miércoles, 28 de junio de 2023

“El que no toma su cruz no es digno de Mí”


 

(Domingo XIII - TC - Ciclo A - 2023)

         “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10, 37-42). Jesús establece un muy claro requisito para ser un digno discípulo de Él: cargar la cruz de cada día y seguirlo. ¿Qué significan estas dos cosas, cargar la cruz y seguirlo?

         Cargar la cruz quiere decir negarnos a nosotros mismos, negarnos en nuestro hombre viejo, no viejo en el sentido biológico sino en el sentido espiritual, en el sentido de que el pecado envejece al alma; cargar la cruz es negarnos a nosotros mismos en nuestros vicios o pecados, para comenzar a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, que se nos comunica por medio de la gracia santificante a través de los sacramentos. Cargar la cruz quiere decir creer en Jesús como Hombre-Dios, que está Presente, en Persona, en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; cargar la cruz quiere decir vivir, en el día a día, según los mandamientos de Jesús en el Evangelio y no seguir nuestra propia voluntad, esto significa que cuando Jesús nos dice “ama a tus enemigos”, debemos amarlo o al menos procurar hacerlo y no ceder a la fácil tentación de la venganza, del enojo, del rencor; cargar la cruz de cada día quiere decir desear vivir en gracia, alejándonos de toda ocasión de pecado, para que el corazón esté siempre dispuesto a recibir a Jesús Eucaristía como en un altar, para adorarlo en la Comunión.

         La otra pregunta que debemos contestar es qué significa “seguir” a Jesús: significa pedir la gracia de que nuestros pasos se encaminen siempre en dirección a Jesús, marchando detrás de Él, con la cruz a cuestas, para así llegar al Monte Calvario y morir al hombre viejo para nacer al hombre nuevo. Seguir a Jesús quiere decir pedir la gracia de que nuestros pasos no se dirijan nunca en dirección opuesta a Dios, en dirección al pecado, sino que nuestros pasos sigan las huellas ensangrentadas del Hombre-Dios Jesucristo en el Via Crucis, el Camino de la Cruz, único camino para llegar al Cielo.

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en conocer de lejos la doctrina de la fe, sin procurar investigar sobre la misma fe, puesto que no nos podemos quedar con lo que aprendimos en Catecismo; ser discípulo de Jesús significa tener como eje y centro de la vida a Jesús Eucaristía, apartándose de los que nos aleje de Él, para así recibirlo en estado de gracia; ser discípulo de Jesús no se reduce a recibir fríamente los sacramentos, sino a profundizar la unión con Cristo que nos procura la gracia de los sacramentos, para que sea Él y solo Él, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, quien reine en nuestros corazones. Y para quien se esfuerce por llevar la cruz detrás de Cristo, en el Camino del Calvario, la Trinidad tiene preparada una eternidad de gloria, de alegría, de belleza celestial inimaginable. Así lo testimonian los santos, como por ejemplo la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: la santa fue llevada al cielo estando aún en la vida terrena y por permisión divina, un alma, que había sido virgen en esta vida terrena, le mostró las hermosuras del Cielo, resplandeciendo infinitamente más en hermosura la Santísima Virgen María. Narra así su experiencia en el Cielo, la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: “La virgen -el alma virgen- me dijo, mostrándome a la Virgen María: “Amas mucho a esta buena y tierna Madre, ¿verdad? Eres testigo de la gloria que la rodea, aunque no la veas como la verías si estuvieras siempre aquí. Díganme, ¿vale la pena el esfuerzo que hacen para merecer la gloria del cielo? Y, repito, no son las grandes cosas las que hacen digno el cielo[1]. El alma no debe decir: quisiera sufrir; quisiera tal cruz, tanta privación, tanta humillación, porque la propia voluntad lo arruina todo, es mejor tener menos privación, menos sufrimiento, menos humillación por la voluntad de Dios, que gran número por el propio deseo. 

Lo esencial es aceptar, con amor y en total conformidad a su voluntad, lo que el Señor quiera enviarnos. Hay almas en el Infierno que le habían pedido a Dios cruces y humillaciones: Dios les concedió, pero no supieron aprovecharse de tales gracias y el orgullo los perdió". También podemos afirmar lo opuesto: si hay quienes quieren más cruces, porque su orgullo los hace presuntuosos, hay quienes no quieren, de ninguna manera, las cruces que Dios les envía -enfermedad, tribulación, etc.- y a toda costa quieren salirse con la suya, acudiendo incluso a la magia, terreno del Demonio, para obtener lo que Dios no les concede porque Él ve que eso que piden no es bueno para sus almas; también con este tipo de almas, está ocupado el Infierno.

Continúa la virgen a Santa María de Jesús Crucificado: "Sin cuestionar nada, acepta con gratitud lo que el Buen Señor te envíe. ¡Cuántas ilusiones hay todavía, cuando Dios manda la enfermedad! En lugar de aprovecharla, dices: “¡Ah! Si estuviera sano, haría tal cosa, tales obras para Dios, para mi alma!”. Si pides sanidad, siempre lo haces poniendo esta condición: “Dios mío, si es tu voluntad; si el interés de tu gloria lo exige; si el bien de mi alma lo exige!”. El alma que ama a Dios Trino demuestra verdaderamente su amor por la Trinidad cuando cumple su voluntad, dejando de lado la propia voluntad.

“El que no toma su cruz no es digno de Mí”. La cruz personal es un don del Cielo, para ganarnos el Cielo, porque en la cruz nos unimos a Jesús Crucificado, a su Sagrado Corazón, que es la Puerta que conduce al seno del Eterno Padre. No solo no debemos renegar nunca de la cruz, sino que debemos abrazarla y amarla y llevarla por los días que nos queden de vida terrena, para así llegar al Reino de Dios.

 



[1] Extracto del libro: “La vida de Santa María de Jesús Crucificado”.


lunes, 26 de junio de 2023

“Entrad (al Reino de Dios) por la Puerta estrecha”

 


"Anticristo"
(Lucca Signorelli)

“Entrad (al Reino de Dios) por la Puerta estrecha” (Mt 7, 6. 12-14). Jesús utiliza las figuras de dos puertas, una estrecha y otra ancha y espaciosa, para describir lo que nos espera más allá de esta vida terrena, la vida eterna. De las dos puertas, Jesús nos advierte que, para entrar en el Reino de Dios, debemos elegir la puerta estrecha. ¿Qué es la “puerta estrecha”? O mejor, ¿quién es la “puerta estrecha”? La Puerta estrecha es Él, Jesús, el Hombre-Dios, porque Jesús mismo se adjudica, para Sí, el nombre de “puerta”: “Yo Soy la Puerta” (Jn 10, 9). Jesús, su Sagrado Corazón Eucarístico, es la Puerta que nos conduce a algo infinitamente más hermoso que el mismo Reino de los cielos y es el seno del Eterno Padre, que es de donde Él, Jesús, procede. Él es la Puerta que nos conduce desde la temporalidad de nuestra historia, que se desenvuelve en el tiempo, a la feliz eternidad, a la eternidad bienaventurada que es el seno del Eterno Padre. Él, en la Eucaristía, es la Puerta a la eterna felicidad: “Yo, Presente en Persona en la Eucaristía, Soy la Puerta abierta al Padre”. También nos advierte Jesús que esta Puerta, que es Él, es “estrecha”, porque no se puede abrir esta Puerta sino es por medio de la gracia santificante; no se abre la Puerta si no hay obras de misericordia; no se abre la Puerta si no se ama al enemigo, si no se perdona al que nos ofende, si no se lleva consigo la Cruz de cada día.

La otra imagen que utiliza Jesús para referirse a la vida eterna, es la de la senda o puerta ancha, espaciosa: esta senda o puerta ancha, es la senda del mundo, que está en contra de Cristo, es la anti-puerta del Anticristo. Es una senda fácil de recorrer, porque no se necesita vivir según los Mandamientos de Dios: se puede vivir en concubinato, se puede cambiar de pareja cuando se quiera; se puede vivir la impureza del cuerpo y de la mente sin ninguna preocupación, porque para quien vive según la ley del Anticristo, nada es pecado, el pecado es bueno y la virtud es algo anticuado, pasado de moda. La puerta ancha es fácil de recorrer, porque se puede prescindir de Dios y de Cristo, se puede vivir ya no solo como si Dios no existiese, sino como si Cristo nunca hubiera venido a salvarnos por el sacrificio de la Cruz. Es una puerta ancha, fácil de recorrer, pero conduce a un lugar opuesto al Reino de los cielos, conduce al reino de las tinieblas, reino del horror, del espanto y del dolor, reino del cual no se sale más.

“Entrad (al Reino de Dios) por la Puerta estrecha”. Puestos en la encrucijada de elegir entre la Puerta estrecha y la senda ancha, elijamos la Puerta estrecha, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

viernes, 23 de junio de 2023

“No teman a los que matan el cuerpo. Teman a Aquel que puede perder el alma en el Infierno”

 


(Domingo XII - TC-  Ciclo A - 2023)

         “No teman a los que matan el cuerpo. Teman a Aquel que puede perder el alma en el Infierno” (Mt 10, 26-33). Con este consejo, Jesús nos enseña dos cosas: que no debemos temer a los hombres, puesto que los hombres pueden matar el cuerpo, es decir, pueden cometer homicidios y, en el caso de los cristianos, en las persecuciones, es lo que sucede y ha sucedido con frecuencia a lo largo de la historia de la Iglesia, pero no pueden hacer nada con el alma. La otra enseñanza de Jesús es que, a quien sí debemos temer, es a Él, a Dios, porque es Él quien, en el Día del Juicio Final enviará a nuestras almas, según hayan sido nuestras obras, al Cielo o al Infierno.

         Entonces, de los dos componentes que forman nuestra naturaleza humana, el alma y el cuerpo, los hombres solo pueden actuar sobre una sola, el cuerpo; pueden matarlo, procurando la apostasía en la fe en Cristo Jesús. Sin embargo, no pueden hacer nada con el alma, porque el alma, luego de la muerte, es llevada inmediatamente ante la Presencia de Dios para recibir el Juicio Particular, cuyo veredicto, Cielo o Infierno, será ratificado en el Juicio del Día Final.

         En cambio, Dios puede actuar sobre los dos componentes de nuestra naturaleza humana, sobre el cuerpo y sobre el alma, puesto que Él es el Creador, tanto de la materialidad corpórea del cuerpo, como de la espiritualidad del alma. Además, Él puede, como Justo Juez, enviarnos adonde merecemos ir según nuestras obras libremente realizadas, ya sea el Cielo -con el Purgatorio como antesala del Cielo, para quien necesite purificar pecados veniales-, o al Infierno, el lago de fuego, la gehena, el lugar en donde el pecado no es redimido y en donde el pecador empedernido sufre para siempre -por voluntad propia, porque no quiso aceptar a Jesús como Salvador y Redentor- los dolores inenarrables que provocan al cuerpo y el alma, el fuego infernal.

         La advertencia de Jesús de que no debemos temer a los hombres que solo pueden, como máximo, quitarnos la vida terrena, es más que pertinente porque nosotros, debido a nuestra misma naturaleza humana, que se deja guiar con frecuencia solo por lo sensible, nos dejamos impresionar e intimidar por hombres, que poseen nuestra misma naturaleza humana, y tanto más, cuanto estos ocupan una posición de gran poder terreno; así, nos impresionan los dictadores, que gobiernan o mejor dicho esclavizan a sus pueblos con mano de hierro, tal como sucede en los regímenes genocidas comunistas -China, Cuba, Venezuela, Corea del Norte y muchos más- y somos proclives a experimentar el miedo por el poder terrenal que estos dictadores ostentan, pero eso sucede porque no tenemos en cuenta las palabras de Jesús: esos dictadores, aun cuando sean terrenalmente poderosos, no tienen ningún poder sobre nuestras almas. También en Occidente hay gobiernos tiránicos, disfrazados de una falsa democracia y también a estos gobernantes tendemos tendencia a tenerles miedo, cuando no debe ser así, porque como dice Jesús, solo pueden afectar nuestro cuerpo, pero nunca el alma.

         Entonces, la enseñanza de Jesús es que no debemos temer a los hombres porque estos, aun cuando estén guiados por un odio preternatural -el odio del ángel caído- contra la Iglesia y la persigan, no pueden hacer más que quitarnos la vida terrena. Pero a quien sí debemos temer es a Dios, porque Él, como Justo Juez, puede salvar o condenar para toda la eternidad a nuestra alma. Ahora bien, el temor de Dios del cual habla Jesús no es “miedo de Dios”, sino un temor que es más bien un amor reverente a Dios, el temor de Dios es como el amor de un hijo a su padre que, por amarlo con todas sus fuerzas, hace todo lo posible para no darle un disgusto: ése es el verdadero “temor de Dios”, que debe estar presente en todos los cristianos que amen en espíritu y en verdad a Dios Uno y Trino. La mejor forma de demostrar, sin discursos, sino con obras y de verdad, el temor de Dios, es procurando evitar toda ocasión de pecado, ser misericordiosos con el prójimo y recibiendo en gracia el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

 

miércoles, 14 de junio de 2023

“Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”

 


(Domingo XI - TO - Ciclo A – 2023)

         “Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca” (Mt 9, 36-10, 8). Cuando Jesús da esta orden a sus discípulos, estos ya estaban, en cierta medida, preparados para esta misión: los Doce ya habían sido elegidos y además habían presenciado, en persona propia, la actividad de Nuestro Señor entre la gente, una actividad demasiado extraordinaria como para considerar que era obra de un ser humano[1]: Jesús había expulsado demonios, había curado enfermos de todo tipo, había resucitado muertos, había multiplicado panes y peces, es decir, había hecho obras sobrenaturales, llamadas “milagros” que son obras que demuestran un poder divino detrás de estas obras. En otras palabras, los Apóstoles habían sido testigos oculares del poder divino de Jesús, poder que confirmaba, con los milagros, que lo que Jesús decía de Él, que era Dios Hijo en Persona, era verdad. Los milagros de Jesús son la prueba más evidente de que Jesús es quien dice ser: Él se auto-proclama Dios Hijo y hace obras que solo Dios puede hacer, por lo tanto, Él es quien dice ser, Dios Hijo en Persona y esto ya lo habían comprobado los Apóstoles en el momento de recibir el encargo de la misión de evangelizar a todo el mundo: “Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”. Resaltar esta condición de Jesús como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, es esencial para comprender la naturaleza de la misión de evangelización a la que envía Jesús, porque así como es el Rey, así es el Reino: el Rey es Dios, el Reino es el Reino de Dios. Además, que Jesús sea Dios, eso indica que Jesús no es un Mesías terreno, que ha de restaurar a un Israel terreno; Él es Rey, pero “no de este mundo”, tal como le dirá a Poncio Pilato y el Reino que los Apóstoles y con ellos, la Iglesia, tienen que proclamar como cercano, es el Reino de Dios, el Reino de los cielos, el Reino que está atravesando la barrera del tiempo y del espacio, el Reino que comienza en la eternidad del Ser divino trinitario y no termina más, porque es eterno como eterna es la Trinidad.

Otro aspecto que hay que tener en cuenta es que, además de enviarlos a proclamar el Reino de Dios, Jesús los hace partícipes de su poder divino, para que ellos, como sacerdotes, celebren la Santa Misa, curen a los enfermos, hagan exorcismos para expulsar demonios, etc. De este poder participado, alguien podría deducir que entonces Jesús ha venido para que la vida del hombre en la tierra sea mejor, porque si la Iglesia tiene poder para curar enfermedades, para expulsar demonios, entonces, es que la vida de los hombres se hace mucho más llevadera. Sin embargo, esto no es así: el mensaje central que deben proclamar los Apóstoles no es que Jesús ha venido para hacernos la vida terrena un poco más llevadera: ha venido para derrotar a los tres grandes enemigos de la humanidad -el Demonio, el pecado y la muerte- y para abrir las puertas del Reino de los cielos, cerradas hasta Jesús por el pecado original de Adán y Eva, siendo la Santa Iglesia Católica ya el Reino en germen, siendo los bautizados ya integrantes del Reino por la participación a la vida divina por la gracia y teniendo ya como anticipo al Rey del Reino de los cielos gobernando su Iglesia, por su Presencia Personal en la Eucaristía.

“Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”. Las palabras de Jesús a sus Apóstoles son palabras también dirigidas a nosotros ya que nosotros, como Iglesia, debemos también hacer el mismo anuncio de los Apóstoles, anunciar al mundo que el Reino de Dios está cerca. Muchas veces nos olvidamos de esta misión nuestra y pensamos que esta vida es la única vida o que los reinos de la tierra son nuestro destino y no es así: nuestro destino final es el Reino de Dios, pero para ingresar en él, debemos vivir en gracia, evitar el pecado y obrar la misericordia y recordar, todos los días de nuestra vida, que el Reino de Dios “está cerca”, tan cerca, como cera está nuestra partida hacia el otro mundo. En ese momento será nuestro ingreso en la eternidad, pero si no recibimos la gracia de los sacramentos, si no vivimos según la Ley de Dios, si no obramos la misericordia, no entraremos en el Reino de Dios, sino en otro reino, el de las tinieblas, el reino donde no hay redención. Obremos la misericordia y vivamos en gracias, para ser considerados dignos de ingresar en el Reino de los cielos.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 382.

martes, 13 de junio de 2023

“Si no sois mejores que los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”

 


“Si no sois mejores que los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús les advierte a sus discípulos -y por lo tanto, también a nosotros- que, si no son mejores que los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los cielos. Para profundizar su advertencia, pone un ejemplo tomando al Quinto Mandamiento que dice: “No matarás”. Jesús les recuerda que, según ese mandamiento, si alguien cometía un homicidio, debía ser procesado, enjuiciado y, obviamente, debía ser encarcelado. Sin embargo, les dice también Jesús que, a partir de Él, ahora las han cambiado: ya no basta con “no matar”, para ser enjuiciado y recibir una condena; ahora, a partir de Jesús, ya no es suficiente con solo “no matar” para recibir una condena; ahora, a partir de Jesús, quien albergue pensamientos o sentimientos de enojo, ira, rencor, venganza, contra el prójimo, comete un pecado que lo hace culpable ante el Justo Juez, Dios Trinidad.

Esto se debe a que, por la gracia santificante, el alma se hace partícipe de la vida divina trinitaria, lo cual implica, por una parte, que el alma esté ante la Presencia de Dios Trino, de manera análoga a como lo están los ángeles y santos en el cielo; por otra parte, implica que Dios Uno y Trino, las Tres Divinas Personas de la Trinidad, inhabiten en el alma en gracia y si esto es así, ya no las acciones externas del hombre son notorias a Dios, sino ante todo cualquier mínimo pensamiento, del orden que sea, bueno o malo, es pronunciado ante Dios y esa es la razón por la cual el cristiano debe “ser mejor” que los escribas y fariseos. Si antes bastaba con no decir nada exteriormente a un prójimo con el que se estaba enemistado, ahora, a partir de Jesús, cualquier pensamiento negativo hacia el prójimo -rencor, enojo, venganza, ira- ya es un pecado cometido ante la presencia de Dios y por lo tanto, debe ser confesado; en caso contrario, es decir, si no se confiesa ese pecado, el pecador impenitente debe afrontar el castigo divino.

“Si no sois mejores que los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”. Lo que nos pide Jesús, el “ser mejores que los escribas y fariseos”, no se limita a un buen comportamiento externo ni a simplemente tener buenos pensamientos acerca de nuestro prójimo: quiere decir que debemos ser “perfectos” –“Sean perfectos, como mi Padre es perfecto, dice Jesús- y esa perfección nos la concede solamente la gracia santificante, recibida en la Confesión y en la Eucaristía. De esto se deduce la importancia de la confesión sacramental frecuente -cada veinte días- y la Comunión Eucarística en estado de gracia. Sólo así seremos lo que Jesús quiere que seamos, “hijos adoptivos del Eterno Padre”.

lunes, 12 de junio de 2023

“El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”

 


“El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”. (Mt 5, 17-19). En estos tiempos de anomia, es decir, de ausencia casi total y absoluta de valores morales y espirituales, en donde el obrar bien es visto como sinónimo de atraso propio de épocas pasadas y como signo de debilidad, Jesús nos recuerda no solo los Mandamientos de la Ley de Dios, sino cómo el vivir y cumplir los Mandamientos divinos con un corazón puro y desinteresado, que ama a Dios por sobre todas las cosas, tiene su recompensa en el Reino de los cielos: “El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”.

Nuestros días se caracterizan precisamente no solo por no vivir según los Mandamientos de la Ley de Dios, sino por el vivir y cumplir los mandamiento de Satanás, expuestos en Biblia sacrílega satánica. Esto es así porque no hay una posición intermedia: o se cumplen y se viven los mandamientos de la Ley de Dios, o se cumplen y se viven -aunque la persona no se dé cuenta de ello- los anti-mandamientos de la ley satánica, cuyo estandarte principal y primer y más importante mandamietno es: “Haz lo que quieras”. Es decir, deja de lado los mandamientos de ese Dios opresor y libérate y una de las formas de hacerlo es hacer lo que te plazca. Y puesto que el hombre está contaminado con el pecado original, todo lo que amará será concupiscencia de la carne y de los sentidos, lo cual va en una dirección completamente opuesta a la vida eterna que Dios nos tiene preparada en el Reino de los cielos.

 “El que cumpla y enseñe los Mandamientos será grande en el Reino de los cielos”. En nuestros días, en los que prevalece el espíritu anti-cristiano por todas las sociedades de todo el mundo, llevar la Ley de Dios impresas en en la mente y en el corazón, y aplicarlas de forma concreta en el vivir de todos los días, aun cuando parezcan pequeñas cosas, al estar dirigidas por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, nos asegura algo que ni siquiera podemos imaginar, debido al esplendor y majestad al que estamos destinados, el Reino de Dios.

domingo, 4 de junio de 2023

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

 



(Ciclo A – 2023)

         La Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo se origina en un milagro eucarístico ocurrido en la localidad italiana de Bolsena en el año 1263: un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas de que la Consagración fuera algo real, es decir, tenía muchas dudas de fe acerca de lo que la Iglesia enseña sobre la Consagración. Para comprender mejor el milagro, debemos entonces recordar la enseñanza de la Iglesia Católica acerca de lo que ocurre en el altar, en la Santa Misa: la Iglesia Católica enseña que, por las palabras pronunciadas por el sacerdote ministerial sobre el pan y el vino –“Esto es mi Cuerpo, Éste es el cáliz de mi Sangre”-, las substancias del pan y del vino se convierten en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este milagro es posible porque en la Santa Misa el sacerdote actúa "in Persona Christi", es decir, es Cristo quien, a través del sacerdote ministerial, con su poder divino, convierte las substancias del pan y del vino en las substancias de su Cuerpo y su Sangre. Si Cristo no actuara a través del sacerdote ministerial, el milagro de la conversión nunca se produciría, porque por sí mismo, el sacerdote humano, no tiene ningún poder para realizar el milagro, aunque tampoco lo puede hacer un ángel. Solo Cristo, que es Dios Hijo encarnado y que actúa en Persona en la Santa Misa, puede realizar el milagro de la transubstanciación. Es esto lo que la Iglesia Católica enseña en su Magisterio, en el Catecismo y es un dogma de fe, es decir, quien no crea que esto sucede en realidad, está fuera de la Iglesia Católica. El milagro de la transubstanciación se produce real y efectivamente, pero no es visible a los ojos del cuerpo; solo es "visible", por así decirlo, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. La transubstanciación sucede en cada Santa Misa, y aunque no es perceptible a los sentidos humanos, la substancia del pan se convierte verdaderamente en la substancia del Cuerpo de Jesús y la substancia del vino en la substancia de su Sangre, permaneciendo inalterados los que se llaman "accidentes", como el sabor, peso, etc., de manera que a los sentidos corpóreos parecen pan y vino luego de la consagración, pero en la realidad ya no son más pan y vino, sino el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús.

Con relación al milagro que originó la Solemnidad, sucedió de la siguiente manera: el sacerdote -llamado "Pedro Romano", que había ido en peregrinación a la tumba de San Pedro para pedir el aumento de la fe en la transubstanciación-, ya de regreso a su pueblo natal, celebró la Santa Misa en la capilla de Santa Cristina; en el momento de partir la Sagrada Forma -es decir, cuando ya había pronunciado las palabras de la consagración, "Esto es mi Cuerpo", "Éste es el cáliz de mi Sangre"-, la Sagrada Forma, sostenida por las manos consagradas del sacerdote ministerial, se convirtió en un trozo de músculo cardíaco sangrante y con tanta sangre, que llenó el cáliz, se desbordó y llegó la sangre a empapar el corporal. El sacerdote, conmovido por el milagro, envolvió en el corporal el músculo cardíaco sangrante y lo llevó a la sacristía y en ese momento del traslado fue cuando cayó una gota de sangre en el pavimento de mármol, quedando impregnado el mármol con la sangre. Esta reliquia -el mármol impregnado con la sangre- fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264. Hoy se conservan los corporales -el corporal es el trozo de tela bendecida de forma cuadrada que se extiende sobre el altar para que se lleve a cabo la confección del Sacramento de la Eucaristía, es donde se apoyan el cáliz y la patena durante la Misa- en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar en Bolsena, manchada de sangre.

         Este milagro fue un don del cielo para el sacerdote, para que su fe se fortalezca, puesto que el sacerdote pudo ver, en primera persona, cómo lo que enseña la Iglesia acerca de la transubstanciación es verdad, es decir, en cada Santa Misa, este milagro se repite, invisible e insensiblemente, pero se repite. Pero también es un don del cielo para nosotros y para la Iglesia de todos los tiempos, aunque no es necesario que el milagro se repita visiblemente en cada Santa Misa, puesto que basta con que se haya producido una vez y basta también con la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica, para que nosotros aceptemos por fe lo que no podemos ver con los ojos del cuerpo. Además, como le dice Jesús a Tomás, que había dudado de su resurrección y recién creyó cuando lo vio en persona: “Dichosos los que creen sin ver”. Entonces, nosotros somos más dichosos que el mismo sacerdote protagonista del milagro, porque por la fe de la Iglesia, creemos sin ver que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Somos verdaderamente "dichosos" por pertenecer a la Iglesia Católica y por creer que el pan y el vino se convierten, por el milagro de la transubstanciación, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y por esto la Iglesia dice, después de la consagración: "Dichosos los invitados a la cena del Cordero". Dichosos los que se alimentan de la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo; dichosos los que beben la Sangre del Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

         Por último, la Sangre del Señor Jesús, que impregnó la piedra de mármol del piso de la capilla, es una prefiguración de cómo la Sangre de Cristo, que recibimos en cada Eucaristía, empapa e impregna nuestros corazones, que a menudo son fríos y duros como el mármol. 

“¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es Hijo de David?”

 


“¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es Hijo de David?” (Mc 12, 35-37). Jesús no plantea esta dificultad sobre el origen del Mesías con la simple idea de confundir a sus adversarios. Estaba entonces ocupado enseñando en el templo y “una gran muchedumbre lo escuchaba con agrado”. Jesús deseaba más bien atraer la atención sobre un aspecto importante de la doctrina de las Escrituras referente al Mesías, que los escribas habían pasado por alto. Las profecías habían predicho que el Mesías sería un descendiente de David y por esto el título “Hijo de David” era el título más popular y conocido del Mesías. No obstante, el título sugería un Mesías puramente humano que restauraría el reino temporal de Israel. Jesús no se opone a la creencia de que el Mesías sería un descendiente de David, pero cita un pasaje de la Escritura, el Salmo 109, que indicaba que el Mesías sería algo más. “Dijo el Señor (el Señor es Yahvéh, es decir, Dios) a mi Señor (Adoni)”, es decir, al Mesías: Jesús interpreta este salmo como que Yahvéh, Dios, dice al Mesías, también Dios, por lo cual la frase del Salmo, según la interpretación de Jesús, quedaría así: “Dijo Dios Yahvéh al Mesías Dios”. De acuerdo a esta interpretación, entonces David está tratando al Mesías como a Dios, es decir, como a Alguien que es mucho más que un ser humano; en otras palabras, David, dice Jesús, se refiere al Mesías como a Dios y no como a un hombre; el Mesías es Dios y no un hombre, es la conclusión de la interpretación de Jesús. También el hecho de que el Mesías se siente a la diestra de Dios, lleva a la misma conclusión y la clave de la respuesta está en la doctrina de la Encarnación, doctrina según la cual Dios Hijo, el Mesías, se encarna por obra de Dios Espíritu Santo, por pedido de Dios Padre, para salvar a la humanidad. Entonces, en definitiva, de acuerdo a las palabras de Jesús, el Mesías es Dios –el Señor al que hace referencia David- y hombre –el hijo de David-: el Mesías es el Hombre-Dios, es Dios Hijo que se encarna en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y se hace hombre, sin dejar de ser Dios. El Mesías es el Hombre-Dios Jesucristo.

No debemos pensar que solo los judíos tenían dificultad para interpretar el recto sentido de las Escrituras las cuales, según la exégesis de Jesús, hablan del Mesías como el Hombre-Dios: también nosotros, como católicos, no solo olvidamos que el Mesías es el Hombre-Dios, sino que olvidamos que ese Mesías está, en Persona, en la Eucaristía. Para nosotros, el Mesías es el Cristo Eucarístico y de ahí la imperiosa urgencia e importancia de la conversión eucarística.

“No hay mandamiento mayor que éstos”

 


“No hay mandamiento mayor que éstos” (Mc 12, 28b-34). La pregunta acerca de cuál es el mandamiento más importante no lleva en sí una carga de hostilidad, sino de sincera preocupación, debido a la cantidad de preceptos que imponían los rabinos. Los rabinos enumeraban seiscientos trece preceptos de la ley, de los cuales doscientos cuarenta y ocho eran mandamientos positivos y trescientos sesenta y cinco eran prohibiciones. Estos preceptos estaban clasificados además en “leves” y “graves” y abarcaban tanto leyes religiosas y rituales, como aspectos de la ley natural.

El mandamiento de amar a Dios era muy conocido entre los judíos, porque formaba parte de la profesión de fe monoteísta que todo fiel israelita debía recitar dos veces al día. Sin embargo, este mandamiento de amar a Dios quedaba oscurecido u oculto por el hecho de que era seguido inmediatamente por pasajes de la Escritura que trataban de la prosperidad y del lavado de los hábitos litúrgicos.

El segundo mandamiento, el de amar al prójimo como a uno mismo, es inseparable del primero, que manda amar a Dios; entonces, este doble precepto de caridad es el más grande de los mandamientos: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”, porque resume todos los deberes del hombre para con Dios y para con los demás hombres. Los profetas habían enseñado que el espíritu interior de la religión y el cumplimiento de la ley moral eran superiores a los ritos externos del sacrificio; sin embargo, a esta doctrina no se le daba la importancia debida en las escuelas rabínicas, con lo cual se ponía el acento en actos exteriores y no en lo interior. El escriba que pregunta a Jesús muestra inteligencia al deducir de las palabras de Cristo la superioridad de la ley de la caridad sobre el ceremonial de culto.

Puede sucedernos a nosotros, y de hecho nos sucede con frecuencia, que en la práctica de la religión pongamos el acento en actos exteriores y olvidemos que lo más importante es el interior, en el alma, en donde debe reinar el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que nos concede el Amor necesario para cumplir con el mandamiento más importante y que concentra toda la Ley Divina: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”.

“No es Dios de muertos, sino de vivos”

 


“No es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 18-27). Los saduceos, que no creen en la resurrección, tratan de tender una trampa a Jesús presentándole el hipotético caso de una mujer que enviuda siete veces; con este ejemplo, piensan que así niegan la resurrección, porque si hubiera resurrección, la mujer no podría ser esposa de los siete esposos. Con este ejemplo absurdo, los saduceos demuestran no entender ni la doctrina de la Escritura ni el poder de Dios, porque conciben erróneamente la manera de existir de los que resucitan de entre los muertos: piensan que la vida futura es una mera prolongación de las condiciones de la vida presente. Sin embargo, no es así, puesto que Dios, con su omnipotencia, transformará con su gloria de tal manera los cuerpos resucitados, que “ya no podrán morir, porque serán semejantes a los ángeles”, como les dice Jesús. Aquí, en la tierra, el matrimonio entre el varón y la mujer es una institución terrena fundamental para la preservación de la raza humana, pero en el cielo, aquellos que resuciten en la gloria de Dios, serán inmortales y sus almas y cuerpos glorificados los harán semejantes a los ángeles y así estarán libres de toda preocupación referente al matrimonio o a cualquier asunto temporal.

Muchas veces los cristianos actuamos como los saduceos, en el sentido de que damos demasiada importancia a las cosas de la tierra, con lo cual negamos u olvidamos, en la práctica, la vida futura en el Reino de Dios. Deberíamos por lo tanto reflexionar más acerca de la vida eterna que nos espera al traspasar los umbrales de la vida terrena, ya que estamos en esta vida no para vivir para siempre aquí en la tierra, sino para ganarnos un lugar en el Reino de Dios.

 

“Al César lo del César, a Dios lo de Dios”

 


“Al César lo del César, a Dios lo de Dios” (Mt 12, 13-17). Los escribas y herodianos tratan de tenderle una trampa a Jesús para tener algo de qué acusarlo. Para eso, le presentan una moneda con la efigie del César y le preguntan si sus discípulos deben pagar los impuestos o no. Es una pregunta con trampa: si Jesús contesta que sí hay que pagar, entonces lo acusarán de ser un traidor a la nación, porque está de acuerdo con el pago de impuestos a la potencia ocupante, el Imperio Romano; si Jesús dice que no hay que pagar los impuestos, entonces lo acusarán de ser un rebelde que busca formar un partido propio o una secta para luchar contra el emperador. En caso de respuesta positiva, lo acusarían de traidor ante su pueblo; en caso de respuesta negativa, lo acusarían de fomentar la rebelión contra el emperador.

Lo que no tienen en cuenta los escribas y fariseos es que Jesús es Dios y su Sabiduría es infinita y que tratar de hacerlo caer en una trampa es de una ingenuidad propia de quien desconoce la inmensidad de la Sabiduría Divina. Jesús no responde, ni positiva ni negativamente; les dice que le muestren la moneda que lleva impresa la imagen del César y les pregunta de quién es esa imagen, respondiéndoles obviamente que del César; entonces Jesús finaliza el diálogo dándoles una respuesta que los deja con las manos vacías: “Al César lo que es del César; a Dios, lo que es de Dios”. Es decir, si la moneda es del César, puesto que lleva su imagen, entonces hay que dársela al César, pero al mismo tiempo, el cristiano no debe olvidarse de Dios y darle a Dios lo que es de Dios.

La respuesta de Jesús nos sirve a nosotros también, como no puede ser de otra manera: al César, al Estado, se deben pagar los impuestos que sean justos; al mismo tiempo debemos, como cristianos, darle a Dios lo que es de Dios. ¿Qué es de Dios? Nuestro ser, porque Él nos creó; nuestra alma, porque Él la purificó con su Sangre; nuestro cuerpo, porque Él lo convirtió en templo del Espíritu Santo; nuestro corazón, porque es sagrario viviente de Jesús Eucaristía; nuestro tiempo, porque fuimos rescatados en el tiempo para vivir en su reino por toda la eternidad.

sábado, 3 de junio de 2023

Solemnidad de la Santísima Trinidad

 


(Solemnidad de la Santísima Trinidad - Ciclo A – 2023)

         La Santísima Trinidad, es decir, la constitución íntima de Dios como Uno y Trino, es una auto-revelación de Dios en Cristo. Hasta Cristo Jesús, los judíos, integrantes del Pueblo Elegido sabían, por revelación divina, que Dios era Uno; a partir de Cristo, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, que son los bautizados en la Iglesia Católica, saben que Dios es Uno y Trino, es decir, Uno en naturaleza y Trino en Personas; saben además que la Persona Segunda de la Trinidad, Dios Hijo encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, continúa y prolonga su Encarnación en la Sagrada Eucaristía. La Trinidad de Personas en un Dios que es Uno, es lo que se llama “misterio sobrenatural absoluto” de Dios, al igual que la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo.

Esto significa que si Dios Hijo, Jesucristo, no hubiera revelado cómo es Dios en su intimidad -un solo Dios en Tres Divinas Personas, las Tres Divinas Personas compartiendo el mismo y único Acto de Ser divino trinitario y una única naturaleza divina trinitaria-, jamás el hombre podría haber llegado a saberlo. Lo único a lo que puede llegar la razón humana -con mucho esfuerzo y con mucho amor a la Verdad-, como dicen Aristóteles y Platón, es a concluir que Dios es Uno. Pero que Dios sea Uno y Trino lo sabemos sólo por la revelación de Nuestro Señor Jesucristo, es decir, por la auto-revelación de Dios en Cristo. La Trinidad de Personas, la Encarnación del Verbo y la continuación y prolongación de su Encarnación en el Santísimo Sacramento del altar, constituyen lo que se denomina “misterios de la fe”, misterios que deben ser creídos sin modificarlos de ninguna manera, puesto que eso sería apartarse de la Santa Fe Católica.

Otro elemento a tener en cuenta es que sólo la Iglesia Católica, la Esposa Mística del Cordero, cree en un Dios Uno y Trino y que el Verbo se ha encarnado para la salvación de los hombres, por lo que ninguna otra religión en la tierra tiene la plenitud absoluta de la Verdad Absoluta de Dios, que no sea la religión católica. Solo la Iglesia Católica, continuadora de la Revelación divina dada al Pueblo Elegido, Pueblo que por esta Revelación creía en un solo Dios, en Dios Uno, es la poseedora de la plenitud de la Revelación y de la Verdad Absoluta acerca de Dios como Uno y Trino, porque es la Iglesia Católica la que custodia la auto-manifestación de Dios como Uno en naturaleza y Trino en Personas, a través del Hijo de Dios, Jesús de Nazareth, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, que continúa y prolonga su Encarnación en la Sagrada Eucaristía.

         Ahora bien, esta Trinidad de Personas no son indiferentes a nuestro destino, sea en lo personal, como en el hecho de ser integrantes de la especie humana: la Trinidad Santísima, las Tres Divinas Personas que forman un solo Dios, está empeñada en obtener la salvación de los hombres y esto lo hace a través del misterio salvífico de Jesucristo: Dios Padre es quien traza el plan de salvación, enviando a Dios Hijo, por el Amor de Dios Espíritu Santo, a sufrir su Pasión y Muerte en cruz, para luego resucitar y así salvar a la humanidad por medio de la Sangre del Cordero, distribuida entre los hombres por medio de los Sacramentos, sobre todo la Confesión y la Sagrada Eucaristía.

         Por último, en el misterio de la Trinidad, se debe tener en cuenta que, si bien la Trinidad Santísima está empeñada en salvar al hombre, hay otra trinidad, una trinidad blasfema y sacrílega, una trinidad satánica formada por Satanás, el Falso Profeta y el Anticristo, que están empeñadas en la perdición del hombre, en su eterna condenación. La trinidad satánica se sirve de diversos métodos para perder a la humanidad, por ejemplo, a través del relativismo -no existe Verdad Absoluta, sino relativa, cada uno tiene su propia verdad-, el liberalismo, el marxismo ateo, el comunismo genocida, el socialismo, el ateísmo teórico y práctico, y en el plano de la espiritualidad, mediante la falsa espiritualidad de la Nueva Era, que es la religión del Anticristo, en donde se engloban sectas diversas, que van desde la ufología hasta el ocultismo y el satanismo, pasando por el espiritismo y la biodecodificación.

         Es necesario conocer los engañosos caminos de la tríada satánica, para no caer en ellos y, en cambio, seguir el plan de salvación que la Santísima Trinidad ha dispuesto para cada uno de nosotros en Cristo Dios, Jesús Eucaristía, Nuestro Dios y Redentor.


viernes, 2 de junio de 2023

“Nunca jamás coma nadie de ti”


 

         “Nunca jamás coma nadie de ti” (Mt 11, 11-26). Jesús maldice la higuera. Jesús tiene hambre y se dirige a una higuera frondosa, llena de hojas verdes, pero sin ningún fruto. Acto seguido, maldice a la higuera sin fruto y esta, al día siguiente, amanece seca. Esta acción de Jesús tiene varias enseñanzas. El hecho de maldecir a la higuera y el rápido marchitamiento de esta, tienen la intención, por parte de Jesús, de fijar en las mentes y corazones de sus discípulos algo que ellos no podían percibir inmediatamente[1]. La lección principal del suceso es que quienes no llegan a producir el fruto de obras buenas, los frutos que Cristo desea, serán castigados, pues la misericordia divina tiene un límite y es el tiempo de esta vida terrena. Si al término de la vida terrena el alma no ha producido frutos de santidad, ya no podrá producirlos nunca más en la otra vida, pues significa que está condenada para siempre. La lección se aplica en primer lugar a los judíos, que, al no responder a su llamado, al rechazarlo a Él como al Mesías, no pueden producir frutos de santidad, pues no poseen la gracia santificante que concede Cristo. Pero también es aplicable en cualquier tiempo y de modo especial a los cristianos, que son cristianos solo de nombre, pero que no practican la religión, porque consideran a la religión y a sus sacramentos, a sus dogmas y a sus mandamientos, como algo pasado de moda o algo inútil para la vida de todos los días.

         La rapidez con la que se seca la higuera, es una muestra del poder de Jesús, que como sacerdote puede bendecir y también maldecir, poder que se transmite a los sacerdotes ministeriales. Esto significa que el sacerdote ministerial también puede maldecir, pues quien hace lo más, que es bendecir, puede hacer lo menos, que es maldecir. La maldición sacerdotal es más fuerte que cualquier maldición que puedan invocar las brujas y brujos e incluso hasta los demonios del Infierno, aunque esta maldición debe estar justificada, como el ataque sin piedad a Dios, a la Patria y a la Familia.

         La maldición de la higuera sin frutos era necesaria para que sus discípulos se dieran cuenta de su poder divino, poder utilizado en este caso para castigar, como anticipo del poder de la Divina Justicia que castiga para siempre al impenitente en el Infierno. También es necesaria para que los discípulos sepan que Dios castiga con la maldición, en la otra vida principalmente, a quienes profanen el Nombre de Dios, la Patria o la Familia.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 528 ss.