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miércoles, 31 de agosto de 2022

“El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2022)

         “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 25-33). Jesús pone una condición sine qua non –sin la cual no es posible- para ser su discípulo: “renunciar a todos sus bienes”. Esta condición se interpreta en varios sentidos: en un primer sentido, el más literal, es la renuncia total y absoluta a todos los bienes materiales: es el caso, por ejemplo, de San Francisco de Asís, quien fundó la Orden Franciscana, una orden mendicante, al menos en el tiempo fundacional. San Francisco era heredero de una gran fortuna material, puesto que su padre era un rico comerciante, pero luego de su conversión a Jesucristo, decidió renunciar a toda su herencia, para seguir a Cristo por el Camino de la Cruz, el Via Crucis. Esta renuncia es la que llevan a cabo todos los religiosos en general, aunque también hay matices, porque solo los mendicantes renuncian completamente, mientras que los religiosos hacen voto de pobreza, con lo cual sí pueden recibir bienes, pero no a título personal, mientras que los sacerdotes diocesanos hacen “promesa” de pobreza, lo cual quiere decir que pueden tener bienes personales a nombre propio, pero siempre teniendo en cuenta la pobreza evangélica, que es la pobreza de la Cruz.

         En otro sentido, un poco más amplio, la renuncia a todos los bienes se aplica a los laicos en general y aquí se debe hacer una distinción: esta renuncia es, ante todo, de orden afectivo, en el sentido de que el laico, puesto que se desempeña en el mundo, tiene más necesidad de los bienes materiales que el religioso, y por eso es lícito que posea bienes materiales e incluso abundantes bienes materiales, pero aun así debe renunciar a estos bienes materiales en un sentido afectivo, es decir, en el sentido de no estar apegados a ellos. Un ejemplo de esta renuncia afectiva es el Beato Pier Giorgio Frassatti, un joven italiano que falleció a los 25 años aproximadamente, como consecuencia de una enfermedad contraída por contagio, en una de sus frecuentes visitas a los enfermos en los hospitales. Pier Giorgio, al igual que San Francisco, era heredero de una enorme fortuna, ya que su padre era dueño de uno de los diarios más prestigiosos de Italia; sin embargo, no renunció nunca a su herencia, como sí lo hizo San Francisco, pero vivía pobremente, porque todo el dinero que recibía para sus gastos personales, lo donaba a los pobres, de manera que vivía prácticamente como un pobre, aun siendo inmensamente rico. Pier Giorgio no renunció a su herencia, pero dio todo su dinero a los pobres, a los más necesitados y así se ganó el tesoro eterno, el Reino de los cielos.

         “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. Independientemente del estado de vida de cada uno, sea religioso, ermitaño, mendicante, seglar, el modelo de pobreza para seguir a Nuestro Señor Jesucristo y así ser su discípulo, es Él mismo en la Cruz: en la Cruz, Jesús es pobre, porque materialmente no posee literalmente, nada, ya que todos los bienes materiales que posee en la Cruz le han sido prestados por su Padre y por su Madre, para que llevara a cabo la obra de la Redención de la humanidad: en la Cruz, Jesucristo sólo posee tres clavos de hierros, que atraviesan sus manos y sus pies; posee una corona de espinas, que indica su condición de Rey de reyes y Señor de señores; posee un lienzo –que según la Tradición era el velo de su Madre, la Virgen-, para cubrir su humanidad; posee el leño de la Cruz, con la cual salva a los hombres y por último, posee un cartel escrito en hebreo, latín y griego, en el que se indica su condición de Salvador de los hombres: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. Rey de los judíos y Rey de ángeles y de todos los hombres que lo reconocen como a su Redentor. La renuncia a los bienes materiales, según el estado de vida de cada uno, tiene como ejemplo y como fin la pobreza de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Solo quien es pobre como Cristo crucificado, puede ser su discípulo y se encuentra en grado de ingresar en el Reino de los cielos.

domingo, 20 de septiembre de 2020

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, muera y resucite al tercer día”

 


“Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, muera y resucite al tercer día” (Lc 9, 18-22). En una sola frase, Jesús revela a Pedro y a los discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual el Hombre-Dios no sólo habría de vencer a los tres grandes enemigos de la humanidad -el pecado, el demonio y la muerte-, sino que habría de convertir a los hombres, por medio del don de la gracia, en hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino de los cielos. La aceptación de este misterio, que se centra en la Persona de Jesús de Nazareth, que no es una persona humana sino una Persona divina, la Segunda de la Trinidad, que se ha encarnado en una naturaleza humana pero sin dejar de ser Dios, es lo que dividirá a la humanidad en un antes y un después, en un por Cristo y un contra Cristo. Ni siquiera el mismo Vicario de Cristo, Pedro, estará exento de la lucha por la aceptación del misterio de la Cruz de Cristo, porque segundos después de ser nombrado Vicario de Cristo y de ser felicitado porque ha sido inspirado por el Padre al reconocerlo como Mesías e Hijo de Dios, el mismo Pedro será duramente reprendido por Jesús, cuando Pedro niegue el misterio de la Cruz. Toda la humanidad y su historia y todo ser humano con su historia personal, lo quiera o no, lo sepa o no, está marcado por el misterio de la Cruz de Cristo y de Cristo crucificado. Quienes se decidan, como los ángeles buenos, a favor de Cristo y su Cruz, serán recompensados, en esta vida, con persecuciones, tribulaciones y cruces y en la vida eterna con el Reino de los cielos; quienes se decidan en contra de Cristo, obtendrán un aparente triunfo en esta tierra, junto con los enemigos de Dios y de la Iglesia, pero luego sufrirán una eterna y dolorosa derrota en el fuego del Infierno, por la eternidad.

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, muera y resucite al tercer día”. Aceptemos a Cristo y su Cruz como nuestro Salvador y Redentor y, luego de pasar por cruces y tribulaciones en esta vida, seremos recompensados con el misterio de la visión beatífica de la Trinidad en el Reino de los cielos, para siempre.

viernes, 19 de junio de 2020

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”



(Domingo XIII - TO - Ciclo A – 2020)

         “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí” (Mt 10, 37-42). Entre los hombres, sucede con frecuencia que un discípulo es digno de su maestro si, por ejemplo, ha leído todas sus obras, en el caso de que sea un escritor. En el caso de Cristo, es digno de Cristo sólo quien toma su cruz de cada día y lo sigue. No hay libros para leer para ser discípulos dignos de Cristo, o, en todo caso, sí hay un libro y ése libro es el Libro de la Cruz -Libro en el que está contenido otro libro, la Sagrada Escritura-, en donde se encuentra escrito, con la Sangre de Cristo que empapa el madero de la Cruz, todo lo que se necesita saber para entrar en el Reino de los cielos, para salvar el alma y evitar la eterna condenación. Es decir, así como entre los hombres, un discípulo se vuelve digno de su maestro, tanto más cuanto más lee y profundiza en sus obras, así el cristiano se vuelve tanto más digno de Cristo cuanto con más amor abrace la cruz, pero no un día ni dos, sino todos los días; además, no basta con abrazar la cruz, sino “seguir” a Cristo, tal como lo dice el mismo Cristo: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”.
         La razón última es que Cristo es inseparable de la cruz, así como la cruz es inseparable de Cristo. No se puede concebir a un Cristo sin cruz, como tampoco se puede concebir a una cruz sin Cristo. La cruz de Cristo y Cristo en la cruz es el Camino Único para llegar más allá del Reino de los cielos, el seno de Dios Padre. Es por esto que quien no abraza la cruz y sigue a Cristo, no puede, de ninguna manera, alcanzar la bienaventuranza eterna. No es fácil ni sencillo tomar la cruz, abrazarla con amor y seguir en pos de Cristo: como Jesús mismo le dice a Santa Margarita María de Alacquoque, la cruz es primero un lecho de flores para las almas castas que lo siguen, pero esas flores luego caen para dejar al descubierto las espinas, que hacen que el alma que ama verdaderamente a Cristo participe de sus dolores, padecimientos y sufrimientos en la cruz. La cruz, en definitiva, no es entonces un lecho de flores, sino un madero pesado, cubierto de espinas y empapado en la Sangre del Cordero y es a esta cruz  a la que hay que tomar cada día para ser dignos de Cristo Jesús. Pero como dijimos, no basta solo con tomar la cruz: hay que abrazarla con amor, como Jesucristo la abrazó con amor y hay que seguir en pos de Cristo, puesto que Cristo marcha delante nuestro, señalando con sus pasos ensangrentados, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, que nos lleva a algo infinitamente más grande y hermoso que el mismo Reino de los cielos y es el seno de Dios Padre.
         “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”. Así como no hay Cristo sin cruz y así como no hay cruz sin Cristo, tampoco hay cristianos sin Cristo crucificado. Un cristiano que no abrace la cruz en la que está Cristo crucificado, no es cristiano; lo es sólo de nombre, pero no en la realidad. Es necesario, de necesidad absoluta, para ser cristiano, el abrazar la cruz, el abrazar a Cristo que está en la cruz, para compartir con Él sus dolores, sus penas y sus lágrimas, con las cuales redimió al mundo. Sólo de esta manera, sólo abrazando, adorando y amando la cruz y a Cristo crucificado, se es digno discípulo del Hombre-Dios.

sábado, 10 de marzo de 2018

"Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna”



(Domingo IV - TC - Ciclo B – 2018)

         “De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna” (Jn 3, 14-21). Jesús profetiza su Pasión y Muerte y para hacerlo, utiliza el pasaje de la Sagrada Escritura en el que Moisés levanta la serpiente en alto, haciendo una analogía con su propia muerte: “De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna”. Para comprender la razón de esta analogía, es necesario considerar el episodio del desierto en el que Moisés levanta en alto la serpiente, porque en este episodio están representadas las realidades sobrenaturales del misterio de la salvación en Cristo.
En la Escritura se narra que, en su éxodo por el desierto hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén terrena, el Pueblo Elegido sufre, en un determinado momento, el ataque de serpientes venenosas que provocan la muerte entre los integrantes del Pueblo Elegido, al inyectar su veneno con su mordida. Es entonces cuando Dios le ordena a Moisés que construya una serpiente de bronce y que la levante en alto, para que todo aquel que hubiera sido mordido por las serpientes del desierto, sea curado milagrosamente. Moisés acata las órdenes de Dios y los hebreos que habían sufrido las mordeduras de las serpientes, no murieron al contemplar la serpiente de bronce y pudieron así llegar a la Tierra Prometida. En este pasaje, cada elemento representa una realidad sobrenatural relativa al misterio de la salvación en Cristo: el desierto es imagen de la vida terrena y de la historia humana; la Jerusalén terrena, meta del Pueblo Elegido, es imagen de la Jerusalén celestial, meta del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica; Moisés es imagen de Dios Padre; la serpiente en alto, que en cuanto creatura es algo bueno y solo en sentido relativo es malo al ser atribuida su imagen al ángel caído, representa a Jesucristo elevado en la cruz –es decir, la serpiente es imagen de Jesús, pero en cuanto creatura, porque en cuanto creatura es algo bueno: jamás puede la serpiente ser imagen de Jesús cuando se toma la figura de la serpiente como imagen del Ángel caído, porque allí la serpiente es algo malo y jamás puede ser, en cuanto algo malo, figura de Jesucristo, el Hombre-Dios, el Cordero Inmaculado; el poder milagroso por el cual Dios había concedido a la imagen de la serpiente de bronce la curación de los que la contemplaran, es figura de la gracia santificante, que sana el alma al quitarle el pecado y concederle la participación en la vida de Dios Trinidad; las serpientes, cuyas mordeduras son mortales, son imágenes de la Serpiente Antigua, el Demonio, Satanás y todos los ángeles del Infierno, que debido a su perfidia inyectan en los hombres el veneno letal de la soberbia, de la lujuria, de la impenitencia, de la pereza, la avaricia y de todos los pecados mortales, envenenando el corazón del hombre con el pecado de la rebelión contra Dios y sus Mandamientos; el veneno de las serpientes que provoca la muerte del cuerpo es figura del pecado, que provoca la muerte del alma. Por último, la curación obtenida milagrosamente por los que contemplaban a la serpiente de bronce elevada en alto representa a los cristianos que, de rodillas ante la Cruz de Jesucristo, contemplan sus llagas sangrantes, sus golpes, sus heridas, su Costado traspasado y así reciben de Jesús, Médico Divino, la curación de sus almas y de cualquier clase de afección desordenada.
“De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna”. Todo aquel que sienta en su corazón la mordedura mortal del pecado, que se postre de rodillas, con el corazón contrito y el espíritu humillado ante Jesús crucificado, el Cordero de Dios, prefigurado en la serpiente de bronce elevada en lo alto por Moisés, y recibirá la curación de las heridas del alma, cualquiera que estas sean. Y si Jesús, elevado en la cruz, cura las heridas del alma a todo aquel que se postra ante las representaciones suyas en la cruz, mucho más lo hará en la Santa Misa, en donde se encuentra en Persona, porque la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz. Quien se postra -quien se arrodilla- ante Jesús Eucaristía, se postra y se arrodilla ante Jesús crucificado y recibe mucho más que el milagro de la curación del cuerpo, como le sucedió a los israelitas: quien se postra, se humilla y se arrodilla ante Jesús Eucaristía, recibe el milagro inapreciable de no solo la curación de las heridas del alma, cualesquiera que estas sean, sino además la Vida eterna del Señor Jesús, contenida en la Eucaristía.


sábado, 5 de julio de 2014

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados"




(Domingo XIV - TO - Ciclo A – 2014)
         “Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio” (Mt 11, 25-30). Jesús promete, a todos los que estén “afligidos y agobiados”, que “obtendrán alivio”; la condición es “acercarse a Él”, “cargar su yugo” y “aprender de Él”, que es “paciente y humilde de corazón”. Puesto que las promesas que Jesús hace, las hace desde la cruz, alguien podría preguntarse cómo es posible que Jesús pueda conceder alivio si Él en la cruz está crucificado, y en la cruz no hay precisamente alivio, porque la cruz es un lugar de tortura; alguien podría preguntarse, si cómo es posible que, cargando la cruz de Jesús, se pueda encontrar alivio, puesto que la cruz es de madera, y el leño es muy pesado. Alguien podría decir, por lo tanto, que Jesús promete algo que parece imposible. Sin embargo, Jesús no promete nada imposible y cuando Jesús dice desde la cruz: “Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio”, es porque literalmente, quien acuda a Él, afligido y agobiado, y cargue su cruz, y quien aprenda de Él a sobrellevar la cruz con paciencia y humildad de corazón, encontrará alivio, y esto Jesús lo puede hacer, y de hecho lo hizo, lo hace y lo hará, hasta el fin de los tiempos, porque Él es el Hombre-Dios, que con su omnipotencia convierte todo y todo lo transforma, todo “lo hace nuevo”, como dice el Apocalipsis[1], y una de las cosas que hace nuevas, es el dolor y el sufrimiento humano, al cual lo transforma en salvífico y redentor, cuando es unido a su dolor en la cruz. Jesús lo hizo con todos los santos de la historia; lo hace con todo aquel que se acerque a Él, que está en la cruz, y lo hará con todos los que se le acerquen, hasta el fin de los tiempos, porque Jesús cambia, transmuta, con su poder divino, al dolor humano, por alegría, por paz, por serenidad, en la cruz. Pero es necesario que el hombre se acerque a Él en la cruz, y toque sus llagas y bese sus llagas y adore su Sangre y bese su Sangre y se deje bañar por su Sangre, que es la Sangre del Cordero de Dios. Cuando el hombre hace esto, la Sangre del Cordero, que contiene al Espíritu Santo, ingresa en el lo más profundo del ser del hombre con la gracia divina, quitando de raíz todo mal, toda perversidad, toda escoria, y concediéndole la gracia santificante, haciéndolo nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, haciéndolo partícipe de la filiación divina, haciéndolo ser hijo adoptivo de Dios, con la misma filiación divina con la cual el Hijo de Dios es Hijo de Dios desde la eternidad, y por lo tanto, haciéndolo ser partícipe también de su Pasión y de su misterio pascual de muerte y resurrección. Si el hombre se deja bañar con la Sangre de Cristo crucificado, participa de su Pasión y así su dolor se convierte en salvífico, y luego su muerte se convierte en un paso hacia la resurrección, hacia la vida eterna, hacia la eterna bienaventuranza, como lo fue la muerte de Cristo, porque si participa en la Pasión y en la cruz de Jesús, también participa luego de su Resurrección y de su gloria. Y es en esto en lo que consiste el "alivio" que promete Jesús, y no en la curación instantánea, o en la sanación o en el resolverse de los problemas.
Es por eso que la Liturgia de las Horas dice, en las Preces de las Vísperas del IIo Domingo del Tiempo Ordinario, en su Semana Décimo Cuarta: “Que los fieles vean en sus dolores, la participación a la Pasión de tu Hijo”. A partir de Jesús, los dolores del hombre, sean morales, espirituales o físicos, si son unidos a la cruz de Jesús, adquieren un valor infinito, porque se convierten en dolores salvíficos, tanto para la persona, como para sus queridos, y para muchos otros hermanos suyos, que solo Dios conoce. Esto es en sí mismo ya un alivio, porque el saber que el dolor es salvífico, constituye un alivio para el alma que sufre, porque quien sufre sabe que su dolor no es en vano, sino que sabe que, unido al dolor de Cristo en la cruz, adquiere un valor infinito, un valor que solo Dios conoce y aprecia, porque se convierte, por así decirlo, en el dolor mismo de Dios, un dolor de cruz que, por la cruz, salva a muchos de la eterna condenación.
“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados (…) Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de Mí porque soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio”. Aun cuando los dolores, sean morales, espirituales o físicos, no cesen en esta vida, sino, paradójicamente, aumenten hasta el instante último de la vida, cuando son unidos a Cristo crucificado, obtienen alivio para el alma, porque el alma sabe que, uniendo su dolor a Cristo crucificado, salva su propia alma y la de muchos de sus hermanos, y ése es un alivio celestial, un alivio que nadie en la tierra puede conceder. Ésta es la razón por la cual Jesús, en la cruz, aun cuando parece que no puede conceder alivio, concede un alivio que nadie puede dar sino Él, que es Dios crucificado y que desde la cruz, nos conduce al cielo cuando, arrodillados, abrazamos y besamos sus pies clavados en la cruz.




[1] Cfr. 21, 5.

domingo, 2 de marzo de 2014

“Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios”


“Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios” (Mc 10, 17-27). Un hombre rico pregunta a Jesús qué debe hacer para entrar en el Reino de los cielos. Jesús le dice que no debe matar, ni cometer adulterio, ni robar, ni dar falso testimonio, ni perjudicar a nadie y honrar a padre y madre”; es decir, cumplir los mandamientos. El hombre rico le contesta que “todo eso lo ha cumplido”, a lo cual le contesta Jesús que entonces le falta “una sola cosa”, que “lo venda todo”, “lo de a los pobres” y “lo siga”. Después de este consejo, el hombre rico, dice el Evangelio, “se entristece y se va apenado” porque “poseía muchos bienes”. La causa de la tristeza de su corazón era que “poseía muchos bienes”, y es lo que motiva la expresión de Jesús”: “¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios! (…) Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino Dios”.
Pareciera entonces, en un primer momento, que los ricos –materialmente hablando- están condenados de antemano y así lo entienden los discípulos, quienes “se sorprenden por estas palabras”, pero Jesús les da una esperanza ya que dice que es “difícil”, pero no imposible: “lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios, porque para Él, todo es posible”, y la posibilidad está en el mismo ejemplo que da a continuación, el “ojo de la aguja”. 
Entonces, para saber en qué dónde radica la salvación de los ricos, hay que saber en qué consiste el "ojo de la aguja". ¿De qué se trata?
El “ojo de la aguja” era una puerta estrecha y angosta, ubicada en las murallas de Jerusalén, por la cual ingresaba el redil de las ovejas, y lo hacía, obviamente, sin dificultad alguna, debido a que estaba adaptada al tamaño de las ovejas; pero si un camello quería ingresar por esta puerta, debido a la altura propia de su especie animal y debido a que venía cargado con abundante mercancías, era necesario que se arrodillara y dejara las mercancías en el suelo para poder ingresar por estas puertas, y esta es la razón de la advertencia de Jesús. 
Hecha esta aclaración, nos preguntamos: ¿qué o quién es este “ojo de aguja” en el mundo espiritual”, y quién es el camello, y qué representan las mercancías? 
El “ojo de la aguja”, por el que debe pasar el camello, es Jesús crucificado; el “camello cargado de riquezas” es el hombre pecador; las riquezas o mercancías, no son solo las riquezas materiales, sino también el pecado, porque es todo lo que impide al hombre entrar en la Jerusalén celestial. 
Es entonces ante Cristo crucificado que debe el hombre, cargado de riquezas, tanto materiales como espirituales –aquí debe entenderse la riqueza espiritual en el sentido de la soberbia, el orgullo, la ira, el apego a sí mismo, la vanidad, es decir, el pecado en general-, arrodillarse y dejar ante sus pies todo lo que le impide entrar en la Jerusalén celestial, en el cielo. En otras palabras, así como el camello debe arrodillarse y dejar las mercancías en el suelo, así el rico –el hombre cargado de riquezas, que no son las materiales, sino ante todo las espirituales, como el pecado-, debe arrodillarse y dejar todo aquello que le impide su entrada en la Jerusalén celestial, a los pies de Jesús crucificado, y así podrá entrar en el Reino de Dios. 
De esta manera, un pecador empedernido –por  ejemplo, un hombre enriquecido ilícitamente, aun cuando hubiere cometido innumerables asesinatos y crímenes-, arrodillado ante Jesús crucificado, arrepentido y con el corazón contrito y humillado, salvará su alma. Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios.


sábado, 1 de marzo de 2014

“No se puede servir a Dios y al dinero”


(Domingo VIII - TO - Ciclo A – 2014)
         “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Tanto Dios como el dinero se erigen como señores en el alma, solo que uno es legítimo –Dios-, mientras que el otro es ilegítimo –el dinero-. Ahora bien, para comprender en su dimensión sobrenatural la frase de Jesús, hay que tener en cuenta que el hombre ha sido creado por Dios y que por lo tanto hay en todo hombre un sentido innato de adoración y de reverencia y de deseo de servir a Dios, aunque por el pecado original este sentido se haya corrompido y oscurecido. Por lo tanto, lo más natural para el hombre, es adorar a Dios en su corazón, alabarlo con todo su ser y con toda su alma, amarlo con toda la intensidad y con toda la fuerza de la que es capaz su corazón, postrarse en su interior, con su alma y con su corazón, y postrarse también con su cuerpo; lo más natural y espontáneo para el hombre es arrodillarse ante Dios como signo exterior de la adoración interior, expresando con el cuerpo y con el alma todo el amor del que es capaz, al Único Dios verdadero, que es Quien lo creó y que es por Quien vive y existe.
         Pero lo contrario también es cierto: lo más anti-natural para el hombre, es rendir culto al dinero, porque el hombre no fue creado para el dinero, y esa es la razón de la advertencia de Jesús: no se puede servir a Dios y al dinero, pero no por una mera incapacidad moral, podríamos decir, sino porque el servicio del dinero, o el culto del dinero, aunque pueda parecer que proporcione al hombre una aparente felicidad temporaria, finalizada esta felicidad, que en sí misma es fugaz y pasajera, da inicio la amargura y la desdicha, porque da comienzo la ausencia de Dios, que es suma infelicidad, y es a esto a lo que quiere llegar Jesús cuando dice que “no se puede servir a Dios y al dinero”.
         “No se puede servir a Dios y al dinero”. Si el hombre nace con este sentido de adoración innata, impreso como un sello indeleble, nos preguntamos entonces, el porqué de la advertencia de Jesús, y la respuesta hay que buscarla en el Paraíso, en el momento de la Caída de Adán y Eva. La advertencia de Jesús se debe a que el Tentador, la Antigua Serpiente, al lograr hacer perder el estado de gracia, logró oscurecer este sentido de adoración innata a Dios que está impreso como un sello en todo ser humano, y puso en cambio un falso sello, un sello que es el suyo, el sello del dinero. Es por esto que el dinero es el sello del demonio, y la frase de Jesús, bien podría quedar así: “No se puede servir a Dios y al demonio” y es lo que explica que muchos santos hayan llamado al dinero: “excremento del demonio”. El demonio y el dinero están indisolublemente unidos y la prueba irrefutable de que aquel que apega su corazón al dinero en esta vida se aferra al demonio para siempre en el infierno, es Judas Iscariote, quien vendió a Nuestro Señor por treinta monedas de plata y por no querer escuchar los latidos del Corazón de Jesús y preferir el tintinear de las monedas de plata, ahora y para siempre escucha los alaridos de los condenados y los gritos horribles de Satanás.
         Ahora bien, los dos señores conceden al alma dos bien radicalmente distintos, dos glorias radicalmente opuestas: Dios concede una gloria celestial, que pasa por la cruz, el oprobio y el desprecio de los hombres; el demonio y el dinero, conceden una gloria mundana, que pasa por el aplauso de los hombres y el éxito fácil, pero que finaliza alejados de Dios para siempre. Dios concede una gloria celestial, que pasa aquí en la tierra por la pobreza de la cruz, que es la pobreza de Cristo, porque Cristo en la cruz nada material tiene, excepto aquello que le es útil para conducir a las almas al cielo: la cruz de madera, el letrero que dice: “Jesús, Rey de los judíos”, los clavos de hierro que clavan sus manos y sus pies al leño, la corona de espinas, el lienzo con el cual cubre su humanidad. Esas son sus únicas pertenencias materiales, que por otra parte, no son suyas, sino prestadas por su Padre celestial, y también por su Madre, la Virgen, ya que el lienzo es, según la Tradición, el paño con el cual se cubría la cabeza la Virgen María y que Ella se lo dio para que Jesús se cubriera cuando los soldados le quitaron las vestiduras al llegar a la cima del Monte Calvario. Dios concede una gloria celestial que es inmensamente rica, pero que antes pasa por una pobreza ignominiosa, la pobreza de la cruz, la pobreza de Cristo crucificado, que no es necesariamente una pobreza material; es una pobreza más bien de orden espiritual, aunque también se acompaña de pobreza espiritual, y que no debe confundirse con la miseria económica y moral, por eso no tiene absolutamente nada que ver con una “villa miseria”, a la que lamentablemente nos tienen acostumbrados los pésimos gobiernos de todos los signos políticos desde hace décadas y décadas.
         Por el contrario, el demonio concede al alma que se postra en adoración idolátrica y blasfema ante él, una gloria perversa y pasajera, efímera, mundana, que finaliza muy pronto, pero que deslumbra al hombre, porque está cargada de riquezas materiales, de oro, de plata, de dinero en abundancia, de lujuria, de satisfacción de las pasiones más bajas, y que cuanto más baja es la pasión satisfecha, más difícil es para el hombre verse libre de ella, y por lo tanto, más encadenado se encuentra a Satanás. El dinero es el cebo y la trampa al mismo tiempo, con el cual Satanás atrae y enlaza al hombre para encadenarlo y colocarlo bajo sus negras alas de vampiro infernal; así como el cazador coloca un trozo de carne en medio de la trampa de acero, esperando que el animal quede atrapado, así el demonio ofrece al hombre el dinero fácil, el dinero del narcotráfico, el dinero del juego ilícito, el dinero de la estafa, el dinero del tráfico de armas, el dinero de la trampa, el dinero del robo, el dinero obtenido sin trabajar, el dinero obtenido ilícitamente por el medio que sea, para atraparlo con sus filosas garras, más duras que el acero, para no soltarlo nunca jamás, para arrastrarlo consigo a la eterna oscuridad y hacerlo partícipe de su dolor, de desesperación y de su odio contra Dios. Es en esto en lo que finaliza el amor al dinero, y es esto lo que Jesús nos quiere advertir cuando nos dice: “No se puede servir a Dios y al dinero”.

         “Ante el hombre, están el bien y el mal, la vida y la muerte; lo que eso elija, eso se le dará”. Ante el hombre, está la cruz con Cristo crucificado y sus Mandamientos, y el demonio con sus mandamientos; lo que el hombre elija, eso se le dará. Ante el hombre está Dios y está el dinero, lo que el hombre elija, eso se le dará. Dios no nos obliga a elegirlo, el dinero tampoco, pero demostraríamos muy poco amor a Dios, eligiendo el dinero. Sirvamos a Cristo crucificado, el Cordero degollado por nuestra salvación, y Dios nos recompensará con una medida apretada, la vida eterna, y así podremos cantar eternamente sus misericordias.

jueves, 20 de febrero de 2014

“Ama a tus enemigos”





(Domingo VII  - TO - Ciclo A – 2014)
         “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 38-48). Este mandamiento es la prueba de que el cristianismo es una religión de origen divino, porque es un mandamiento que es imposible de cumplir con las solas fuerzas humanas. Además, es un mandamiento imposible de mandar por un líder de una religión meramente humana. Por otra parte, este mandamiento es la prueba de que la inmensa mayoría de los cristianos desconocen a Jesucristo, porque no cumplen ni siquiera mínimamente este mandamiento, ya que ante cuando se enfrentan, en la vida real, a la posibilidad real de tener que perdonar a su enemigo –ya sea por una injuria leve o grave-, los cristianos –la inmensa mayoría, aunque hay excepciones- reaccionan de modo natural, es decir, vengándose de sus enemigos, tal como lo dictaba el Antiguo Testamento: “ojo por ojo, diente por diente”. Y si puede ser “dos ojos por un ojo, y dos dientes por un diente”, mejor. Es decir, a la hora de arreglar cuentas con quien le ha hecho algún daño, el cristiano no se acuerda de las palabras de Jesús: “Ama a tu enemigo”; las palabras de Jesús, para el cristiano, no tienen ningún peso en la vida cotidiana, y esto vale tanto para el niño que está aprendiendo el Catecismo de Primera Comunión –y por lo tanto sabe el Mandamiento del Amor-, como para el que ya ha recibido la Primera Comunión, como para el adolescente, el joven, el adulto, el anciano, es decir, esto es válido para todos los católicos de todas las edades, de todas las clases sociales, de todas las razas y de todas las latitudes y de todas las naciones. A la hora de arreglar cuentas con quien lo ha ofendido, el católico deja de lado el mandato de Jesús, el mandato del Nuevo Testamento: “Ama a tus enemigos”, el mandato para el cual incluso Él le ha dado ejemplo entregando su vida en la cruz, para que sepa cómo tiene que hacer, para que no tenga excusas y no diga que “no sabía cómo tenía que obrar”, ya que Jesús entregó su vida por nosotros en la cruz para perdonarnos, siendo nosotros sus enemigos. Y sin embargo, a pesar de haber dado Jesús su vida en la cruz como ejemplo de cómo dar la vida en rescate por la humanidad, los católicos hacemos caso omiso cuando de perdonar a los enemigos se trata, y olvidándonos y no teniendo en cuenta sus palabras, echamos mano al Antiguo Testamento, a la ley maldita del Talión “ojo por ojo y diente por diente”, y hasta que no hemos satisfecho nuestra sed de venganza, no nos quedamos contentos.
“Ama a tus enemigos”. Arrodillados al pie de la cruz, debemos alzar los ojos y contemplar a Cristo crucificado, que agonizando desde la cruz nos dice: “Ama a tus enemigos; si te falta amor para amarlos, ven y tómalo de mi Corazón; ven, acércate y bébelo de mi Costado traspasado; ven, embriágate con la Sangre que brota de  mis entrañas de misericordia, mi Sagrado Corazón; apoya tus labios secos y sedientos en mi Costado abierto, es la Fuente y el Manantial de Amor que te ofrece tu Dios, bebe todo lo que quieras, sáciate de mi Amor, bebe mi Espíritu Santo, bebe el Amor de tu Dios, que te lo ofrece todo, sin reservas; embriágate, emborráchate de Amor Divino, hay de sobra, bebe hasta el fondo del Cáliz, porque no tiene fondo, es Amor Infinito y Eterno, y tu corazón, que es estrecho y pequeño, se saciará con este Amor, que es dulce y exquisito, y tendrás de sobra para amar a tu enemigo, a tus enemigos a todos tus enemigos, para perdonarle su injuria, sus injurias, todas ellas, desde las más pequeñas, hasta las más grandes e infames, porque Yo las ahogué a todas y las hice desaparecer a todas en este Vino, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que es mi Sangre, la Sangre de mi Corazón traspasado. Ven, bebe de mi Corazón traspasado, bebe del Amor Divino para que puedas amar a tus enemigos con el mismo Amor con el que Yo te amé y te amo desde la cruz y con el que te amaré por toda la eternidad, y no temas. Ama a tus enemigos con el Amor con el que te amo desde la cruz”.

martes, 28 de mayo de 2013

“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos”



“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos” (Mc 10, 32-45). Jesús anuncia a sus discípulos su próxima Pasión y luego, advertido de las peleas y discusiones entre ellos acerca de “quién sería el más grande”, les advierte que como discípulos de Él deben distinguirse de aquellos que son primeros y grandes según el mundo. Los que reciben honor y poder mundano se caracterizan por ejercer sobre sus súbditos un dominio despótico y carente no ya de caridad cristiana, sino de bondad humana, “haciendo sentir su autoridad” y “dominando a las naciones como si fueran sus dueños”. Esto se debe a que los gobernantes mundanos –no los gobernantes del mundo, sino los gobernantes mundanos, que es distinto- se guían por la ambición de poder, por la sed de dinero y por la codicia, debido a que obedecen los preceptos del Príncipe de las tinieblas, que “gobierna el mundo” (cfr. 1 Jn 5, 19). Estos gobernantes mundanos poseen una grandeza y una primacía pero de origen mundano, en el sentido peyorativo de aquello que se entiende por “mundo”, es decir, de lo que está apartado de Dios y es contrario a sus Mandamientos. Los gobernantes mundanos imitan y participan de la soberbia, el orgullo, la vanidad, la codicia y la perversión del Ángel caído, y esa es la razón de su modo despótico, autoritario, anti-humano y anti-cristiano de gobernar. Esta es la razón por la cual en el gobierno de sus súbditos se comportan como dueños de las personas, de los bienes y hasta de las naciones enteras, utilizando sus recursos como si fueran propiedad personal, sumiendo en la miseria más absoluta a grandes capas de la población. En vez de servir a los demás desde el poder político, usan a los demás como esclavos y servidores suyos, y en vez de mirar por el Bien Común de la ciudad, miran egoísta y soberbiamente solo por su propio bienestar, sin interesarse por los demás.
Por el contrario, los discípulos de Jesús, que por el solo hecho de ser discípulos ya poseen una primacía y grandeza, la primacía y grandeza de la gracia, deben caracterizarse no por la sed de poder, la avaricia, el orgullo y la codicia, sino por su espíritu de servicio y de sacrificio, ocupando, si es necesario, el último puesto, haciéndose “servidor de todos”. La razón de este comportamiento no se debe a una mera disposición moral, como si fuera un precepto a cumplir dentro de un catálogo de normas de comportamiento ejemplar: la razón por la cual el cristiano, cualquiera sea su estado y condición en la Iglesia –sacerdote, laico, religioso- debe destacarse por el espíritu de servicio y sacrificio en la humildad, es decir, sin hacer alarde de su buen obrar, es que debe imitar a Jesús, el Hombre-Dios, que por amor a los hombres vino a este mundo y sin dejar de ser Dios, se encarnó en el seno virginal de María Santísima y con su misterio pascual de muerte y resurrección obró el servicio más grande que jamás nadie podría prestar a la humanidad entera, y es la salvación eterna. Desde el inicio de su Encarnación, encarnándose como cigoto humano –no fecundado por concurso de varón, porque San José solo fue su padre adoptivo-, pasando por su vida oculta en la que lo tomaban de modo casi despectivo como “el hijo del carpintero”, y en su vida pública pasando como esclavo de sus propios Apóstoles -¡Él, que era Dios en Persona, se arrodilló como un esclavo y les lavó los pies en la Última Cena!-, hasta su muerte en Cruz, muerte dolorosa y humillante, Jesús apareció ante los ojos de los hombres –pero no a los ojos de Dios- como el último de los hombres, siendo como era, Dios en Persona y obrando la obra del más grande servicio que los hombres podrían recibir, la salvación de sus almas. La razón por la cual el discípulo de Cristo debe, en el servicio a la Iglesia –servicio por otra parte que debe ser eficaz, en el sentido de ser hecho de la mejor manera posible, y no hecho de cualquier manera, porque Jesús nos pide que seamos “perfectos, como su Padre es perfecto”-, comportarse con humildad, como el “último de todos”, es que debe imitar a su Maestro, Jesús, que fue “el primero y el servidor de todos”.
El que quiera entender de qué manera hay que cumplir este mandato de ser “el primero y el servidor de todos”, debe elevar la vista del alma y contemplar, en el amor, a Cristo crucificado.

lunes, 13 de mayo de 2013

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”


“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Antes de subir a la Cruz, Jesús deja a sus discípulos y a su Iglesia toda, un nuevo mandamiento: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Con respecto a este mandamiento, la crítica racionalista ha interpuesto tres objeciones: una, tildándolo de sensiblero, reduciendo el mandato nuevo y el cristianismo todo a la pura sensiblería; la segunda objeción, considerando al mandato nuevo como imposible de ser cumplido, puesto que Dios no puede “obligar” a alguien a amar, y mucho menos puede obligar a amar a un enemigo, tal como está comprendido en este mandamiento: “Ama a tu enemigo” (Mt 5, 43-48). Una tercera objeción sostiene que Jesús no agrega nada nuevo, puesto que el mandamiento del amor al prójimo ya estaba presente en la ley de Moisés.
Para responder a estas objeciones, hay que decir que son inconsistentes y nada tienen que ver con el núcleo del mandato de Jesús y que la comprensión sobrenatural del mandamiento nuevo, también sobrenatural, se obtiene en la contemplación de Cristo crucificado.
Es Cristo crucificado quien da la medida, el alcance y la cualidad substancial del Amor sobrenatural con el que se debe vivir este mandamiento.
A la primera objeción, hay que responder que el Amor con el que se debe amar al prójimo –incluido, y en primer lugar, a aquel que es nuestro enemigo-, es el Amor de Cristo crucificado, un Amor que a primera vista, está muy lejos de ser meramente “sensiblero” o puramente afectivo, puesto que la sensiblería o la mera afectación sensible se contraponen de modo radical con la Cruz. Un amor meramente sensible o afectivo rechaza radicalmente la Cruz, y por eso no es con este amor con el cual hay que vivir el mandamiento nuevo de Jesús.
A la segunda objeción, interpuesta por Sigmund Freud-, de que Dios no puede obligar a nadie a amar, hay que responder que no es verdad, porque Dios, que “es Amor” (1 Jn 4, 8), ha creado al hombre “a imagen y semejanza suya” (Gn 1, 26ss), lo cual quiere decir que ha creado al hombre con capacidad de amar, y de tal manera, que esta capacidad no le es extraña, sino que forma parte de su esencia, porque es de la esencia del hombre conocer y amar. Por lo tanto, Dios sí puede “obligar” o mandar al hombre a amar a su prójimo, porque en realidad no lo está “obligando” o “mandando”, sino que le está “indicando” o “aconsejando” que actúe según la única forma en la que el hombre puede actuar, según el designio divino. De todos modos, el hombre permanece siempre libre, ya que la libertad es tal vez la imagen más patente que de Dios lleva en sí mismo el hombre. Sin embargo, si el hombre no ama, y en vez de eso, odia, ahí sí está haciendo un acto anti-natural para él, porque Dios no lo creó para el odio, sino para el amor. Dios sí puede “obligar” al hombre a no odiar, en el sentido de prohibirle dicha actividad, que le es contrario a su naturaleza y, como todo lo anti-natural, le provoca un gran daño.
A la tercera objeción, hay que responder que Jesús agrega un mandato nuevo, porque la cualidad del Amor con el que manda amar es substantivamente diferente al amor con el que Yahvéh mandaba amar en el Antiguo Testamento. Según este mandamiento, los israelitas debían amar a sus prójimos pero con un amor humano, puramente natural, y ese no es el amor con el cual Jesús manda amar. Jesús da una indicación de este Amor cualitativamente diferente cuando dice: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, y Él nos ha amado con su Amor, que es el Amor infinitamente perfecto del Hombre-Dios; es un Amor humano-divino: humano, porque surge de su naturaleza humana perfectísima, la naturaleza humana asumida en el seno de María Virgen por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; divino, porque es el Amor que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad espira, junto a Dios Padre, desde la eternidad: el Espíritu Santo. Es decir, Jesús nos ama con un amor completamente nuevo, su Amor humano-divino de Hombre-Dios, y por eso el mandamiento es radicalmente nuevo. Pero es también nuevo porque este Amor conduce a la Cruz y se manifiesta en la Cruz en su máximo esplendor y potencia, porque solo un Amor de origen celestial, perfectísimo, sobrenatural, como el de Cristo Jesús, puede llevar a dar la vida “por los amigos” (cfr. Jn 15, 13), pero también “por los enemigos” (cfr. Mt 5, 43-48), como lo hace Jesús, porque muere por toda la humanidad, que era  enemiga de Dios por el pecado. Ningún amor puramente humano, por más perfecto que sea, conduce a dar la vida, y menos en la Cruz, por los enemigos, y por eso Jesús crucificado es la prueba irrefutable de que el Amor con el que nos amó, y con el cual nos manda amar entre nosotros, es el Amor de Dios.
“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Solo en la contemplación de Cristo crucificado puede ser comprendido y vivido el mandamiento nuevo del amor.

viernes, 5 de abril de 2013

El sentido sobrenatural de la Fiesta de la Divina Misericordia se aprende contemplando, de rodillas, a Cristo crucificado



(Ciclo C – 2013)

Fiesta de la Divina Misericordia
(Ciclo C – 2013)
En sus apariciones como Jesús Misericordioso, el Señor le dijo a Sor Faustina: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer domingo después de la Pascua de Resurrección; ese domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” (Diario, 49). En otra ocasión, expresó su deseo así: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699).
Jesús le dice a Santa Faustina que desea que el primer domingo después de Pascua se celebre solemnemente la fiesta de la Divina Misericordia en la Iglesia, y este pedido lo llevó a cabo el Santo Padre Juan Pablo II durante la canonización de Sor Faustina Kowalska, utilizando una enigmática frase: “En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”.
Ahora bien, este pedido de Jesús, de celebrar la Fiesta de la  Divina Misericordia, no solo no es comprendido por el mundo -lo cual es lógico y comprensible, desde el momento en que el mundo está apartado de Dios-, sino ante todo no es comprendido, al menos en su real dimensión, por los mismos cristianos, porque tenemos tendencia a reducir siempre las cosas de Dios al nivel de nuestra pobre y limitada razón humana. Es así que muchos piensan que la Fiesta de la Divina Misericordia es una fiesta litúrgica más, como tantas otras, tal vez un poco especial, pero nada más que una “fiesta litúrgica”, lo cual en la práctica, para cientos de miles de personas, no significa nada. En otras palabras, ni en el mundo, alejado de Dios, ni en la Iglesia, se alcanza a vislumbrar el inmenso misterio de Amor divino que esta festividad litúrgica encierra. ¿Cómo hacer para apreciar esta Fiesta en su dimensión sobrenatural? ¿Cómo hacer para aprovechar el tesoro de gracia infinito que esta Fiesta encierra?
Para poder comprender en su sentido sobrenatural último a esta festividad es necesario contemplar primero el crucifijo y pedir la gracia de poder apreciar, en primer lugar, la inmensidad del pecado de deicidio cometidos por todos y cada uno de los hombres, con nuestros pecados, para luego poder apreciar la inmensidad del perdón divino manifestado en Cristo crucificado. Esto quiere decir que la Fiesta de la Divina Misericordia no se comprende ni se aprecia en su verdadero y último significado, sino es a la luz de la Cruz de Jesús, porque Jesús recibe el castigo que merecen nuestros pecados -todos, desde el más leve hasta el más grave- pero, en vez de pedir el justo castigo por nuestros pecados -incluido el primero y el más horrible de todos, el deicidio-, Jesús ora al Padre pidiendo clemencia y misericordia al decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), y el fruto de esa oración es el derramarse de la Divina Misericordia sobre las almas, a través de la Sangre de su Corazón traspasado.
         La contemplación de Cristo crucificado nos debe conducir entonces a la toma de conciencia, gracia de Dios mediante, del poder destructor del pecado que anida en el corazón humano. Cada golpe recibido por Jesucristo, cada insulto, cada flagelo, cada espina de su corona, cada herida abierta y sangrante, cada una de sus heridas, todas y cada una de ellas, está causada por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres de todos los tiempos. El pecado, que es insensible para el hombre –el hombre peca leve o mortalmente, y continúa su vida como si nada hubiera pasado-, tiene consecuencias a todo nivel –en la persona que lo comete, en la sociedad, en la Creación-, pero también tiene consecuencias en el Hombre-Dios Jesucristo, y para saber cuáles son esas consecuencias, no tiene otra cosa que hacer que contemplar a Cristo crucificado.
Si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de las obras malas hechas con las manos –asesinatos, homicidios, violencias de todo tipo, robo, sacrilegios, profanaciones- no tiene más que hacer que mirar las manos de Jesús perforadas por los clavos de hierro, y el que así se hace, se dará cuenta que son las obras malas de sus propias manos las que clavaron las de Jesús; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pasos dados con malicia, de los pasos dados para obrar el mal, de los pasos dirigidos para cometer asesinatos, robos, violencias, hurtos, profanaciones, traiciones, adulterios, fornicaciones, sólo tiene que mirar los pies de Jesús atravesados por un grueso clavo de hierro, y el que así contempla se dará cuenta que al menos uno de todos los martillazos dados a los pies de Jesús, es debido a los pasos realizados para cometer un pecado; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los malos pensamientos, de los pensamientos de odio, de venganza, de traición, de calumnias, de ofensas, de prejuicios malintencionados; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pensamientos de la literatura anti-cristiana, de la ciencia mal encaminada y dirigida contra Dios y la creación de sus manos, la vida humana, como los avances científicos mal aplicados, dirigidos a destruir la vida humana, como el aborto, la eutanasia, la eugenesia, y todas las aberraciones de la bioética; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias del pecado de la discordia entre los esposos, entre los hermanos, entre los amigos, entre los enemigos; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los planes criminales que conducen a la guerra por odio cainita contra el hermano, sólo tiene que contemplar las espinas de la corona de espinas de Jesús, una por una, y entre tantas, el que contempla encontrará una o más de una que ha sido clavada por él mismo, con sus propios malos pensamientos; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados contra la carne, los pecados de los programas televisivos y de la música anti-cristiana que incitan, sobre todo a los jóvenes, a la sensualidad, al erotismo, a la satisfacción de las más bajas pasiones; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de las leyes inmorales, las leyes que incitan a la contra-natura y a la destrucción de la persona humana al incitarla a la rebelión al plan original de Dios, que la pensó o varón o mujer, sólo tiene que contemplar la espalda de Jesús, destrozada por la tempestad de latigazos que los verdugos descargaron sobre Él, y el que contemple la flagelación de Jesús, comprenderá que sus propios pecados de la carne son los causantes de la tempestad de golpes que se abaten sobre Jesús; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados contra Dios Trino y su majestad y bondad, contra su Iglesia, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, contra los representantes de la Iglesia, el Papa, los sacerdotes, los religiosos y los laicos, pecados que consisten en la calumnia, la difamación, la injuria, la blasfemia, y la propagación de toda clase de mentiras y falsedades por los medios de comunicación social; pecados que buscan destruir la Iglesia, el papado, el sacerdocio ministerial y toda forma de culto público a Dios; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los ataques contra la Eucaristía y los dogmas de la Iglesia -entre los cuales, los más atacados son los dogmas de la Virgen María como Madre de Dios, como Inmaculada Concepción y como la Llena de gracia-; si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de siquiera aceptar mínimamente estos sacrilegios, al callar cobardemente y no saber defender el honor de Dios y de su Iglesia, lo único que tiene que hacer es contemplar el rostro desfigurado, golpeado, lívido, amoratado, cubierto de sangre y de barro de Jesús crucificado, y el que así contemple el rostro de Jesús, descubrirá cuántas veces ha callado por cobardía, convirtiéndose, con su silencio cómplice, cuando no con su cooperación al mal, en cómplice de quienes buscan destruir la Iglesia y borrar el nombre de Dios y su Cristo de la faz de la tierra y de la mente y de los corazones de los hombres. Si alguien quiere saber cuáles son las consecuencias de los pecados del espíritu y del corazón, del rechazo a la Cruz de Jesús y a los planes de Dios, y cuáles son las consecuencias del pecado que es traicionar al Amor de Dios –infidelidades matrimoniales, infidelidades sacerdotales, noviazgos impuros-, sólo tiene que contemplar el Costado traspasado de Jesús, de donde fluye la Sangre que brota de su Sagrado Corazón.
Es esto lo que Isaías quiere decir cuando dice: “Fue herido por nuestras iniquidades, molido por nuestras culpas (...) sus heridas nos han curado” (53, 5): Jesús recibió en su Cuerpo humano, físico, real, el durísimo castigo que la Justicia Divina tenía preparado para todos y cada uno de los pecados nuestros, de los pecados de todos los hombres; con su sacrificio en Cruz satisfizo a la Justicia Divina, de modo que a Dios no le quedaba otra opción, por así decirlo, que descargar sobre los hombres, en vez de la ira divina, la Divina Misericordia, y esto lo hizo al ser traspasado el Sagrado Corazón de Jesús.
“Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699). Quien no se reconoce pecador, quien no se reconoce como autor de las heridas que recibió Jesús en la Cruz y que lo llevaron a su muerte, no puede ni siquiera vislumbrar mínimamente la magnitud y el alcance del perdón y del Amor divino que implica la Fiesta de la Divina Misericordia. Sólo quien se reconoce pecador, puede disfrutar plenamente de esta Fiesta celestial, Fiesta que tiene en la Confesión sacramental y en la Eucaristía su más grandiosa manifestación. Sólo quien se reconoce pecador, tiene derecho a la Misericordia Divina: “los más grandes pecadores son los que más derecho tienen a mi Misericordia”.
El sentido sobrenatural de la Fiesta de la Divina Misericordia se aprende arrodillado al pie de la Cruz.

martes, 5 de marzo de 2013

“El que cumpla y enseñe los Mandamientos será considerado grande en el Reino de los cielos”



“El que cumpla y enseñe los Mandamientos será considerado grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19). Los criterios de Jesús están en contraposición con los criterios del mundo: mientras el mundo considera insignificantes a quienes enseñan los Mandamientos de Dios y castiga relegando a quienes lo hacen, el Cielo, por el contrario, los considera “grandes”, elogiándolos y premiándolos, aunque no en esta vida, sino en la otra.
El motivo es que el mundo se rige por una escala de valores -o, más bien, de anti-valores- que se contraponen radicalmente a los valores evangélicos: para el mundo, los Mandamientos de la ley de Dios no cuentan para nada, porque el mundo se rige con los criterios del materialismo y del culto al poder, a la sensualidad, al éxito, a la apariencia, al egoísmo, al dinero y a la violencia.
Esto quiere decir que en el mundo triunfa quien muestra más ambición por el dinero, o quien muestra más astucia mundana para alcanzar puestos de poder, o quien se muestra más despiadado para con su prójimo, ya que para subir en la escala del mundo se necesita dejar de lado la compasión y la misericordia. El mundo premia a los que se muestran inmisericordiosos, avaros, hedonistas, materialistas, inescrupulosos, ávidos de riquezas ajenas.
Contrariamente ocurre en la Iglesia: quien más se acerca al ideal del Buen Samaritano que es Cristo, quien más viva la santa pobreza de la Cruz, quien más se esfuerce por imitar a Cristo casto, puro, inocente, misericordioso, y de esa manera enseñe, con el ejemplo de su vida, los Mandamientos de Dios, ese tal será considerado “grande” en el Reino de los cielos.
Sin embargo, lo malo se da cuando la Iglesia –o mejor, los hombres de la Iglesia-, en vez de iluminar al mundo y hacerlo participar de los valores evangélicos, abandona a estos para adoptar, mimética y acríticamente, los valores mundanos. Esto sucede cuando se piensa en la Iglesia como una Organización No Gubernamental –religiosa, solidaria, sí, pero ONG- y no como Cuerpo Místico de Cristo; esto sucede cuando en la Iglesia se adoptan los criterios mercantilistas mundanos que la convierten en una empresa, mientras se dejan de lado los criterios evangélicos. Así, la Iglesia se guía por parámetros que nada tienen que ver con Dios, como por ejemplo, la “eficacia” o “no eficacia”, la “conveniencia” o “no conveniencia”, la “rentabilidad” o “no rentabilidad”, en vez de aplicar los criterios evangélicos en la resolución de los problemas concretos que a diario se presentan, como por ejemplo, la caridad o amor sobrenatural a Dios y al prójimo expresados en la parábola del Buen Samaritano.
El problema no es que el mundo se rija por criterios no evangélicos, porque precisamente el mundo es el mundo y no es el cielo; el problema se da cuando la Iglesia –sus integrantes, los bautizados-, llamada a convertir el mundo en un anticipo del cielo a través del amor misericordioso de sus integrantes, se olvida de esta misión y adopta criterios mundanos y anti-evangélicos que se alejan en un sentido diametralmente opuesto a las enseñanzas de Jesús.
“El que cumpla y enseñe los Mandamientos será considerado grande en el Reino de los cielos”. El filósofo ateo Nietzsche decía erróneamente que el cristianismo era una “religión de esclavos”; sin embargo, Jesús no suprime nuestro deseo de grandeza, como tendría que hacerlo si fuera una religión de esclavos: todo lo contrario, nos anima a ser grandes, pero en el cielo, para lo cual debemos desechar los criterios mundanos y vivir los criterios evangélicos ser humildes en la tierra y predicar y enseñar, con el ejemplo de vida, sus Mandamientos, lo cual se consigue únicamente en la imitación de Cristo crucificado, pobre, casto, puro, misericordioso.