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sábado, 6 de julio de 2024

“¿Qué sabiduría le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María”


 


(Domingo XIV - TO - Ciclo B - 2024)

         “¿Qué sabiduría le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María” (Mc 6, 1-6). La multitud que escucha a Jesús y que también es testigo de sus milagros -resurrección de muertos, multiplicación de panes y peces, expulsión de demonios- es protagonista de una paradoja: son testigos de su sabiduría y de sus milagros, que hablan de la divinidad de Jesús pero, al mismo tiempo, no pueden establecer la conexión que hay entre esa sabiduría y esos milagros con Jesús, ya que si lo hicieran, no dudarían, ni por un instante, de que Jesús es Quien Él dice ser, el Hijo de Dios encarnado.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Las palabras de los vecinos de Jesús reflejan lo que constituye uno de los más grandes peligros para la fe: el acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, lo grandioso, lo desconocido, lo que viene de Dios. Tienen delante suyo al Hombre-Dios, a Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que obra milagros, signos y prodigiosos portentosos, jamás vistos entre los hombres, y desconfían de Jesús; tienen delante suyo a la Sabiduría encarnada, a la Palabra del Padre, al Verbo eterno de Dios, que ilumina las tinieblas del mundo con sus enseñanzas, y se preguntan de dónde le viene esta sabiduría, si no es otro que “Jesús el carpintero, el hijo de María”.

El problema del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, es que está ocasionado por la incredulidad, y la incredulidad, a su vez, no deja lugar para el asombro, que es la apertura de la mente y del alma al don divino: el incrédulo no aprecia lo que lo supera; el incrédulo desprecia lo que se eleva más allá de sus estrechísimos límites mentales, espirituales y humanos; el incrédulo, al ser deslumbrado por el brillante destello del Ser divino, se molesta por el destello en vez de asombrarse por la manifestación y en vez de agradecerla, trata de acomodar todo al rastrero horizonte de su espíritu mezquino.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”. La pregunta refleja el colmo de la incredulidad, porque en vez de asombrarse no solo por la Sabiduría divina de las palabras de Jesús, sino por el hecho de que la Sabiduría se haya encarnado en Jesús, se preguntan retóricamente por el origen de Jesús, como diciendo: “Es imposible que un carpintero, ignorante, como es el hijo de María, pueda decir estas cosas”.

Lo mismo que sucedió con Jesús, hace dos mil años, sucede todos los días con la Eucaristía y la Santa Misa: la mayoría de los cristianos tiene delante suyo al mismo y único Santo Sacrificio del Altar, la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, y continúan sus vidas como si nada hubiera pasado; asisten al Nuevo Monte Calvario, el Nuevo Gólgota, en donde el Hombre-Dios derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía, y siguen preocupados por los asuntos de la tierra; asisten al espectáculo más grandioso que jamás los cielos y la tierra podrían contemplar, el sacrificio del Cordero místico, la muerte y resurrección de Jesucristo en el altar, y continúan preocupados por el mundo; asisten, junto a ángeles y santos, a la obra más grandiosa que jamás Dios Trino pueda hacer, la Santa Misa, y están pensando en los afanes y trabajos cotidianos.

El acostumbramiento a la Santa Misa hace que se pierda de vista la majestuosa grandiosidad del Santo Sacramento del Altar, que esconde a Dios en la apariencia de pan, y es la razón por la cual los niños y los jóvenes, apenas terminada la instrucción catequética, abandonen para siempre la Santa Misa; es la razón por la que los adultos se cansen de un rito al que consideran vacío y rutinario, y lo abandonen, anteponiendo a la Misa los asuntos del mundo.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”, preguntan incrédulamente -y neciamente- los contemporáneos de Jesús, dejando pasar de largo y haciendo oídos sordos a la Sabiduría divina encarnada. “¿No es acaso la Misa, la de todos los domingos, la que no sirve para nada?”. Se dicen incrédulamente -y neciamente- los cristianos, dejando a la Sabiduría encarnada en el altar, haciendo vano su descenso de los cielos a la Eucaristía.

Para no caer en la misma incredulidad y necedad, imploremos la gracia no solo de no cometer el mismo error, sino ante todo de recibir la gracia de asombrarnos ante la más grandiosa manifestación del Amor divino, la Sagrada Eucaristía, Cristo Jesús, el Señor.

 

 


miércoles, 1 de febrero de 2023

"¿Acaso no es el hijo del carpintero?”

 


“¿Qué son esos milagros y esa sabiduría? ¿Acaso no es uno de los nuestros, el hijo del carpintero?” (cfr. Mc 6, 1-6). Los contemporáneos de Jesús, al comprobar que Jesús posee una sabiduría sobrenatural, es decir, una sabiduría que es superior no solo a la humana sino a la angélica y que por lo tanto solo puede provenir de Dios, y al comprobar que Jesús realiza milagros de todo tipo -curaciones de enfermedades, exorcizar demonios, dar la vista a los ciegos-, se sorprenden, ya que se dan cuenta de que ni la sabiduría de Jesús ni sus milagros, se explican por su condición humana. Sin embargo, tampoco alcanzan todavía a comprender que Jesús posee esta sabiduría divina y realiza milagros que sólo Dios puede hacer, porque Él es Dios Hijo encarnado.

Esto sucede porque los contemporáneos de Jesús ven solo la humanidad de Jesús, y así piensan que es un vecino más entre tantos y por eso exclaman: “¿Acaso no es uno de los nuestros, el hijo del carpintero?”. A pesar de ver milagros y escuchar la Palabra de Dios, los contemporáneos de Jesús solo ven en Jesús al “hijo del carpintero”, al “hijo de María”. Y Jesús sí es el “hijo del carpintero”, pero es el hijo adoptivo, porque San José no es el padre biológico de Jesús y sí es “el hijo de María”, pero de María Virgen y Madre de Dios, porque Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Solo la luz de la gracia santificante da la capacidad al alma de poder ver, en Jesús, al Hijo de Dios, a la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth.

En nuestros días, parecen repetirse las palabras de asombro e incredulidad, entre muchos cristianos, al ver la Eucaristía, porque dicen: “¿Acaso la Eucaristía no es solo un poco de pan bendecido? ¿Cómo podría la Eucaristía concederme la sabiduría divina y obrar el milagro de la conversión de mi corazón?”. Y esto lo dicen muchos cristianos porque no ven, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, que la Eucaristía no es un poco de pan bendecido, sino el Sagrado Corazón de Jesús en Persona, que al ingresar por la Comunión, nos comunica la Sabiduría y el Amor de Dios.

miércoles, 28 de julio de 2021

“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”

 


“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. (Mt 15, 21-28). Una mujer cananea se postra ante Jesús para implorar la liberación de su hija, la cual está poseída por un demonio. Luego de un breve diálogo con Jesús, la mujer cananea obtiene lo que pedía y además es alabada por Nuestro Señor en persona: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. El hecho de que haya sido alabada por Jesús en persona, nos lleva a desviar nuestra mirada espiritual hacia la mujer cananea, para aprender de ella. En efecto, la mujer cananea nos deja varias enseñanzas: por un lado, sabe diferenciar entre una enfermedad y una posesión demoníaca, porque acude a Jesús para que la libere de un demonio que la “atormenta terriblemente” y este diagnóstico de la mujer cananea queda confirmado implícitamente cuando Jesús –obrando a la distancia con su omnipotencia- realiza el exorcismo y expulsa al demonio que efectivamente había poseído a la hija de la mujer cananea; otra enseñanza es que la mujer cananea tiene fe en Cristo en cuanto Dios y no en cuanto un simple hombre santo y la prueba de que lo reconoce como al Hombre-Dios es que lo nombra llamándolo “Señor”, un título sólo reservado a Dios y, por otro lado, se postra ante Él, lo cual es un signo de adoración externa también reservada solamente a Dios; otra enseñanza que nos deja la mujer cananea es que no tiene respetos humanos: ella es cananea y no hebrea, por lo tanto, no pertenece al Pueblo Elegido, es decir, era pagana y como tal, podría haber experimentado algún escrúpulo en dirigirse a un Dios –Jesús- que no pertenecía al panteón de los dioses paganos de su religión y sin embargo, venciendo los respetos humanos, se dirige a Jesús con mucha fe; otra enseñanza es la gran humildad de la mujer cananea, porque no solo no se ofende cuando Jesús la trata indirectamente de “perra” –obviamente, no como insulto, sino como refiriéndose al animal “perro”-, al dar el ejemplo de los cachorros que no comen de la mesa de los hijos, sino que utiliza la misma imagen de Jesús –la de un perro- para contestar a Jesús con toda humildad, implorando un milagro y utilizando para el pedido la imagen de un perro, de un cachorro de perro: “Los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Esta respuesta es admirable, tanto por su humildad, como por su sabiduría, porque la mujer cananea razona así: si los hebreos son los destinatarios de los milagros principales –ellos son los hijos que comen en la mesa en la imagen de Jesús-, ella, que no es hebrea, también puede beneficiarse de un milagro menor, como es el exorcismo de su hija, de la misma manera a como los cachorros de perritos, sin ser hijos, se alimentan de las migajas que caen de la mesa de sus amos.

Fe en Cristo Dios; adoración a Jesús, Dios Hijo encarnado; fe en la omnipotencia de Cristo; sabiduría para distinguir entre enfermedad y posesión demoníaca; ausencia de respetos humanos, con lo cual demuestra que le importa agradar a Dios y no a los hombres; humildad para no sentirse ofendida por ser comparada con un animal –un perro-; astucia para utilizar la misma figura del animal, para pedir un milagro para su hija. Estas son algunas de las enseñanzas que nos deja la mujer cananea, tan admirables, que provocaron incluso el asombro del mismo Hijo de Dios en persona: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”.

jueves, 2 de julio de 2020

“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”




“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio” (Mt 15, 21-28). La mujer cananea es un ejemplo de sabiduría, fe y humildad para todos los cristianos. Por un lado, reconoce que su hija no está enferma, sino “atormentada por un demonio”, es decir, sabe reconocer entre una enfermedad corporal y un ataque demoníaco; por otro lado, acude a Jesús con el nombre de “Señor”, nombre reservado por los judíos para Dios y aunque ella no es judía, tiene fe en Jesús en cuanto Hombre-Dios y sabe que Él tiene el poder de expulsar el demonio de su hija. Por último, es ejemplo de humildad y de perseverancia en la oración, porque aunque Jesús se niega en un primer momento a hacerle el milagro, insiste en su petición y es ejemplo de humildad porque aunque Jesús la compara con un cachorro de perro, responde que aún los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Es decir, los amos que comen a la mesa son los israelitas y es para ellos, en primer lugar, los signos y prodigios del Mesías, pero ella, que es pagana, puede recibir una migaja, es decir, un pequeño milagro, así como los perros reciben migajas de sus dueños.
“Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. La perseverancia de la mujer lleva a Jesús a admirarse: “Mujer, qué grande es tu fe”, y es por eso que le concede lo que le pide. Aprendamos de la mujer cananea en nuestra relación de Jesús, puesto que es ejemplo de sabiduría, de fe, de humildad y de perseverancia en la oración. Tanto más, cuanto que ahora somos nosotros, en cuanto Nuevo Pueblo de Dios, quienes nos sentamos a la mesa de la Eucaristía y somos por lo tanto los destinatarios del Banquete celestial, el manjar eucarístico.

sábado, 6 de abril de 2019

“Jamás ha hablado nadie como este hombre”



“Jamás ha hablado nadie como este hombre” (Jn 7, 40-53). Los jefes de los sacerdotes y los fariseos habían encargado a los guardias del templo ir a apresar a Jesús, para llevarlo ante su presencia, para acusarlo de blasfemia, ya que se hacía Dios, llamando “Padre” a Dios. Cuando los guardias vuelven sin Jesús, porque no lo pueden apresar, los fariseos les preguntan la razón por la cual “no lo han traído” y los guardias responden: “Jamás ha hablado nadie como este hombre”. Es decir, los guardias, siendo laicos y hombres de armas y no religiosos, perciben en las palabras de Jesús una sabiduría y una autoridad sobre-humanas y por esa razón se deciden a no detenerlo, porque saben que Jesús es más que un hombre. No llegan a saber que es Dios, pero al escuchar a Jesús y al escuchar a la gente, piensan que puede ser el Mesías o bien el “profeta esperado”. En todo caso, para los guardias Jesús es alguien muy especial y esto se nota en la sabiduría y autoridad de sus palabras: “Jamás ha hablado nadie como este hombre”.
Y, en verdad, nadie ha hablado como Jesús, porque sus palabras son palabras de Vida eterna.
Nadie ha dicho, como Jesús, que el camino que lleva al cielo es la Santa Cruz; nadie ha dicho, como Jesús, que hay que amar al enemigo; nadie ha dicho, como Jesús, que más importante que el alimento terreno es el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, que es Él mismo; nadie ha dicho, como Jesús, que hay que perdonar setenta veces siete; nadie ha dicho, como Jesús, que el Reino de Dios ya está entre nosotros, por medio de la gracia; nadie ha dicho, como Jesús, que quien se alimenta de su Cuerpo y de su Sangre tiene la Vida eterna; nadie ha dicho, como Jesús, que Él es la Resurrección y la Vida y que el cree en Él no morirá, sino que tendrá la vida eterna. Nadie ha dicho jamás las cosas que ha dicho Jesús, porque Jesús es Dios y lo que Él dice es Sabiduría y Revelación divina, es lo que ha escuchado al Padre desde la eternidad y Él lo transmite a los hombres.
“Jamás ha hablado nadie como este hombre”. Las enseñanzas de Jesús son continuadas por la Iglesia Católica y por esta razón, parafraseando a los guardias, nosotros podemos decir: “Ninguna Iglesia, que no sea la Católica, enseña que la Eucaristía es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús y que el que se alimente de ella, tiene desde esta vida, la vida eterna”. Parafraseando a los guardias, los católicos podemos decir: “Jamás ninguna Iglesia ha enseñado que la Eucaristía es el Pan Vivo bajado del cielo”.

domingo, 8 de febrero de 2015

“Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando y luego salió a predicar y a expulsar demonios"


(Domingo V - TO - Ciclo B – 2015)


“Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando (…) Luego Simón lo fue a buscar y salió a predicar y expulsar demonios” (cfr. Mc 1, 29-39). El Evangelio nos demuestra que la actividad misionera y apostólica de Jesús está precedida por la oración, con lo cual nos enseña cómo debe ser nuestra propia actividad misionera y apostólica: si Jesús, siendo Dios Hijo en Persona, reza, mucho más debemos rezar nosotros. La oración es al alma lo que la respiración al cuerpo: así como el cuerpo, sin la oración, sucumbe en pocos minutos por falta de oxígeno, así el alma, sin la oración, sucumbe casi de inmediato, porque le falta el oxígeno de la vida de Dios, ya que el alma obtiene, de Dios, todo lo que necesita para su vida sobrenatural: fuerza, sabiduría, luz, gracia, fortaleza, alegría, amor, paciencia, y todo lo que Dios es y tiene. Sin la oración, el alma no solo se privada de todo lo que Dios es y tiene, sino que sucumbe, ahogada en su propia nada, porque el hombre no solo no se explica sin Dios, su Creador, sino que necesita de Él para ser, puesto que su ser creatural, es una participación al Ser o Acto de Ser divino. Tanto para su vida natural como para su vida sobrenatural, el hombre necesita vitalmente de Dios y esta necesidad vital se satisface con la oración. De esta manera, Jesús nos muestra que la oración debe preceder nuestra actividad misionera y apostólica; sin la oración, nuestra actividad, misionera y apostólica, es solo activismo meramente humano, destinado a la nada; sólo con la oración, tendrá esta actividad no solo conformidad con la Voluntad divina, sino que poseerá la fuerza, la sabiduría, el amor y la santidad de Dios.

domingo, 26 de agosto de 2012

¡Ay de ustedes fariseos, hipócritas, ciegos, insensatos!



“Ay de ustedes fariseos, hipócritas, ciegos, insensatos” (cfr. Mt 23, 13-22). En este pasaje del Evangelio, Jesús se muestra particularmente molesto e irritado contra los fariseos, y da muestra de este enojo e irritación la sucesión de adjetivos con los que los califica: hipócritas, ciegos, insensatos. La dureza de su reproche se acentúa todavía más, cuando se considera que los fariseos eran individuos religiosos, que se jactaban precisamente del cumplimiento escrupuloso de las prescripciones legales, de su dedicación al Templo, y de su conocimiento de las Escrituras. Pero Jesús no les reprocha esta dedicación y este cumplimiento de normas, ni el conocimiento de las Escrituras: les reprocha la doblez de corazón –eso es lo que significa “hipócrita”-, pues mientras dicen orar a Dios, menosprecian a su prójimo; les reprocha su ceguera espiritual, porque aprecian más el oro y la ofrenda del altar, antes que a Dios, por quien el oro y la ofrenda tienen sentido; les reprocha su insensatez, porque cuando hacen algún prosélito, en vez de acercarlo al Dios verdadero, lo alejan de Él al enseñarle a ser hipócrita como ellos.
Como cristianos, no debemos pensar que el reproche de Jesús se limita a los fariseos y que a nosotros no nos llega, ya que también podemos caer en el mismo error farisaico: de hecho, somos fariseos cuando usamos la religión para aparecer ante los demás como buenos, mientras que en nuestro interior murmuramos contra el prójimo; somos fariseos cuando rezamos y cumplimos el precepto dominical, pero somos al mismo tiempo indiferentes a las necesidades materiales y espirituales de quienes sufren; somos fariseos cuando decimos amar a Dios pero atribuimos maldad a las intenciones de nuestro prójimo; somos fariseos cuando juzgamos a nuestros hermanos en Cristo por su apariencia y por lo que tienen, en vez de considerarlos “superiores a nosotros mismos” (cfr. Fil 2, 3), como lo pide San Pablo.
“Ay de ustedes fariseos, hipócritas, ciegos, insensatos”. Sólo la gracia santificante de los sacramentos previene y cura de ese cáncer espiritual que es el fariseísmo, ya que destruye a la hipocresía, al conceder al corazón el Amor mismo de Dios; cura la ceguera espiritual, iluminando los ojos del alma con la luz de la fe, y sana la insensatez, dando a la razón humana la Sabiduría divina.

miércoles, 4 de abril de 2012

Miércoles Santo



"Quiero celebrar la Pascua en tu casa" (cfr. Mt 26, 14-25). Jesús, sumamente pobre, sin riquezas materiales de ningún tipo, no tiene un lugar donde celebrar la Pascua, y es por eso que envía a sus discípulos a la casa de una persona, cuyo nombre no se menciona, pero que posee un lugar adecuado, para pedirle prestado el lugar, con el siguiente recado: "Voy a celebrar la Pascua en tu casa".

"Celebrar la Pascua" quiere decir, para Jesús, varias cosas sublimes, inimaginables para los simples mortales, y aún para los ángeles del Cielo más poderosos.

"Celebrar la Pascua" quiere decir sentarse a la mesa con sus discípulos para compartir con ellos su Última Cena -la última que habría de tomar en esta vida terrena, pues al otro día moriría en la Cruz-, para dejarles el recuerdo sempiterno de su Amor, la Eucaristía, el misterio de algo que parece pan pero que ya no es más pan, sino su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, misterio que asombra a los ángeles porque no hay milagro más grande que Dios, con su Omnipotencia, su Sabiduría y su Amor pueda hacer, milagro que deja a los ángeles sin habla, porque la Eucaristía es algo tan grande y maravilloso que solo se compara al mismo Dios, misterio de Amor para los hombres, por medio de los cuales los hombres tienen entre ellos algo más grande que los cielos, ya que la Eucaristía es Jesús, Dios omnipotente, Creador del cielo y de la tierra.

"Celebrar la Pascua" quiere decir dejar para la Iglesia y para la humanidad toda ese otro don inefable de su Sagrado Corazón, el don del sacerdocio ministerial, por medio del cual aseguraría su Presencia sacramental entre los hombres "todos los días hasta el fin del mundo", para consolarlos en sus penas, para aliviarles sus dolores, para ayudarlos a transitar por el camino de la vida, verdadero "valle de lágrimas" que conduce a la eternidad.

"Celebrar la Pascua" quiere decir dejar también, por medio del sacerdocio ministerial, el don de la confesión sacramental, fuente no solo de perdón de los pecados, sino de fortalecimiento y crecimiento en la gracia y en el conocimiento y en el amor de Dios, necesarios para llevar la Cruz de todos los días, en el seguimiento de Cristo, camino del Calvario, hacia el Reino de los cielos.

"Celebrar la Pascua" quiere decir también, para el Sagrado Corazón, experimentar latidos de amor por aquellos que, recostados en su pecho, como Juan Evangelista, se mostrarán agradecidos por su sacrificio de Amor, dando sus vidas por Él, para compartir con Él la eternidad de alegrías sin fin, pero significa también, para el Sagrado Corazón, experimentar latidos de dolor infinito, al comprobar cómo muchos cristianos, en vez de preferir escuchar su dulce voz, prefieren escuchar el tintinear metálico del dinero, como Judas Iscariote, vendiendo sus almas al Tentador, y condenándose para siempre, haciendo inútil el derramamiento de su Sangre.

"Quiero celebrar la Pascua en tu casa, en tu alma, en tu corazón". Hoy, como ayer, Jesús busca una casa, un alma, un corazón, en donde celebrar su Pascua, en donde compartir las alegrías y los dolores de la Última Cena, las alegrías de saber de su Presencia Eucarística, los dolores de saber que muchos, muchos cristianos, desoyendo su Voz, en vez de recibirlo a Él en la Eucaristía, prefieren, al igual que Judas Iscariote, comulgar con el demonio y ser tragados por las tinieblas: "Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él. Judas salió (...) Afuera era de noche".

"Quiero celebrar la Pascua en tu casa, en tu alma, en tu corazón". Hoy, como ayer, Jesús busca corazones que lo reciban, para que sean transformados, por su Presencia, en otros tantos cenáculos, como el de la Última Cena, cenáculos en donde el alma, ofreciéndose en Cristo como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, adore a Cristo Eucaristía y repare por tantos y tantos cristianos que lo rechazan.

martes, 12 de julio de 2011

Has escondido estas cosas a los sabios

Para los sabios del mundo,
es irracional pensar
que un rabbí fracasado
sea el Salvador de la humanidad.
Para la Sabiduría divina,
sólo la Sangre
de Cristo crucificado
quita el pecado del alma,
concede la filiación divina
y conduce a la feliz eternidad
en la Trinidad.


“Has escondido estas cosas a los sabios” (Mt 11, 25-27). La sabiduría del mundo se opone radicalmente a la sabiduría de la cruz. A los ojos del mundo, la cruz es necedad, mientras que a los ojos de Dios, la sabiduría del mundo es vanidad y locura.

Para los sabios del mundo, es una locura pensar que el dolor es un regalo que conduce al alma al cielo, pero para la Sabiduría de Dios, el dolor, asumido por la Persona Divina del Verbo de Dios, es regalo de valor inestimable para el alma, suave caricia del Espíritu Santo, y portal de acceso a la eternidad.

Para los sabios del mundo, es una locura creer que la muerte de un rabbí hebreo de religión, que ha fracasado rotundamente en su misión de fundar una nueva religión, pueda salvar a la humanidad.

Para la Sabiduría de Dios, sólo el sacrificio de Cristo Dios en la cruz puede otorgar a los hombres el perdón de los pecados, concederles la filiación divina, así y abrirles un horizonte completamente nuevo, la comunión de Amor y vida con las Tres Personas de la Trinidad.

Para los sabios del mundo, es irracional pensar que las heridas de un hombre muerto en una cruz, sirvan de remedio para los hombres, y mucho menos para su salvación eterna.

Para la Sabiduría de Dios, Cristo es el Médico Divino, y sus llagas, sus heridas abiertas y sangrantes, enrojecidas por su Sangre preciosísima, son la única medicina posible capaz de curar la causa de la enfermedad del alma, el pecado mortal, que conduce a la muerte eterna. Así como Moisés elevó en alto la serpiente, y los israelitas que la miraban se curaban de las mordeduras mortales de las serpientes del desierto, así el alma que contempla a Cristo elevado en la cruz por Dios Padre, queda curado y protegido de los asaltos de las serpientes del infierno, los ángeles caídos.

Para los sabios del mundo, es absurdo pensar que algo que parece pan, contenga al Dios Tres veces Santo.

Para la Sabiduría de Dios, la Eucaristía es Dios Hijo en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que se donan al alma que comulga como prenda del Amor eterno.

martes, 28 de junio de 2011

Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo




Existe una conexión íntima y estrecha, y no meramente externa y casual, entre los dogmas de la Inmaculada Concepción y la Infalibilidad pontificia[1].

El primero, nos permite contemplar, a los ojos de la fe, la ausencia absoluta de mancha pecaminosa –es decir, maldad-, en María, a la par que se da en Ella una transfiguración sobrenatural de toda su naturaleza humana. El hecho de que sea “Inmaculada Concepción”, significa que no tiene vestigio alguno de maldad o de perversidad, y como anexo a este misterio está el de ser la “Llena de gracia”, la Inmaculada Concepción está inhabitada por el Espíritu Santo.

Estas dos condiciones de la Virgen, la capacitan para ser la única mujer capaz de albergar en su seno purísimo al Hijo de Dios; es decir, es la única que puede ser “Madre de Dios”, porque es Purísima y porque está llena del Amor divino.

Al ser Madre de Dios, de Cristo Dios, es Madre también de todos los hijos de Dios; es la Nueva Eva, la Madre de la Gracia y de la Iglesia.

Por este motivo, la Virgen “Sede de la Sabiduría” –en Ella se aloja la Sabiduría del Padre, Dios Hijo, y además su mente no tiene los vicios que deja el pecado original, y además es iluminada por la plenitud de la gracia, con lo cual su inteligencia alcanza la más alta sabiduría, mucho más que los ángeles y los santos juntos-, y es además “Espejo Inmaculado de justicia”, porque en Ella se concibe al Dios Fuente de toda Justicia, Jesucristo.

El segundo dogma, el de la infalibilidad pontificia, está estrechamente conectado con el de la Inmaculada Concepción, porque nos muestra el la pureza y el brillo sobrenatural de la Verdad en la cátedra de Pedro[2], pureza y brillo que no se dan en ninguna otra Iglesia.

Si la Virgen es, en razón de su Concepción sin mancha, “Madre y Maestra de la verdad”, por los motivos dichos, es decir, por no tener mancha de pecado original y por estar inhabitada por el Espíritu Santo, la sede de Pedro es, para todas las naciones de la tierra, lo mismo que la Virgen, es decir, “asiento de la sabiduría” y “espejo inmaculado de justicia”[3], puesto que es en la cátedra de Pedro en donde brilla con todo su esplendor eterno la Sabiduría divina, manifestada en la Revelación de Jesucristo.

Al igual que la Virgen, que no tiene “ni mancha ni arruga”, así también la cátedra de Pedro, “no tiene ni mancha ni arruga” en la proclamación del depósito de la Fe confiado a ella[4].

Y al igual que la Virgen, que brillaba en su Pureza por estar asistida por el Espíritu Santo, así también la cátedra de Pedro, brilla por su pureza doctrinal, y por su sabiduría virginal, no contaminada con la abominación de los ídolos.

Por último, así como la Virgen dio a luz en Belén, Casa de Pan, al Pan de Vida eterna, su Hijo Jesucristo, así la Iglesia, de quien el Papa es Cabeza visible, da a luz, en la Nueva Casa de Pan, el altar eucarístico, al Pan de Vida eterna, Jesús Eucaristía.

Inmaculada Concepción, infalibilidad pontificia. En ambos brilla la pureza sobrenatural dada por la gracia divina; en ambos resplandece la Sabiduría divina; en ambos late el Amor divino, el Espíritu Santo.

El cristiano debe ser así: puro en su mente, sin aceptar las pestilentes doctrinas que niegan la divinidad de Jesucristo, y puro en su corazón, no sólo evitando la abominación de la idolatría, sino amando y adorando al único Dios verdadero, el Dios Uno y Trino, por medio del Amor de Dios, el Espíritu Santo.

[1] Cfr. Scheeben, M. J., María y la Iglesia, Ediciones Plantín, Buenos Aires 1949, 13.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 12.

[3] Cfr. ibidem.

[4] Cfr. ibidem.