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jueves, 3 de julio de 2025

“El Reino de Dios está cerca”

 


(Domingo XIV - TO - Ciclo C - 2025)

“El Reino de Dios está cerca” (cfr. Lc 10, 1-20). Jesús nos revela que “el Reino de Dios está cerca”. Frente a esta revelación, debemos preguntarnos lo siguiente: cuán cercano está ese Reino, en qué consiste el Reino de Dios, quién es el Rey de este Reino y cuál es la riqueza que nos trae este Rey Divino, porque de lo contrario no podremos sacar provecho de lo que Dios quiere darnos con su Reino.

Para comenzar a responder a estas preguntas tenemos que saber, ante todo, que el Reino de Dios es espiritual y por eso no tiene una ubicación geográfica, como los reinos de la tierra, y por esto es que no se puede decir “está aquí” o “está allí”, y por esa razón no tiene un lugar determinado, no tiene fronteras físicas. Es un reino principalmente espiritual y lo que es espiritual, no tiene límites físicos: el Reino de Dios es la presencia de la gracia en el alma del bautizado que dan los sacramentos, es una presencia  espiritual, y por eso es que allí donde reina la gracia, allí está el Reino de Dios. Esta es la primera consideración que debemos hacer cuando Jesús nos dice que “el Reino de Dios está cerca”, el considerar que está cerca, tan cerca del alma que está en estado de gracia, porque ahí está el Reino de Dios, en esa alma en gracia, porque el Reino de Dios consiste en la presencia de la gracia santificante en el alma del bautizado. La otra consideración, más importante todavía, sobre el Reino de Dios, es quién es el Rey del Reino de Dios y cuál es la riqueza de ese Rey, porque la riqueza del Rey es inseparable del Rey, porque si el Reino de Dios está cerca, también está cerca el Rey de ese Reino y la riqueza que este Rey viene a traer.

En este sentido, las palabras de Cristo: “El Reino de Dios está cerca”, deben alegrarnos desde un inicio, porque al traernos su Reino a la tierra, Dios ha querido venir a visitarnos en su Hijo Jesús, porque Jesús es el Rey del Reino de Dios y con Jesús, Dios nos dona toda la riqueza divina, que es infinita y eterna: su gracia santificante, su vida divina, su amor celestial, su paz y su Misericordia Divina.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús, y es para nosotros una maravillosa noticia, pero lo más maravilloso de la llegada del Reino es que, no solo viene el Reino de Dios al alma, sino que viene el mismo Rey en Persona, Cristo Jesús y el mismo Rey en Persona es el Tesoro Inagotable de la Divinidad para la humanidad. Es decir, más que la llegada del Reino, la Buena Noticia para la humanidad es la Llegada del Rey del Reino, Cristo Jesús, en Quien se encuentran todos los tesoros de la Divinidad, al Ser Él Dios Hijo en Persona.

Es por esto que, para apreciar el don del Reino de Dios, nos conviene hacer una comparación del Rey del Reino de Dios con los reyes de la tierra, porque el Rey del Reino de Dios es el verdadero don del cielo, el verdadero don del Reino de Dios. Con relación al Rey de este Reino, también es diferente a los reyes de la tierra: estos últimos reinan desde tronos de marfil, y coronados con coronas de oro y plata, incrustadas en diamantes y toda clase de piedras preciosas. El Rey del Reino de Dios, Jesucristo, no reina desde un trono de oro y plata, sino desde un trono muy distinto, un trono que tiene forma de cruz, porque Jesucristo reina desde el madero de la cruz, y coronado de espinas. Los reyes de la tierra tienen cetros de ébano y marfil, signos visibles de su poderío terreno y tiránico; el cetro del Rey Jesús está formado por los clavos que sujetan sus brazos, y el escabel lo forman los clavos de hierro que atraviesan sus Sagrados Pies. Los reyes de la tierra se cubren con mantos regios de púrpura y lino finísimo; en cambio, el manto regio de este Rey Divino no es de seda ni está bordado con hilos de plata: el manto sagrado que cubre a este Rey del Cielo, Cristo Jesús, es de color rojo, el rojo sangre, porque su Cuerpo Sacratísimo está cubierto con su Sangre Preciosísima que brota a borbotones de todas sus heridas abiertas y sangrantes. Los reyes de la tierra están rodeados por una corte de aduladores, que alaban y cortejan al rey, aun cuando este rey sea cruel y cometa atrocidades; en cambio, el Rey del Cielo, Jesucristo, tiene por corte a una multitud enceguecida por el pecado y por Satanás, que pide desaforadamente su muerte y su crucifixión, aun cuando este Rey solo quiere dar su Vida Divina para salvarlos a ellos, a los mismos que piden su muerte.

Los reyes de la tierra basan su poder en las riquezas materiales: cuantas más riquezas, cuanto más oro, cuanta más plata, cuantas más tierras posea un rey terreno, tanto más aparentará poder y tanto más será respetado por el mundo. El Rey del Cielo, Jesucristo, aunque en la cruz aparece como despojado de todo tipo de riquezas, es sin embargo el Creador y el Dueño del universo, tanto visible como invisible; a Él le pertenecen todos los hombres, todas las almas, todos los ángeles, todas las potestades y principados del Cielo y por eso, más que ser un rey poderoso, es Dios, que es Rey y es Omnipotente. Y aún cuando Jesús esté crucificado, con su Cuerpo llagado, con sus heridas abiertas y sangrantes, agonizando; aún cuando parezca el último de los hombres y el más indefenso de todos, aún así, Cristo Crucificado es el Hombre-Dios, es Dios Hijo del Eterno Padre, es Dios Eterno, Creador del mundo visible e invisible, Creador de los hombres y de los ángeles y por eso mismo es Rey de Cielos y Tierra y su poder es infinitamente inmenso, inimaginablemente grandioso. Por esto, Cristo es rico, pero su mayor riqueza no proviene de su Creación; su mayor riqueza no consiste en los planetas, en los universos y en los ángeles: su mayor riqueza se encuentra dentro de Él, en su Sagrado Corazón; su riqueza es su gracia y su gracia está contenida, como si fuera un preciosísimo tesoro -es la “perla escondida de gran valor” de la que habla el Evangelio-, en su Sangre Preciosísima.

Otra diferencia con los reyes de la tierra es que cuando estos últimos desean agasajar a sus súbditos, o cuando quieren premiarlos o festejarlos, mandan a que sus arcones, sus cajas fuertes, que contienen oro y plata, diamantes y rubíes, sean abiertas, para ser repartidos para alegría de todos. Pero en el caso del Rey del Cielo, Jesucristo, cuando Él quiere agasajarnos, aun cuando no tenemos ningún mérito para ser agasajados por Él, lo que hace, no es abrir un cofre de tesoros, para sacar un metal dorado como el oro: Él nos agasaja con algo que es imposible de valorar, por ser tan infinitamente grande su valor; Él nos agasaja con un tesoro de valor incalculable, que vale infinitamente más que miles de toneladas de oro y de plata y este tesoro es su Sagrado Corazón, su Preciosísima Sangre, en la Sagrada Eucaristía y así nos colma de dicha, de felicidad, de alegría y de amor sobrenatural, imposibles de ser alcanzados con las riquezas de la tierra.

El arcón en donde se resguarda este divino tesoro se abre en el momento en el cual el Sagrado Corazón de Jesús es traspasado por la lanza del soldado romano; en ese momento, su Preciosísima Sangre se derrama, como un océano inextinguible, sobre las almas de los hombres pecadores, inundando a estas almas con su gracia y su misericordia. El oro de este Rey del Cielo es entonces su Sangre Preciosísima, derramada sobre la humanidad toda en el momento en el que el frío hierro de la lanza del soldado romano atraviesa su Costado, abriendo una brecha sagrada en su Sagrado Corazón. De esta manera es como, desde el corazón abierto del Rey celestial, Cristo Jesús, surge el tesoro de valor incalculable para los hombres: la Sangre Divina del Cordero, vehículo de la divina gracia, Sangre que es recogida con piedad, amor y fervor por su Esposa Mística, la Iglesia, en cada Santa Misa, en cada Cáliz del altar eucarístico.

Al ser atravesado el Sagrado Corazón de Jesús, se abre desde entonces, para toda la humanidad, la Puerta de los cielos, y así abierta, derrama el tesoro de la Divina Misericordia sobre todos los hombres, colmándolos de la gracia y de la Misericordia Divina. El tesoro más preciado para la humanidad no son montañas de oro y plata, sino la Sangre Preciosísima del Corazón de Jesús, vertida desde el Calvario una vez en la historia y cada vez en cada Santa Misa. La Sangre del Cordero, vertida en el Calvario y recogida en el cáliz de la Santa Misa, es el tesoro más preciado de todos los tesoros imaginables para el hombre, porque quita los pecados, satisface a la Ira Divina y nos concede la filiación divina y la participación en la Vida Divina Trinitaria.

Entonces, un signo palpable de la presencia del Reino de Dios en la tierra es el poseer la Iglesia, Esposa Mística del Cordero, la Sangre Preciosísima del Hijo de Dios, Jesucristo, que desde su Sagrado Corazón traspasado se recoge en el Cáliz del altar, para luego ser derramada en los corazones de los que aman a Jesús y lo reciben en gracia, con fe, piedad y amor.

Pero otro signo de la presencia del Reino de Dios es la presencia del Adversario de Dios, el Demonio, quien precisamente desea, en su odio deicida, arrebatar a las almas de los hombres, destinadas a forma parte del Reino de los cielos, para conducirlas al Infierno eterno. Jesús nos advierte acerca de la presencia del Demonio entre los hombres, en la tierra: “Vi a Satanás caer como un relámpago”, advierte Jesús. Esta advertencia la hace Jesús porque el Demonio, que es “la mona de Dios”, quiere imitar en todo a Dios y así como Dios tiene su Reino celestial, así el Demonio establece su reino infernal en la tierra, para atraer a los hombres y conducirlos al Infierno. El corazón del hombre, de cada hombre, es el terreno en donde se libra una batalla espiritual en el que tanto el Reino de Dios como el reino del Demonio, quieren implantar sus banderas. Pero es el hombre, en última instancia, quien decide a qué Reino quiere pertenecer, si al Reino de Dios, o al reino del Demonio. Si queremos pertenecer al Reino de Dios, entonces debemos suplicarle a la Virgen que sea Ella quien clave en nuestros corazones el estandarte ensangrentado de la Santa Cruz, el emblema del Rey de los cielos, Cristo Jesús, y el estandarte celeste y blanco que representa a su Inmaculada Concepción.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús y nosotros nos preguntamos cuán cerca está este Reino celestial. La respuesta es que está cerca, muy cerca, más cerca de lo que nos imaginamos: el Reino de Dios está en Cristo crucificado; está en el prójimo; está en la confesión sacramental, que nos concede la gracia santificante, pero sobre todo el Reino de Dios está en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Rey del Reino de Dios, en Persona. El Reino de Dios está cerca, muy cerca, está en la Eucaristía.

 

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


 


(Ciclo B – 2024)

         “Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el rey’”” (Lc 23, 35-43). La Iglesia Católica finaliza el ciclo litúrgico con Solemnidad de Cristo Rey, es decir, reconociendo al Hombre-Dios Jesucristo como Rey del universo, tanto visible como invisible. Por esta razón nosotros, los católicos, que reconocemos a Cristo como Rey, debemos preguntarnos: ¿Dónde reina nuestro Rey? (también tenemos que preguntarnos dónde quiere venir a reinar). Porque allí donde esté nuestro Rey, allí debemos ir los católicos a rendirle el homenaje de nuestro corazón, el amor de nuestra adoración. La respuesta es que Cristo, al ser Dios, al ser el Cordero de Dios, ante quien se postran en adoración los ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6), reina en los cielos eternos; Cristo también reina en la Eucaristía, porque la Eucaristía no es un simple trocito de pan bendecido, sino que es ese mismo Cordero de Dios, el mismo que es adorado por ángeles y santos, que está oculto en la apariencia de pan, para ser adorado por quienes, lejos de estar en el cielo, se encuentran en la tierra, en el tiempo y en el espacio, reconociéndose pecadores, y sin embargo aun así, con su nada y su pecado, lo aman y se postran en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en el leño de la Cruz, según la inscripción mandada a escribir por Poncio Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (Lc 23, 35-43), y así también lo canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”, “Reina el Señor en el madero”, “Reina Cristo en el madero, en el leño de la Santa Cruz”. Cristo reina también en la Santa Misa, cuando desciende con su Cruz gloriosa en el momento de la consagración, acompañado de la Virgen y rodeado de legiones de ángeles y santos, para dejar su Cuerpo en la Eucaristía y su Sangre en el Cáliz y es por eso que la Santa Misa es el lugar y el tiempo de adorar a Nuestro Rey, Cristo Jesús. 

           Luego, cuando queremos saber dónde quiere venir a reinar Nuestro Rey, la respuesta es que Cristo Jesús quiere reinar en los corazones de los hombres, de todos los hombres del mundo, de todos los tiempos, y es por eso que quiere ser entronizado en sus corazones. Siendo Él el Rey del universo visible e invisible y teniendo todo en sus manos, habiendo salido toda la Creación de sus manos, lo único que desea sin embargo es el corazón de cada ser humano; desea amar y ser amado por el corazón de cada hombre y así se lo manifestó a Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo, ¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cuando contemplamos la Creación, nos asombramos por la perfección -científica y artística- con la que fue hecha y podríamos pensar que a nuestro Rey le basta con tener bajo sus pies a toda la Creación, pero no es así: Cristo Dios no se deleita con los planetas, con las estrellas, y tampoco con los ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, y así viene a Encarnarse en el seno de la Virgen, viene a morir en la Cruz del Calvario, derrama su Sangre en el Cáliz, deja su Cuerpo y su Sagrado Corazón en la Eucaristía, para que lo recibamos con amor y para que recibamos su Amor, pero sin embargo, a causa de nuestra ceguera y de nuestra indiferencia y frialdad, Nuestro Rey Jesús se ve privado de ese deleite cuando su trono, que es nuestro corazón, está ocupado por alguien o algo que no es Él; cuando nuestro corazón, que solo tiene espacio para un amor, o Cristo o el mundo, prefiere al mundo y a sus banalidades en vez de a Cristo y al Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Jesús quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones para así darnos el Amor de su Sagrado Corazón, pero para que seamos capaces de entronizar a Cristo Jesús y de amarlo exclusivamente a Él y solo a Él, debemos antes humillarnos ante Jesús y reconocerlo como a nuestro Dios, nuestro Rey y Salvador, como único modo de poder desterrar de nuestro corazón a los ídolos mundanos, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo, que ocupan el lugar que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo Rey. Es necesario “morir a nosotros mismos”, es decir, es necesario reconocer que necesitamos ser regenerados por la gracia, nacer de nuevo por la gracia, para que estemos en grado de entronizar a Cristo Jesús como a Nuestro Rey y de amarlo y de adorarlo como solo Él se lo merece.

         Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, reina en la Santa Misa y quiere venir a reinar en nuestros corazones, pero para que Él pueda reinar en nuestros corazones, debemos ante todo desalojar y destronar a los falsos ídolos entronizados en nuestros corazones por nosotros mismos y que ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de todos estos falsos ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”. Este falso ídolo, que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el puesto que sólo le corresponde a Cristo Rey. Cuando no reina Cristo, reina nuestro “yo” y nos damos cuenta de que reina ese tirano que es nuestro propio “yo” cuando, a los Mandamientos de Cristo –perdona setenta veces siete; ama a tus enemigos; sé misericordioso; carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso y humilde de corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni perdonamos ni pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos nuestra cruz de todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las bienaventuranzas, somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa manera, demostramos que quien reina y manda en nuestros corazones somos nosotros mismos, y no Cristo Rey, que por naturaleza, por derecho y por conquista, es nuestro Rey.

         Al conmemorar por medio de la Solemnidad litúrgica a Cristo Rey del Universo, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo, dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la adoración y el amor que sólo Él se merece.

 



[1] http://www.corazones.org/santos/gertrudis_grande.htm


sábado, 6 de julio de 2024

“¿Qué sabiduría le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María”


 


(Domingo XIV - TO - Ciclo B - 2024)

         “¿Qué sabiduría le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María” (Mc 6, 1-6). La multitud que escucha a Jesús y que también es testigo de sus milagros -resurrección de muertos, multiplicación de panes y peces, expulsión de demonios- es protagonista de una paradoja: son testigos de su sabiduría y de sus milagros, que hablan de la divinidad de Jesús pero, al mismo tiempo, no pueden establecer la conexión que hay entre esa sabiduría y esos milagros con Jesús, ya que si lo hicieran, no dudarían, ni por un instante, de que Jesús es Quien Él dice ser, el Hijo de Dios encarnado.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Las palabras de los vecinos de Jesús reflejan lo que constituye uno de los más grandes peligros para la fe: el acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, lo grandioso, lo desconocido, lo que viene de Dios. Tienen delante suyo al Hombre-Dios, a Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que obra milagros, signos y prodigiosos portentosos, jamás vistos entre los hombres, y desconfían de Jesús; tienen delante suyo a la Sabiduría encarnada, a la Palabra del Padre, al Verbo eterno de Dios, que ilumina las tinieblas del mundo con sus enseñanzas, y se preguntan de dónde le viene esta sabiduría, si no es otro que “Jesús el carpintero, el hijo de María”.

El problema del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, es que está ocasionado por la incredulidad, y la incredulidad, a su vez, no deja lugar para el asombro, que es la apertura de la mente y del alma al don divino: el incrédulo no aprecia lo que lo supera; el incrédulo desprecia lo que se eleva más allá de sus estrechísimos límites mentales, espirituales y humanos; el incrédulo, al ser deslumbrado por el brillante destello del Ser divino, se molesta por el destello en vez de asombrarse por la manifestación y en vez de agradecerla, trata de acomodar todo al rastrero horizonte de su espíritu mezquino.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”. La pregunta refleja el colmo de la incredulidad, porque en vez de asombrarse no solo por la Sabiduría divina de las palabras de Jesús, sino por el hecho de que la Sabiduría se haya encarnado en Jesús, se preguntan retóricamente por el origen de Jesús, como diciendo: “Es imposible que un carpintero, ignorante, como es el hijo de María, pueda decir estas cosas”.

Lo mismo que sucedió con Jesús, hace dos mil años, sucede todos los días con la Eucaristía y la Santa Misa: la mayoría de los cristianos tiene delante suyo al mismo y único Santo Sacrificio del Altar, la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, y continúan sus vidas como si nada hubiera pasado; asisten al Nuevo Monte Calvario, el Nuevo Gólgota, en donde el Hombre-Dios derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía, y siguen preocupados por los asuntos de la tierra; asisten al espectáculo más grandioso que jamás los cielos y la tierra podrían contemplar, el sacrificio del Cordero místico, la muerte y resurrección de Jesucristo en el altar, y continúan preocupados por el mundo; asisten, junto a ángeles y santos, a la obra más grandiosa que jamás Dios Trino pueda hacer, la Santa Misa, y están pensando en los afanes y trabajos cotidianos.

El acostumbramiento a la Santa Misa hace que se pierda de vista la majestuosa grandiosidad del Santo Sacramento del Altar, que esconde a Dios en la apariencia de pan, y es la razón por la cual los niños y los jóvenes, apenas terminada la instrucción catequética, abandonen para siempre la Santa Misa; es la razón por la que los adultos se cansen de un rito al que consideran vacío y rutinario, y lo abandonen, anteponiendo a la Misa los asuntos del mundo.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”, preguntan incrédulamente -y neciamente- los contemporáneos de Jesús, dejando pasar de largo y haciendo oídos sordos a la Sabiduría divina encarnada. “¿No es acaso la Misa, la de todos los domingos, la que no sirve para nada?”. Se dicen incrédulamente -y neciamente- los cristianos, dejando a la Sabiduría encarnada en el altar, haciendo vano su descenso de los cielos a la Eucaristía.

Para no caer en la misma incredulidad y necedad, imploremos la gracia no solo de no cometer el mismo error, sino ante todo de recibir la gracia de asombrarnos ante la más grandiosa manifestación del Amor divino, la Sagrada Eucaristía, Cristo Jesús, el Señor.

 

 


domingo, 31 de marzo de 2024

"Mi palabra no penetra en ustedes"

 


“Ustedes tratan de matarme porque mi palabra no penetra en ustedes” (Jn 8, 31-42). Jesús les reprocha duramente a los judíos su incredulidad; siendo Dios Veraz, no puede callar ninguna de las faltas que los judíos cometen contra Él y si Jesús les reprocha en la cara, es por el bien de los judíos, por su salvación. ¿Qué es lo que les reprocha Jesús? Jesús les dice que ellos “no son fieles a la Palabra de Dios; son esclavos del pecado y del error; no tienen por padre a Abraham porque no creen en Él, que es el Hijo de Dios; tratan de matar a Jesús solo porque Jesús les dice la verdad que Él ha oído de Dios: Él es la Sabiduría del Padre, en Jesús está todo el Saber Omnisciente del Padre y por eso quien escucha a Jesús escucha al Padre, pero quien niega que Jesús es el Hijo del Padre, niega al Padre y no tiene a Dios por Padre, tal como hacen los judíos”.

Los judíos pensaban que por el solo hecho de ser descendientes de Abraham, estaban ya en la Verdad Absoluta de Dios y eso era así hasta la Llegada de Jesús: cuando Jesús llega, se completa la auto-revelación de Dios en Cristo Jesús como Uno y Trino; es decir, si hasta Jesús los judíos creían y así lo era, que Dios era Uno, ahora Jesús les dice que ese Dios Uno en el que ellos creen, es Uno y Trino, que es Trinidad de Personas, que en Dios hay una sola naturaleza y Tres Personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y que el Hijo, que es Él, ha venido para rescatarlos del pecado, para sacarlos del error y de la esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte, pero los judíos, obstinados en su error, se niegan a aceptar a Jesús como Quien dice Ser, Dios Hijo encarnado y por eso se colocan del lado del Adversario de Dios, del lado de Satanás. Por esta negación de Jesús, Jesús les dirá que el padre de ellos es el Demonio y que su sinagoga es “sinagoga de Satanás”; de esta manera, el enfrentamiento entre los judíos y Jesús se hace definitivo e irreversible, pero no por culpa de Jesús, sino por culpa de los propios judíos, quienes se obstinan en su ceguera voluntaria. Tal como les dice Jesús, “Si Dios fuera su Padre, el Padre de los judíos, ellos lo amarían, porque Jesús viene de Dios Padre; no viene por Sí mismo, sino porque el Padre lo envió”. Y lo envió para salvarlos a ellos y a todos los hombres, pero la ceguera impide cualquier intento salvífico de Jesús, ya que la salvación es ofrecida libremente por Jesús, pero también debe ser aceptada libremente y por amor.

“Ustedes tratan de matarme porque mi palabra no penetra en ustedes”. No solo los judíos dan muerte a Jesús con su incredulidad; también nosotros, los católicos, los miembros del Nuevo Pueblo Elegido, damos cruel muerte de cruz a Jesús, toda vez que elegimos el pecado en vez de su gracia; toda vez que elegimos los mandamientos de Satanás y no los Mandamientos de la Ley de Dios; toda vez que elegimos vivir como paganos y no como cristianos. Si somos hijos de la Luz Eterna, Cristo Jesús, comportémonos entonces como hijos de la Luz y dejemos para siempre las obras de los hijos de las tinieblas y solo así tendremos en nosotros la Vida Eterna del Corazón Eucarístico de Jesús.

jueves, 7 de marzo de 2024

“Si expulso demonios, es porque ha llegado el Reino de Dios”


 


“Si expulso demonios, es porque ha llegado el Reino de Dios” (Lc 11, 14-23). Jesús expulsa a un demonio mudo -el exorcista P. Fortea clasifica a los demonios en “mudos” y “hablantes”-, el cual provocaba que el hombre no hablara (no es que el hombre fuera mudo, sino que el demonio hacía que el hombre no hablara). Los fariseos le piden a Jesús una señal que les indique que expulsa demonios con el poder del Espíritu de Dios y no con el poder del espíritu maligno. En su respuesta, Jesús les hace ver que Él expulsa a los demonios con el poder divino, ya que si lo hiciera con el poder de Satanás, sería como si Satanás se debilitara a sí mismo; como esto no es posible, es obvio que Él expulsa a los demonios con el poder de Dios. Esto, a su vez, se vuelve una grave acusación contra los fariseos: si ellos se han colocado contra Jesús cuando arroja un demonio y si Jesús es Dios que con su poder arroja un demonio y así indica la llegada del Reino de los cielos, ¿no es esto una señal de que los fariseos se han puesto del lado de Satanás, cuyo reinado Nuestro Señor ha venido a destruir? Es por esto que Jesús les dirá luego: “raza de víboras” y “Sinagoga de Satanás”, y esto último no en un sentido figurado sino real, porque los fariseos, habiendo rechazado al Único y Verdadero Dios, Cristo Jesús, se han puesto del lado de Satanás y lo han convertido en su dios.

Entonces, Jesús es Dios y expulsa a los demonios con el poder de Dios; los fariseos, al ponerse en contra de Jesús, demuestran que se ponen en contra de Dios y del lado de Satanás y por eso Jesús les dice “Sinagoga de Satanás”, una gravísima acusación para quienes públicamente afirmaban y se mostraban como siendo hombres de Dios.

“Si expulso demonios, es porque ha llegado el Reino de Dios”. El episodio del Evangelio se traslada hasta nuestros días, hasta nuestra Iglesia, por el siguiente motivo: el poder exorcístico de la Iglesia, ejercido a través del sacerdocio ministerial, el cual participa del sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, es señal de que el Reino de Dios ha llegado a nosotros y es señal de que la Iglesia Católica es la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero. Pero es señal entonces de lo opuesto, de que todo lo que no es la Iglesia Católica, no es de Cristo y pertenece al Maligno, a Satanás, al Ángel caído, como todo lo que integra la Nueva Era, la Religión del Anticristo y esto lo deben tener muy en cuenta sobre todo los católicos que practican yoga, reiki, channeling o canalización de espíritus, que no es otra cosa que el antiguo espiritismo, esoterismo, Wicca o brujería “moderna”, coaching, constelaciones familiares, etc.-, porque quienes esto hacen -los católicos que practican estas cosas-, al igual que hacían los fariseos en tiempo de Jesús, que se ponían del lado del maligno, quienes practican -los católicos que practican estas cosas- las prácticas neo-paganas de la Nueva Era, se ponen del lado del Adversario de Cristo, Satanás.


sábado, 31 de diciembre de 2022

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

 



(Ciclo A – 2022 – 2023)

          La Iglesia Católica celebra la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, al inicio del año civil, por dos razones. Por un lado, porque la solemnidad está en estrecha e íntima relación con la Navidad, desde el momento en que la Virgen es Aquella que hace posible la Navidad: con su “Sí” al anuncio del Ángel, la Virgen permite que el Espíritu Santo deposite, en su seno virginal, al Verbo de Dios Encarnado, para llevarlo consigo durante nueve meses y darlo a luz en la gruta de Belén. De esta manera la Iglesia, al colocar a esta solemnidad a continuación de la celebración de la Navidad, da una continuidad a la Navidad, puesto que la esencia de la Navidad consiste en el misterio de la Encarnación del Verbo y de su Nacimiento virginal y milagroso para redimir a la humanidad por medio de su Santo Sacrificio en la Cruz. Si la Virgen no fuera, al mismo tiempo que Virgen, Madre de Dios Hijo encarnado, la Navidad no tendría sentido de ser.

          A su vez, la Virgen es Madre de Dios en un sentido real y no figurado, metafórico o simbólico ya que, como afirma Santo Tomás de Aquino, se llama “madre” a la mujer que da a luz a una persona y la Virgen da a luz -milagrosamente, no como un parto humano natural- a una Persona, la Segunda de la Trinidad, la Palabra del Padre, el Verbo de Dios, que si bien es eterno y por esto su Ser divino trinitario no tiene principio ni fin, nace a su vez en el tiempo con la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, humanidad que Él creó inmaculada y a la que santificó al unirla hipostáticamente a su Persona. Por esta razón, por el hecho de dar a luz en el tiempo a la Persona eterna de la Santísima Trinidad, la Segunda Persona, Dios Hijo, la Virgen es, al mismo tiempo que Virgen, Madre de Dios.

          La segunda razón por la cual la Santa Iglesia coloca esta solemnidad, al inicio del año civil, es para que sus hijos, es decir, los católicos, consagremos el año que se inicia -con un “Salve” rezado frente a la imagen de la Virgen, por ejemplo- al Inmaculado Corazón de María, de manera tal que todo el año terreno que nos toque vivir esté bajo el amparo y el cuidado maternal de nuestra Madre del Cielo. Entonces, en el primer segundo del Año Nuevo, no festejemos de modo pagano, no celebremos el paso del tiempo solo por celebrar, puesto que el tiempo sin Dios es de temer y no es para celebrar; lo que da sentido a la celebración del paso del tiempo es que consagremos el nuevo tiempo que se inicia, al Inmaculado Corazón de María, que es el Portal de la Luz Eterna, Cristo Jesús; en otras palabras, consagrando al Corazón de María el nuevo año que inicia, viviremos el tiempo terreno unidos a la Eternidad en Persona, Cristo Jesús. Y esto sí es motivo para festejar.

jueves, 21 de octubre de 2021

“¿Es verdad que son pocos los que se salvan?”

 


“¿Es verdad que son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 22-30). Le preguntan a Jesús si “es verdad que son pocos los que se salvan” y Jesús no responde directamente, sino mediante la imagen de la puerta estrecha y con la imagen de un dueño de casa que se levanta y cierra la puerta, dejando afuera, no a cualquiera, sino a quienes aparentemente eran hombres de Dios y dedicados a la religión y al templo: Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’. Pero él les responderá: ‘No sé quiénes son ustedes’. La imagen que utiliza Jesús desconcierta a los fariseos, los escribas y los doctores de la Ley, porque es a ellos a quienes se refiere Jesús implícitamente, ya que ellos eran los que en teoría debían estar preparados para cuando llegue el Mesías. Sin embargo, cuando llegó el Mesías, Cristo Jesús, los fariseos, los escribas, los doctores de la ley y también la gran mayoría de los que seguían sus enseñanzas, rechazó al Mesías en la Persona divina de Jesús, la Segunda de la Trinidad, encarnada en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. En el Día del Juicio Final, Jesús les dirá que no los conoce, de la misma forma a como ellos eligieron no reconocerlo como al Mesías, como al Hijo de Dios encarnado. Es importante tener en cuenta que quienes queden fuera del Reino serán aquellos que, en teoría, en esta vida, estaban más cerca de Dios y de su templo, porque esto es lo que se deduce de lo que dirán los condenados: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él replicará: ‘Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal’. Entonces, quedarán afuera los que, aparentando ser hombres religiosos, sin embargo obraban el mal: “Apártense de Mí los que hacen el mal”.

“¿Es verdad que son pocos los que se salvan?”. Con su respuesta, lo que Jesús quiere hacer ver es que serán pocos los que se salvan, si es que no cambian de corazón y dejan de practicar el mal. Es decir, para un católico, no basta con acudir al templo; no basta con practicar exteriormente la religión católica; no basta con recibir superficial y mecánicamente a la Eucaristía: hay que hacer todo esto, pero al mismo tiempo, se debe buscar la conversión del corazón, que es una conversión eucarística, porque el Dios hacia el cual hay que dirigir el alma es Cristo Eucaristía. Sólo si buscamos con fe y con amor la conversión eucarística, estaremos seguros de que, por la Misericordia Divina, entraremos en el Reino de los cielos.

 

jueves, 18 de marzo de 2021

“La Verdad los hará libres”

 


“La Verdad los hará libres” (Jn 8, 31-42). Jesús revela algo, a los “hijos de Abraham”, que los conmueve profundamente desde el punto de vista espiritual: les dice, por un lado, que son esclavos del Demonio, y por otro lado, que son esclavos del pecado y que de ambas esclavitudes sólo los puede salvar Él, que es la Verdad de Dios Encarnada. En otras palabras, los “hijos de Abraham” no se consideraban a sí mismos como esclavos de nadie y mucho menos del Demonio y del pecado, por el hecho de ser “hijos de Abraham”, por eso las palabras de Jesús los conmueve profundamente. Lo que los hijos de Abraham ignoran o pasan por alto es que sí son esclavos, por causa del pecado original de Adán y Eva, del Demonio y del pecado y esta doble esclavitud, de orden eminentemente espiritual, no puede ser destruida ni anulada por ninguna fuerza creatural, sea el hombre o un ángel, sino sólo por Dios. Y lo que tampoco  saben –o mejor dicho, no quieren saber, porque se niegan voluntariamente a reconocerlo- es que quien les está hablando, Jesús de Nazareth, es Aquel que tiene el poder de liberarlos de esta doble esclavitud, por cuanto Jesús es Dios Hijo encarnado. En cuanto Dios Hijo, Jesús es la Verdad Eterna de Dios, porque Dios es la Verdad en Sí misma y es esta Verdad la única que puede liberarlos de la esclavitud del Demonio, que es el “Padre de la mentira”, porque la Verdad destruye a la mentira y mucho más la Verdad Eterna y Absoluta de Dios destruye la mentira personificada que es Satanás, el Ángel caído; también, al ser la Verdad Eterna de Dios, Jesús es el Único que puede destruir el pecado, porque el pecado consiste en la malicia y la falsedad de creerse el hombre que es dios de sí mismo: al revelar la Verdad de Dios, Jesús destruye la mentira del pecado, que ensalza al hombre como su propio dios y coloca, en el centro del corazón del hombre y en el centro de la Creación, a Dios Uno y Trino, Creador, Salvador y Santificador.

“La Verdad los hará libres”. Los hijos de Abraham son esclavos del Demonio y del pecado y el Único que puede liberarlos de esa doble esclavitud es Cristo, Verdad Eterna de Dios encarnada. La misma situación cabe para nosotros, que por el Bautismo somos hijos adoptivos de Dios: si aun siendo hijos adoptivos de Dios, no creemos en Cristo Jesús, Verdad Eterna de Dios, seremos esclavos del Demonio y del pecado. Sólo Cristo Dios, Verdad Eterna del Padre, hará que dejemos de vivir en la esclavitud de los hijos de Abraham y que vivamos en la libertad de la gracia, la libertad de los hijos de Dios y de la Iglesia Católica.

 

domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 4

 



(Ciclo B – 2020)

         Además de sus padres –la Virgen y Madre de Dios, María Santísima y San José, su Padre adoptivo-, los primeros seres humanos que se acercaron al Pesebre de Belén para ver al Niño recién nacidos, fueron los pastores. Estos se encontraban realizando su labor de pastoreo cuando fueron visitados por los ángeles, quienes les avisaron que en el Portal de Belén, recostado en una cuna, se encontraba el Redentor y Salvador de los hombres, Cristo Jesús. Haciendo caso del Anuncio recibido de los ángeles, los pastores fueron hasta la gruta, en donde encontraron al Niño, a su Madre y a su Padre, según les habían dicho los ángeles. Es importante considerar la figura de los pastores, porque ellos tienen mucho para enseñarnos en nuestra Fe: ante todo, no acuden al Pesebre movidos por la curiosidad, ni por mera casualidad, sino que lo hacen obedeciendo al Anuncio de los ángeles, lo cual demuestra que no sólo creían en los Ángeles, sino que también creían en el Mesías, lo cual quiere decir que leían con frecuencia la Palabra de Dios y que estaban atentos a la Llegada del Salvador, todo lo cual demuestra una gran fe en la Palabra de Dios y un gran amor a Dios. Por otra parte, lo que hacen los Pastores, al llegar al Pesebre, es postrarse en adoración ante el Niño Dios, lo cual significa que sus almas están llenas de fe católica: están iluminados interiormente por el Espíritu Santo, de modo que saben y reconocen que ese niño no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, la Palabra de Dios encarnada, que se manifiesta ante ellos como un Niño, pero es Dios. Es decir, la Palabra de Dios que ellos leían y en la que creían, ahora se encarna en el Cuerpo de un Niño y ellos adoran a la Palabra de Dios encarnada, el Niño de Belén. Los Pastores, entonces, mientras realizan sus tareas cotidianas, reciben, de parte de los Ángeles, el anuncio de que la Palabra de Dios se ha encarnado y se manifiesta a los hombres como un pequeño Niño en el Portal de Belén y acuden presurosos a adorar al Niño de Belén: a imitación suya, también nosotros cumplamos con nuestro deber de estado y, guiados por la Santa Iglesia, acudamos al Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, para adorar al Redentor de los hombres, Cristo Jesús, que si en Belén se manifestaba a través del cuerpo de un Niño recién nacido, a nosotros se nos manifiesta, con su Cuerpo resucitado, en la apariencia de pan, la Sagrada Eucaristía. Y a ejemplo de los Pastores, también nosotros adoremos a la Palabra de Dios encarnada, Jesús Eucaristía, postrándonos ante su Presencia.

sábado, 24 de octubre de 2020

“La casa de ustedes quedará abandonada”

 


“La casa de ustedes quedará abandonada” (Lc 13, 31-35). Unos fariseos se acercan a Jesús para advertirle que debe abandonar Jerusalén, pues Herodes lo está buscando para matarlo: “Vete de aquí, porque Herodes quiere matarte”. Jesús, a su vez, le envía un mensaje a Herodes, de que Él no se irá de Jerusalén, sino que seguirá “sanando y expulsando demonios”, al tiempo que anuncia veladamente los tres días de su Pasión, Muerte y Resurrección: “Vayan a decirle a ese zorro que seguiré expulsando demonios y haciendo curaciones hoy y mañana, y que al tercer día terminaré mi obra”.

Pero además de anunciar su misterio pascual de muerte y resurrección, Jesús lanza, también veladamente, una profecía acerca de la destrucción del Templo y de la ciudad de Jerusalén –algo que ocurrió efectivamente en el año 70 d. C., al ser arrasada la Ciudad Santa por las tropas romanas-, como consecuencia del rechazo de Jerusalén hacia el Mesías: “La casa de ustedes quedará vacía”. Al rechazar al Mesías y condenarlo a la muerte en cruz, Jerusalén sella su destino, porque por sí misma decide, libremente, quedar sin la protección divina frente a sus enemigos y efectivamente así sucederá, porque será arrasada hasta sus cimientos.

“La casa de ustedes quedará abandonada”. Tanto el Templo, como la Ciudad Santa, Jerusalén, que rechazan al Mesías, son figura del alma que rechaza a Jesús como a su Salvador, quedando así a la merced de sus enemigos naturales, los hombres y sus enemigos preternaturales, los ángeles caídos. El velo del Templo partido en dos y la ciudad sitiada y arrasada, son figura por lo tanto del alma que abandona el Camino de la Cruz y que se encamina por senderos oscuros que la alejan cada vez más de Dios y el Redentor, Cristo Jesús. Tengamos presente esta realidad y pidamos la gracia de no abandonar nunca el Camino Real de la Cruz, que conduce al Cielo, y de no apartarnos nunca de nuestro Salvador y Redentor, Cristo Jesús en la Eucaristía.

jueves, 9 de abril de 2020

Domingo de Pascuas de Resurrección


Resurrección de Jesús - Wikipedia, la enciclopedia libre

(Ciclo A – 2020)

        El Cuerpo Sacratísimo de Nuestro Señor Jesucristo yace, durante la tarde y la noche del Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, tendido fría losa del oscuro sepulcro. En el sepulcro en el que está sepultado el Cuerpo del Señor reinan, desde que se selló la entrada con la piedra, sólo el silencio y la oscuridad. El sepulcro es nuevo y esto es una prefiguración de la resurrección: no podía, el Vencedor de la Muerte, yacer en un sepulcro ya usado, en el que hedor de la muerte había impregnado sus paredes. El hecho de que el sepulcro sea nuevo, simboliza el hecho de que el Cuerpo de Jesús no habría de descomponerse; anticipa la maravillosa Resurrección del Domingo, porque que sea nuevo significa que el hedor de la muerte jamás habría de tomar contacto con el Cuerpo del Señor, porque Él habría de resucitar, derrotando a la Muerte para siempre.
          La Resurrección del Señor ocurrió de la siguiente manera: en horas de la madrugada del tercer día, es decir, del Domingo, apareció una luz resplandeciente a la altura del Sagrado Corazón; esta luz, al principio tenue pero que iba aumentando su luminosidad con gran rapidez, puesto que era una luz viva, originada en el Ser divino trinitario de Nuestro Señor Jesucristo, a medida que iluminaba el Cuerpo de Jesús, le iba comunicando la vida gloriosa que como Dios Hijo poseía desde la eternidad. Así esta luz, cuyo esplendor era más radiante que miles de millones de soles juntos, inundó, desde el Corazón de Jesús, todo su Cuerpo, devolviéndolo a la vida, pero no a la vida terrena que tenía antes de morir, sino a la vida de la gloria qeue tenía desde toda la eternidad. De esta manera, el silencio del sepulcro fue reemplazado por el sonido de los latidos del Corazón de Jesús, mientras que la oscuridad fue reemplazada por la luz brillantísima de la gloria de Dios que emanaba de su Cuerpo, antes yaciente en la loza del sepulcro y ahora de pie, vivo y glorioso. La luz que dio vida al Cuerpo muerto de Jesús era una luz que no provenía desde fuera de Jesús, sino de Sí mismo, de su Ser divino trinitario y es por esta luz que Jesús, estando muerto, resucitó al tercer día. Era Él mismo quien se daba a Sí mismo la vida, la luz y la gloria que poseía desde la eternidad, según sus propias palabras: “Nadie me quita la vida; Yo la doy voluntariamente; tengo autoridad para darla y tengo autoridad para tomarla” (Jn 10, 18). La intensidad de la luz que resucitó a Jesús fue tan poderosa que dejó impreso en el lienzo que cubría a Jesús -la Sábana Santa- la imagen de Jesús en el momento exacto anterior a la Resurrección, al mismo tiempo que convertía al Cuerpo terreno y humano de Jesús en un Cuerpo con su materia glorificada, quedando su Cuerpo luminoso, radiante, espiritual, inmortal y lleno de la gloria de Dios[1].
         Según la Tradición, fue con este Cuerpo glorioso y lleno de la vida de Dios, con el que Jesús se apareció, antes que a cualquier discípulo, a su Madre amantísima, la Virgen Santísima, como justo premio por haber Ella acompañado su agonía en la cruz el Viernes Santo y por haber participado místicamente de su misterio salvífico de muerte y resurrección. Después de aparecerse resucitado a su Madre, se apareció, según las Escrituras, a las Santas Mujeres y a los Apóstoles. La visión de su Cuerpo glorioso, radiante, lleno de la luz y de la gloria divina, provocó “asombro”, “estupor”, alegría”, y “gozo”, entre sus discípulos y amigos, causándoles tal grade de alegría sobrenatural, que no podían articular palabra.
          Lo que también causa asombro y alegría es el hecho de que el día Domingo y todo día Domingo, es partícipe del divino resplandor que brotó del Ser trinitario de Jesús y que iluminando y dando vida a su Corazón, iluminó y dio vida divina a todo su Cuerpo. Por esta razón es que el Domingo se llama “Día del Señor” y es la razón por la cual la Iglesia prescribe la asistencia a la Misa Dominical -bajo pena de pecado mortal-, porque el asistir a Misa el Domingo es asistir no sólo al Sacrificio de Jesús en la Cruz, sino también a su gloriosa Resurrección. Desde la Resurrección, Jesús ya no está tendido y muerto en la fría loza del sepulcro, sino que está de pie, vivo, glorioso, lleno de la luz y de la vida divina, en la Sagrada Eucaristía, en cada sagrario.
          La Resurrección de Jesús no finaliza el Domingo de Resurrección: cada vez que se consagra la Eucaristía, se prolonga su Resurrección, de modo que Jesús está en la Eucaristía como lo estuvo el día de la Resurrección: vivo, glorioso, con su Cuerpo luminoso oculto a los ojos del cuerpo, pero visible a los ojos de la fe. Y este hecho es tan sorprendente y maravilloso como la misma Resurrección. Por último, Jesús Eucaristía quiere venir a nuestros corazones para que, cuando llegue el momento de pasar de esta vida a la otra, nuestros cuerpos también sean como el suyo: radiantes, gloriosos, luminosos, llenos de la vida eterna del Cordero de Dios.





[1] http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p122a5p2_sp.html

domingo, 5 de abril de 2020

Domingo de Ramos

Qué pasó el Domingo de ramos? Acá te lo explicamos

(Ciclo A – 2020)

          El Domingo de Ramos, toda la ciudad de Jerusalén, sin excluir ninguno de sus habitantes, se enteran de la llegada de Jesús y salen todos recibirlo con palmas, con cantos de alabanza, de alegría y de aleluyas. Sucede que todos han recibido, en mayor o menor medida, dones, milagros y gracias de Jesús; todos recuerdan lo que Jesús ha hecho por ellos y es por esto que salen, agradecidos, a aclamar a Cristo como Rey Y Mesías. Jesús no viene montado en un corcel blanco, como hacen los grandes reyes y emperadores, sino que viene montado en un humilde borrico; aún así, los habitantes de la ciudad de Jerusalén abren las puertas de la Ciudad Santa y aclaman y reconoce a Jesucristo como a su Mesías, como a su Rey y como a su Señor. A su paso, agitan palmas, en reconocimiento y además tienden sus túnicas al paso de su rey. El clima es festivo, alegre, y todos cantan y danzan de alegría en honor a su Rey y Señor. Todos, sin excepción, recuerdan los innumerables dones y gracias que han recibido de Jesús, lo han visto hacer milagros que sólo Dios puede hacer y es por eso que están todos contentos y alegres de reconocerlo y abrirle las puertas de la Ciudad Santa para que ingrese su Mesías y Rey.
          Sin embargo, sólo una semana después, la situación cambiará radical y substancialmente: la multitud que lo hosanaba, la multitud que lo aclamaba, la multitud que le abría las puertas de la Ciudad Santa y que lo reconocía como a su Rey y Señor, ahora, el Viernes Santo, menos de una semana después, no solo ya no lo aclama como a su Rey, sino que, llenándolo de insultos y de oprobios, lo condena a la muerte más humillante y dolorosa que jamás ha existido, la muerte en cruz. Súbitamente -desde niños hasta ancianos-, todos parecen haber olvidado los beneficios que Jesús les ha concedido y han sido invadidos por un espíritu de odio que los conduce a sentenciarlo a muerte y a expulsarlo de la Ciudad Santa, cargando con una cruz.
          ¿Qué es lo que explica este cambio de actitud de la multitud? ¿Por qué el Domingo de Ramos lo aclama como a su Rey y Señor y el Viernes Santo lo expulsa, cargado de insultos y con la cruz a cuestas, a la muerte más oprobiosa?
          La respuesta la encontramos si reemplazamos a la escena del Domingo de Ramos, elementos naturales, por elementos sobrenaturales. Así, la multitud que integra la Ciudad de Jerusalén, el Pueblo Elegido, son los bautizados en la Iglesia Católica, el Nuevo Pueblo Elegido; los milagros y dones recibidos por los habitantes de Jerusalén son el Bautismo sacramental, la Eucaristía, la Confirmación, la Confesión de los pecados y todas las gracias y dones que de Cristo Jesús recibe cada alma de un católico; los habitantes de Jerusalén que hosannan a Jesús y le abren las puertas de la Ciudad Santa, son los católicos en gracia, que abren las puertas de sus corazones y lo entronizan como a su Rey y Señor en sus corazones; los habitantes de Jerusalén que el Viernes Santo condenan a muerte a Jesús y lo expulsan de la Ciudad Santa, son los católicos que por el pecado, han despreciado la gracia y por lo tanto a Jesús como Rey de sus vidas y han elegido en cambio el reinado del pecado en sus corazones. La expulsión de Jesús de la Ciudad Santa el Viernes Santo, es la expulsión de Jesús del alma en pecado, que por el pecado lo destrona de su corazón y en su reemplazo, coloca al pecado.
          Al conmemorar el Domingo de Ramos, en cierta medida también participamos del mismo; hagamos el propósito de que nuestras almas y corazones sean como la Ciudad Santa el Domingo de Ramos, que por la gracia aclama a Jesús como a su Rey y Señor y no permitamos que por el pecado sea expulsado de nuestras almas.

miércoles, 1 de abril de 2020

“La Verdad os hará libres”



“La Verdad os hará libres” (Jn 8, 31-42). Jesús afirma que “la Verdad” nos hará libres; esto quiere decir que no solo existe una Verdad Absoluta, objetiva, sino que mientras no estemos en la Verdad, no somos libres, sino esclavos. Ahora bien, ¿de qué verdad se trata? No se trata de una verdad cualquiera, sino de la Verdad Absoluta, la Verdad de Dios y esa Verdad, que es la Sabiduría de Dios, no hay que ir a buscarla más allá del sol: esa Verdad Absoluta, objetiva, que está fuera del espíritu humano y que Es en sí misma, es Jesús de Nazareth, Dios Hijo encarnado, porque Él es la Sabiduría y la Verdad de Dios encarnadas. Que la Verdad nos haga libre quiere decir entonces que Jesús nos hace libres; por contraposición, el pecado nos hace esclavos; entonces, quien sigue a Jesús, es libre; quien no lo sigue, es esclavo de sus pasiones y por lo tanto del pecado.
“La Verdad os hará libres”. Jesús es la Verdad Absoluta de Dios que nos hace libres y para conseguir esa libertad lo único que debemos hacer es seguirlo a Él, cada día, por el Camino Real de la Cruz, cumpliendo los Mandamientos de la Ley de Dios, procurando vivir en gracia y evitar el pecado y todo lo que nos aleje de Dios. De esta manera experimentaremos la verdadera libertad, la libertad de los hijos de Dios, la libertad de los hijos de la Verdad, Cristo Jesús.

lunes, 9 de marzo de 2020

“El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”



(Domingo III - TC - Ciclo A – 2020)

          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed” (Jn 4, 5-42). Mientras Jesús está sentado al borde del manantial, se acerca una mujer samaritana para sacar agua. Mientras la mujer está en la tarea de sacar agua, Jesús le dice: “Dame de beber”. La mujer se sorprende, porque siendo hebreo de raza, Jesús le dirige la palabra, cuando en ese entonces ni hebreos ni samaritanos se dirigían la palabra. Ante el asombro de la mujer, Jesús le dice: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva”. En otras palabras, Jesús le dice: “Si supieras que Yo Soy el Hombre-Dios y que poseo el agua viva que es la gracia santificante, tú me pedirías de beber”. Es decir, Jesús en cuanto Hombre tiene sed y por eso le pide de beber a la samaritana, pero en cuanto Dios, Él es la Gracia Increada, simbolizada en el agua, y es por eso que, también en cuanto Dios, Él es el que participa de esta gracia al alma, es decir, da de beber al alma el agua de la vida eterna, que es la gracia santificante. Si la mujer samaritana supiera que Él es la Fuente Increada del Agua viva que es la gracia santificante, sería ella la que le pediría de beber a Jesús. Entonces, Jesús, al ser el Hombre-Dios, es la Fuente Increada del Agua de la vida, la gracia santificante, que ha venido a este mundo para saciar la sed que de Dios tiene toda alma, desde el momento en que toda alma es creada por Dios. Al ser creada por Dios, el alma es creada para Dios, para saciarse en Él y es por eso que el alma padece de sed ardiente del Dios Verdadero, desde el momento en que es creada y el Único que puede satisfacer esta sed, es el Hombre-Dios, Jesús de Nazareth, porque Él es la Fuente del Agua viva, Él es la Gracia Increada y la fuente de toda gracia participada.
          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”. La sed corporal, que se sacia con el agua terrena, es figura de la sed espiritual, de la sed de Dios que toda alma tiene, desde el momento mismo en que es creada. Esa sed espiritual sólo puede ser saciada por Dios mismo en Persona y es esta sed la que Jesús ha venido a calmar, al darnos la gracia santificante. Quien recibe el Agua viva de Jesús, la gracia que viene a través de los sacramentos, no vuelve a tener sed del Dios Verdadero, porque al estar en gracia, su corazón se convierte en una fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. No sucede así con quienes pretenden saciar la sed de Dios con dioses falsos, con cualquier dios que no sea Cristo Jesús: estos tales sufren de sed espiritual, porque no tienen el Agua viva que es la gracia, la que Jesús nos conquista con su sacrificio en cruz.
          “El que beba del agua que Yo le daré, jamás tendrá sed”. Los católicos somos los seres más afortunados del mundo, pues hemos recibido, con el Bautismo Sacramental, no solo la verdadera fe, sino el Agua viva que brota del Costado traspasado de Jesús, la gracia santificante y es por eso que no tenemos sed de dioses falsos, porque nuestra sed de Dios se satisface sobreabundantemente con la gracia de Cristo Jesús. Si la mujer samaritana puede considerarse afortunada porque Jesús le reveló que Él era la Fuente del Agua viva, nosotros podemos considerarnos infinitamente más afortunados, porque por la gracia, ha convertido nuestros corazones en otras tantas fuentes de Agua viva que saltan hasta la eternidad. Con la gracia santificante, Cristo Jesús sacia nuestra sed de Dios, en el tiempo y en la eternidad y es por eso que el católico que vive en gracia, jamás tiene sed de Dios, porque su sed está saciada con la gracia y el Amor de Cristo Jesús.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Santa Misa de Nochebuena 24 de diciembre de 2019


Resultado de imagen de la adoracion de los magos

          Cuando describen el nacimiento milagroso de Jesús en Belén, los Padres de la Iglesia recurren a la siguiente imagen: el Nacimiento fue como cuando un rayo de luz de sol atraviesa un cristal. Así como el rayo de luz deja al cristal intacto antes, durante y después de atravesarlo, así sucede con Jesús Niño saliendo milagrosamente del seno virginal de María, por lo cual la Virgen es Virgen antes, durante y después del parto. De la misma manera a como un rayo de luz atraviesa el cristal y lo deja intacto, así el Hijo del eterno Padre, Jesucristo, atravesó el seno virginal de María para materializarse en el cuerpo de un niño humano, dejando intacta la virginidad de su Madre. Para los Padres de la Iglesia, el Nacimiento de Jesús fue milagroso por un doble camino: por la concepción virginal de María y por el parto virginal y porque esa luz que brotó del seno de la Virgen es una luz sobrenatural, celestial, divina, no de este mundo, desconocida para los ojos de las creaturas. La luz que emanó del seno de la Virgen Madre es la luz eterna que el Padre emanó de su seno en la eternidad, dando origen al Verbo de Dios; es la luz eterna que en el cielo ilumina a ángeles y bienaventurados; es la luz eterna que se llama Jesús, Emmanuel, Dios con nosotros.
Jesús es luz y luz eterna pero no en un sentido metafórico sino real, porque es la luz eterna proveniente de Dios Padre, que es luz, como lo dice el evangelista Juan: “Dios es luz” y como es Dios, esa luz es divina y eterna. Jesús es luz porque proviene de Dios Padre, que es luz: Dios Padre genera de su propio ser divino trinitario y de su propia substancia, una luz divina, que brota desde la eternidad –como de una fuente eterna-de su corazón de Padre y es por esta razón que en el Credo decimos de Jesucristo que es “Dios de Dios, Luz de Luz”, y es la Luz que es la “lámpara de la Jerusalén celestial”, en donde habitan las legiones de ángeles y santos que adorna a la Trinidad por los siglos sin fin.
          La descripción que hacen los Padres del nacimiento de Jesús como el de un rayo de luz que atraviesa el cristal, es para indicar no solo la virginidad de María, sino también para significar el misterio inabarcable e inefable que supone el nacimiento temporal y terreno del Hijo eterno y celestial de Dios Padre.
          En el Evangelio de Juan se describe a Jesús como luz que proviene del cielo, del Padre, que es Dios y vino a este mundo para iluminarlo, porque este mundo estaba en tinieblas desde el pecado original: “El Verbo era Dios (...) el Verbo era la luz (...) la luz vino al mundo y las tinieblas no lo reconocieron”. El Verbo, Jesús, “era Dios”, es decir, era Luz y Luz eterna porque del Padre, que también es Luz y si viene a este mundo en tinieblas es para iluminar y disipar las tinieblas, aunque es rechazado por estas tinieblas. La luz natural y las tinieblas naturales son solo una imagen y un reflejo de la luz eterna que es Dios y de las tinieblas espirituales que envuelven nuestro mundo desde la caída original: estas tinieblas están presentes y vivas y actúan en nuestras vidas y es para disiparlas y vencerlas para siempre, con su sacrificio en cruz y con su luz divina, que Jesús, el Niño Dios, nace en el Portal de Belén.
Que Jesús sea Dios y por lo tanto sea luz eterna, queda demostrado por sus mismas palabras y así como quien se acerca a la luz no anda en tinieblas, así quien se acerca a Jesús no anda en tinieblas, sino que vive iluminado por la luz de Jesús. Dice así Jesús de Sí en el Evangelio: “Yo soy la luz del mundo (...) el que viene a Mí no andará en tinieblas”.
          Al igual que los Padres, también la Iglesia proclama a Jesús como luz eterna proveniente del seno del Padre desde la eternidad, cuando en el rezo del Credo se refiere a Jesús como “Dios de Dios, luz de luz”.
          Y junto con la Iglesia y los Padres, también los santos describen a Jesús como luz divina que viene a este mundo de tinieblas. La beata Ana Catalina Emmerich describe así el Nacimiento virginal del Hijo de Dios: “(Me) pareció que toda la gruta estaba en llamas y que María estaba rodeada de luz sobrenatural. (...) He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no era ya visible. María (...) tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de Ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego ya no vi más la bóveda. Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la tierra, y aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María. Vi a nuestro Señor bajo la forma de un niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mis miradas; pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció un tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún entre sus brazos. Poco tiempo después vi al Niño que se movía, y lo oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto, y lo tuvo entre sus brazos, estrechándolo contra su cuerpo. Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio velo, y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, arrodillándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo”[1].
          Jesús, el Niño de Belén, es Dios y por lo tanto es luz eterna y ha venido para iluminarnos en nuestras tinieblas y para comunicarnos de su misma luz divina, para que nuestras almas brillen también con su luz celestial. Y si el Hijo de Dios, vino en forma de Niño en Belén al encarnarse en el seno virgen de María, ese mismo Niño Dios, prolongando su Encarnación en el altar eucarístico, renueva cada vez su Nacimiento en la Santa Misa, en el altar, para venir a nosotros, no bajo la forma de un niño humano, sino bajo la forma de algo que parece pan, pero ya no es más pan. En cada misa, pero sobre todo en la Santa Misa de Nochebuena, las almas de los cristianos deben prepararse, por la gracia y el amor, a recibir al Niño Dios que viene a nuestras almas en apariencia de pan, en la Eucaristía.



[1] Cfr. Ana Catalina Emmerich, Nacimiento e infancia de Jesús. Visiones y revelaciones, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 2004, 50-51.