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martes, 18 de octubre de 2022

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2022)

          “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Lc 18, 9-14). Jesús nos enseña la parábola del fariseo orgulloso y del publicano humilde y la enseñanza es que luchemos contra la soberbia y busquemos practicar y vivir la humildad. Ahora bien, la intención última de Jesús no es simplemente que luchemos contra el pecado de soberbio y que luchemos para adquirir la virtud de la humildad. El objetivo es otro, además de luchar con el pecado y de adquirir la virtud: el objetivo es imitar a Cristo en su humildad y el rechazar al demonio en su soberbia.

          El soberbio no solo comete un pecado, el pecado de soberbia, de orgullo, que consiste en emplazarse a sí mismo como el origen de todo bien, desplazando a Dios de su corazón, sin considerarlo como la fuente y el origen de todo bien, sino que sobre todo y ante todo, se hace partícipe de la soberbia del ángel caído, de Satanás, ya que fue el pecado de soberbia el que llevó a Satanás a convertirse en un demonio y a ser expulsado de los cielos. A su vez, el humilde no solo practica la virtud de la humildad, virtud explícitamente querida por Jesús, ya que nos pide que la practiquemos –“Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”-, sino que se hace partícipe de la humildad de los Sagrados Corazones de Jesús y María.

          “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. Un indicativo que nos puede ayudar para saber si estamos por el camino del orgullo o el de la soberbia, es examinarnos en relación a los Mandamientos de Dios: el que se esfuerza por cumplir los Mandamientos de Dios, se esfuerza por negarse a sí mismo, colocando a Dios y a su voluntad, expresada en los Mandamientos, en primer lugar, es decir, desea cumplir la voluntad de Dios, antes que la propia.

          Por el contrario, el que no tiene en cuenta los Mandamientos de la Ley de Dios y dice para sí mismo “Yo hago lo que quiero”, “Yo hago mi propia voluntad”, ese tal está por un camino espiritual erróneo, que lo aleja de Dios, porque se emplaza a sí mismo y a su voluntad, antes que a Dios y su voluntad. Cuando alguien diga: “Yo hago lo que quiero”, eso es muy peligroso para su vida espiritual, porque es un indicio de que no está cumpliendo la voluntad de Dios en su vida, sino la propia suya y seguir la propia voluntad no nos conduce a nada bueno. No en vano el primer mandamiento de la Iglesia de Satanás es “Haz lo que quieras”, porque el “hacer lo que uno quiera”, en vez de hacer lo que Dios quiere, nos aleja radicalmente de la Presencia y de la voluntad de Dios.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. Para no caer en el pecado de soberbia, para no ser partícipes de la soberbia del ángel caído, el remedio que nos pone Jesús es cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios e imitar a su Sagrado Corazón, que es también imitar al Inmaculado Corazón de María: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.


martes, 22 de octubre de 2019

“Dos hombres subieron al templo a orar (…) uno salió justificado, el otro no”



(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2019)

“Dos hombres subieron al templo a orar (…) uno salió justificado, el otro no” (Lc 18, 9-14). Jesús describe la parábola del fariseo y del publicano: ambos suben al templo a orar –el subir indica ascenso del espíritu en la oración, es decir, ambos hacen oración al ingresar al templo-; sin embargo, luego de la oración propia de cada uno, dice Jesús, “uno salió justificado y el otro no”. Es decir, los dos ingresan al templo, los dos están en presencia de Dios, los dos hacen oración, pero uno es justificado, perdonado en sus pecados y el otro, no. ¿Cuál es la razón por la que, haciendo los dos la misma acción, sea su destino completamente diferente? La razón es que el fariseo comete el pecado de soberbia, mientras que el publicano realiza una acción virtuosa de humildad al auto-humillarse delante de Dios. Es decir, el fariseo comete un pecado, el pecado de soberbia, al estar ante Dios y ponerse a sí mismo como ejemplo de virtud, comprarándose con los demás y creyéndose superior a todos: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El pecado de soberbia es el pecado angélico por excelencia; es más grave que el pecado carnal, porque el pecado carnal lo comete el hombre por debilidad, en cambio, el pecado de soberbia es más bien de orden espiritual y hace participar, al alma, del pecado de soberbia cometido por el Ángel caído delante de Dios y que le mereció perder el Reino de los cielos para siempre. Entonces, el fariseo, a pesar de subir al templo, a pesar de hacer oración, a pesar de estar ante la presencia de Dios, no es justificado, porque participa del pecado de rebelión y soberbia que cometió el Ángel caído en  los cielos. La posición de "erguido" hace referencia no solo a la postura corporal, sino a la actitud de soberbia delante de Dios, ya que no se arrodilla ni siquiera ante la presencia de Dios.
Por otra parte, el publicano sí sale justificado, es decir, perdonado en sus pecados, porque estando en oración y ante la presencia de Dios, se humilla delante de Dios y se reconoce como lo que somos todos los seres humanos: pecadores. Dice el Evangelio acerca del publicano: “El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Es decir, realiza un acto virtuoso de humildad y la humildad, junto con la caridad, es la virtud que más asemeja al alma con Cristo Dios. Es tan importante la humildad, que es la única virtud, junto con la mansedumbre, específicamente pedida para nosotros por Nuestro Señor Jesucristo: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Así como la soberbia asemeja al alma a la Serpiente antigua, así la humildad asemeja al alma al Cordero de Dios, “manso y humilde de corazón”, como así también la asemeja al Inmaculado Corazón de María, que es, como el de su Hijo Jesús, “manso y humilde”. Porque hizo oración y se humilló ante Dios reconociéndose pecador, es que el publicano salió justificado, perdonado en sus pecados, a diferencia del fariseo, que no salió justificado, sino con un pecado más, el de la soberbia, junto a todos los otros que ya tenía. La posición de rodillas del publicano es un gesto exterior de humildad y auto-humillación, que acompaña al gesto interior de auto-humillación delante de Dios.
“Dos hombres subieron al templo a orar (…) uno salió justificado, el otro no”. Debemos reconocernos, como el publicano, pecadores, porque somos “nada más pecado”, pero también debemos estar atentos, porque incluso hasta en este gesto de humillación, puede estar escondida la soberbia, al pensar que soy humilde porque me humillo y por lo tanto soy mejor que los demás, que no se reconocen pecadores ni se humillan. Incluso pretendiendo hacer un acto de humildad, podemos arruinarlo todo y caer en el pecado de soberbia, corriendo el riesgo de ser humillados por Dios: “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Para no caer en este pecado de soberbia, el mejor antídoto es pedir a la Virgen, Mediadora de todas las gracias, que interceda por nosotros para que recibamos la mansedumbre y la humildad del Corazón de Jesús, tal como Él nos aconseja en el Evangelio: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.

viernes, 21 de octubre de 2016

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”


(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2016)

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano” (Lc 18, 9-14). Jesús narra la parábola del fariseo y el publicano, para que nos demos cuenta de cómo ve Dios a las almas que se creen justas ante los hombres, pero que ante sus ojos no lo son: “Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo esta parábola”. En la parábola, dos hombres “suben al Templo para orar”: uno es fariseo y el otro, publicano. El fariseo es un hombre religioso, es decir, es alguien que conoce la Palabra de Dios, que hace oración y que está en el templo todos los días. Debido a esta actividad religiosa, el fariseo se enorgullece de sí mismo y se ensoberbece, creyéndose justo ante Dios y mejor que los demás hombres, y por eso es que su oración refleja esta soberbia ante Dios y el desprecio hacia los hombres: “El fariseo, de pie, oraba así: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas’. El fariseo cree que es agradable a los ojos de Dios y que es superior a los otros hombres, pero en el mismo momento en el que hace esta oración, llena de soberbia, se vuelve despreciable a los ojos de Dios, al tiempo que, creyéndose mejor que los otros hombres, se coloca, en realidad, en el último lugar, a causa de su falta de caridad.
Por el contrario, el publicano, que no frecuentaba tanto el Templo, ni hacía tanta oración, se considera por lo mismo injusto ante Dios, porque conoce su condición de pecador, y se considera inferior a los demás hombres, porque los demás son mejores que él, que es un pecador: “(El publicano) manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!’. En el mismo momento en el que se humilla ante Dios y se coloca en el último lugar con respecto a los hombres, en ese mismo momento, pasa a estar en primer lugar, tanto a los ojos de Dios, como de los hombres, por ese acto de humildad, que es justamente lo inverso a lo que sucede con el fariseo. Es esto lo que dice Jesús: “Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.
“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. Con esta parábola, Jesús ensalza la virtud de la humildad, no solo en el publicano, sino en sí misma y es una de sus virtudes más preciadas a los ojos de Dios; tanto, que Él mismo aconseja en el Evangelio que la adquiramos de Él: “Aprended de Mí, que soy humilde y manso de corazón” (Mt 11, 29). La razón es que Jesús no quiere que simplemente seamos virtuosos, sino que la humildad es el modo humano que mejor manifiesta la perfección infinita del Ser divino trinitario. En otras palabras: Jesús es humilde porque es Dios, porque Dios, en su perfección infinita, se manifiesta como humilde, cuando se encarna, cuando se hace hombre sin dejar de ser Dios.
De todas las múltiples virtudes de Jesús, una de las principales es la humildad, lo cual significa que quien desea ser humilde y trabaja para ello, participa, en mayor o menor medida, de la humildad de Jesús, que es la perfección de Dios Trino manifestada en la naturaleza humana. Entonces, cuando Jesús nos anima a imitarlo en su humildad –y en la virtud conexa, la mansedumbre-, no lo hace porque simplemente quiere que seamos “mansos y humildes”, sino que quiere que seamos “como Él”, que es Dios hecho hombre: Jesús quiere que seamos “mansos y humildes” como Dios es manso y humilde, y esta es la razón por la cual el publicano sale del Templo justificado a los ojos de Dios, porque al reconocerse pecador y el último entre los hombres, lo puede hacer gracias a la virtud de la humildad que, como tal , es participada de Jesucristo. La humildad del cristiano es participación a la humildad de Cristo, y esto es lo que justifica al alma a los ojos de Dios.
Lo opuesto a la humildad es la soberbia la cual, por otra parte, no es simplemente una virtud opuesta a la humildad: es el pecado capital del diablo en el cielo, pecado por el cual pretende, de modo irracional y absurdo, igualarse a su Creador, y es el pecado que lo lleva a perder la gracia santificante con la que había sido creado y a perder la inteligencia angélica, convirtiéndose en el acto en un ser depravado, soberbio, insolente y, fundamentalmente, mentiroso. La soberbia del fariseo, que es participación a la soberbia demoníaca, es lo que vuelve al hombre impío a los ojos de Dios, al tiempo que lo pone en el último lugar entre los hombres.

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. La enseñanza de la parábola es que lo que hace agradable al alma, a los ojos de Dios, es la humildad, mientras que lo que la vuelve despreciable a sus ojos, es la soberbia. Si queremos ser agradables a los ojos de Dios, debemos humillarnos ante Jesús crucificado, humillado por nosotros, y convertirnos en servidores de nuestros hermanos.

domingo, 12 de octubre de 2014

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”


“Den como limosna lo que tienen y todo será puro” (Lc 11, 37-41). Jesús va a casa de un fariseo, en donde es invitado a comer. Sin embargo, al sentarse a la mesa, “no se lava las manos antes de comer”, lo que produce la “extrañeza” del fariseo. Jesús lee su pensamiento y lo corrige, porque quien está en falta, no es Él, que no se ha lavado las manos –Él es el Cordero Inmaculado, y no necesita de los ritos de purificación legal inventados por los fariseos-, sino el fariseo y todos los fariseos, porque se preocupan excesivamente por los rituales externos –la gran mayoría inventados por ellos-, que comprenden, entre otras cosas, la purificación de los utensillos y de los elementos para comer, pero sin dar importancia y descuidando absolutamente la esencia de la religión: la misericordia, la bondad, la compasión, para con el prójimo, y la piedad, la devoción y el amor a Dios. Para los fariseos, la religión consistía en la mera observación externa de ritos y preceptos, la mayoría establecidos por ellos y creían que con esto daban culto agradable a Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, a esta escrupulosidad en el cumplimiento de detalles externos, le acompañaban, al mismo tiempo, un descuido total de la misericordia y la compasión para con los más necesitados, sin darse cuenta que, al despreciar al prójimo, imagen viviente de Dios, están despreciando a Dios en su imagen y por lo tanto, el culto dado a Dios con sus ritos externos, delante de los ojos de Dios, es sólo hipocresía, maldad, y doblez de corazón y de ninguna manera, es un culto agradable a sus ojos. Por eso es que el Primer Mandamiento de la Ley de Dios es: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27), es decir, en este Mandamiento, en el que está concentrada toda la Ley Divina, y sin el cual no se puede, de ninguna manera, obtener la salvación, Dios pone prácticamente al mismo nivel el amor hacia Él y el amor hacia el prójimo, porque es verdad lo que dice el Evangelista Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, en su mentiroso” (1 Jn 4, 20) y Dios no está con él. Y si es un mentiroso, ése no está con Dios, pero sí está con el Príncipe de la Mentira, el Demonio, tal como lo llama Jesús (cfr. Jn 8, 44).
Jesús lee el pensamiento del fariseo y para sacarlo de su falso escándalo –se escandaliza porque Él no se lava las manos antes de comer, y Jesús no tiene necesidad de hacerlo porque es el Cordero Inmaculado y Él es el que viene a establecer la Nueva Ley y no está de ninguna manera atado a los preceptos de hombres-, es que le hace ver en dónde radica su error: en la hipocresía farisaica, que precisamente pone el acento en lo externo, pero descuida el amor interior hacia el prójimo y, por lo tanto, también hacia Dios, aun cuando aparenten, por fuera, ser hombres religiosos y piadosos. Para corregirlo, Jesús descube primero el error farisaico: “¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, pero por dentro están llenos de voracidad y rapiña”. Y luego los califica de insensatos, es decir, de quienes han perdido la razón: “¡Insensatos!”, y no puede ser de otra manera, porque es un insensato, como alguien que ha perdido la razón, delante de Dios, quien convierte a la religión en un mascarada externa, vacía de su esencia, la misericordia. Sin embargo, inmediatamente después, Jesús da el remedio al fariseo, con el cual puede salir de su auto-engaño, y el remedio es la caridad, manifestada en forma de limosna, según lo que dice la Escritura: “La limosna cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 8): “Den más bien lo que tienen como limosna y todo quedará puro”. La limosna –sea material, concretada en una ayuda concreta material en dinero, objetos, bienes, a quien más lo necesita-, sea espiritual –manifestada en las obras de misericordia espirituales, como un consejo a quien lo necesita, por ejemplo-, “purifica todo”, como dice Jesús, porque purifica el corazón, el interior del hombre, y eso es lo que ve Dios, pero para que la limosna purifique, debe estar motivada por el amor a Dios  y debe implicar un cierto esfuerzo, porque con eso el hombre está demostrando que quiere amar a Dios, a quien no ve, por medio de actos que implican la movilización de todo su ser, en cuerpo y alma, al servir, de alguna manera, a la imagen invisible de Dios, que es su prójimo, a quien ve. Pero si el hombre no hace limosna y no obra la caridad y la misericordia para con su prójimo, que es la imagen viviente del Dios a quien dice amar en su corazón, entonces demuestra que tampoco quiere amar a Dios, porque si no lo hace con su imagen viviente, tampoco lo hará si lo tiene Presente, delante suyo, no ya en una imagen, como el prójimo, sino si Dios se le presentara en Persona.

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”. Para que no nos engañemos, como los fariseos, pensando que nuestra religión es agradable a Dios, cuando no lo es, sabremos cómo es nuestra relación y nuestro amor hacia Dios, en la medida en que seamos misericordiosos con el prójimo: ésa es la medida de nuestro amor con Dios, nuestra misericordia –corporal o espiritual- para con el prójimo más necesitado. Quien obra la misericordia, “queda purificado” en la rectitud de su amor hacia Dios, y por eso mismo, todo él es “puro”, y así sí, su religión es un acto de culto agradable a los ojos de Dios.

viernes, 25 de octubre de 2013

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”


(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2013)
“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Lc 18, 9-14). Jesús nos narra el caso de dos hombres religiosos con diversas actitudes en el templo: uno es un fariseo, es decir, un conocedor de la Ley de Moisés, experto en la observancia legal de la misma, que hace del templo prácticamente su segundo hogar; el otro, un publicano, alguien conocido públicamente por ser un pecador, sin mayores conocimientos de la Ley.
El fariseo se dirige hacia la parte de adelante del templo, buscando explícitamente ser visto y admirado por su porte, su presencia y su hábito religioso. Dentro de sí, el fariseo tiene pensamientos de vanagloria, de soberbia, de orgullo: agradece a Dios que “no es ladrón, injusto, adúltero, como los demás”, y se ufana de “ayunar dos veces a la semana y pagar el diezmo”. El fariseo deforma la religión porque la vacía de su contenido esencial, la caridad, la compasión, la misericordia. Siendo hombre que practica la religión, da a los demás y a sí mismo una versión falsa de la religión: para el fariseo, soberbio, la religión consiste en conocer mucho de religión, ser visto por los demás, ser alabados por todos, vestir ostentosamente el hábito religioso, hacer prácticas externas de religión, como el ayuno. Pero, al mismo tiempo, su corazón es duro, frío, insensible al pedido de auxilio de su prójimo, y esto porque la soberbia endurece al corazón y lo despoja de todo amor bueno, de toda compasión y de toda misericordia. La soberbia atrofia al corazón en su capacidad de crear actos de amor y lo habilita o capacita para una sola capacidad de amar, que es el amor a sí mismo. De esta manera, el fariseo, ni ama a Dios a través del culto religioso, ni ama al prójimo, que es la consecuencia de la verdadera religión.
La soberbia es el primer escalón descendente de la escalera creada por el demonio para conducir al alma al infierno, según San Ignacio de Loyola. Es un pecado capital, que hace al alma que lo comete partícipe del pecado capital cometido por el demonio en los cielos, y que le valió el ser expulsado de la Presencia divina. Es en esto último en donde radica la malicia y perversidad del pecado de soberbia, y es el de querer ocupar el puesto de Dios para ser adorado en su lugar: es el pecado que cometió el demonio, y es el pecado que el demonio quiere provocar en el hombre, para hacerlo partícipe de su eterna desgracia. Lo verdaderamente grave y penos con la soberbia no radica en que es un comportamiento anti-social, sino que consiste en la participación al pecado del Ángel caído, pecado que hace imposible la presencia del soberbio ante Dios, cuya majestad infinita el soberbio no soporta. Cualquier actitud de soberbia, por pequeña que sea, hace partícipe al alma de la soberbia del Ángel caído y lo coloca potencialmente al menos en las filas de los destinados a la eterna reprobación, y es por esto que Dios no aprueba las prácticas religiosas de quien es soberbio: no fue justificado.
El publicano, por el contrario, se ubica en la parte trasera del templo, hacia el final; se arrodilla ante Dios y le pide perdón por sus pecados; su corazón es manso, condición necesaria para la humildad, y ambas a su vez necesarias para la contrición del corazón. El publicano tiene conciencia de sí como “nada más pecado”, y tiene conciencia de Dios como Ser de majestad infinita y de grandeza inabarcable; sabe que sus pecados lo alejan de Dios, pero como ama a Dios, se propone no cometer más pecados, con tal de contar con su Amor y misericordia. El publicano no busca la alabanza y la vanagloria del mundo y de los hombres: busca ser visto por Dios y busca la gloria de Dios, para lo cual el camino imprescindible es la humillación y el reconocimiento de nuestra condición de pecadores. El publicano, como fruto de la mansedumbre y humildad, está atento a la voz de Dios en su conciencia, que lo guía por el buen camino, pero está atento también a la voz de su prójimo más necesitado, porque sabe que no es posible amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, imagen viviente de Dios, a quien sí se ve.
El publicano se reconoce pecador debido a que le ha sido concedida la gracia de la humildad: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”, y es esta humildad la que lo asemeja a Jesús, el Cordero manso y humilde de corazón, y aquí radica el valor más preciado de la humildad, en que configura al alma con Cristo. De esta manera, Dios Padre, que lee las mentes y los corazones, ve en el humilde –en este caso, el publicano- una imagen viviente de su Hijo, con lo cual el alma se vuelve objeto del Amor de predilección del Padre y así queda justificado: “volvió a su casa justificado”.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. La única manera de no solo evitar la soberbia, sino de alcanzar la humildad, es la imitación del Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.

domingo, 28 de octubre de 2012

“Mujer, estás curada de tu enfermedad”



“Mujer, estás curada de tu enfermedad” (Lc 13, 10-17). El Evangelista Lucas describe en la mujer dos estados: la enfermedad y la posesión, siendo la enfermedad causada por la posesión.
La negación del demonio y su rechazo, constituyen una grave falta contra la fe, puesto que si el demonio no existe, y por lo tanto no hay posesión, Jesús se habría engañado a sí mismo, creyendo que expulsaba demonios cuando en realidad no existían, o habría engañado a los demás, aprovechándose de su credulidad, para ganar prestigio entre el pueblo. Por otra parte, si Jesús hubiera hecho esto, no podría de ninguna manera ser Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, engendrada eternamente en el seno de Dios Padre y concebida en el seno virgen de María Santísima, por obra del Espíritu Santo.
Como se ve, la negación del demonio tiene por  finalidad atacar, debilitar y suprimir el dogma de fe acerca de Jesús de Nazareth, Hombre-Dios: si el demonio no existe, entonces todo lo que Jesús hizo y dijo respecto del ángel caído, es falso, y si todo es falso, entonces Jesús no es Dios, puesto que Dios, por esencia y por definición, no puede mentir.
El episodio del Evangelio, en el que Jesús cura a la mujer porque antes expulsa al demonio, aunque no esté relatado –también podría haber sucedido que primero la hubiera curado y luego fuera expulsado el demonio que la poseía-, confirma la fe de la Iglesia acerca de la constitución íntima de Jesús de Nazareth: Él es Dios Hijo encarnado.
Pero también confirma otra verdad, la de que el hombre estará, hasta el fin de los tiempos, y auxiliado por Jesús y María, en lucha contra las “potestades malignas de los cielos” (cfr. Ef 6, 12). Esto se hace patente cuando el espíritu maligno que poseía a la mujer, al ser expulsado de su cuerpo, posee los corazones y las mentes de los fariseos, los religiosos del tiempo de Jesús, que increpan a Jesús por curar a la mujer en sábado.
Para detectar a un endemoniado, o al menos a alguien bajo el influjo directo del ángel caído, no hace falta ver las consecuencias físicas que el demonio provoca en los cuerpos que posee, ni tampoco hace falta ver al demonio poseyéndolo: sólo es necesario comprobar la dureza de corazón del falso religioso, el fariseo, cuya dureza de corazón está producida por este ser tenebroso.