domingo, 30 de agosto de 2020

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo A - 2020)

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 15-20). Jesús nos enseña una forma de oración, la grupal, motivo por el cual es una buena ocasión para hablar de la oración en general: la oración es, para el alma, más esencial que el oxígeno para el organismo, porque se trata de la elevación del alma a Dios, que así alcanza laFuente de Vida Increada. Sin oración, el alma está sin Dios y si está sin Dios está sin vida, por lo tanto, está muerta, igual que el cuerpo cuando se queda sin oxígeno. Si el alma no hace oración, está muerta, porque, aunque esté viva con su vida natural -es decir, la persona habla, respira, se mueve-, sin embargo está muerta a la Vida de Dios, porque no recibe de Él la Vida que es Dios en Sí mismo. Sin Dios, el alma está, paradójicamente, muerta, aun cuando ésta sea en sí misma la vida del cuerpo. Un alma sin oración es como un cadáver, es como un cuerpo sin alma: la oración es al alma lo que el alma es al cuerpo, es decir, es la vida y todavía más, porque por la oración le viene al alma una vida que no es un mero aumento cuantitativo o cualitativo de su vida natural, sino que recibe una Vida nueva, una Vida que antes no tenía, una Vida que es la Vida misma de Dios, que es la Vida Increada.

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. La oración puede ser individual o en grupo, pero aun si es en grupo –“donde dos o tres se reúnen”-, la condición, para que sea verdadera oración y alcance al alma la Vida que viene de Dios, es que sea interior, según otra enseñanza de Nuestro Señor: “Cuando ores, entra en tu habitación y cierra la puerta y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. En otras palabras, la oración puede ser hecha en forma grupal, según la enseñanza del Evangelio de hoy, pero aun así debe ser interior y personal, para que sea escuchada por Dios y alcance de Dios su Vida Eterna.

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Si queremos que nuestra alma esté viva con la Vida de Dios, hagamos entonces oración continua, sea individual o grupal, pero hagamos oración y para cuando hagamos oración, tengamos en cuenta que hay una oración que es indefectiblemente escuchada por Dios, y es la Santa Misa, porque en ella es el Cordero de Dios quien se inmola para expiar por nuestros pecados para conseguirnos la gracia santificante que nos convierte en hijos de Dios. Entonces, si hay una oración en la que las palabras del Señor se hacen realidad -“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”-, ésa es la Santa Misa, porque ahí Él se hace Presente en Persona, por la oración de la Iglesia. Por eso mismo, asistamos al Santo Sacrificio del altar y recibamos al Cordero de Dios que se nos entrega en la Eucaristía y así tendremos la Presencia y la Vida de la Trinidad en nuestras almas.

“El vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos”

 


“El vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos” (Lc 5, 33-39). ¿Qué nos quiere decir Jesús con esta frase y este ejemplo? ¿Acaso nos está dando una clase de vitivinicultura? No se trata de eso: está dando una lección de espiritualidad cristiana y para saber de qué se trata, hay que tomar los elementos de la figura y reemplazarlos por elementos de la espiritualidad cristiana. Si hacemos esto, nos queda que el “vino nuevo” es la gracia santificante, la gracia que Él ha venido a traernos y que nos ha conquistado para nosotros al precio de su vida en la Cruz; los “odres nuevos” son las almas que han sido purificadas por la gracia y que por esa razón se encuentran en estado de recibir el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios derramada en la Cruz del Calvario.

A su vez, el vino viejo es la Antigua Ley, mientras que los odres viejos son las almas que aún no han sido purificadas por la gracia. Esto es lo que Jesús quiere significar con la figura de los vinos y los odres nuevos y viejos. 

Finalmente, queda una frase de Jesús, a la cual también podemos interpretar según este esquema y es la siguiente: “El vino añejo es el mejor”. En este caso, el “vino añejo” es la vida eterna la cual, comparada en el Reino de los cielos con el vino nuevo -aquí, el vino nuevo es esta vida terrena; el vino añejo, la vida eterna, es mucho mejor que la vida terrena-, porque es la vida de la gloria, en la que se contempla en la visión beatífica a la Trinidad y al Cordero, por siglos sin fin.

“Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”

 


“Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar” (Lc 5, 1-11). Pedro y sus compañeros han estado toda la noche pescando, pero no han conseguido nada; subido a la barca de Pedro, Jesús le da la orden de remar mar adentro y echar las redes; luego de hacerlo, recogen una gran cantidad de peces, en lo que se conoce como la “primera pesca milagrosa”. En esta escena, hay un sentido trascendental escondido en ella; para entender en su sentido evangélico esta escena, debemos reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales. Así, la barca de Pedro a la que sube Jesús es la Iglesia; Pedro es el Vicario de Cristo, el Papa; su fe es la fe de la Iglesia, la que todos debemos tener en Cristo Jesús; el mar es el mundo y la historia humana; los peces son los hombres; la red es Cristo, la Palabra de Dios encarnada; la pesca milagrosa es la acción apostólica de la Iglesia que obtiene el fruto de la conversión de las almas cuando está dirigida por Cristo; la pesca infructuosa, es la acción de la Iglesia que no está acompañada ni por la oración ni por la dirección de Cristo y su Espíritu y por eso se vuelve una acción infructuosa, en la que no hay conversión de las almas.

“Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”. También a nosotros nos da Jesús la misma orden: pescar almas, en el mar de la historia humana, para el Reino de Dios. Aunque parezca que nuestros esfuerzos son estériles, hagamos como Pedro quien, en contra de toda opinión humana echó las redes, llevado por su fe en la Palabra de Cristo, y sigamos adelante con nuestra actividad apostólica, confiados en que quien obra en la Iglesia, la Barca de Pedro, es Cristo Jesús con su Espíritu, y que será Él quien nos dé el fruto de la conversión de las almas.

“Los demonios gritaban: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”

 


“Los demonios gritaban: “¡Tú eres el Hijo de Dios!” (Lc 4, 38-44). Mientras Jesús está curando numerosos enfermos, se da la siguiente situación: de muchos de ellos, salen demonios. Es decir, se trata de personas en las que se combinan la enfermedad, sea corporal o psíquica, más la posesión demoníaca, lo cual es muy frecuente que ocurra. Lo interesante aquí es, además del poder de Jesús de curar enfermos y de expulsar demonios, es lo que los demonios declaran cuando son expulsados por el poder de la voz de Jesús: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Es decir, los demonios reconocen, en Jesús de Nazareth, no a un hombre santo, sino al Dios Tres veces Santo, a la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo de Dios y lo dicen claramente: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Los demonios reconocen en Jesús de Nazareth al Hijo de Dios por una doble vía: porque reconocen cuál es la voz divina que los ha creado y luego expulsado al Infierno y porque reconocen en esa voz el poder omnipotente de Dios, que los obliga a abandonar los cuerpos a los que han poseído, sin poder hacer ni la más mínima resistencia.

“Los demonios gritaban: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Sabemos que el Demonio y los demonios son mentirosos por decisión propia, pero en algunas ocasiones, como esta, dicen la verdad: Jesús es “el Hijo de Dios”, es decir, es la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en la naturaleza santísima de Jesús de Nazareth. Por lo general, nada podemos aprender de los demonios, puesto que en ellos todo es maldad y engaño; sin embargo, en este caso, en el que dicen la verdad, podemos aprender la lección: Jesús de Nazareth es el Hijo de Dios y esto mismo lo podemos aplicar a la Eucaristía, que es el mismo Jesús de Nazareth, por lo que podemos decir, postrados ante la Eucaristía: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”.

“Cállate y sal de ese hombre”

 


“Cállate y sal de ese hombre” (Lc 4, 31-37). Estando en la sinagoga, Jesús realiza un exorcismo, utilizando el solo poder de su voz, liberando así a un hombre que estaba poseído por un espíritu inmundo. Según el P. Fortea, hay dos clases de demonios: los que podríamos denominar “hablantes”, que es el de este caso, y los demonios “mudos”, que están presentes en el cuerpo de la persona pero no se dan a conocer. En el caso de este demonio, como lo dijimos, se trata de un demonio hablante, es decir, un demonio que toma posesión del cuerpo y de las funciones sensoriales del poseso, para expresarse a través de estas funciones. Siendo un demonio hablante, es importante escuchar lo que dice, puesto que lo que dice confirma nuestra fe. El demonio, al ver a Jesús, habla por intermedio de las cuerdas vocales del poseso y dice: “¿Por qué te metes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé que tú eres el Santo de Dios”. Además de llamar a Jesús “nazareno”, por su lugar de origen, le dice: “Santo de Dios” y esto porque el demonio sabe que Jesús no es un simple hombre, sino el Hijo de Dios encarnado; el demonio reconoce, en la voz de Jesús de Nazareth, la voz del Dios que lo creó y que, luego de la prueba, lo condenó al Infierno eterno. Ahora bien, no solo reconoce la voz, sino que ante esta voz de Jesús, el demonio sale del poseso, obedeciendo a la voz de su Creador y temblando de espanto y de terror: “Entonces el demonio tiró al hombre por tierra, en medio de la gente, y salió de él sin hacerle daño”.

“Cállate y sal de ese hombre”. No solo el demonio reconoce en la voz de Jesús de Nazareth a la voz de Dios: también los presentes en la sinagoga se dan cuenta de que hay algo sobre-creatural, un poder divino, en la voz de Jesús, que hace que los demonios huyan espantados ante sola presencia: “¿Qué tendrá su palabra? Porque da órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos y éstos se salen”.

“Cállate y sal de ese hombre”. También a nosotros nos habla Jesús, no a través de la voz de un poseso, sino a través de la voz del sacerdote ministerial, invitándonos a recibirlo en nuestras almas, cada vez que dice: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. Reconozcamos la voz de Jesús que, por las palabras de la consagración, nos invita a recibirlo sacramentalmente en la Eucaristía y acudamos a comulgar, para que habite en nosotros el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo.

domingo, 23 de agosto de 2020

“¡Apártate de mí, Satanás!”

 

(Domingo XXII - TO - Ciclo A – 2020)

“¡Apártate de mí, Satanás!” (Mt 16, 21-27). Sorprende la reacción de Jesús ante Pedro, luego de que éste negara la Cruz: Jesús no dice: ““¡Apártate de mí, Pedro!”, sino: “¡Apártate de mí, Satanás!” y esto lo hace dirigiéndose a Pedro, su Vicario. Es decir, lo asombroso es que a su propio Vicario, el Papa, a quien segundos antes lo había nombrado como Papa y lo había felicitado por estar inspirado por el Padre al reconocerlo a Él como al Mesías, ahora lo trata de “Satanás”. En otras palabras, Pedro es un hombre y aun más, es el Vicario de Cristo, pero a los ojos de Cristo, aun si es su propio Vicario, todo aquel que niegue y rechace la Cruz, es como Satanás, como el Ángel caído. Esto debe llevarnos a reflexionar acerca de la importancia de la Cruz para la eterna salvación y, si es importante para nuestras almas, cuánto más lo es para Dios mismo, quien es El que tiene que sufrir la crucifixión.

“¡Apártate de mí, Satanás!”. La negación de la Cruz es la obra satánica por excelencia; es a lo que el Ángel caído y el Infierno todo dedican sus esfuerzos, porque sin la Cruz de Cristo y sin Cristo crucificado no hay salvación posible. Es esto lo que justifica la reacción airada de Jesús y el tratar a Pedro de “Satanás”, porque es Satanás quien se opone, con todas sus fuerzas, a la obra de la Redención de las almas llevada a cabo por el Cordero de Dios.

“¡Apártate de mí, Satanás!”. Debemos estar precavidos contra nosotros mismos y aplicar en todo momento el discernimiento de espíritus de San Ignacio de Loyola, puesto que nuestros pensamientos pueden provenir de tres fuentes: de nosotros mismos, del Demonio o de Dios. Si se trata de pensamientos que rechazan la Cruz, debemos tener presente la advertencia de Jesús a Pedro como dirigida a nosotros mismos, puesto que el rechazo de la Cruz viene de nuestras mentes contaminadas por el pecado, además de ser inducidos estos pensamientos por el Ángel caído o Satanás; si estos pensamientos vienen, debemos rechazarlos inmediatamente, para dar espacio a los pensamientos santos, venidos de lo alto, que nos llevan no solo a aceptar la Cruz, sino a abrazarla y besarla, tal como lo hizo Jesús en su Pasión.

“El Reino de los cielos es semejante a diez jóvenes”

 

“El Reino de los cielos es semejante a diez jóvenes” (Mt 25, 1-13). Para entender esta parábola, es necesario considerar a las jóvenes como las almas de los bautizados: las jóvenes prudentes, son los bautizados que, al momento de ser llamados al Juicio Particular, son encontrados con el aceite de la fe y la luz de la gracia en sus almas, por lo que son considerados dignos de entrar en el Reino de los cielos. Las jóvenes necias, a su vez, son los bautizados que libre y voluntariamente descuidaron la fe y la vida de la gracia, viviendo mundanamente y en el pecado: en el momento de ser llamados ante la Presencia del Justo Juez, no se encuentra ni fe ni gracia en sus almas, por lo que su destino eterno es la eterna oscuridad, el Infierno eterno, en donde hay “llanto y rechinar de dientes”.

“El Reino de los cielos es semejante a diez jóvenes”. Ser una joven prudente, es decir, un alma en gracia y con fe sobrenatural, o ser una joven necia, es decir, un alma en pecado y sin fe en Cristo Jesús, depende de cada uno de nosotros, de su libre albedrío. Nadie será colocado en uno o en otro lugar de forma arbitraria ni aleatoria, sino de acuerdo a sus obras realizadas libre y conscientemente. Esto significa que de nosotros depende ingresar, por la eternidad, en el Reino de los cielos, o ser destinados a la oscuridad infernal, en donde hay “llanto y rechinar de dientes”.

 

“Velen y estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”

 

“Velen y estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24, 42-51). Jesús nos advierte acerca de su Segunda Venida, la cual sucederá cuando menos lo esperemos. Para ello, grafica su enseñanza con la figura de dos servidores: uno fiel y otro infiel. El servidor fiel, espera a su amo hasta altas horas de la noche, vestido con su ropa de trabajo, con la túnica ceñida y con la lámpara encendida. Este servidos, que tiene por tarea dar de comer al resto de la servidumbre, será nombrado administrador de los bienes de su señor si éste lo encuentra realizando su tarea al momento de regresar de improviso. La segunda figura que utiliza Jesús es la del servidor infiel y malvado que, en vez de obedecer las órdenes de su señor, se dedica a embriagarse y a dar rienda suelta a su maldad: éste último será severamente castigado por su señor, castigo expresado en el “llanto y la desesperación”.

Para entender estas figuras, debemos reemplazar algunos elementos naturales por otros sobrenaturales: así, el dueño que está de viaje y ha de regresar de improviso es Él, Jesús, quien vendrá por Segunda Vez en la gloria y lo hará a la hora menos pensada por la humanidad; el servidor fiel es el alma en gracia que obra en la Iglesia obras de misericordia, ante todo proclamando a los demás el nutriente del alma, que es la Palabra de Dios, la cual puede ser la Palabra de Dios escrita en las Escrituras, o bien la Palabra de Dios encarnada, la Sagrada Eucaristía. A su vez, el servidor infiel y malvado, es el bautizado que ha perdido la fe y la gracia y que en vez de dedicarse a sus tareas dentro de la Iglesia, se dedica en cambio a vivir mundanamente, sin preocuparse ni por el destino de su alma ni por las de sus prójimos. A este tal, la Segunda Venida de Jesús significará la eterna condenación, pues es a esto a lo que se refiere Jesús cuando dice que como consecuencia del castigo, este siervo malvado sufrirá “llanto y desesperación”. En el Cielo no hay ni llanto ni desesperación, sino en el Infierno, por lo que la eterna condenación es el destino de los bautizados que no esperan la Segunda Venida de Cristo y se dedican a vivir mundanamente, inmersos en el pecado y alejados de la gracia.

“Velen y estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”. Puesto que no sabemos ni el día ni la hora en la que vendrá Jesús a juzgar al mundo y a la humanidad, hagamos el propósito de vivir siempre en gracia, de modo de merecer como recompensa el Reino de los cielos.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!”

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“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!” (Mt 23, 27-32). En su enfrentamiento con la casta sacerdotal y religiosa de su tiempo, Jesús continúa reprochándoles a estos y sacándoles en cara su hipocresía y falsedad. Esta vez, los compara con “sepulcros blanqueados” porque, al igual que estos, aparecen “hermosos por fuera”, pero por dentro están “llenos de huesos y podredumbre”, es decir, de “hipocresía y de maldad”. Jesús lee los corazones y las mentes de los hombres, porque Él es Dios y ante Él nada hay oculto y es por esto que puede ver cómo, mientras los fariseos y los escribas, con sus poses grandilocuentes y sus trajes religiosos que impresionan, parecen hombres santos y buenos a los ojos de los hombres, sin embargo a los ojos de Dios aparecen tal como son en la realidad, hombres malvados, cínicos, falsos, que utilizan la religión sólo como pretexto para dar cabida a sus más bajos impulsos.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!”. Jesús no solo los acusa de ser como “sepulcros blanqueados” a causa de la malicia que hay en sus corazones, sino también de ser descendientes de asesinos de profetas, porque los juzga según sus mismas palabras: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, nosotros no habríamos sido cómplices de ellos en el asesinato de los profetas”.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!”. Los “ayes” de Jesús no van solo dirigidos a los escribas y fariseos de su tiempo: también se dirigen a nosotros, cristianos del siglo XXI, toda vez que olvidamos la esencia de la religión -la justicia, la misericordia y la fidelidad- y toda vez que pretendemos pasar por justos ante los demás, mientras escondemos malicia, falsedad, rapiña e hipocresía en el corazón. No nos engañemos, pensando que si podemos engañar a los hombres, podemos engañar a Dios: a los hombres es fácil engañarlos y es fácil, relativamente, para un cristiano, pasar por un hombre bueno y justo ante los demás, mientras esconde en su interior malicia y falsedad; pero es imposible engañar a Dios, por lo que debemos saber que nuestros corazones están ante Dios y que a su mirada no escapa ni la más ligera imperfección. Por esta razón, no solo debemos cuidarnos de no ser malos y falsos, sino incluso de ser imperfectos en la práctica de la religión, porque aun esta imperfección no pasa desapercibida a los ojos de Dios.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!”

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“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!” (Mt 23, 23-26). Jesús dirige contra fariseos y escribas sus “ayes” o lamentaciones y las razones son dos: porque se ocupan de lo que es circunstancial, como el dar el diezmo, mientras que olvidan lo esencial de la religión, “la justicia, la misericordia y la fidelidad”; el otro motivo del lamento de Jesús es que fariseos y escribas son escrupulosos en limpiar los utensillos, pero sus corazones están manchados por la “rapacidad y codicia”. De esta manera, Jesús se enfrenta en forma directa a la casta sacerdotal y religiosa de su tiempo, desenmascarando su hipocresía y falsedad, porque mientras aparentan por fuera ser hombres religiosos, por dentro, en lo más profundo de sus corazones, sólo demuestran amor de sí mismos y desprecio de Dios y sus prójimos. Los escribas y fariseos pensaban que eran buenos religiosos porque realizaban escrupulosamente prácticas externas superficiales y dictadas por la razón humana, mientras que al mismo tiempo descuidaban la esencia de la religión. Nada de esto escapa a Jesús, quien con su omnipotencia divina puede leer las mentes y los corazones y por esto mismo todo está presente ante sus ojos, aunque a los ojos de los hombres esté oculto.

“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas…!”. No debemos pensar que los ayes, las lamentaciones y los reproches de Jesús están dirigidos sólo a los fariseos y escribas: cualquiera de nosotros, bautizados, puede ser destinatario de los ayes de Jesús, si es que olvidamos la esencia de la religión, que son la justicia, la misericordia y la fidelidad a Dios y su Ley Divina. Estemos atentos, no sea que por señalar los errores de los demás, caigamos nosotros en los mismos y peores errores todavía y para que eso no suceda, encomendemos nuestros pensamientos, palabras y obras a la Madre de Dios, María Santísima.

miércoles, 19 de agosto de 2020

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”

 

(Domingo XXI - TO - Ciclo A – 2020)

         “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 13-20). Jesús hace una pregunta a sus discípulos, acerca de su identidad. Primero les pregunta qué es lo que la gente dice de Él; luego les pregunta qué es lo que ellos dicen de Él. Esto lo hace Jesús, no porque Él no sepa quién es Él, sino porque quiere hacer una revelación divina.

         Ante la pregunta de quién dice la gente que es Él, en las respuestas se nota que hay un desconcierto, entre aquellos que no son discípulos de Jesús, acerca de la identidad de Jesús. En efecto, ““Unos dicen que es Juan, el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Entre la gente, es decir, entre aquellos que no son discípulos de Jesús, no hay un conocimiento exacto acerca de la identidad de Jesús; podemos decir que si bien todos coinciden en que es un hombre bueno y santo, por lo general reina la confusión, ya que ninguno dice la verdad acerca de Jesús. Representan a los paganos, quienes no tienen el conocimiento verdadero acerca de Jesús como Hombre-Dios.

         Luego Jesús les pregunta qué dicen ellos, sus discípulos, acerca de Jesús y esto lo hace para prepararlos para la revelación que ha de hacer. No es casualidad que el primero en responder y en hacerlo correctamente, sea Pedro, quien le dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Era esta respuesta la que Jesús estaba esperando: que Él era el Mesías y el Hijo de Dios. Pero luego Jesús profundiza en la respuesta de Pedro y le aclara cuál es el origen de su conocimiento acerca de Él: el origen de su conocimiento no es su inteligencia y su razón humana, sino el “Padre que está en los cielos”: “Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos”. En otras palabras, es imposible saber que Jesús es el Hijo de Dios encarnado, es decir, la Segunda Persona de la Trinidad humanada, sino es por una revelación divina, sobrenatural, de lo alto. Ninguna creatura, ni hombre, ni ángel, puede alcanzar este conocimiento. Por eso todos los que responden, por fuera del círculo de los discípulos de Jesús, responden equivocadamente, porque no tienen la luz del Espíritu Santo que los ilumina, como sí la tiene Pedro. Y luego Jesús hace la revelación que esperaba hacer y que explica la razón por la cual Pedro no solo responde correctamente, sino que lo hace antes que todos los discípulos: porque Pedro ha sido elegido por Cristo como Vicario suyo en la tierra y por esto, su Iglesia será edificada sobre la base de la piedra que es Pedro: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Después Jesús hace la promesa de que las puertas del Infierno –que, entre otras cosas, tratarán de destruir la Verdad acerca del Hombre-Dios, Verdad que le ha sido revelada a Pedro- “no prevalecerán contra su Iglesia: “Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella”. El Infierno tratará, una y otra vez, desde el inicio mismo de la Iglesia, de destruirla, pero todos sus intentos serán en vano, porque fracasarán contra la piedra que es Pedro. Por último, Jesús le concede lo que se llama el “privilegio petrino”, esto es, de recibir las llaves del Reino de los cielos y de “atar y desatar” en la tierra y en el Cielo: “Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.

         “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Postrados ante la Eucaristía y junto a Pedro, Vicario de Cristo, proclamemos la Verdad acerca de Jesús en el Santísimo Sacramento del altar: Él es el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador, que ha venido para llevarnos de esta tierra al Cielo.

viernes, 14 de agosto de 2020

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”

 

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22, 34-40). Un doctor de la ley le pregunta a Jesús, no para satisfacer su sed de saber, sino para ponerlo a prueba, “cuál es el mandamiento más grande de la ley”. Jesús le responde que amar a Dios con todas las fuerzas y además amar al prójimo como a uno mismo. Ante esta respuesta de Jesús, nos podemos preguntar en qué consiste la novedad del cristianismo, puesto que el mandamiento más importante también es el primero y está formulado de manera prácticamente idéntica al mandamiento de la ley judía: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Visto de esta manera, pareciera no haber diferencias entre el mandamiento de la ley judía y el mandamiento proclamado por Cristo, por lo cual, podría decirse, que el cristianismo está subordinado al judaísmo, ya que no aporta nada nuevo en substancia.

Sin embargo, el mandamiento de Jesús es substancialmente distinto al de la ley judía, pese a estar formulado de la misma manera y la razón está en dos cosas: en el tipo de amor con el que se debe amar a Dios y al prójimo y en la intensidad con la que este amor debe ser aplicado para cumplir con la ley. En cuanto al tipo o clase de amor con el que el cristiano debe amar a Dios y al prójimo, no es el amor meramente humano, como es en el caso de la ley judía, sino el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque Jesús dice: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” y Jesús nos ha amado, no con el amor humano -que en cuanto tal está contaminado por el pecado original-, sino con el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo. En cuanto a la intensidad con la que debe ser aplicado este Amor, está también en la frase de Jesús: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” y Jesús no solo nos ha amado con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, sino que lo ha hecho “hasta la muerte de cruz”. Por esta razón, la intensidad con la que se debe vivir el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, es “hasta la muerte de cruz”, como lo hizo Jesús con cada uno de nosotros.

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Dos son entonces las grandes diferencias que separan al mandamiento de la Antigua y de la Nueva Ley: que en la Nueva Ley el Amor con el que se debe amar a Dios y al prójimo es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y que este Amor debe ser vivido hasta la muerte de cruz. Ésta es la novedad radical, que hace que el mandamiento de la caridad de Cristo sea substancialmente diferente al mandamiento de la ley judía, aun cuando en su formulación sean iguales.

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”

 

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo” (Mt 22, 1-14). Jesús compara al Reino de los cielos con un banquete de bodas que un rey prepara para su hijo. Como en todas las parábolas de Jesús, para entenderlas en su significado último, es necesario reemplazar a los elementos naturales por los elementos sobrenaturales. Así, el rey, que es el padre del hijo al que le organiza la boda, es Dios Padre; la boda del hijo del rey es la Encarnación, esto es, la unión de tipo esponsal entre la divinidad y la humanidad en el seno de María Virgen, por obra de Espíritu Santo, mediante la cual la Segunda Persona de la Trinidad asume hipostáticamente, personalmente, a la humanidad, constituyéndose en Dios Hijo Encarnado; los invitados que rechazaron la invitación con pretextos banales, son el Pueblo Elegido, los judíos, quienes rechazaron la obra de la Redención al rechazar al Salvador y Redentor de los hombres, Cristo Jesús, haciéndolo morir en la cruz; los invitados en un segundo momento, es decir, los que son invitados luego de que los primeros invitados rechazaran las bodas, son el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica; los enviados por el rey son tanto los ángeles al servicio de Dios, como los justos y santos del Antiguo Testamento, que esperaron y anunciaron al Mesías.

Ahora bien, hacia el final de la parábola, se desarrolla un diálogo entre el rey y un hombre que había ingresado en la boda sin el traje de fiesta: “Cuando el rey entró a saludar a los convidados, vio entre ellos a un hombre que no iba vestido con traje de fiesta y le preguntó: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?’ Aquel hombre se quedó callado”. ¿Quién es este hombre? ¿Cuál es el traje de fiesta que no lleva puesto? Este hombre es el alma de un bautizado que no se encuentra en gracia, ya que el traje o vestido de fiesta es la gracia santificante, la que convierte al alma en hija adoptiva de Dios y en heredera del Reino de los cielos. La escena es también una prefiguración de lo que sucede con el alma que muere en estado de pecado mortal: ya no tiene tiempo de adquirir el traje de fiesta, la gracia y por esto mismo no puede estar en el salón de fiestas que es el Reino de Dios en el cielo. El destino de dicha alma no es otro que el de la eterna condenación, según lo dice el rey de la parábola, es decir, Dios Padre: “Entonces el rey dijo a los criados: ‘Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación”. Ser “arrojado a las tinieblas” no es otra cosa que ser condenado por la eternidad al reino de las tinieblas, el Infierno eterno; ése es el destino de las almas que no poseen el traje de fiesta, la gracia santificante.

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”. Todos los bautizados hemos recibido el traje de fiesta, la gracia santificante, el día en que fuimos bautizados. Es nuestra responsabilidad y depende de nuestro libre albedrío el estar revestidos con este traje de la gracia cuando Dios nos llame a su Presencia, el día de nuestro Juicio Particular.

jueves, 13 de agosto de 2020

“Los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos”

 

“Los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” (Mt 20, 1-16). Jesús enseña la parábola del dueño de la vid que contrata a obreros a distintas horas del día, pagándoles a todos por igual. Para comprender esta parábola, es necesario reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales. Así, la viña es la Iglesia Católica; el dueño de la viña es Jesucristo, el Hombre-Dios; los jornaleros contratados en las primeras horas del día son los bautizados que, convertidos por la gracia, trabajan en la Iglesia desde muy temprana edad; los jornaleros contratados al final del día son las almas que vivieron toda su vida en el paganismo y recién al final de sus días se convirtieron al cristianismo; el denario con el que el dueño de la viña paga a los jornaleros es el Reino de los Cielos. Entonces, el pago del salario es el Reino de los cielos y el grado de gloria que el alma tendrá en el mismo. El enojo de los obreros que fueron contratados en las primeras horas del día y cobraron lo mismo que cobraron los que trabajaron recién a última hora, es la incomprensión, por parte de algunos bautizados, de la misericordia de Dios, que recompensa con el Reino de los cielos a todo aquel que acepte su Amor Misericordioso y lo ame con intensidad, en respuesta a este Amor Divino.

La parábola refleja esta realidad: puede suceder que un bautizado haya trabajado toda su vida en la viña del Señor, es decir, en la Iglesia, pero sin embargo, en el Cielo, obtiene un grado de gloria menor que un pagano que se convirtió recién al final de sus días, luego de haber pasado toda su vida en el paganismo. La razón de esta diferencia está en el amor con la que el alma responde al Divino Amor: tendrá mayor grado de gloria en el Cielo no quien haya estado más tiempo trabajando en la Iglesia, sino quien haya amado más a Dios en intensidad; es decir, cuanto más intenso sea el amor con el que el alma ama a Dios, tanto mayor será el grado de gloria que obtendrá en el Cielo. Un ejemplo nos puede aclarar las cosas: puede suceder que un bautizado pertenezca, desde su infancia, a una cofradía, a un movimiento, a una institución y, perseverando en la gracia, muere dentro de la Iglesia, pero en la otra vida, tiene un grado de gloria inferior, debido a que su amor a Dios no fue tan intenso; a su vez, puede suceder que un pagano haya vivido la casi totalidad de su vida terrena en el paganismo y que recién al final de su vida terrena conozca a Cristo Dios como su Salvador y, conociéndolo, lo ame con más intensidad que aquel bautizado que estuvo toda su vida en la Iglesia, pero su amor, comparativamente hablando, fue menos intenso: este pagano, que era último, tendrá un grado de gloria más alto que el bautizado que integró un movimiento católico toda su vida y por eso, éste último, que en teoría era primera, será último, porque su grado de gloria será menor.

“Los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos”. Procuremos vivir en la gracia y en el Amor de Dios, para ser los últimos en esta vida y los primeros en la vida eterna.

“Un rico difícilmente entrará en el Reino de los cielos”

 

“Un rico difícilmente entrará en el Reino de los cielos” (Mt 19, 23-30). Jesús lanza una dura advertencia para los ricos: difícilmente un rico podrá entrar en el Reino de los cielos. Sin embargo, un poco después dice, dando un atisbo de esperanza: “Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible”.

Para entender a qué se refiere Jesús y para poder aprehender su enseñanza en su plenitud, debemos entender primero cuál es el alcance de “rico”, puesto que éste es el que difícilmente entrará en el Reino de Dios. El “rico” al cual se refiere Jesús, es alguien que posee abundancia de dinero y bienes materiales, aunque también, en sentido espiritual, es aquel que, dominado por la soberbia, cree no necesitar de Dios y su gracia, despreciándola a ésta. En otras palabras, hay dos clases de ricos: los ricos de bienes materiales y los ricos espirituales. Que existan “ricos espirituales”, lo dice el mismo Jesús en el Apocalipsis[1]. A estos tales, Jesús les advierte en el Apocalipsis: “Puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque dices: “Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad; y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo, te aconsejo que de mí compres oro refinado por fuego para que te hagas rico, y vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos para que puedas ver”.

En el mismo versículo del Apocalipsis, esto es, en la misma advertencia de Jesús a los ricos, está el consejo para que el rico espiritual -el soberbio que cree no tener necesidad de Dios- alcance aquello que le abra la puerta del Reino de los cielos: la gracia divina, graficada y representada en el “oro refinado”. Sólo de esta manera, es decir, dejando de lado la soberbia y reconociendo la absoluta necesidad que el alma tiene de Dios, puede el rico espiritual, el soberbio, alcanzar la salvación del alma. Para el rico material, a su vez, no es necesario que se desprenda de toda su riqueza: puede seguir siendo rico, es decir, puede continuar poseyendo la riqueza, pero poniéndola al servicio de la Iglesia de Dios y de los prójimos más necesitados. Si obra de esta manera, el rico material continúa con sus posesiones, pero ya está desprendido de ellas, en cierta manera, porque está dispuesto a sostener el culto católico con ellas y a ayudar al prójimo que más lo necesita.

Es de esta manera que las dos clases de ricos, los ricos materiales y espirituales, que por sí mismos y por las fuerzas humanas es imposible que se salven, sí pueden salvarse por la acción de Dios.



[1] 3, 17.

lunes, 10 de agosto de 2020

"Mujer, qué grande es tu fe"

 LA MUJER CANANEA - FE QUE MUEVE MONTAÑAS - Crossroads Initiative

(Domingo XX - TO - Ciclo A – 2020)

          “Mujer, qué grande es tu fe” (Mt 15, 21-28). Una mujer cananea, es decir, pagana, no perteneciente al Pueblo Elegido, se postra ante Jesús para clamarle por su hija, que está poseída por un demonio. A pesar del tiempo transcurrido -veintiún siglos- la mujer cananea es ejemplo para los cristianos de todos los tiempos, incluidos nosotros, cristianos del siglo XXI. Hay muchas razones por las cuales la mujer cananea es ejemplo en la fe.

          Por un lado, sabe discernir entre enfermedad corporal o psiquiátrica -epilepsia, convulsiones, esquizofrenia- de una posesión demoníaca, puesto que es el motivo específico por el cual la mujer acude a Jesús, para que la exorcice, no para que la cure de un mal: “Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Muchos exégetas, interpretando erróneamente la Biblia, confunden a las posesiones demoníacas con episodios epilépticos, cosa que no hace la mujer cananea, ya que distingue perfectamente entre una enfermedad corporal y una posesión demoníaca.

          Por otro lado, reconoce en Jesús no a un profeta, ni a un hombre sabio, ni a un hombre justo o santo, a quien Dios acompaña con sus signos: reconoce en Jesús al Hombre-Dios, es decir, para ella, Jesús es Dios Hijo encarnado y por eso el trato de “Señor”, reservado sólo a Dios y por eso la postración, reservada, como signo externo de la adoración interior, sólo a Dios.

Su fe en Jesús es enorme y su mérito es también enorme, porque no pertenece al Pueblo Elegido y porque lo reconoce como Dios, algo que ni los propios judíos, en su mayoría, fueron capaces de hacer.

Es ejemplo de perseverancia en la oración, porque ante las repetidas negativas de Jesús a su pedido, no ceja en su empeño y continúa pidiendo a Jesús por su hija.

Es ejemplo también de humildad, porque Jesús la compara nada menos que con un perro, con un cachorro, al decirle que “no es lícito tomar la comida de los hijos para dárselas a los cachorros”. Así, la está tratando de cachorro de perro, pero la mujer cananea, lejos de ensoberbecerse o de enojarse, se humilla todavía más y continúa implorando un milagro para su hija, utilizando el mismo ejemplo de Jesús y aplicándoselo a ella: “Pero aun así, los cachorros comen de las migajas que caen de las mesas de los hijos”. El alimento substancial, son los milagros que Jesús ha venido a hacer entre los hijos, los miembros del Pueblo Elegido, pero ella, aun no perteneciendo al Pueblo Elegido, se puede ver favorecida por un pequeño milagro, como es el exorcismo de su hija, así como los perros se ven favorecidos por las migajas que caen de las mesas de sus dueños.

Por todas estas razones, la mujer cananea es ejemplo de fe en Jesús como Dios; es ejemplo de perseverancia en la oración; es ejemplo de discernimiento entre enfermedad corporal y posesión diabólica; es ejemplo de humildad y de auto-humillación, porque no duda en auto-humillarse ante Jesús, con tal de conseguir el exorcismo para su hija.

“Mujer, qué grande es tu fe”. Cuán grande ha de ser la fe de la mujer cananea, para que el mismo Jesús se asombre de la misma. Si Jesús viera nuestra fe, en este instante, y la comparara con la fe de la mujer cananea, ¿podría decir lo mismo de nosotros? Pidamos a la mujer cananea, que con seguridad está en el cielo, que interceda para que nuestra fe en Cristo Jesús y su omnipotencia divina sea al menos pequeña como la migaja que cae de la mesa de los hijos.

         

sábado, 8 de agosto de 2020

“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”


“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 3-12). La indisolubilidad del matrimonio entre el hombre y la mujer -única unión matrimonial posible- es doble, tanto por vía natural como por vía sobrenatural. Por vía natural, porque Dios creó el hombre como varón y como mujer, es decir, la especie humana tiene solo dos sexos y se perpetúa por medio de la unión de ambos, ya que la generación de hijos está inscripta y garantizada en esta unión entre varón y mujer. Por vía sobrenatural, la unión esponsal entre el varón y la mujer también es indisoluble y la razón es que a través del Sacramento del matrimonio es Dios, con su Amor y en su Amor, quien une a los esposos, convirtiéndolos en una sola carne.

En otras palabras, tanto por vía natural como por vía sobrenatural, la unión matrimonial entre el varón y la mujer es indisoluble, por lo que no puede el hombre, con sus leyes positivistas, anular la unión que Dios mismo ha establecido, tanto en la creación de la raza humana con dos sexos, como con la unión entre el varón y la mujer en su Amor Divino. Aun cuando el hombre intente, por medio de leyes positivistas, anular esta unión indisoluble, no lo puede conseguir, puesto que las fuerzas naturales y sobrenaturales que unen al matrimonio entre el varón y la mujer son indeciblemente más poderosas que las leyes positivas que pueda legislar el hombre.

“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Dios une al varón y a la mujer en su Amor, el Amor de Dios; por eso mismo, el divorcio es una afrenta al Amor de Dios, desde el momento en que pretende desunir, por el desamor, lo que Dios unió por el Amor, por su Amor. Un caso análogo, pero contrapuesto, es la unión que el hombre establece al margen de Dios, como el concubinato o la convivencia entre el varón y la mujer sin el sacramento del matrimonio. En este caso, se puede decir, parafraseando al Evangelio: “No una el hombre lo que Dios no unió”. Por estas razones, tanto el divorcio, como el concubinato o unión meramente civil, son afrentas al Amor de Dios.


“Perdona setenta veces siete”


“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21–19, 1). Pedro se acerca a Jesús con una pregunta que se origina en la casuística judía: según esta, si alguien sufría una ofensa por parte de su prójimo, debía perdonar hasta siete veces, puesto que el número siete era considerado el número perfecto; a la ofensa número ocho, estaba en libertad de aplicar la ley del Talión, es decir, “ojo por ojo y diente por diente”. Llevado por la duda, Pedro pregunta a Jesús si esto sigue siendo válido, es decir, si el cristiano debe perdonar a su prójimo “hasta siete veces”. La respuesta de Jesús sorprende a Pedro y da la medida con la que el cristiano se debe regir de ahora en adelante, en relación al prójimo que lo ofende: no solo debe perdonar hasta siete veces, sino hasta “setenta veces siete”, lo cual quiere decir, siempre. En otras palabras, ya no rige más la ley del Talión, por lo que el cristiano no debe perdonar hasta cierto punto y luego aplicar la justicia por mano propia, sino que debe perdonar “siempre” a su prójimo y esto significa perdonar al prójimo que nos ofende no solo un día, sino todo el día y todos los días. La razón del perdón cristiano la debemos encontrar en Cristo crucificado: es ahí, en la cruz, en donde Cristo nos perdona “setenta veces siete”, es decir, “siempre”, porque en la cruz Cristo no nos juzga, sino que derrama sobre nosotros su Divina Misericordia, siempre que estemos dispuestos a recibirla. Porque Jesús nos perdona en la cruz siempre, todos los días y todo el día, es que nosotros debemos hacer lo mismo con nuestro prójimo, sobre todo con aquel que nos ofenda todo el día, todos los días. De otra forma, no hay verdadero perdón cristiano. Solo si perdonamos en nombre de Cristo y porque Cristo nos ha perdonado primero, es que nosotros debemos, con el perdón con el que hemos sido perdonados, perdonar a nuestro prójimo que nos ofende. Esta es la razón por la cual la venganza o la justicia por mano propia o el perdonar hasta cierto punto y luego dejar de perdonar, no tienen cabida en el cristiano. Si el cristiano obra así, es decir, si perdona solo hasta cierto punto, si busca venganza o si busca justicia por mano propia, es un cristiano que no se comporta como tal, porque desobedece el mandato de Jesús de perdonar “setenta veces siete”, es decir, siempre.


“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”


“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 15-20). En el cristianismo, la oración es esencial para la vida del espíritu: así como el respirar es esencial para la oxigenación del cuerpo y así como el alimento material es esencial para la vida del cuerpo, así la oración es esencial para mantener al espíritu vivo, con la vida de Dios Trinidad. Ahora bien, esta oración puede ser de varias maneras; entre ellas, puede ser oración individual, recomendada por el mismo Jesús, cuando dice que al orar “entremos en nuestra habitación y cerremos la puerta, porque el Padre todo lo ve”: la habitación es nuestra alma o nuestro corazón, por lo que Jesús nos induce a orar de forma privada, en recogimiento, en silencio, sin grandes exteriorizaciones, sin que nadie se dé cuenta de que estamos orando. Esto es así porque aunque los hombres no se den cuenta de que estamos orando, si hacemos caso del método enseñado por Jesús, el de la oración del corazón, se trata de una oración que es conocida sólo por Dios y nadie más que Él, por lo que es una oración que le agrada mucho, ya que no se hace para ser admirado por los hombres, sino para establecer una verdadera comunión de vida y amor con Dios Trinidad.

La otra forma de oración es la oración realizada en forma grupal y es también recomendada y enseñada por Jesús en el Evangelio: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Esta oración, a diferencia de la anterior, se realiza en compañía de otros fieles; en esta forma de oración -que no excluye a la oración del corazón, sino que la complementa-, ya no es el alma sola la que se dirige a Dios, sino que lo hace en compañía de otras almas que, por la oración, buscan la unión espiritual con la Trinidad. Tanto la oración del corazón, individual, como la oración grupal, realizada en compañía de otras almas, son válidas y queridas por el Cielo, como forma de comunión de vida y amor del alma con Dios.

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Si estimamos la salud y la vida de nuestras almas, hagamos oración -oración personal, el Santo Rosario, la Adoración Eucarística, la Santa Misa, entre otras tantas-, sea individual o grupal y así nuestra alma estará viva, ya que, al unirse con Dios por la oración, recibirá de Él su vida divina.


“El buen pastor se alegra por la oveja que se perdió y fue encontrada”

Hijas de Jesús Buen Pastor - Wikipedia, la enciclopedia libre

“El buen pastor se alegra por la oveja que se perdió y fue encontrada” (cfr. Mt 18, 1-5. 10. 12-14). Jesús utiliza la figura de un pastor que tiene cien ovejas y al cual se le pierde una: dicho pastor, dejando las noventa y nueve a buen resguardo, va en búsqueda de la oveja perdida y se alegra cuando la encuentra y esta alegría por la oveja perdida y encontrada es superior a la alegría de tener a noventa y nueve que nunca se perdieron y están a buen resguardo. ´

Para entender el porqué y el sentido de esta imagen, es necesario reemplazar los elementos naturales por elementos sobrenaturales: así, el pastor es Jesucristo, el Hombre-Dios, que es el Sumo y Eterno Pastor; las noventa y nueve ovejas son, ya sea los justos que viven en gracia, o bien los bienaventurados que viven en el Reino de los cielos: ambos están a buen resguardo del mal, porque viven, unos en gracia y otros en la gloria de Dios y así son inmunes a la acción de la Serpiente Antigua; el redil es la Iglesia, tanto la Militante como la Triunfante y la Purgante; la oveja perdida es el alma del pecador que, despreciando la gracia y dejándose atraer por los falsos atractivos del mundo, ha perdido el rumbo y se ha extraviado por el camino del pecado. Esta oveja o alma, que se ha perdido, corre el riesgo de ser devorada por el Lobo infernal o, lo que es lo mismo, corre el riesgo de la eterna condenación, si no es salvada a tiempo por el pastor. Porque está en peligro grave de condenación, es que el pastor va en su búsqueda: es Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, que baja de los cielos por la Encarnación, por obra del Espíritu Santo, para buscar a la oveja perdida, es decir, a la humanidad extraviada por el pecado original. El encuentro de esta oveja perdida se produce en el Monte Calvario, el lugar del sacrificio cruento del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, siendo la fuerza del Amor de su Sagrado Corazón la que lleva a la oveja hasta los pies de la cruz, llevándose así a cabo su salvación y redención. La alegría que el pastor experimenta, es la alegría que experimenta Dios por la conversión del alma, que dejando el pecado de lado, se inclina por la vida de la gracia y así salva su alma.

“El pastor se alegra por la oveja que se perdió y fue encontrada”. Nosotros somos la oveja perdida, que necesita ser encontrada por el Buen Pastor, Cristo Jesús, para salvar nuestra alma. No posterguemos nuestra salvación; no nos escondamos más de nuestro Dios y tomemos la decisión de abandonar el camino del pecado, para vivir la vida de la gracia y así le daremos una gran alegría al Buen Pastor, Cristo Jesús.


viernes, 7 de agosto de 2020

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”

 

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24-28). Jesús nos da las condiciones para ser su discípulo. Primero, es querer seguirlo: “El que quiera venir detrás de Mí”: Jesús no impone ni ordena su seguimiento; el seguimiento de Jesús es libre, no depende de una imposición, por eso Jesús dice: “El que quiera” venir detrás de Mí. Quien desee seguir a Jesús, lo debe hacer movido por amor a Él, no por imposición. Es lo mismo que sucede con el Cielo: nadie entrará en el Cielo obligado; quienes vayan al Cielo, lo harán porque así lo desean y para eso se prepararon.

“Que renuncie a sí mismo”: es la segunda condición para seguir a Jesús. No se puede seguir a Jesús siendo el hombre viejo, apegado a las pasiones terrenas; para seguir a Jesús, hay que seguirlo renunciando al hombre viejo y su apego a este mundo y sus atractivos.

“Que cargue su cruz y me siga”: No basta con dejar atrás al hombre viejo para seguir a Jesús: hay que seguirlo “cargando la cruz”, porque Jesús va delante nuestro no de cualquier manera, sino cargando la cruz a cuestas. Jesús marcha con la cruz a cuestas por el Camino Real de la Cruz, el Calvario, el camino que conduce al Cielo, porque es allí donde el alma, compartiendo la crucifixión de Cristo, termina de morir al hombre viejo y nace a la vida del hombre nuevo, el hombre que vive con la vida de la gracia, el hombre que vive su filiación divina, viviendo los Mandamientos de nuestro Padre Dios.

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Si el seguimiento de Jesús implica cargar la cruz y seguir a Jesús que va camino del Calvario, este seguimiento implica, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, el estar en gracia de Dios y asistir a la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, sacrificio en donde Jesús se inmola al Padre para nuestra salvación, para que tengamos en nosotros la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

jueves, 6 de agosto de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”



“Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9.). Jesús se transfigura delante de sus discípulos en el Monte Tabor. La luz con la que resplandecen su rostro y sus vestiduras y su humanidad toda, no es una luz ajena a Él; no es una luz que venga de afuera, que le haya sido prestada o concedida. Es la luz de su Ser divino trinitario, que en cuanto Ser divino es luz y Luz Eterna. En realidad, resplandece más que miles de soles juntos, porque es una luz inefable, desconocida, celestial, sobrenatural, viva, que vivifica con la Vida divina a todo aquel que ilumina. La otra cuestión que hay que considerar en la Transfiguración es la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, se reviste de luz y es porque en poco tiempo se revestirá también, pero esta vez no de luz, sino de sangre, de su propia sangre, en otro monte, el Monte Calvario. Por eso esta transfiguración en el Monte Tabor hay que contemplarla a la luz de otro monte, el Monte Calvario, en donde será la Sangre y no la luz la que cubrirá el Rostro y la Humanidad Santísima del Redentor. Jesús se reviste de luz eterna, antes de la Pasión, para que los discípulos, cuando lo vean cubierto por su Sangre y con sus heridas abiertas, convertido en un guiñapo sanguinolento, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre malherido, que va camino del Calvario portando la Cruz, es el Hombre-Dios, es Dios, que es Luz eterna, que ahora está cubierto de Sangre, que brota de sus heridas abiertas, porque con su Sangre salvará a la humanidad.

“Su rostro resplandecía como el sol”. No es necesario que estemos en el Monte Tabor para contemplar el Rostro transfigurado de Jesús: lo contemplamos, con la luz de la fe, cada vez que contemplamos la Eucaristía, porque allí se encuentra Jesús, vivo, glorioso, radiante, resplandeciente de luz eterna. Y no es necesario que acudamos al Monte Calvario para verlo cubierto de Sangre: cada vez que asistimos a la Santa Misa, asistimos a la renovación, incruenta y sacramental, de su Santo Sacrificio de la Cruz y cada vez que comulgamos, bebemos su Sangre, la Sangre que derramó en el Monte Calvario.

 


miércoles, 5 de agosto de 2020

“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”


“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio” (Mt 15, 21-28). La mujer cananea es un ejemplo de sabiduría, fe y humildad para todos los cristianos. Por un lado, reconoce que su hija no está enferma, sino “atormentada por un demonio”, es decir, sabe reconocer entre una enfermedad corporal y un ataque demoníaco; por otro lado, acude a Jesús con el nombre de “Señor”, nombre reservado por los judíos para Dios y aunque ella no es judía, tiene fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios y sabe que Él tiene el poder de expulsar el demonio de su hija. Por último, es ejemplo de humildad y de perseverancia en la oración, porque aunque Jesús se niega en un primer momento a hacerle el milagro, insiste en su petición y es ejemplo de humildad porque aunque Jesús la compara con un cachorro de perro, responde que aún los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Es decir, los amos que comen a la mesa son los israelitas y es para ellos, en primer lugar, los signos y prodigios del Mesías, pero ella, que es pagana, puede recibir una migaja, es decir, un pequeño milagro, así como los perros reciben migajas de sus dueños.

“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. La perseverancia de la mujer lleva a Jesús a admirarse: “Mujer, qué grande es tu fe”, y es por eso que le concede lo que le pide. Aprendamos de la mujer cananea en nuestra relación de Jesús, puesto que es ejemplo de sabiduría, de fe, de humildad y de perseverancia en la oración. Tanto más, cuanto que ahora somos nosotros, en cuanto Nuevo Pueblo de Dios, quienes nos sentamos a la mesa de la Eucaristía y somos por lo tanto los destinatarios del Banquete celestial, el manjar eucarístico.


martes, 4 de agosto de 2020

“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo”



“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo” (Mt 15,1-2.10-14). La frase de Jesús es pronunciada en el contexto de su diálogo con los fariseos, en el que estos reprochaban a Jesús el hecho de que sus discípulos no se lavaran las manos antes de comer. Lo que Jesús les quiere hacer ver es que las normas de los judíos son normas inventadas por humanos y que no tienen incidencia en el espíritu: una ablución de manos, hecha con sentido religioso y no higiénico, no sirve para purificar el espíritu del mal que ha obrado. De ahí que Jesús les diga que lo que hace impuro al hombre no es “lo que entra por la boca” -el alimento corporal-, sino “lo que sale de ella”, es decir, lo que sale del corazón. Esta enseñanza se complementa con la otra en la que Jesús afirma que “lo que hace impuro al hombre son las cosas que salen de su corazón”, porque es en el corazón del hombre, herido por el pecado original, donde se gestan y originan “toda clase de cosas malas”. Los fariseos hacen al revés de lo que deberían hacer, purifican sus manos pensando que lo que hace malo o impuro al hombre es lo que él consume -de ahí las abluciones de manos  y la división de alimentos en puros e impuros-; Jesús viene a corregir este error, afirmando que no es eso lo que hace malo al hombre, sino el pecado que se engendra en su corazón y es por eso que las abluciones de manos antes de comer no tienen un sentido religioso, aunque sí lo pudieran tener en sentido higiénico.

“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo”. Los cristianos no nos guiamos por la ley antigua, sino por la Ley Nueva de Jesucristo, la Ley del Nuevo Testamento. Si nos dejáramos guiar por los escribas y fariseos, seríamos como los ciegos guiados por otros ciegos: caeríamos todos en el pozo del error y la mentira. Por esta razón es que las palabras de Jesús constituyen, para nosotros, la luz que nos conduce por el camino al Cielo. Más que lavar nuestras manos, debemos lavar nuestros corazones, manchados por el pecado, en el Sacramento de la Penitencia.