las manos antes de comer, los fariseos le reprochan a Jesús esta actitud de sus discípulos: “Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?”. En su respuesta, Jesús, lejos de darles la razón, contraataca, acusándolos de profesar una religión meramente externa, apegada a ritos de invención puramente humana, mientras descuidan la esencia de la religión, el amor, la caridad, la compasión, la justicia y la piedad: “Él les respondió: “¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”[1].
         Jesús, que es Dios, conoce muy bien el interior del corazón de los fariseos y de los escribas, que pasaban por ser hombres religiosos y los desenmascara, revelando cuál es su error: piensan que por cumplir con ritos externos religiosos, ya cumplieron con Dios y Dios está satisfecho con ellos, pero no es así porque descuidan el interior, el corazón, que es “de donde salen toda clase de cosas malas”.
El problema con los escribas y fariseos es que ellos tienen una concepción de la religión totalmente extrincesista, formalista, que se detiene en la letra y en las formas, pero no va al espíritu. Guardan las formas, es decir, lo exterior, pero el interior lo descuidan totalmente. Son, como Jesús mismo les dice, como “sepulcros blanqueados”: por fuera aparentan ser hombres de bien, hombres religiosos, al igual que un sepulcro, que por fuera puede ser, desde el punto de vista arquitectónico, una maravilla, pero por dentro, también al igual que los sepulcros, que por dentro están llenos de huesos y de cuerpos en descomposición, así también interiormente las almas de los fariseos están en descomposición, porque sus corazones están en tinieblas y llenos de pasiones sin control: desenfreno, ira, gula, pereza, lujuria, etc. Esto se deriva de esta visión puramente externa de la religión: piensan que la religión es cumplir con ciertas normas exteriores, sin importar el estado del corazón. Jesús compara también al hombre y su religiosidad con una copa y un plato que deben ser limpiados, porque están con suciedad: si se limpia solo por fuera, queda sin limpiar el interior: esto es para significar a las personas que solo cumplen exteriormente la religión –rezan, hacen ayuno, asisten al templo, visten como religiosos- pero no se preocupan por lo interior, es decir, en el interior del corazón no hay amor a Dios ni al prójimo, solo hay amor al dinero y al propio yo, hay egoísmo, vanidad, superficialidad, gula, pereza, ira. De la misma manera a como un plato y una copa deben ser limpiados por dentro y por fuera, así el hombre, que está compuesto de cuerpo y alma, debe ser religioso por fuera –actos de culto, normas, etc.- pero también debe ser religioso en su interior –teniendo un corazón piadoso y misericordioso, siendo manso y humilde de corazón, a imitación de Cristo-, teniendo un corazón limpio y puro y lo que nos limpia por dentro es la gracia santificante. Jesucristo no elimina la necesidad de la religiosidad exterior: lo que hace es revelarnos que, para que esta religiosidad exterior sea agradable a los ojos de Dios, debe estar acompañada por una religiosidad interior; de lo contrario, la práctica de la religión es farisea, es decir, es hueca y superficial y no agrada a Dios.
Si la advertencia y el reproche de Jesús son válidos para los fariseos, que no tenían el régimen de la gracia, mucho más lo son para nosotros, cristianos, que vivimos en el régimen de la gracia. Por la gracia, el alma, en esta vida terrena, no solo está ante la Presencia de Dios, sino que Dios Uno y Trino mora, habita, inhabita, vive, en el alma, en el corazón del que está en gracia. Esto quiere decir que Dios no solo ve nuestros actos exteriores de religión, sino que, como estamos ante su Presencia –estar en gracia es el equivalente al estar cara a cara con Dios para los bienaventurados del cielo-, el más mínimo pensamiento resuena ante Dios, por eso debemos cuidar muchísimo nuestros pensamientos, del orden que sea, porque esos pensamientos los decimos delante de Dios. Un pensamiento o un deseo malo, resuenan ante la Santa Faz de Dios y mucho más si esos pensamientos o deseos malos van seguidos de una acción mala. Lo mismo sucede con los buenos pensamientos, deseos y acciones, todos resuenan ante el Rostro Tres veces Santo de Dios Trino. Entonces, Jesús quiere que seamos hombres religiosos perfectos, que profesemos nuestra religión no solo exterior, sino también interiormente.
“Es del corazón del hombre de donde provienen todas las cosas malas”. No estamos exentos de cometer el mismo error de fariseos y escribas, esto es, de pensar que la religión consiste en el cumplimiento meramente exterior de ritos y normas religiosas. Debemos siempre recordar las palabras de Jesús, para mantener en guardia los pensamientos y deseos que se presentan en nuestras mentes y corazones: “Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”. La verdadera religión consiste no solo en cumplir exteriormente con los preceptos y en rechazar la malicia del corazón, que es el pecado, sino además en tener el alma pura y en gracia por el sacramento de la confesión, porque lo que nos purifica por dentro es la gracia santificante; en adorar a Jesús Eucaristía, entronizado en el corazón por la comunión eucarística; y en obrar la misericordia con nuestros hermanos más necesitados. Ésa es la verdadera religión, la que cumple exteriormente con los ritos y normas y la que brilla en el interior con la gracia, la Presencia de Dios por la Eucaristía, y las obras de misericordia para con el prójimo.



[1] “Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús,y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar. Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce”.