miércoles, 31 de enero de 2024

“Sé quién eres, el Santo de Dios”



 (Domingo IV - TO - Ciclo B – 2024)

          “Sé quién eres, el Santo de Dios” (Mc 1, 21-28). Mientras Jesús está enseñando el día sábado en la sinagoga de la ciudad de Cafarnaúm, un hombre, que estaba poseído por un demonio, interrumpe la enseñanza de Jesús y comienza a gritar, gritando: “¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús, con toda calma y con su autoridad divina, lo increpa y le da autoritativamente al demonio dos órdenes: que se calle y que salga del cuerpo del hombre endemoniado. En otras palabras, Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, hace un exorcismo, mientras hace una pausa en su enseñanza divina.

          El Evangelio nos deja muchas enseñanzas. Por un lado, el carácter divino, sobrenatural, celestial, del Hombre-Dios Jesucristo, puesto que solo siendo Dios puede expulsar a un demonio que ha tomado posesión del cuerpo de un ser humano. En otras palabras, si Jesús fuera solo un hombre, como sostienen los evangelistas, los musulmanes, los judíos y todas las sectas, no sería capaz de expulsar demonios, porque no tendría fuerza suficiente, ya que la naturaleza angélica, aunque sea demoníaca, sin la gracia santificante, es inmensamente superior a la naturaleza humana.

          Otra enseñanza que nos deja el Evangelio es el carácter sobrenatural de las palabras de Jesús, es decir, su doctrina, que proviene del Intelecto del Padre, puesto que Él es la Sabiduría del Padre, Él es el Verbo del Padre, en Él el Padre se auto-expresa y se auto-revela; toda la sabiduría infinita, celestial, divina y eterna que posee el Padre, es expresada y revelada por Jesucristo y esto es percibido por los asistentes a la sinagoga, quienes quedan perplejos ante el esplendor y la majestad de la revelación celestial del Hombre-Dios Jesucristo, revelación que se distingue netamente de la retórica a menudo vacía y sin autoridad de los rabinos hebreos, tal como los mismos hebreos lo dicen en la sinagoga.

          Otra enseñanza que nos deja, es la realidad de la existencia de los demonios, de los ángeles caídos y por lo tanto del Infierno, el cual es un lugar creado por Dios para Satanás y los ángeles rebeldes y también para los hombres impenitentes; el Infierno es real, existe y dura para siempre, no está vacío, es inmensamente grande y hay lugar, si se diera la oportunidad, para toda la humanidad y para todos los ángeles creados y por crear.

          La existencia del Infierno es un dogma de fe, revelado por Nuestro Señor Jesucristo y quien lo pone en duda, ofende a Nuestro Señor, tachándolo de embustero o fabulador, además de atentar contra el Magisterio de la Iglesia. Solo por dar un ejemplo, citamos una visión del Infierno de una santa de la Iglesia Católica: ““La entrada me parecía un callejón largo y estrecho, como un horno muy bajo, oscuro y angosto; el suelo, un lodo de suciedad y de un olor a alcantarilla en la que había una gran cantidad de reptiles repugnantes. En la pared del fondo había una cavidad como de un armario pequeño encastrado en el muro, donde me sentí encerrar en un espacio muy estrecho. Pero todo esto era un espectáculo agradable en comparación con lo que tuve que sufrir” […].

“Lo que estoy a punto de decir, sin embargo, me parece que no se pueda ni siquiera describirlo ni entenderlo: sentía en el alma un fuego de tal violencia que no se como poderlo referir; el cuerpo estaba atormentado por intolerables dolores que, incluso habiendo sufrido en esta vida algunos graves […] todo es incomparable con lo que sufrí allí entonces, sobre todo al pensar que estos tormentos no terminarían nunca y no darían tregua”.
[…].

“Estaba en un lugar pestilente, sin esperanza alguna de consuelo, sin la posibilidad de sentarme y extender los miembros, encerrada como estaba en esa especie de hueco en el muro. Las misas paredes, horribles a la vista, se me venían encima como sofocándome. No había luz, sino unas tinieblas densísimas” […].

“Pero a continuación tuve una visión de cosas espantosas, entre ellas el castigo de algunos vicios. Al verlos, me parecían mucho más terribles […]. Oír hablar del infierno no es nada, como tampoco el hecho de que haya meditado algunas veces sobre los distintos tormentos que procura (aunque pocas veces, pues la vía del temor no está hecha para mi alma) y con las que los demonios torturan a los condenados y sobre otros que he leído en los libros; no es nada, repito, frente a esta pena, es una cosa bien distinta. Es la misma diferencia que hay entre un retrato y la realidad; quemarse en nuestro fuego es bien poca cosa frente al tormento del fuego infernal. Me quedé espantada y lo sigo estando ahora mientras escribo, a pesar de que hayan pasado casi seis años, hasta el punto de sentirme helar de terror aquí mismo, donde estoy” […].

“Esta visión me procuró también una grandísima pena ante el pensamiento de las muchas almas que se condenan (especialmente las de los luteranos que por el bautismo eran ya miembros de la Iglesia) y un vivo impulso de serles útil, estando, creo, fuera de dudas de que, por liberar a una sola de aquellos tremendos tormentos, estaría dispuesta a afrontar mil muertes de buen grado” […]”.

          Una última enseñanza que nos deja el Evangelio es el reconocimiento que el demonio hace de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, ya que le dice: “Sé quién eres: el Santo de Dios”. Si bien los demonios están cegados a la divinidad y no pueden contemplar a Dios por haber perdido la gracia, no pueden contemplar a la Persona Segunda de la Trinidad en Cristo Jesús, pero como son muy inteligentes, deducen, con toda claridad, que Cristo es Dios y no puede no ser Dios, porque solo Dios puede hacer los milagros que Cristo hace: los demonios ven a Cristo hacer milagros que solo la omnipotencia divina puede hacer: resucitar muertos, curar enfermedades incurables, multiplicar panes y peces, leer los corazones, perdonar los pecados. Los demonios deducen, con toda claridad, que Jesús es Dios y por eso, a su pesar, confiesan que Él es Dios. Y esto es una enseñanza para los católicos, para la inmensa mayoría de los católicos que, habiendo tomado una postura contraria al Magisterio, a las Escrituras y a la Tradición, niegan la condición divina de Nuestro Señor Jesucristo, con lo cual niegan también la condición divina de la Sagrada Eucaristía, es decir, si niegan que Cristo es Dios, niegan que la Eucaristía sea el mismo Cristo Dios oculto en las apariencias de pan y vino.

          Si bien los demonios mienten por esencia, en este caso, dicen la verdad: Cristo es Dios, por esto mismo, el Demonio exorcizado por Cristo nos deja esta enseñanza y es lo que debemos repetir y decir a Jesús en la Eucaristía: “Jesús Eucaristía, ya sé quién eres: el Santo Dios”.

miércoles, 17 de enero de 2024

“Éste es el Cordero de Dios”

 



(Domingo II - TO - Ciclo B – 2024)

          “Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 35-42). El Evangelio narra que, estando Juan el Bautista con dos de sus discípulos, al ver pasar a Jesús caminando cerca de ellos, lo señala y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. En esta frase, en este nombre dado por Juan el Bautista a Jesús de Nazareth, se esconde a la vez que se revela, el secreto sobrenatural y eterno, escondido desde toda la eternidad, que ahora en Juan se revela a los hombres: Jesús de Nazareth, quien a los ojos de los hombres era nada más que “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, “uno de nosotros”, uno que “se había criado en el pueblo”, era nada menos que el Cordero del Sacrificio Divino, Sacrificio Redentor, Sacrificio Celestial, el Cordero no originado entre las reses de animales humanos, sino en el seno del Padre Eterno, porque Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Invisible, que se encarna en el seno purísimo de María Santísima para que la Virgen le tejiera, con su substancia maternal, un cuerpo, formado de órganos, de huesos, de sangre -sobre todo de sangre, de sangre preciosísima-, que no solo haría visible al Dios Invisible, sino que lo haría capaz de ser sensible, es decir, de sufrir, de padecer, para así poder sufrir la Pasión, para que una vez que cargara sobre sí los pecados de los hombres,  los llevara consigo por el Camino Real de la Cruz, para lavarlos con su Sangre Preciosísima, derramada en el Calvario.

          Los otros corderos del sacrificio, ofrecidos en el templo hasta Jesús, eran solo figura del Verdadero Cordero y obviamente, al ser simplemente animales, eran absolutamente incapaces de reparar los pecados de los hombres, pecados que ofenden infinitamente a la Justicia Divina; mucho menos eran capaces de vencer a la Bestia del Abismo, el Ángel caído, el Ángel soberbio, el Padre de la mentira, el Orgullo en sí mismo, Satanás, la Antigua Serpiente y a todo el Infierno, a todos los príncipes y potestades malignas que lo siguieron en su irracional y absurda rebelión contra la Santísima Trinidad; tampoco la sangre de los corderos animales podía vencer a la muerte, justo castigo recibido por Adán y Eva al cometer el pecado original y transmitido a toda la especie humana desde entonces. Mucho menos era el sacrificio de los corderos animales capaz de conceder la participación en la filiación divina por medio de la gracia santificante, concediendo la filiación divina a quienes la reciban con piedad, con fe y con amor. Todo esto, todo el sacrificio de los corderos que era realizado en figura por los hebreos en el templo, es ahora realizado en la realidad por el Verdadero y Único Cordero del Sacrificio, Jesús de Nazareth, a quien justamente Juan el Bautista le da el nombre no dado por nadie hasta entonces: “Éste el Cordero de Dios”.

          “Éste el Cordero de Dios”. Imitando a Juan el Bautista, la Santa Iglesia, al contemplar a la Santa Eucaristía, elevado en lo alto luego de la consagración eucarística, luego de pronunciadas las palabras de la transubstanciación, repite, junto con el Bautista, las mismas palabras que él le dirigía a Jesús, dirigiéndolas a la Eucaristía: “Éste el Cordero de Dios”. Y, al igual que el Bautista, la Iglesia se inclina, con la frente hasta el suelo, para adorar al Cordero de Dios, Cristo Jesús.


sábado, 6 de enero de 2024

Epifanía del Señor



(Ciclo B – 2024)

          Luego del Nacimiento en Nochebuena y luego de la Solemnidad de la Sagrada Familia, la Iglesia Católica celebra otra fiesta litúrgica, la Fiesta de los Reyes Magos, en la cual se conmemora la visita de unos sabios de Oriente quienes, guiados milagrosamente por la Estrella de Belén, acudieron a presentar sus homenajes y sus dones al Salvador de los hombres, Aquel a quien el Espíritu Santo les había señalado que encontrarían recostado en un pesebre, envuelto en pañales, en los brazos de la Virgen Madre. Los Reyes Magos, hombres sabios y piadosos, aunque paganos, habían recibido la gracia divina de parte del Espíritu Santo, de conocer y amar al Redentor de los hombres, de saber que venía en su Primera Venida como un Niño pequeño, indefenso, pero que ese Niño pequeño e indefenso era Dios y que estaba destinado, cuando fuera adulto, a ofrecerse en el Ara Santa de la Cruz, como sacrificio expiatorio para la salvación de los hombres.

          La visita de los Reyes Magos no es, ni remotamente, una leyenda, ni la guía de la Estrella de Belén una piadosa fábula: son relatos de real y auténtica historia, dirigidas por el Señor de la Historia, Nuestro Señor Jesucristo, que de esta manera hacía conocer a los pueblos paganos la maravillosa y extraordinaria historia de la salvación de los hombres, historia que iniciaba con la Encarnación del Verbo en las entrañas purísimas de la Virgen y Madre de Dios, continuaba con su Nacimiento virginal y milagroso y proseguía ahora con su manifestación o Epifanía -manifestación gloriosa- ante los ojos de los paganos-, para que estos dieran testimonio ante sus respectivos pueblos de que la salvación venía de Israel, venía en forma de un Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, para que los hombres, hechos Dios por la gracia, fueran conducidos como niños al Reino de los cielos.

          Puesto que los Reyes Magos habían sido advertidos por el Espíritu Santo de que el Niño de Belén era el “Emanuel”, esto es, “Dios con nosotros”, traían presentes para el Niño, dignos de un Dios: oro, incienso y mirra: oro, para adorar su divinidad; incienso, para indicar la oración que al Niño Dios se le debe tributar, día y noche, en cuanto Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios; mirra, para indicar su Humanidad Santísima y Purísima, sin rastro alguno, no ya de pecado, sino ni siquiera de ninguna imperfección.

          Éste es entonces el origen piadoso de la hermosa fiesta de los Reyes Magos que la Santa Iglesia Católica tributa a su Rey, el Niño Dios. Hagamos el propósito, no de pedir regalos, sino de ofrecer nosotros, tributos espirituales a nuestro Dios, a imitación de los Reyes Magos: en vez de oro, la adoración de nuestros corazones a su divinidad, que le corresponde en cuanto es Dios Hijo; la oración incesante, día y noche, que le corresponde en cuanto es el Hombre-Dios, nuestro Redentor y Salvador; y mirra, la intención, al menos, con la ayuda de la gracia, de conservar la pureza de cuerpo y alma que Él merece, para así recibirlo, con todo el amor posible, en la Comunión sacramental.