martes, 30 de abril de 2019

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único”



“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único” (Jn 3, 16-21). Muchas veces, cuando se ve el mal en el mundo, muchos cristianos hacen un razonamiento equivocado, ya que culpan a Dios por el mal existente. Sin embargo, eso es una gran injusticia para con Dios, porque Dios no es responsable del mal, ya que en Él no hay malicia, sino bondad infinita; en efecto, es un gran error atribuir a Dios el origen del mal, cuando este origen no se encuentra en Él, sino en el corazón del hombre, porque “es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”, como enseña Jesús, y también en el corazón del ángel caído, el Demonio, quien no puede, desde que se rebeló contra Dios, hacer otra cosa que odiar y obrar el mal. Es decir, el mal en el mundo se origina en dos lugares: en el corazón del hombre pecador y en el corazón y la mente del ángel caído, no en Dios. Es imposible que Dios sea origen no ya del mal, sino ni siquiera de ninguna imperfección, puesto que Él es infinitamente bueno, santo y perfecto.
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único”. Dios no sólo no es el origen del mal, sino que es el origen de todo amor verdadero y siendo Él el Amor Increado, amó tanto al mundo, que envió a su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que destruyera el origen y la raíz del mal, el corazón del hombre y del ángel caído. Y es así como Jesús, desde la cruz, destruye el pecado y vence al demonio y también a la muerte, derramando sobre nosotros su infinita misericordia, por medio de su corazón traspasado en la cruz. Éste es el significado de la frase: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único”. Sin embargo, no basta con no atribuir a Dios la maldad; no basta con reconocer que Dios nos ama al punto de enviar a su Hijo Unigénito a morir por nosotros en la cruz: es necesario que nos asimilemos a Cristo, que Cristo sea carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, hueso de nuestros huesos, para que en todo imitemos y participemos de su Pasión redentora. Y así también participaremos del Amor de Dios, que es el que lo movió a enviar a su Hijo al mundo para redimirlo.


lunes, 29 de abril de 2019

“Soy Yo, no temáis”



“Soy Yo, no temáis” (Jn 6, 16-21). Jesús se acerca a los discípulos caminando sobre las aguas y, ante el temor que estos expresan al verlo, les dice, calmándolos: “Soy Yo, no temáis”. El temor de los discípulos está justificado hasta cierto punto: era de noche de particular oscuridad -noche cerrada dice el Evangelio-, había empezado a soplar viento y el mar comenzaba a encresparse. Además, al ser de noche, no podían ver bien, por lo que es muy posible que no reconocieran a Jesús por el hecho de la oscuridad, lo cual, sumado al modo extraordinario de aparecer de Jesús, caminando sobre las aguas, les conduce a pensar que se trata de un fantasma y, en consecuencia, tienen miedo. Es decir, todo se suma para que los discípulos tengan miedo: es de noche cerrada, no reconocen a Jesús, sino que ven su silueta y lo confunden con un fantasma, el viento empieza a soplar y el mar comienza a encresparse. Estaban dadas todas las condiciones para que los apóstoles tuvieran miedo -estaban verdaderamente en peligro- y es eso lo que les pasó. Luego de llegar cerca de la barca, Jesús les dice que es Él y la barca toca inmediatamente la orilla, con lo cual todo el peligro desaparece. Lo que resulta llamativo -y es un indicador de la divinidad de Jesús- es el modo en que Jesús se presenta: les dice “Soy Yo”, es decir, utiliza el nombre con el que los judíos conocían a Dios: “Yo Soy”. Con esto, Jesús se auto-proclama como Dios y es esto lo que tranquiliza a los discípulos: no el mero hecho de la aparición física de Jesús, sino el hecho de que quien les habla es Dios encarnado, el Dios al cual sus padres rezaban como el “Yo Soy” y ahora se les aparece en Persona, encarnado en Jesús de Nazareth. Apenas Jesús dice “Yo Soy”, todo el peligro desaparece, porque la barca, dice el Evangelio, “tocó la orilla”.
“Soy Yo, no teman”. Puede sucedernos a nosotros lo mismo que a los discípulos, en el sentido de vivir tiempos que provocan temor: la apostasía generalizada y el ateísmo más la proliferación del ocultismo y satanismo, hacen que estemos viviendo en una noche espiritual sin precedentes en la humanidad; el viento que sopla simboliza la acción del demonio en la historia de los hombres y sobre todo en la Iglesia, a la cual quiere hacer zozobrar; el mar encrespado es la historia humana vivida en la violencia, fruto de la ausencia de Dios y su paz en los corazones. Es decir, vivimos en tiempos en que, también para nosotros, se dan todas las condiciones para que, razonablemente, tengamos un cierto temor. Sin embargo, al igual que les ocurrió a los discípulos, a quienes Jesús se les apareció de modo extraordinario y los calmó diciéndoles que Él era Dios –“Soy Yo, no temáis”-, también a nosotros Jesús se nos aparece, de modo extraordinario, en la Eucaristía y desde la Eucaristía nos tranquiliza y nos da la paz de Dios al decirnos: “Soy Yo, vuestro Dios, en la Eucaristía. No tengáis miedo de nada ni de nadie, pues Yo estoy con vosotros y estaré con vosotros hasta el fin del mundo”.

“Es necesario nacer de nuevo (nacer) del Espíritu”



“Es necesario nacer de nuevo (nacer) del Espíritu” (Jn 3, 5a. 7b-15). Jesús le dice a Nicodemo que “es necesario nacer de nuevo, nacer del Espíritu” para entrar en el Reino de Dios. Nicodemo no entiende lo que Jesús le dice, porque piensa según las categorías terrenas: para él, sólo hay un modo de nacer y es el modo en el que nace todo ser humano. Sin embargo, Jesús está hablando de otra forma de nacer para el ser humano, una forma de nacer desconocida hasta Jesús y es el “nacimiento de lo alto, el nacimiento del Espíritu”.  ¿Cómo se verifica este nacimiento? Se verifica de dos maneras: místicamente, cuando nacemos a la luz al ser adoptados por la Virgen al pie de la cruz, el Viernes Santo; sacramentalmente, cuando recibimos la gracia de la adopción filial en el momento del bautismo sacramental. Es de esas dos maneras que los cristianos “nacemos de lo alto, del Espíritu” y por esa razón es que, aunque vivimos en el mundo, no pertenecemos al mundo sino al Reino de los cielos; en consecuencia, no debemos buscar los bienes de este mundo, sino los bienes del cielo y esos bienes del cielo se nos dan a nosotros por la gracia sacramental, por la fe y por el amor a Dios Trino.
“Es necesario nacer de nuevo (nacer) del Espíritu”. Debemos tener siempre presentes las palabras de Jesús a Nicodemo, para recordar que no somos ciudadanos de este mundo y que, por lo tanto, no debemos buscar ni los bienes de este mundo ni la alegría mundana que ofrece el mundo: somos ciudadanos del Reino de Dios, que estamos en el exilio y que peregrinamos, por el desierto de la vida y la existencia humana, hacia la Ciudad celestial, la Jerusalén del cielo y que en el camino nos iluminan, como a los israelitas en el desierto, la nube de luz, imagen de la Virgen María y la Santa Cruz de Jesús.

sábado, 27 de abril de 2019

Domingo in Albis o Día de la Misericordia Divina



(Domingo II - TP - in Albis - Ciclo C – 2019)

         El segundo Domingo del Tiempo Pascual es llamado “Domingo in Albis” o también “Domingo de la Misericordia” y esto por expreso pedido de Nuestro Señor Jesucristo a Sor Faustina Kowalska: “Quiero que la fiesta de la Misericordia se celebre solemnemente el segundo Domingo después de Pascuas”.
         Es decir, en este Domingo se celebra la Misericordia del Señor, por lo que es motivo para hablar de ella. ¿Por qué Jesús se presenta como Jesús Misericordioso? Para que nosotros sepamos que Él es la Divina Misericordia encarnada, lo cual quiere decir que la Divina Misericordia es tal y como Jesús se le aparece a Santa Faustina y no de otra forma. Si Jesús se presenta como Jesús Misericordioso, es para que nosotros sepamos que la Misericordia de Dios es una sola y no la que, según algunos, es. Jesús se presenta como Jesús Misericordioso para que sepamos que existe una falsa misericordia y una verdadera misericordia y que la verdadera Misericordia es Él. ¿Cómo es la falsa misericordia y cómo es la verdadera misericordia? Según la falsa misericordia, el hombre puede vivir tal y como le plazca en esta vida, sin preocuparse ni por la vida sacramental, ni por vivir la fe, ni por vivir los Mandamientos: puesto que Dios es tan misericordioso, no importa qué clase de vida llevemos aquí, Dios nos perdonará igual. Es decir, según la falsa misericordia, el hombre puede vivir en el pecado, cualquiera que este sea, porque Dios, que es infinita misericordia, lo perdonará al final de sus días.
         Sin embargo, esto es falso, porque es verdad que Dios es Misericordia Infinita, pero también es verdad que es Justicia Infinita y que si alguien no quiere arrepentirse de sus pecados, Dios no puede obligarlo a arrepentirse, por lo que ese tal se hace objeto de la Justicia Divina y no de la Misericordia Divina, tal como lo dice Jesús: “Que los más grandes pecadores [pongan] su confianza en Mi misericordia. Ellos más que nadie tienen derecho a confiar en el abismo de Mi misericordia. Hija Mía, escribe sobre Mi misericordia para las almas afligidas. Me deleitan las almas que recurren a Mi misericordia. A estas almas les concedo gracias por encima de lo que piden. No puedo castigar aún al pecador más grande si él suplica Mi compasión, sino que lo justifico en Mi insondable e impenetrable misericordia. Escribe: Antes de venir como Juez Justo abro de par en par la puerta de Mi misericordia. Quien no quiere pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[1]. De estas palabras se deduce claramente que, por un lado, no hay pecado, por grande que sea, que Dios no perdone en su infinita misericordia; por otro lado, que no hay pecador que no sea perdonado, por gran pecador que sea, con la condición de que se arrepienta de sus pecados, pero si el pecador no se arrepiente, entonces Dios no puede perdonarlo y esa alma, en vez de recibir la Misericordia Divina, recibirá la Justicia Divina. Esto es así porque Dios es infinitamente Justo: Dios sería injusto si concediera a un pecador impenitente el perdón, porque precisamente, el impenitente no quiere el perdón, por eso Dios no se lo puede conceder, porque respeta esta libre decisión del pecador de ser impenitente. Ese tal se condenará, pero no porque Dios le niegue su Misericordia, sino porque el hombre impenitente no quiere recibirla. Quien se condena, no es por falta de Misericordia, porque Dios a todos ofrece su Divino Perdón y a todos concede la gracia de la Misericordia Divina, pero resulta que no todos los hombres quieren recibir este Divino Perdón.
         Entonces, un primer motivo por el cual Jesús se aparece como la Misericordia encarnada, es para que sepamos distinguir entre verdadera y falsa misericordia.
         El otro motivo por el que Jesús viene como Jesús Misericordioso es para que sepamos que su Segunda Venida, para juzgar al mundo, está cerca y esta imagen, la imagen de la Divina Misericordia, es un aviso de que Él está por venir y que debemos estar preparados para su Segunda Venida. Dice así Sor Faustina: “Una vez cuando en lugar de la oración interior comencé a leer un libro espiritual, oí en el alma estas palabras, explícitas y fuertes: “Esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos (…) La humanidad no encontrará la paz, hasta que no se vuelva con confianza a mi Misericordia (…) Doy a la humanidad un vaso del cual beber, y es esta imagen (…) Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Jesús vino por primera vez, en la humildad de un pesebre y muy pocos se enteraron de su Primera Venida; vendrá por Segunda Vez, en la gloria del cielo y toda la humanidad lo verá y cuando venga, juzgará a vivos y muertos y es para esta Segunda Venida en la gloria, para la cual Jesús nos advierte que debemos estar preparados. Ese día, le dijo la Virgen a Sor Faustina, “hasta los ángeles del cielo temblarán de espanto ante la ira de Dios”. La imagen de Jesús Misericordioso es la última devoción para el hombre de los Últimos Tiempos: ya no habrán más devociones y quien desprecie o deje pasar la Misericordia, inevitablemente pasará por la Justicia Divina. Así dice Jesús a Santa Faustina: “(…) habla al mundo de Mi misericordia para que toda la humanidad conozca la infinita misericordia Mía (...) (Esta imagen) es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de Mi misericordia, (y) se beneficien de la Sangre y del Agua que brotó para ellos”[2]. La imagen de Jesús Misericordioso es la señal de que su Segunda Venida está próxima; tal como Él le dice a Sor Faustina, es “una señal de los últimos tiempos”, los tiempos que precederán a su Segunda Venida en la gloria, Segunda Venida en la que tendrá lugar “el día de la justicia”, el cual está descripto en la Sagrada Escritura como “Día de la Ira de Dios” (Rm 1, 18). Dios es Amor infinito, pero los pecados de la humanidad han traspasado los cielos y claman la intervención de la Justicia Divina, porque además de las innumerables crueldades y blasfemias que se cometen en todo lugar, gracias a la globalización tecnológica y a una falsa concepción de la Divina Misericordia, todo el mundo se ha convertido en una inmensa Sodoma y Gomorra, lo cual enciende la ira de Dios. Sólo quien se ampare bajo los rayos que brotan del Corazón de Jesús Misericordioso, estarán a salvo de la ira de Dios: “Estos rayos protegen de la ira de mi Padre”. A Jesús Misericordioso le decimos: “Oh Jesús Misericordioso, Tú eres la infinita y Divina Misericordia encarnada; nos reconocemos pecadores y necesitados de tu Misericordia; que tu Misericordia Divina nos ampare de la ira del Padre, justamente encendida por nuestros pecados. Oh Sangre y Agua, que brotasteis del Corazón de Jesús, como manantial de misericordia para el mundo entero, ampáranos y líbranos de la ira de Dios”.
        


[1] Diario, 1146.
[2] Diario, 848.

jueves, 25 de abril de 2019

Sábado de la Octava de Pascua


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(Ciclo C – 2019)

         “Les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado” (Mc 16, 9-15). Jesús se aparece al Colegio Apostólico, a los Once discípulos y lo primero que hace es reprocharles el hecho de no haber creído a quienes habían afirmado haberlo visto resucitado. En efecto, antes de los Once, Jesús se aparece a María Magdalena y luego a los discípulos de Emaús, y tanto María Magdalena como los discípulos de Emaús les cuentan que han visto a Jesús resucitado, pero los Apóstoles “no les creyeron” y es esta incredulidad la que Jesús les reprocha: “Les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado”. Luego de hacerles este reproche, les encomienda a los Once y en ellos a toda la Iglesia, que difundan por el mundo la Buena Noticia de su resurrección: “Y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.
“Les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado”. En nuestros días, la situación narrada por el Evangelio se repite no una, sino cientos de veces al día, todos los días, en todo el mundo, porque Jesús no se aparece visiblemente con su Cuerpo resucitado, pero sí se aparece, con ese mismo Cuerpo resucitado, a los ojos de la fe, en la Eucaristía. Y al igual que los Apóstoles se mostraron incrédulos frente a quienes les narraban haberlo visto resucitado, esa incredulidad se repite hoy en muchos países que antaño fueron cristianos. La incredulidad acerca de Jesús resucitado, vivo y glorioso, Presente en Persona con su Cuerpo glorificado en la Eucaristía se ha vuelto un hecho tan generalizado, que se ha convertido en una apostasía masiva y es la causa de la deserción de tantos católicos, que abandonan su Iglesia, ya sea para dejarla por el mundo o bien por otras iglesias o religiones. La incredulidad se acompaña de dureza de corazón; la falta de fe se acompaña de frialdad y falta de caridad, de ahí la violencia que día a día se vive en nuestros días. Somos los católicos los que debemos dar fe de la Presencia real de Jesús resucitado en la Eucaristía, más que con palabras, con obras de misericordia. Jesús no se nos aparece visiblemente, pero sí se nos manifiesta, invisiblemente, insensiblemente –en el sentido de que no puede ser captado por la sensibilidad- en la Eucaristía, por lo que es “visible” con los ojos de la fe. Si Jesús se nos apareciera visiblemente, ¿qué nos diría? ¿Nos reprocharía también por nuestra incredulidad y nuestra dureza de corazón? Si creemos en Jesús resucitado y en su Presencia eucarística, entonces obremos en consecuencia la misericordia para con el prójimo más necesitado y así estaremos dando testimonio de su resurrección y de que Él está vivo y glorioso en la Eucaristía.

Viernes de la Octava de Pascua


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(Ciclo C – 2019)

“¡Es el Señor!” (Jn 21,1-14). Jesús resucitado se aparece a Pedro, Juan y los otros discípulos, que están pescando. Jesús se aparece en la orilla del mar, a unos cien metros de distancia y realiza lo que podemos llamar la segunda pesca milagrosa, pues no habían pescado nada, pero cuando Jesús les dice que “echen las redes”, estas se llenan de peces. Cuando ven el milagro, quien primero lo reconoce es Juan Evangelista, quien exclama: “¡Es el Señor!”. Una vez que Juan lo reconoce, Pedro también lo reconoce, por lo que se lanza al agua para alcanzar la orilla en donde está Jesús. Luego lo siguen los demás discípulos. Llama la atención que quien reconozca a Jesús sea Juan y no Pedro; la razón puede estar en el amor, ya que Juan es caracterizado por ser el discípulo a quien Jesús más amaba. Quien más ama, más conoce y más quiere conocer al amado, de ahí la familiaridad de Juan con Jesús. Jesús ama a Juan con amor de predilección y Juan responde a este amor y es esta la razón por la cual reconoce a Jesús.
         “¡Es el Señor!”, exclama Juan, al ver a Jesús resucitado y se lanza en pos de Él. A nosotros no se nos aparece a la orilla del mar, pero sí se nos aparece oculto en apariencia de pan, en la Eucaristía y desde allí nos irradia el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Por esta razón, todo cristiano, al contemplar la Eucaristía, debería exclamar, junto con Juan Evangelista: “¡Es el Señor!” e ir en pos de Él.

miércoles, 24 de abril de 2019

Jueves de la Octava de Pascua



(Ciclo C – 2019)

         “Creían ver un espíritu” (Lc 24,35-48). Jesús resucitado se aparece en medio de sus discípulos, pero estos, al no tener experiencia de la resurrección y al no haber visto nunca a un cuerpo resucitado, ahora que lo ven a Jesús, reaccionan con temor y pensando que “era un espíritu”: “Creían ver un espíritu”. Sin embargo, entre otras cosas, lo que queda de manifiesto en este evangelio es la realidad del Cuerpo resucitado de Jesús: para que se convenzan que es Él en persona, con su propio Cuerpo –el mismo que tenía antes de morir, pero ahora resucitado-, los invita a que lo vean y a que palpen su Cuerpo, para que terminen de darse cuenta de que es Él en Persona y no un espíritu o un fantasma: “Y él les dijo: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Jesús los insta a que palpen sus manos y sus pies y así comprueben, por sí mismos, que es Él y no un espíritu, porque un espíritu no tiene “carne y huesos”, como los tiene Él. “Carne y huesos” de resucitado, pero carne y huesos al fin. Luego, para darles otra prueba de que es Él y no un espíritu, les pide de comer: “¿Tenéis ahí algo de comer?”. Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. Con esta prueba de la comida, los discípulos se convencen de que es Jesús en Persona, con la realidad de su Cuerpo resucitado y no un espíritu. Ahora, pasan del temor a la alegría extrema y es precisamente la alegría de ver a Jesús resucitado el otro componente de la reacción de los discípulos: “No acababan de creer por la alegría”. Se trata de una alegría no mundana, no originada por las cosas del mundo, sino de una alegría que emana del Ser divino de Jesús, que en cuanto tal es la “Alegría Infinita” y la “Alegría Increada”.
         “Creían ver un espíritu”. Jesús resucitado no se nos aparece visiblemente; sin embargo, se nos aparece real y verdaderamente, con su Cuerpo resucitado, oculto en la Eucaristía. Si alguien escribiera la reacción de quienes asisten a Misa y su relación y reacción con la Eucaristía, probablemente escribirían: “(Al ver la Eucaristía) creían ver un poco de pan bendecido”. La Eucaristía no es un poco de pan bendecido, sino Jesús resucitado, vivo y con su Cuerpo glorioso, lleno de la vida, de la luz y del Amor de Dios. Y a diferencia de los discípulos, Jesús no nos pide de comer pez asado, sino que nos da a comer de la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, lo cual es motivo de alegría celestial, sobrenatural, para el alma y para la Iglesia toda.

lunes, 22 de abril de 2019

Miércoles de la Octava de Pascua



(Ciclo C – 2019)

          “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24,13-35). Jesús resucitado se les aparece a los discípulos de Emaús, pero estos, al igual que sucedió con María Magdalena, que no reconoció a Jesús resucitado, tampoco lo reconocen. ¿Cuál es el motivo por el cual no lo reconocen? Jesús lo dice y es la misma razón por la cual los otros discípulos tampoco lo reconocen en un primer momento: falta de fe en su palabra de que habría de resucitar. Jesús lo dice: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. No es indistinto creer o no creer en la palabra de Jesús y en Jesús resucitado: mientras no creen, los discípulos de Emaús se muestran “tristes”, porque permanecen en el dolor del Viernes Santo y el llanto y la soledad del Sábado Santo. Como al resto de los discípulos, la fe se detiene allí y no trasciende hasta el Domingo de Resurrección. De ahí el “semblante triste” y la desazón que experimentan. Ahora bien, los discípulos de Emaús sí terminarán reconociendo a Jesús y, por lo tanto, creyendo en su resurrección, aunque las circunstancias serán distintas a las de los otros discípulos. Con las santas mujeres, por ejemplo, fueron los ángeles los que sirvieron de intermediarios para que recibieran la gracia de reconocer a Cristo; en el caso de María Magdalena, fue Jesús en persona quien, en el transcurso de la conversación, le concede la gracia de reconocerlo. En el caso de Emaús, el momento en el que lo reconocerán, es distinto: según el Evangelio, lo reconocieron cuando Jesús hace una acción particular, la de “partir el pan: “lo reconocieron al partir el pan”. ¿De qué se trata esta acción de partir el pan? Muchos autores afirman que se trata de la fracción del pan, tal como se realiza en la Misa, pues los discípulos -siempre según estos autores- no estarían en una cena, sino que estarían asistiendo a una Misa celebrada por Jesús: es decir, los discípulos de Emaús no habrían reconocido a Jesús en el transcurso de una cena común y corriente, sino durante la celebración de una Santa Misa, en el momento en que Jesús realiza una acción litúrgica, la de fraccionar la Eucaristía ya consagrada. Según Santo Tomás, esta acción de Jesús -que la repite el sacerdote ministerial en cada Santa Misa-, la de fraccionar el pan y dejar caer una partícula en el cáliz consagrado, simboliza precisamente la resurrección: el Pan fraccionado, que es el Cuerpo de Jesús, se reúne con el Vino del cáliz, que es la Sangre de Jesús. Esta acción litúrgica, por la cual una fracción de la Eucaristía se hecha en el cáliz, simboliza la unión del Cuerpo y el Alma de Jesús, tal como aconteció en la resurrección. Esto significaría entonces que el momento en el que los discípulos reciben la gracia iluminativa que les permite reconocer a Jesús resucitado, es el momento de la fracción del pan: allí se produciría, de parte de Jesús, una efusión del Espíritu, quien sería el que ilumina a los discípulos de Jesús y les concede la gracia de reconocerlo como resucitado.
“Lo reconocieron al partir el pan”. Cuando el sacerdote ministerial parte el pan, es decir, realiza la misma acción litúrgica que realizó Jesús con los discípulos de Emaús, ¿reconocemos a Jesús en la fracción del Pan eucarístico? ¿Nos damos cuenta de que el sacerdote no realiza un mero gesto vacío, sino que nos está diciendo, con ese gesto, que el Alma de Jesús se reunió con su Cuerpo -y ambos a la Divinidad- en la resurrección y por eso Jesús está vivo y resucitado? Cuando el sacerdote parte el Pan eucarístico, ¿reconocemos a Jesús resucitado en la Eucaristía? ¿O, por el contrario, vemos en la fracción del pan una acción sin relación con la resurrección y continuamos, más que con el semblante triste, como si Jesús no hubiera resucitado? En la fracción del Pan eucarístico, Jesús efunde el Espíritu, para que el alma lo reconozca, vivo y resucitado, en la Eucaristía. Por eso mismo y aunque no experimentemos el ardor del corazón, como les sucedió a los discípulos de Emaús, sí tenemos para dar más que suficientes “razones de nuestra fe” en Jesús, vivo, resucitado y glorioso, Presente en Persona en la Eucaristía.

Martes de la Octava de Pascua



(Ciclo C – 2019)

          “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20,11-18). Al ver el sepulcro vacío, María Magdalena interpreta en forma errónea lo sucedido: en vez de recordar las palabras de Jesús, de que Él habría de resucitar, piensa que alguien se ha llevado el cuerpo muerto de Jesús. Es decir, en vez de creer en la resurrección, María Magdalena continúa en la cosmovisión de la humanidad después del pecado: sólo conoce la muerte y el dolor y no puede ni siquiera imaginarse en qué consiste la resurrección y esa es la razón por la cual llora junto al sepulcro vacío. Es decir, tiene ante sí una prueba tangible de la resurrección de Jesús, el sepulcro vacío y en vez de alegrarse porque Jesús está vivo y resucitado, llora porque piensa que está muerto y que su cuerpo simplemente ha sido cambiado de lugar.
          “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. María Magdalena da la misma respuesta, tanto a los ángeles, que le preguntan por primera vez por la causa de su llanto, como cuando, por segunda vez, ahora sí Jesús en Persona, le pregunta también por la causa de su llanto. Confundiéndolo con el “cuidador de la huerta” y pensando que es él quien ha cambiado de sepulcro al cuerpo de Jesús, María Magdalena responde a Jesús de la misma manera en que respondió a los ángeles: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Sólo cuando Jesús infunde en ella el don del conocimiento sobrenatural, María Magdalena, iluminada por la gracia, reconoce a Jesús y lo llama “Rabboní”, es decir, “Maestro” y se postra ante sus pies.
          “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Muchos, dentro de la Iglesia, se comportan, en relación a Jesús y a su misterio pascual de muerte y resurrección, como María Magdalena: no recuerdan o más bien, no creen en las palabras de Jesús y en el Magisterio de la Iglesia, que nos enseña que Jesús ha resucitado y está, vivo y glorioso, en la Eucaristía. No debemos repetir el error de María Magdalena; a diferencia de ella, que “no sabe adónde está el cuerpo del Señor” y piensa que está muerto, nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo de Jesús, vivo, glorioso y resucitado: está en el sagrario, en la Sagrada Eucaristía. Y ésa es la razón de nuestra alegría, en medio de las tribulaciones de esta vida y las persecuciones del mundo.

Lunes de la Octava de Pascua



(Ciclo C – 2019)

          “Alégrense” (Mt 28, 8-15). Cuando las mujeres salen corriendo luego de recibir la revelación de los ángeles de que Jesús ha resucitado, Jesús se les aparece y lo primero que les dice es: “Alégrense”. Es un mandato, podemos decir, que es el mandamiento de la resurrección: “Alégrense”. No se trata de una alegría mundana, superficial, basada en motivos mundanos: se trata de una verdadera alegría, la alegría de Dios, que es “Alegría Infinita”, según Santa Teresa de los Andes. Tampoco se trata de un mandamiento que no tenga fundamento, puesto que Dios no hace nada ni manda nada que no tenga fundamento. La razón por la cual Jesús manda alegrarse a las santas mujeres, es porque Él ha resucitado, está vivo y glorioso, lleno de la vida, de la luz, de la gloria y del Amor de Dios. La alegría de la resurrección se fundamenta en que Jesús no solo ha resucitado, es decir, ha vuelto de la muerte y ahora vive una vida gloriosa, sino que con su misterio pascual de muerte y resurrección, ha vencido para siempre a los tres enemigos mortales de la humanidad, el demonio, el pecado y la muerte, sino que además ha obtenido, para la humanidad, la gracia santificante, que convierte a los hombres en hijos adoptivos de Dios y en templos vivientes del Espíritu Santo. Ése es el motivo de la alegría de la resurrección: Cristo Dios no solo ha vuelto de la muerte, no solo ha resucitado, sino que ha conseguido que el misterio pascual sea para toda la humanidad, es decir, que la “Pascua” o “paso” de esta vida al seno del eterno Padre, esto es, lo que Él cumplió con su muerte en cruz, sea accesible para toda la humanidad. A partir de ahora, todo aquel que se una a su Cuerpo místico por la gracia, recibirá al Espíritu Santo, quien los conducirá, por el misterio de la Cruz, a algo más grande que los cielos, el seno del eterno Padre.
          “Alégrense”. El mandato de Jesús resucitado a las santas mujeres es también para nosotros, cristianos del siglo XXI. Ahora bien, Jesús no se nos aparece visiblemente, pero el mismo Jesús resucitado, con su Cuerpo glorioso y lleno de la luz de la gloria de Dios, está en la Eucaristía y es desde la Eucaristía desde donde Jesús nos dice: “Alégrense”, porque Él está ahí en Persona.
          “Alégrense”. La vida terrena es, con razón, llamada “valle de lágrimas”, en donde abundan las tribulaciones y los sinsabores; sin embargo, nosotros, los cristianos, tenemos un mandato de Jesús resucitado y es el alegrarnos, porque Él ya cumplió su misterio pascual de muerte y resurrección y nos granjeó la gracia santificante, que nos hace partícipes de la vida divina. Entonces, si queremos tener y experimentar la alegría de la resurrección, para cumplir el mandato de Jesús que nos dice que debemos alegrarnos, aun en medio de las tribulaciones de esta vida, lo que debemos hacer es acudir a la Fuente de la Alegría Increada, Jesús Eucaristía.

domingo, 21 de abril de 2019

Domingo de Resurrección



(Ciclo C – 2019)

         ¿Cómo fue la Resurrección de Jesús? Para saberlo, trasladémonos al sepulcro en la madrugada del Domingo de Resurrección. Estamos en el día Domingo en el sepulcro, arrodillados delante del Cuerpo de Jesús envuelto en la sábana mortuoria. El sepulcro está a oscuras, pues la puerta está cerrada y no deja entrar la luz. Además, afuera es de madrugada y en el cielo todavía no ha salido el sol, aunque la Estrella de la mañana anuncia que pronto lo hará. El sepulcro entonces está a oscuras y en silencio. Estamos arrodillados delante de Jesús. De pronto y coincidiendo en el cielo con la aparición de los primeros rayos de sol, en el sepulcro sucede algo inesperado: en el Cuerpo de Jesús, tendido sobre la piedra, hasta ese momento frío y sin vida, se ve una luz a la altura del corazón; es diminuta, pero en pocos instantes va creciendo y aumentando cada vez más de intensidad. La luz que ha aparecido en el pecho de Jesús es la luz de la gloria divina; por lo tanto, es una luz viva, una luz que está viva y que da vida a lo que ilumina. Así es como la luz, comenzando en el corazón como un minúsculo punto, comienza a agrandarse, hasta abarcar todo el corazón de Jesús y como es una luz viva, el Corazón de Jesús, hasta ese entonces sin latir, porque Jesús estaba muerto, comienza a latir y con tanta fuerza, que el latido del corazón resuena en todo el sepulcro. La luz que surgió en su corazón y le dio vida, se expande de inmediato por todo el Cuerpo de Jesús, tanto en sentido ascendente como descendente y, puesto que es una luz que tiene vida, como dijimos, da vida al Cuerpo muerto de Jesús, quien así vuelve a la vida. Jesús, ahora ya vivo, se incorpora sobre el sepulcro porque está vivo, pero no con la vida terrena que tenía antes de morir, sino con la vida divina que tenía en el seno del Padre, desde la eternidad. Su Cuerpo resplandece como en la Transfiguración en el Monte Tabor, con un resplandor más intenso que miles de millones de soles juntos: Jesús resplandece con la luz de la gloria divina; está vivo, ha vencido a la muerte, ha vencido al pecado, ha vencido a las tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, los ángeles caídos. El sepulcro ahora ya no está más a oscuras, sino que está resplandeciente con la luz de la gloria que surge del Cuerpo de Jesús; de sus llagas ya no sale sangre, sino luz, que es la gloria de Dios; ya no está en silencio, porque se escuchan los latidos del Corazón de Jesús, aunque el sonido de esos latidos son reemplazados por los cantos de los ángeles, que rodean a Jesús y le expresan su alegría por su Resurrección. Luego de incorporarse, resplandeciente y brillante con la luz de la gloria divina, Jesús sale del sepulcro, dejándolo vacío, para ir al encuentro de su Madre, quien según la Tradición fue la primera en verlo resucitado, y luego del resto de los discípulos.
         Los cristianos exultamos de gozo y alegría el Domingo de Resurrección, porque el sepulcro ha quedado vacío y esa es la alegre noticia que debemos dar al mundo: Jesús ha resucitado, ha dejado el sepulcro vacío, porque está vivo y glorioso, con la vida y la gloria de Dios. Pero al mismo tiempo que anunciamos que el sepulcro está vacío, los cristianos debemos anunciar que el sagrario está ocupado, porque en el sagrario está Jesús en la Eucaristía, con el mismo Cuerpo glorioso con el que Él resucitó el Domingo de gloria. Los cristianos entonces no solo debemos anunciar, exultantes de gozo y alegría, que el sepulcro está vacío porque Jesús ha resucitado, sino que debemos anunciar que el mismo Jesús que desocupó el sepulcro, está ahora ocupando cada sagrario de la tierra, con su Cuerpo lleno de la gloria y la luz de Dios, en la Eucaristía.
         Ésa es la alegre noticia que debemos comunicar al mundo, por medio de una santidad de vida: el sepulcro está vacío y el sagrario está ocupado, porque Jesús está en la Eucaristía con el mismo Cuerpo con el que resucitó el Domingo, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y del Amor de Dios Trinidad.
        

sábado, 20 de abril de 2019

Sábado Santo: Vigilia Pascual



"¿Por qué buscan entre los muertos, al que está vivo? 
No está aquí, ha resucitado".

(Ciclo C – 2019)

         “Las mujeres no hallaron en el sepulcro el Cuerpo del Señor Jesús” (Lc 24, 1-12). En la madrugada del “primer día de la semana”, esto es, el Domingo de Resurrección, las santas mujeres de Jerusalén acuden al sepulcro con los perfumes y ungüentos aromáticos para ungir al Cuerpo de Jesús, tal como se acostumbraba entre los judíos en ese entonces. Pero el Evangelio dice que, por un lado, encontraron “removida la piedra del sepulcro” que servía a modo de puerta y, por otro lado, cuando entraron, “no hallaron el Cuerpo del Señor Jesús”. Es decir, las mujeres van a buscar a un Jesús muerto, que teóricamente está en un sepulcro ocupado con su Cuerpo frío y sin vida. Esto demuestra, por lo menos, falta de fe en las palabras de Jesús, de que Él habría de resucitar al tercer día, luego de padecer su Pasión. Que sea una falta de fe en las palabras de Jesús, es un hecho corroborado por lo que les dicen los ángeles a las santas mujeres, ya que ellos les recuerdan lo que Jesús les había dicho, al tiempo que les reprochan que lo busquen entre los muertos, cuando Él ya está vivo, ya ha resucitado, como lo había prometido. En efecto, los ángeles les dicen a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. Es decir, ¿por qué acudir al cementerio, al sepulcro, a buscar a un Jesús muerto, cuando Él había dicho que habría de resucitar? Luego continúan diciéndoles: “No está aquí, ha resucitado”. Es decir, el lugar en donde hay que buscar a Jesús no es el sepulcro, porque Él lo ha dejado vacío, lo ha abandonado, porque ha vuelto a la vida, no a la vida terrena que tenía antes de morir, sino a la vida gloriosa que tenía antes de la Encarnación, cuando vivía en el seno del Eterno Padre: ha resucitado con su Cuerpo glorioso y por eso no está ahí, en el sepulcro. Luego, los ángeles les recuerdan a las santas mujeres las palabras de Jesús: “Recuerden lo que Él les decía cuando aún estaba en Galilea: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”. Es decir, los ángeles les recuerdan a las mujeres que Jesús les había profetizado su misterio pascual de muerte y resurrección: Él les había dicho que iba a padecer, que sería crucificado y que habría de resucitar al tercer día. Ellas, aunque piadosas, se habían quedado sólo con el dolor del Viernes Santo y con el llanto y el silencio del Sábado Santo, pero su fe no había llegado a creer en el Domingo de Resurrección, por eso es que lo buscan entre los muertos a Aquel que está vivo. Es entonces cuando las mujeres recuerdan las palabras de Jesús: “Y las mujeres recordaron sus palabras”. Es en ese momento en el que las santas mujeres no solo recuerdan las palabras de Jesús, sino que, ante la vista del sepulcro vacío, creen en la totalidad del misterio pascual de Jesús, que no sólo comprende el dolor del Viernes Santo y el silencio y el llanto del Sábado Santo, sino también el gozo y la alegría del Domingo de Resurrección y es entonces cuando las santas mujeres salen corriendo para avisar a los Apóstoles que Jesús ha resucitado como Él lo había prometido y que, en consecuencia, el sepulcro está vacío.
         “Las mujeres no hallaron en el sepulcro el Cuerpo del Señor Jesús”. Hasta un cierto punto, es lógico que las santas mujeres se hayan detenido en la muerte del Viernes Santo y en el llanto y silencio del Sábado Santo, porque es más natural al ser humano la experiencia de la muerte y del llanto y del dolor, en cambio, la experiencia de la resurrección no. Las santas mujeres comienzan a creer cuando la luz de la gracia ilumina sus mentes y corazones a través de las palabras de los ángeles, quienes se convierten en mensajeros de la Resurrección de Jesús. Resucitar, es decir, volver a la vida, con una vida nueva y distinta, una vida no terrena, sino celestial y gloriosa, es algo que excede absolutamente a todo ser humano y de ahí la dificultad de las santas mujeres en creer. Ahora bien, nosotros tampoco tenemos la experiencia de la Resurrección y no se nos aparecen ángeles para decirnos que Jesús está resucitado, pero sí tenemos el testimonio de los santos y el Magisterio de la Iglesia de más de dos siglos, que nos dicen lo mismo que los ángeles: “No busquen a Jesús entre los muertos, porque ha resucitado”. Pero además, hay algo que nosotros sabemos y que no lo sabían las santas mujeres y tampoco se lo habían dicho los ángeles, pero sí nos dice la Iglesia con su Magisterio y Catecismo: Jesús ha resucitado y está vivo y glorioso, con su Cuerpo lleno de la vida y de la gloria de Dios, en la Eucaristía, por lo que tenemos que buscar a Jesús no en el mundo, entre los muertos a la vida de Dios, sino en el lugar en donde está con su Cuerpo glorioso, en la Eucaristía, en el sagrario.
“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. Muchos en la Iglesia buscan a un Jesús muerto, no resucitado; muchos cristianos viven incluso como si Jesús estuviera muerto y no resucitado, tal como lo creían las santas mujeres antes del anuncio de los ángeles. Muchos buscan a un Jesús muerto y lo buscan en donde no está; no vamos a encontrar a Jesús en el mundo; debemos buscar a Jesús no entre los muertos, sino allí donde está Jesús, vivo, en el sagrario, en la Eucaristía. Los cristianos no podemos buscar a Jesús en medio del mundo, debemos acudir al sagrario, allí donde está Jesús con su Cuerpo glorioso, resucitado, lleno de la vida, de la luz, de la gloria y del Amor de Dios. Y, una vez que lo hayamos encontrado, debemos hacer como hicieron las santas mujeres cuando comprendieron que Jesús había resucitado: debemos anunciar al mundo la alegría de que Jesús no solo ha resucitado, dejando vacío y desocupado el sepulcro, sino que está vivo y ocupa, con su Cuerpo glorioso y luminoso, resucitado en la Eucaristía, todos los sagrarios de la tierra.

viernes, 19 de abril de 2019

Viernes Santo - Meditación de los dolores de la Virgen



          Luego de agonizar por tres horas en la Cruz, Jesús murió a las tres de la tarde, luego de lo cual, su Cuerpo fue depuesto de la Cruz, envuelto en una sábana mortuoria y llevado al sepulcro nuevo de José de Arimatea, excavado en la roca, tal como lo relata el Evangelio. Son los discípulos los que piadosamente descuelgan el Cuerpo de Cristo muerto en la Cruz y lo depositan en los brazos de la Virgen. Las lágrimas de la Virgen, que brotan de su Corazón Inmaculado y se vierten a través de sus ojos, limpian el Santo Rostro de Jesús, cubierto de sangre seca, de barro, de tierra, de lágrimas. La Virgen llora la muerte del Hijo de su Amor: con Él ha muerto la Vida porque Él es la Vida Increada y por eso la Virgen siente que en la muerte de su Hijo ha muerto una parte de Ella, que Ella ha muerto con Él. Pero la Virgen no se desespera ni se lamenta de su suerte: sabe que la muerte de su Hijo Jesús es del Divino Designio por medio del cual Dios ha de salvar a los hombres y por eso la acepta, la comparte y la ofrece con todo el Amor de su Inmaculado Corazón. Pasado un tiempo, los fieles discípulos, encabezados por José de Arimatea, se dan a la tarea de retirar a Jesús de los brazos de la Virgen y de colocarlo en la Sábana Santa, para trasladarlo en fúnebre procesión hasta el sepulcro nuevo, excavado en la roca. Allí será colocado el Cuerpo muerto de Jesús. La Virgen, caminando lentamente y con el rostro bañado en lágrimas, tanto es su dolor, acompaña al cortejo fúnebre hasta el sepulcro. Los discípulos depositan el Cuerpo de Jesús en el sepulcro nuevo y, luego de un respetuoso silencio, abandonan todos el lugar, siendo la Virgen la última en hacerlo. La Virgen llora en silencio, pero en su más profundo interior, está convencida de que su Hijo ha de resucitar, tal como Él lo ha prometido. Ella confía en las palabras de su Hijo Jesús y sabe que Él no miente y que cumple todo lo que promete. Esta dulce espera en la Resurrección es lo que calma, a duras penas, el dolor que la invade como de a oleadas, cada tanto, porque en el Corazón de la Virgen se encuentra todo el dolor del mundo, todo el dolor de la humanidad, que por el pecado se aleja de su Hijo Dios y hasta tal punto, que lo ha crucificado.
         El hecho de que el Cuerpo de Jesús haya sido depositado en un sepulcro nuevo, sin usar, y que sea la Virgen la que acompañe a los discípulos a depositarlo allí, tiene un significado sobrenatural: el sepulcro nuevo indica el corazón del hombre que, por la mediación de la Virgen, comienza de a poco a vivir la vida de la gracia, recibiendo a Jesús en su corazón, el cual habrá de iluminarlo con el esplendor de la gloria de la divinidad, la misma gloria del día de Resurrección.
         Llora la Virgen en silencio la muerte de su Hijo Jesús, y llora también por la muerte de sus hijos adoptivos, que por el pecado está muertos a la vida de Dios; pero el llanto está acompañado por la dulce espera de la Resurrección. La Virgen sabe que su Hijo, depositado en el sepulcro nuevo, resucitará y volverá a la vida de la gloria, para ya no morir más, el tercer día, como lo prometió. La Virgen sabe también que con la Resurrección de su Hijo Jesús, habrán de volver a la vida todos aquellos que reciban en sus corazones, como otros tantos sepulcros excavados en la roca, al Cuerpo de su Hijo Jesús, el Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús en la Eucaristía.
         Llora la Virgen en silencio, llora la muerte de su Hijo y de sus hijos adoptivos, pero en el llanto hay un dulce dejo de alegría por la futura y próxima Resurrección del Hijo de su Amor.


Viernes Santo: Adoración de la Santa Cruz


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(Ciclo C – 2019)


Si la cruz era, para los antiguos paganos, un signo de tortura, de humillación y de muerte, ¿por qué nosotros, los cristianos, adoramos la Cruz? ¿No estamos acaso adorando un instrumento de tortura extrema y de muerte? Los romanos habían elegido la muerte de cruz como ejemplo máximo de muerte humillante y dolorosa, reservada para los criminales más contumaces, para que viendo los demás cómo se moría en la cruz, se guardaran bien de atentar contra el imperio y el emperador. Por esto es que nos preguntamos: ¿por qué adoramos la cruz, los cristianos, si es un instrumento de dolor, de humillación extrema y de muerte? ¿No estamos adorando un signo de muerte?
De un modo particular, los cristianos adoramos la Santa Cruz en el Viernes Santo, y luego también en la fiesta litúrgica de la Exaltación de la Cruz. Es decir, adoramos la Cruz no una, sino dos veces al año. Pero la pregunta sigue abierta: ¿no nos comportamos como paganos, al adorar un signo de tortura y de muerte? Esta pregunta exige que los cristianos entendamos de forma adecuada la adoración de la Cruz, para no caer en el error de los paganos. La respuesta nos la da la fe, porque solo la fe es la que, al mismo tiempo, muestra que en el signo de la Cruz se nos manifiesta el Misterio de Dios y al mismo tiempo lo esconde, porque quien no tiene fe, no puede ver este Misterio de la Cruz. Y quien no ve el signo de la Cruz por la luz de la fe, odia a la Cruz con rabia satánica[1], que es lo que les sucede a los infieles y a los paganos. La fe nos dice que los cristianos, cuando adoramos la Cruz, no es al leño o al madero en sí al que adoramos[2], sino que adoramos a Aquel que en la Cruz fue exaltado por encima de todo, Cristo Jesús. Cuando los cristianos adoramos la Cruz, la adoramos porque está impregnada, empapada, bañada en la Sangre del Cordero. Es al Cordero de Dios, que estuvo en la Cruz colgado, al que adoramos, cuando adoramos la Cruz y adoramos la Sangre del Cordero que empapó la Santa Cruz y con la cual fuimos salvados. Cuando adoramos la Cruz, adoramos al Señor Jesucristo, que es el Hombre-Dios que triunfó en la Cruz, transformándola con su omnipotencia, de signo de oprobio, ignominia y muerte, en signo de gloria, de triunfo y de vida[3] y vida eterna. Porque que el que yace en el madero es el Kyrios, el Señor de la gloria, es que los cristianos adoramos el signo sacrosanto de la Cruz. Para los cristianos, la Cruz es el resumen, la síntesis, de todo lo que de Dios y en Dios amamos y adoramos: su Ser, su sacrificio, su Muerte, su Redención, su Amor.
Los cristianos tenemos por lo tanto muchos motivos para adorar la Santa Cruz de Jesús[4]:
Porque en la Cruz murió de muerte humillante Jesús, el Hombre-Dios y puesto que Él es el Hombre-Dios y es omnipotente, Él “hace nuevas todas las cosas”[5] y es así que a la Cruz la hizo nueva, porque de instrumento que era de tortura y de muerte, la convirtió, con su Presencia, en instrumento de gloria y de vida eterna.
Los cristianos adoramos la Cruz porque allí Jesús convirtió, el dolor y la muerte del hombre, que eran castigos por el pecado, en caminos de santificación y redención, de manera tal que todo el que sufre en la Cruz y muere en la Cruz, obtiene la Vida eterna.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella el Cordero Degollado, al derramar su Sangre Preciosísima, lavó con su Sangre nuestros pecados, destruyéndolos para siempre, además de comunicarnos, con esta Sangre divina suya, su Vida divina, la Vida de Dios Trinidad.
Los cristianos adoramos la Cruz porque si en la Cruz Jesús aparecía humillado y débil, la Santísima Trinidad convirtió esta humillación y debilidad en fuerza omnipotente divina, de manera tal que, a partir de la muerte del Hombre-Dios en la Cruz, toda rodilla, en los cielos, en la tierra y en el Infierno, se dobla ante el Cordero de Dios crucificado.
Los cristianos adoramos la Cruz porque por medio de ella el Cordero de Dios venció para siempre a los enemigos mortales de la humanidad, el pecado, el demonio y la muerte, y los venció de una vez y para siempre.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella el Redentor entregó su Cuerpo y su Sangre, unidos a su Alma y por su Alma, su Humanidad unida a la Divinidad, de manera que quien se postra ante la Cruz no se postra ante un hombre más, sino al Dios Tres veces Santo, y quien recibe su Cuerpo y su Sangre entregados en el Altar de la Cruz y en la Cruz del Altar, en el sacramento de la Eucaristía, recibe de Él la Vida eterna de Dios Uno y Trino.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella el Salvador nos dio, además de su Cuerpo y Sangre como alimentos del alma que nos dan la vida y la substancia divina, a su Madre amantísima por Madre nuestra, de modo que la Cruz se convierte en nuestro lugar de nacimiento para el cielo; la Cruz es  el lugar en el que nacemos para, después de esta vida terrena, ser conducidos al cielo, si morimos en gracia y por la misericordia de Dios. Por la Santa Cruz, los cristianos tenemos una Madre que nos ama con todo el Amor de su Inmaculado Corazón, que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo; nos cubre con su manto y así nos transporta, desde esta vida terrena, a la vida eterna en los cielos.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella Jesús hizo lo mismo que hace en cada Santa Misa: entrega su Cuerpo y derrama su Sangre y es por eso que para nosotros la Cruz es como la Misa y la Misa como la Cruz, porque en la Misa obtenemos lo que en la Cruz nos dio, su Cuerpo y su Sangre Preciosísimos.
Por todos estos motivos, nosotros los cristianos, veneramos, exaltamos, celebramos y adoramos la Santa Cruz de Jesús.



[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 244.
[2] Cfr. Casel, ibidem, 244.
[3] Cfr. Casel, ibidem, 245.
[4] Llegados a este punto y ante la difusión masiva que ha tenido entre los cristianos el “árbol de la vida” de origen cabalístico, esotérico y ocultista (cfr. https://www.destinoytarot.com/simbologia-esoterica-el-arbol-de-la-vida/), debemos decir que el único “Árbol de la vida” y de vida eterna, para el cristiano, es la Santa Cruz de Jesucristo. El “árbol de la vida” cabalista es un amuleto mágico utilizado en rituales de magia (cfr. https://www.tarotvidenciacristina.com/el-amuleto-del-arbol-de-la-vida/) y es un talismán que se utiliza en la Cábala o Qabalah  y representa el crecimiento, el desarrollo, el progreso, la trasmutación de energías y la reencarnación (…) En el aspecto más esotérico el árbol de la vida podemos decir que significa recepción. Representa todas las enseñanzas espirituales que se han recibido y cuya finalidad es alcanzar un estado superior de conocimiento, especialmente del conocimiento del “YO” (cfr. https://www.tarotvidenciacristina.com/el-amuleto-del-arbol-de-la-vida/) por lo tanto se opone frontalmente al Árbol de la Vida que es la Santa Cruz de Jesucristo.
[5] Ap 21, 5.

Viernes Santo de la Pasión del Señor


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(Ciclo C – 2019)

         El Viernes Santo es el día en el que la Iglesia Católica está oficialmente de duelo. Aunque el Señor murió y resucitó, por la liturgia de la Pasión la Iglesia participa, con mayor intensidad, del momento mismo de la Muerte del Redentor en la Cruz. Es como si toda la Iglesia estuviera congregada frente a la Cruz de Jesús, frente a Jesús que muere en la Cruz. Este duelo de la Iglesia se expresa por las acciones litúrgicas: al tiempo que se velan las cruces y las imágenes –se recubren con un paño morado- y se despoja el altar de manteles, candelabros y crucifijos, el sacerdote se postra ante el altar vacío, dando así muestra externa de dolor. La Iglesia se une a su Redentor, que muere en la Cruz y el sacerdote ministerial se postra porque si el Sumo Sacerdote ha muerto, su sacerdocio ministerial carece de sentido, puesto que el sacerdote ministerial participa del Sacerdocio Sumo y Eterno de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. El Sumo Sacerdote ha muerto en la Cruz, el sacerdote ministerial pierde su poder y se postra en señal de duelo y la Iglesia Santa llora la muerte de su Esposo y en señal de duelo, no celebra la Santa Misa. Por esta razón, el Viernes Santo es el único día del año en el que no se celebra la Santa Misa, porque ha muerto el Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo Jesús.
Para figurarnos a qué equivale espiritualmente el hecho de que Cristo muere en la Cruz, podemos hacer la siguiente comparación: su muerte es algo similar a como si se apagara el sol: la tierra se cubriría de tinieblas y estaría envuelta en la oscuridad y el frío, y es esto lo que sucede espiritualmente el Viernes Santo: al morir en la Cruz, se apaga el Sol de justicia, Cristo Jesús, por lo que las almas son envueltas en tinieblas, pero no las tinieblas cósmicas o terrenas, sino por las tinieblas vivientes, los demonios o ángeles caídos. La situación espiritual, en la lucha entre la luz y las tinieblas, entre el Bien y el Mal, da a las tinieblas el resultado de un triunfo aparente. Es decir, el Viernes Santo, al apagarse el Sol de justicia, Cristo Jesús, con su muerte en la Cruz, el Infierno parece que hubiera triunfado, porque sin la Presencia de Jesús, que es Luz del mundo, las tinieblas vivientes, los demonios, salen del Infierno y cubren la faz de la tierra, sin tener a nadie que las contenga. Es el momento más triste y doloroso y también el más peligroso para la salud del alma, porque ha muerto Cristo Jesús, el Único que puede vencer al Infierno. Muerto Jesús en la Cruz, las fuerzas del Infierno parecen entonces haber obtenido su más resonante triunfo, porque el Dios de cielos y tierra ha muerto en la Cruz; sin embargo, en realidad es el momento de su más estrepitoso fracaso, aunque por el momento, parecen haber triunfado. El cristiano debe acompañar y hacer duelo este día, no como un mero recuerdo, sino como lo que es realmente, como participando del Viernes Santo en sí mismo, puesto que por el misterio de la liturgia, la Iglesia toda se hace presente en el Monte Calvario –esta presencia es espiritual y sobrenatural y no solo mediante el recuerdo- a las tres de la tarde, la Hora de la muerte del Redentor. El Viernes Santo, para la Iglesia Católica, es un día de luto y de dolor por la muerte del Cordero de Dios en la Cruz, no de festejos y alegría y así debe ser vivido por cada fiel cristiano.

miércoles, 17 de abril de 2019

Jueves Santo de la Cena del Señor



"La Última Cena"
(Juan de Juanes)

(Ciclo C – 2019)

         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin” (Jn 3, 1-15). La noche del Jueves Santo, Jesús celebra la Última Cena, sabiendo que es la última vez que habrá de compartir una cena terrena con sus discípulos. Sabía, en cuanto Dios Hijo que era, que había llegado la Hora, su Hora, la Hora establecida por el Padre para pasar, por la cruz, de este mundo al seno del Padre, de donde había venido. Es decir, Jesús sabe que ha de morir, que ha llegado la Hora de sufrir su Pasión y que por lo tanto, va a dejar este mundo, esta tierra, esta vida, para pasar a la vida eterna, al seno del Padre. Jesús sabe que se va de este mundo, pero Él, antes de sufrir la Pasión, Jesús instituye, en la Última Cena, el Sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía, para cumplir su promesa de quedarse entre nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. Jesús subirá al Padre por medio de la Cruz, pero antes deja conformada su Iglesia, con el mandato de perpetuar lo realizado en la Última Cena “hasta el fin de los tiempos”. ¿Qué es lo que hace Jesús en la Última Cena? Lo que Jesús hace en la Última Cena es, por un lado, instituir el sacerdocio ministerial, ordenando sacerdotes y obispos a sus discípulos, incluido Judas Iscariote, el traidor. Por otro lado, en la Última Cena oficia la Primera Misa de la historia, cuando pronuncia las palabras de la consagración sobre el pan primero y el vino después, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo, tomen y beban, esta es mi Sangre”. En ese mismo momento, se produce la conversión de la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Jesús y la substancia del vino se convierte en su Sangre. Ahora bien, no son un Cuerpo y una Sangre sin vida, sino que, por natural concomitancia, están unidos cada uno al Alma de Jesús y el Alma, a su vez, está unida a la Segunda Persona de la Trinidad, por la unión hipostática producida en la Encarnación. Es decir, en la Última Cena confecciona por primera vez el Sacramento de la Eucaristía, compuesto por su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y manda a su Iglesia a que repita esta acción suya “hasta que Él vuelva”. De hecho, en cada Santa Misa, se renueva y actualiza lo actuado por Jesús, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús; es decir, en cada Santa Misa, la Iglesia hace, por medio del sacerdote ministerial, lo que Jesús hizo en la Última Cena, convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre.
         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. Lo que Jesús hace en la Última Cena, instituir el sacerdocio y la Eucaristía, para quedarse entre nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” lo hace por amor, solo por amor y nada más que por amor. No lo hace por necesidad, ni por obligación, sino por amor y sólo por amor, es por eso que nosotros debemos asistir a la Misa, renovación del sacrificio de la cruz y de la Última Cena, no por necesidad ni obligación, sino por amor a Jesucristo; debemos recibir la Eucaristía no por costumbre o mecánicamente, sino con el corazón lleno de amor, o al menos, con el corazón abierto para que Jesús lo colme con su amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

Quien no entiende esto es Judas Iscariote, a quien el demonio posee, según lo relata el Evangelista Juan: “Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. Quien no ama a Cristo Eucaristía, termina siendo dominado por sus pasiones, representadas en el bocado que toma Judas, y termina siendo poseído por el demonio, también como Judas. No hay término intermedio: o se está en el seno del Cenáculo, el interior de la Iglesia Católica, junto con Jesús Eucaristía, o se sale de la misma al exterior, en donde “es de noche”, es decir, en donde viven las tinieblas vivientes, como hace Judas Iscariote.
         Por último, Jesús también lava los pies a los discípulos, hace una tarea reservada a los esclavos: como en ese tiempo las únicas rutas empedradas eran las que los romanos habían construido, la gran mayoría de las calles eran de tierra y como usaban sandalias, los pies se ensuciaban, por lo que había que lavarlos, pero era una tarea considerada humillante y reservada a los esclavos. Jesús se humilla una vez más, para demostrarnos su amor y para que nosotros, que somos soberbios y orgullosos, al recordar cómo Él se humilló por nosotros, también nosotros nos humillemos por Él y abajemos nuestro orgullo y nuestra soberbia. Mientras no estemos dispuestos a literalmente lavar los pies a nuestro prójimo, por su bien, incluido el prójimo que nos quiere quitar la vida –Jesús lavó los pies de Judas Iscariote- no podemos llamarnos cristianos; mientras un atisbo de soberbia y de orgullo asome en nuestros actos, no podemos llamarnos discípulos del Señor Jesús, que se humilló haciendo una tarea de esclavos. Mientras pretendamos ser los mandamás y que todos reconozcan con aplausos lo poco o nada que hacemos, no podemos llamarnos discípulos de tan admirable Señor. Si Él, siendo Dios Hijo encarnado, se humilló hasta el punto de lavarles los pies a sus discípulos, haciendo una tarea propia de esclavos, mientras nosotros no hagamos lo mismo, tarea propia de esclavos, no podemos llamarnos cristianos.
“Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de este mundo al Padre, ama hasta el fin a su Iglesia y pronuncia las palabras de la consagración, quedándose en la Sagrada Eucaristía, para “estar con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” y para venir a nuestros corazones por la comunión eucarística, para darnos el Amor de su Sagrado Corazón. No seamos necios y sabiendo nosotros a qué hora se renueva la representación del sacrificio de la cruz y la representación de la Última Cena, esto es, la Santa Misa, seamos prontos y no tardos en el amor y no dejemos pasar la Hora de asistir al Cenáculo, la Santa Misa, la Cena del Señor, para recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que se quedó en la Eucaristía porque “nos amó hasta el fin” y así nosotros nos entreguemos, en la comunión eucarística, “hasta el fin” al Dios entre nosotros, el Emanuel, Jesús Eucaristía.