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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


 


(Ciclo B – 2024)

         “Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el rey’”” (Lc 23, 35-43). La Iglesia Católica finaliza el ciclo litúrgico con Solemnidad de Cristo Rey, es decir, reconociendo al Hombre-Dios Jesucristo como Rey del universo, tanto visible como invisible. Por esta razón nosotros, los católicos, que reconocemos a Cristo como Rey, debemos preguntarnos: ¿Dónde reina nuestro Rey? (también tenemos que preguntarnos dónde quiere venir a reinar). Porque allí donde esté nuestro Rey, allí debemos ir los católicos a rendirle el homenaje de nuestro corazón, el amor de nuestra adoración. La respuesta es que Cristo, al ser Dios, al ser el Cordero de Dios, ante quien se postran en adoración los ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6), reina en los cielos eternos; Cristo también reina en la Eucaristía, porque la Eucaristía no es un simple trocito de pan bendecido, sino que es ese mismo Cordero de Dios, el mismo que es adorado por ángeles y santos, que está oculto en la apariencia de pan, para ser adorado por quienes, lejos de estar en el cielo, se encuentran en la tierra, en el tiempo y en el espacio, reconociéndose pecadores, y sin embargo aun así, con su nada y su pecado, lo aman y se postran en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en el leño de la Cruz, según la inscripción mandada a escribir por Poncio Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (Lc 23, 35-43), y así también lo canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”, “Reina el Señor en el madero”, “Reina Cristo en el madero, en el leño de la Santa Cruz”. Cristo reina también en la Santa Misa, cuando desciende con su Cruz gloriosa en el momento de la consagración, acompañado de la Virgen y rodeado de legiones de ángeles y santos, para dejar su Cuerpo en la Eucaristía y su Sangre en el Cáliz y es por eso que la Santa Misa es el lugar y el tiempo de adorar a Nuestro Rey, Cristo Jesús. 

           Luego, cuando queremos saber dónde quiere venir a reinar Nuestro Rey, la respuesta es que Cristo Jesús quiere reinar en los corazones de los hombres, de todos los hombres del mundo, de todos los tiempos, y es por eso que quiere ser entronizado en sus corazones. Siendo Él el Rey del universo visible e invisible y teniendo todo en sus manos, habiendo salido toda la Creación de sus manos, lo único que desea sin embargo es el corazón de cada ser humano; desea amar y ser amado por el corazón de cada hombre y así se lo manifestó a Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo, ¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cuando contemplamos la Creación, nos asombramos por la perfección -científica y artística- con la que fue hecha y podríamos pensar que a nuestro Rey le basta con tener bajo sus pies a toda la Creación, pero no es así: Cristo Dios no se deleita con los planetas, con las estrellas, y tampoco con los ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, y así viene a Encarnarse en el seno de la Virgen, viene a morir en la Cruz del Calvario, derrama su Sangre en el Cáliz, deja su Cuerpo y su Sagrado Corazón en la Eucaristía, para que lo recibamos con amor y para que recibamos su Amor, pero sin embargo, a causa de nuestra ceguera y de nuestra indiferencia y frialdad, Nuestro Rey Jesús se ve privado de ese deleite cuando su trono, que es nuestro corazón, está ocupado por alguien o algo que no es Él; cuando nuestro corazón, que solo tiene espacio para un amor, o Cristo o el mundo, prefiere al mundo y a sus banalidades en vez de a Cristo y al Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Jesús quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones para así darnos el Amor de su Sagrado Corazón, pero para que seamos capaces de entronizar a Cristo Jesús y de amarlo exclusivamente a Él y solo a Él, debemos antes humillarnos ante Jesús y reconocerlo como a nuestro Dios, nuestro Rey y Salvador, como único modo de poder desterrar de nuestro corazón a los ídolos mundanos, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo, que ocupan el lugar que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo Rey. Es necesario “morir a nosotros mismos”, es decir, es necesario reconocer que necesitamos ser regenerados por la gracia, nacer de nuevo por la gracia, para que estemos en grado de entronizar a Cristo Jesús como a Nuestro Rey y de amarlo y de adorarlo como solo Él se lo merece.

         Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, reina en la Santa Misa y quiere venir a reinar en nuestros corazones, pero para que Él pueda reinar en nuestros corazones, debemos ante todo desalojar y destronar a los falsos ídolos entronizados en nuestros corazones por nosotros mismos y que ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de todos estos falsos ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”. Este falso ídolo, que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el puesto que sólo le corresponde a Cristo Rey. Cuando no reina Cristo, reina nuestro “yo” y nos damos cuenta de que reina ese tirano que es nuestro propio “yo” cuando, a los Mandamientos de Cristo –perdona setenta veces siete; ama a tus enemigos; sé misericordioso; carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso y humilde de corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni perdonamos ni pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos nuestra cruz de todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las bienaventuranzas, somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa manera, demostramos que quien reina y manda en nuestros corazones somos nosotros mismos, y no Cristo Rey, que por naturaleza, por derecho y por conquista, es nuestro Rey.

         Al conmemorar por medio de la Solemnidad litúrgica a Cristo Rey del Universo, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo, dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la adoración y el amor que sólo Él se merece.

 



[1] http://www.corazones.org/santos/gertrudis_grande.htm


lunes, 6 de junio de 2022

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo

 



(Ciclo C – 2022)

         La Iglesia celebra, con una solemnidad, la reyecía de Nuestro Señor Jesucristo, proclamándolo públicamente como Rey del universo, tanto del universo visible, que es lo que conocemos genéricamente como “la Creación”, como del universo invisible, los ángeles, seres puramente espirituales. Jesucristo es Rey porque Él es el Hombre-Dios, es Dios Hijo encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y por lo tanto es Rey por naturaleza, porque Dios es Rey en Sí mismo y es también Rey por conquista, porque Él conquistó la Reyecía universal sobre todo el universo por medio de su sacrificio en cruz. En consecuencia, la Iglesia Católica considera que a Jesucristo y sólo a Jesucristo, se le deben a Él “todo el poder, la gloria y la majestad por los siglos de los siglos”[1], es decir, por toda la eternidad. Esta declaración y reconocimiento público de Nuestro Señor Jesucristo como Rey del universo, por parte de la Iglesia Católica, tiene numerosas e importantísimas implicancias en la vida del ser humano, tanto a nivel personal, como a nivel nacional y mundial. Que Jesucristo sea Rey del universo quiere decir que, a nivel personal, el católico debe considerar a Jesucristo como su propio Rey personal, es decir, el católico debe considerar que su corazón, el centro de su ser y de su alma, es el trono real en donde le rinde honor, alabanza y adoración al Hombre-Dios Jesucristo y esto se debe reflejar en su vida cotidiana, porque sólo a Jesucristo debe el católico adorar; sólo se debe guiar por los mandamientos de Jesucristo; sólo a Jesucristo debe seguir, cargando la cruz de cada día; sólo a Jesucristo debe obedecer y no a entidades paganas o neo-paganas.

         Que Jesucristo sea Rey de la familia, significa que las familias deben entronizar su imagen y Jesucristo –y no el televisor, el celular, la computadora- debe ser el centro y la raíz de la familia; la familia se debe guiar por los principios, normas, consejos y mandatos de Jesucristo y no de entidades anti-cristianas.

         Que Jesucristo sea Rey de la Nación, en este caso, de la Nación Argentina, significa que la Nación Argentina debe tener a los mandamientos de Jesucristo en sus leyes, en su educación, en sus Fuerzas Armadas, en su vivir cotidiano como Nación y no debe, de ninguna manera y bajo ningún concepto, aceptar los lineamientos anti-cristianos y anti-patria de entidades internacionales como la Organización de las Naciones Unidas o la Organización Mundial de la Salud, que atentan contra la integridad territorial y espiritual de la Nación, porque son entidades anti-cristianas.

         Como vemos, la declaración y confesión pública de Jesucristo como Rey del universo no es una mera declaración vacía de contenido; por el contrario, afecta a la vida personal, familiar, nacional y mundial, porque todo el mundo debe reconocer la Reyecía de Jesucristo. De esta confesión y declaración se siguen, además, otras dos consecuencias: una, que es que, quien confiesa a Jesucristo como Rey del universo, confiesa a la Virgen y Madre de Dios como Reina y Señora de todo lo creado, porque es lógico que la Madre del Rey sea Reina, en este caso, la Virgen es Reina por participación a la reyecía de su Hijo.

         El otro elemento que se sigue es que, si alguien niega a Jesucristo como Rey del universo, sea de palabra o de obra –si alguien no sigue los mandamientos de Jesucristo lo está negando en la práctica, aunque lo confiese de palabra-, ese tal, tiene como rey a otro rey, el Rey de las tinieblas, Satanás, el Ángel caído. Y de la misma manera a como quien cumple los mandamientos de su Rey y Señor, Jesucristo, porque lo entronizó en su corazón, así quien niega la reyecía a Jesucristo, entroniza en su corazón al Rey del Infierno y lo tiene al Ángel caído como a su rey y señor y cumple los mandamientos de este perverso rey, el primero de los cuales es: “Haz lo que quieras”, es decir, compórtate no según la Ley de Dios, sino según la Ley de la Iglesia de Satanás, que da satisfacción a todos los placeres pecaminosos del hombre.

         Como católicos proclamamos, entonces, que Jesucristo es el Rey de nuestros corazones, es el Rey de nuestras familias, es el Rey de nuestra Patria Argentina y por este Rey de los corazones, queremos ofrendar nuestras vidas, al pie de la Cruz y al pie del Altar.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo



(Ciclo B – 2018)

“Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,33b-37). En el diálogo con Pilatos, Jesús se auto-proclama rey, pero no “rey de este mundo”, sino Rey del cielo: “Mi reino no es de aquí”. Jesús es Rey, pero no como los reyes de la tierra. Los reyes de la tierra reinan sentados en mullidos almohadones y en cómodos sillones de oro; tienen coronas de oro, plata y piedras preciosas; sus cetros, indicativos de su dignidad real y de su poder, son de marfil y ébano; sus vestimentas son de seda finísima y de púrpura costosísima; sus calzados, son artesanales y muy costosos. Además, los reyes de la tierra gobiernan despóticamente, en su gran mayoría, pues muy pocos son –como los Reyes Católicos- quienes se preocupan por el verdadero bienestar de sus súbditos, el bienestar de sus almas y quienes lo hacen, poco y nada pueden hacer más que preocuparse y obrar limitadamente a su favor. Los reyes de la tierra gobiernan rodeados por una corte de aduladores que no los aman y que aplauden a cada gesto suyo, porque lo que buscan son sus favores y sus bienes. Los reyes de la tierra gobiernan tiránicamente y sobre una porción limitada de terreno y sus ejércitos están formados por hombres entrenados para hacer daño, cuanto más, mejor. Jesús es Rey, pero no es rey al modo de los reyes de la tierra. Jesús es Rey, pero no es un rey de este mundo: Él es Rey de cielos y tierra y es rey por naturaleza, porque es Dios Hijo en Persona y es rey por conquista, porque Él se ganó para el Padre las almas de muchos hombres, al precio de su Sangre derramada en la cruz.
         Jesús es Rey y Él gobierna, pero no desde un cómodo y mullido sillón de oro, sino desde la cruz; su corona no es de oro y plata, sino que es una corona de espinas, de duras, filosas, cortantes y dolorosas espinas, que le provocan desgarros múltiples en su cuero cabelludo y que le proporcionan un dolor indecible, dolor ocasionado por nuestros pensamientos malos consentidos, porque las espinas de su corona son la materialización de nuestros malos pensamientos, deseados y queridos; su cetro no es un cetro de marfil y ébano que descansa en sus manos, sino los gruesos y filosos clavos de hierro que atraviesan sus manos, abriéndole ríos de Sangre roja y preciosísima, provocándole un dolor desgarrante, dolor ocasionado por el pecado de blasfemia, que son las manos de los hombres alzadas violentamente en contra de su Dios y por el pecado del odio, cuando el hombre levanta con violencia la mano contra su hermano; sus vestimentas no son túnicas de seda y púrpura finísima, sino el velo de su Madre, que cubre su Humanidad y el resto de su Cuerpo está revestido con una túnica formada por su Sangre roja y preciosísima, que brota a borbotones de sus heridas abiertas, heridas todas provocadas por la impudicia y la falta de vergüenza de los hombres y por los pecados de impureza. Jesús gobierna desde el trono sagrado de la Cruz y gobierna no despóticamente, sino con amor, porque a sus súbditos, a quienes Él llama para que compartan su Cruz, lo único que desea es darles en herencia el Reino de los cielos y sobre todo, el contenido de su Sagrado Corazón, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Mientras los reyes de la tierra son rodeados por aduladores, muchos de los que se acercan a Jesús no lo adulan; más bien, la gran mayoría de los que son llamados por Jesús para compartir su Cruz, se quejan de Él, les piden que les quite la Cruz, que ya no la soportan, porque no quieren los bienes que Él da, que son los bienes del Reino de Dios, la gracia, la paz, la alegría, la justicia y la misericordia divina. La gran mayoría de los que son acercados al trono real de la Cruz por intercesión de la Reina de cielos y tierra, Nuestra Señora de los Dolores, no quiere estar al lado de la Cruz y quieren que les sea quitado cuanto antes el yugo suave de la Cruz. Sólo unos pocos aceptan, con amor, el llamado de Jesús a compartir el trono real de la Cruz. Jesús es Rey, pero no gobierna sobre una porción limitada de terreno, sino sobre el Universo entero, sobre los cielos y la tierra e incluso en el Infierno, porque hasta en el Infierno se siente el poder divino de la fuerza de la Cruz y todos sus habitantes tiemblan de espanto ante el estandarte ensangrentado de la Cruz. A diferencia de los reyes de la tierra, que tienen a su mando hombres malos que obran el mal y la violencia, Jesús tiene a su mando a los ángeles buenos y a los santos, que sólo buscan la eterna bienaventuranza para los hombres. Jesús es Rey y reina desde el madero, por eso los que son súbditos de Jesús se diferencian de aquellos que no lo son, en que los súbditos del Rey Jesús doblan sus rodillas ante el trono real de la Cruz y besan los pies ensangrentados de Jesús, atravesados por un grueso clavo de hierro, para expiar nuestros pasos dirigidos en dirección al pecado y en dirección contraria a la gracia.
         “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Todo el que ama a Cristo Rey se postra ante Jesús, que reina desde el leño ensangrentado de la Cruz y reina también desde la Eucaristía; todo el que es su verdadero discípulo se postra ante la Cruz y la Eucaristía, besa sus pies ensangrentados y adora su Presencia Eucarística, porque es en la Cruz y en la Eucaristía donde reina Nuestro Rey, Cristo Jesús.


sábado, 25 de noviembre de 2017

Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


(Ciclo A - 2017)
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles” (cfr. Mt 25, 31-46). Este domingo, 26 de noviembre, la Iglesia celebra la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, instituida por el Papa Pío XI durante el Año Santo de 1925 mediante la encíclica Quas Primas[1]. El Papa Pío recuerda no solo a los creyentes, sino a todas las naciones, que el culto y el discipulado de Cristo no es solo un asunto privado: “Las naciones recordarán por la celebración anual de esta fiesta que no solo los individuos sino también los gobernantes y príncipes están obligados a dar honor y obediencia pública a Cristo. Llamará a sus mentes el pensamiento del último juicio, en el que Cristo, que ha sido expulsado de la vida pública, despreciado, descuidado e ignorado, vengará estos insultos de la forma más severa; porque su dignidad real exige que el Estado tenga en cuenta los mandamientos de Dios y de los principios cristianos, tanto al hacer leyes como al administrar justicia, y también al proporcionar a los jóvenes una educación moral sólida”[2]. Además, el Papa Pío llama a los fieles a poner a Cristo en el corazón y el alma de sus vidas: “Los fieles, además, al meditar en estas verdades, obtendrán mucha fuerza y ​​valor, lo que les permitirá formar sus vidas según el verdadero ideal cristiano. Si a Cristo nuestro Señor se le da todo el poder en el cielo y en la tierra; si todos los hombres, comprados por su preciosa sangre, son por un nuevo derecho sujeto a su dominio; si este poder abarca a todos los hombres, debe quedar claro que ninguna de nuestras facultades está exenta de su imperio. Él debe reinar en nuestras mentes, lo cual debe aceptar con sumisión perfecta y firme creencia a las verdades reveladas y a las doctrinas de Cristo. Él debe reinar en nuestras voluntades, que deben obedecer las leyes y los preceptos de Dios. Él debe reinar en nuestros corazones, lo que debe rechazar los deseos naturales y amar a Dios sobre todas las cosas, y unirse a él solo. Él debe reinar en nuestros cuerpos y en nuestros miembros, que deberían servir como instrumentos para la santificación interior de nuestras almas, o para usar las palabras del apóstol Pablo, como instrumentos de justicia para Dios”[3].
Entonces, Jesús es Rey y es Rey que ha de venir por Segunda Vez, tal como el mismo Jesús lo revela, anunciando proféticamente su Segunda Venida en la gloria: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles” y el consiguiente Juicio Final, llamado en la Biblia, “el día de la Ira de Dios”. En ese día, Jesús no se mostrará como el Dios Misericordioso y compasivo, que nos espera pacientemente para que decidamos a combatir contra la malicia que anida en nuestros corazones –el pecado- y a convertirnos a Él, que es el “Sol de justicia”. Ese día no será un día más: será el Último Día de la historia humana, en el que finalizará el tiempo y comenzará la eternidad, una eternidad de gozo y bienaventuranza para algunos y una eternidad de dolor y amargura para otros. Ese día será el día de la Ira de Dios, en el que hasta los ángeles del cielo temblarán ante su Presencia, tal como la Virgen se lo revelara a Sor Faustina Kowalska: “Hasta los ángeles de Dios temblarán ese Día”. Ése día Jesús vendrá como Justo Juez que impartirá la Justicia Divina a toda la humanidad y esta Justicia implicará darle a cada uno lo que cada uno se mereció libremente con sus obras. En el Día del Juicio Final –verdad de Fe proclamada por la Iglesia y explicitada en el Catecismo de la Iglesia Católica[4]-, toda la humanidad comparecerá ante Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores, y recibirá de Él, lo que justamente le corresponde por sus obras libremente hechas: a los buenos, les corresponderá el Cielo; a los malos, el Infierno. No hay interpretaciones atenuantes posibles; y es una horrible blasfemia calificar a Dios como injusto porque condenará en el Infierno a quienes hicieron el mal sin arrepentirse, porque Dios sería un Dios Injusto –y por lo tanto, no sería Dios, porque sería malvado e imperfecto-, si no castigara el mal impenitente y si no premiara el bien hecho con amor.
Jesús grafica el Día del Juicio Final con la imagen de un pastor, que pondrá los buenos –las ovejas, imágenes de los bienaventurados, pues son animales mansos- a su derecha y a los malos –los cabritos, imágenes de los condenados, puesto que son animales lascivos, representando así la doble impureza, espiritual y corporal de los condenados; a su vez, el cabrito es imagen del Demonio, más en concreto, de Baphomet, el hombre-cabra, el ídolo demoníaco masónico con el que los masones representan al Demonio- a su izquierda, y los juzgará y dará su destino eterno: “El Rey pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda y dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. (…) Luego, el Rey dirá a los que están a su izquierda: “Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo”. Y entonces, pronunciará la terrible sentencia: “Estos –los que hicieron el mal- irán al castigo eterno, y los justos –los que hicieron el bien- a la Vida eterna”.
  Jesús explica cuál es la causa de la salvación y de la condenación eterna de las ovejas –los buenos- y de los malos –los cabritos-, respectivamente: la causa de la salvación o de la condenación de nuestras almas será cómo obramos en relación a nuestros hermanos más necesitados. Es así que dice: “Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?”. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Es decir, los justos se salvarán porque tuvieron misericordia con los más necesitados –hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, presos- y los auxiliaron con sus propios bienes y haciendo así obraron la misericordia con el mismo Jesucristo, quien está misteriosamente Presente en ellos. Ésa es la razón por la que Jesús dice: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos, Conmigo lo hicisteis”. Es decir, Jesús mora, misteriosamente, en el prójimo más necesitado -no solo en el pobre, porque no es el pobre el centro del Evangelio, sino Jesucristo, así como no es la pobreza causa de salvación, sino la gracia santificante de Nuestro Señor- y todo lo bueno o malo que le hagamos al prójimo, se lo hacemos a Jesucristo.
         La causa de la condena de los malos será el haber obrado sin misericordia: “Dirá a los que se condenen: “Estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron”. Estos, a su vez, le preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?”. Y Él les responderá: “Les aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de estos mis hermanos, Conmigo no lo hicisteis”.
         Ahora bien, ante la perspectiva de un castigo que dura por toda la eternidad, como lo es el Infierno, hay que decir que es un dogma de fe, revelado por Nuestro Señor Jesucristo en Persona. Jesús es el Dios Misericordioso, es la Misericordia de Dios encarnada, es el Amor de Dios hecho hombre, que vino como Niño en Belén, para donarse a Sí mismo, todo entero, sin reservas, a cada alma, por Amor, como Pan de Vida eterna, en la Eucaristía[5]. Y, sin embargo, este mismo Dios-Amor, este Dios, que “es Amor”, como dice la Escritura, creó el Infierno, como destino eterno para ángeles y hombres. La Iglesia lo enseña como dogma de Fe, y son innumerables los santos que han sido conducidos al Infierno para que dieran testimonio de su existencia; entre ellos, está Santa Faustina Kowalska, quien es llevada al Infierno por órdenes de este Dios-Amor en Persona, según sus palabras: “Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar testimonio de que el infierno existe”. Un ángel de luz, cumpliendo las órdenes de Jesús Misericordioso, Rey de los ángeles, conduce a Santa Faustina al Infierno: “Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel”. El Infierno es un “enorme lugar”, lleno de “grandes tormentos” para las almas que allí se encuentran: “Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión!”. Luego, Santa Faustina describe los distintos tipos de tormentos que ve en el Infierno: “Los tipos de tormentos que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual, incendiado por la ira divina”. Lo que revela Santa Faustina es algo que ya la Iglesia lo enseñaba desde siempre: el fuego del Infierno no sólo quema el cuerpo, sino que quema el alma, y esto, por un milagro especial de parte de la Divina Omnipotencia, que así permite que sea satisfecha la Ira Divina, encendida justamente por la impenitencia del pecador, que voluntaria y libremente quiere morir en el mal. Luego continúa Santa Faustina: “el quinto tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias”. Revela Santa Faustina que los tormentos son de dos tipos: los que describió, que son los que padecen los condenados en su conjunto, pero luego hay tormentos que sufren los condenados de modo individual, y estos, que se agregan a los tormentos generales, dependen de la clase de pecado que cometió en esta vida y que fue lo que le valió el Infierno. Esto también es acorde a lo que enseña la Iglesia Católica, que dice que hay un castigo individual para cada órgano responsable del pecado mortal que se cometió y que llevó al condenado, por su impenitencia, al Infierno. Dice así Santa Faustina: “Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado”. Luego describe de modo más detallado los lugares en donde están los condenados: “Hay horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del otro”. La visión del Infierno, del Demonio y de los condenados es tan terrible, que dice Santa Faustina que habría fallecido de terror, si Dios no la hubiera sostenido: “Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la omnipotencia de Dios”. Luego, Santa Faustina deja por escrito, en su Diario, cuál es el propósito por el cual Jesús Misericordioso le hizo conocer el Infierno: “Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ese será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún alma se excuse [diciendo] que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni sabe cómo es”. Luego continúa: “Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y dar testimonio de que el infierno existe. Ahora no puedo hablar de ello, tengo, la orden de dejarlo por escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por orden de Dios tuvieron que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de las cosas que he visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mí no pude reponerme del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso ruego con más ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco incesantemente la misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar en los más grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor pecado”.
         Además de la Escritura, la Tradición y el Magisterio, también hay testimonios que vienen de personas individuales, cuyas experiencias en el más allá antes de morir, coinciden con lo que enseña la Iglesia. Es el caso de un hombre –Alan- en sus 77 años con un cáncer terminal[6], quien en su lecho de muerte contó cómo él había tenido un episodio cercano muerte veintidós años antes, durante la cirugía a corazón abierto. A Alan se le habría mostrado el infierno por el Arcángel Miguel, bajo la dirección de Jesús, que lo salvó después de mucho suplicar. Su destino hubiera sido ese si él hubiera muerto en ese momento particular. Había sido frío, egoísta, compañero grosero, sin ni siquiera amor hacia su esposa e hijos. Un hombre que se preocupaba sólo por el dinero y su comodidad personal, que se rió de la idea de Dios cuando un anestesiólogo se ofreció a rezar con él. Como “Alan” dijo, “Yo podría haber sido fue aplastado, completamente aplastado por mi propia pecaminosidad. Vi a mi alma como Dios la ve, y fue horrible. Mi alma estaba cubierta de agujeros y suciedad, una inmundicia que había acumulado y amontonado sobre mí mismo. Como un cadáver en descomposición, cubierto de supuración, rancio, viviendo en suciedad, pero pesándome, gritando mi vergüenza ante mi Dios. Quise correr, pero no había ningún sitio donde ir. Yo estaba pegado al lugar y obligado a ver todo, y sin excusa, sin alivio, y mi vergüenza creció más y más ante tal Pureza incomprensible. Lo siguiente que supe, fue que mis guías y yo estábamos de pie en un valle, completamente desolado y rodeado de enormes montañas negras, puntiagudas y estériles. Su base era profunda, más profundo que el camino que estábamos parados, y que se extendía a profundidades que parecían no tener fin ni fondo. Caminamos por este mismo camino ancho y descendimos lentamente. Al principio el camino era suave, pero a medida que caminamos se convirtió en empinado y resbaladizo. Temía que iba a caer, porque en cada lado de la vía había horribles criaturas, arrastrándose en la oscuridad, gruñendo y maldiciéndome, extendiendo sus manos tratando de agarrar mis talones. Cuanto más profundo fuimos, más pesado era el aire, y más oscuro el ambiente se puso. A lo lejos, oí muy débilmente, un terrible alboroto, peleando, discutiendo y gritando. Yo no quería ir más lejos y pedí a mis ángeles por favor sácame de allí. Me dijeron: ‘Tienes que ver lo que le espera a los pecadores que rechazan a Dios’. Continuamos yendo más y más hacia una inmensa y viva negritud. Al final de nuestro descenso había una estructura enorme y formidable que parecía no terminar nunca, tanto en profundidad y altura. El temor que se apoderó de mí fue abrumador y yo quería huir, pero fui detenido firme por mis guías ángeles. Las inmensas puertas estaban cerradas, cuidadas con enormes pernos negros en la parte exterior. Miguel levantó la mano, los bloqueos se liberaron y las puertas se abrieron. Inmediatamente un nauseabundo hedor llenó mi nariz la quemaba y me daba náuseas. Al igual que la carne podrida en el calor de un sol de verano, o la quema de alquitrán y azufre. Era aterrador y yo estaba tan asustado que me aferré a mi ángel de la guarda. Cuando las puertas se abrieron por completo, los sonidos que golpean mis oídos me hicieron temblar de miedo. Gritos guturales en un lenguaje que era tan absolutamente asqueroso, que nunca volvería a repetirlo a nadie. La cacofonía de gritos, blasfemias, y llanto continuo llenaban el aire y reverberaban a través de mí llenándome de un miedo intenso y terror indescriptible. Cuando entramos, mi mente se llenó de un conocimiento inmediato de cada una de las almas que vi encarceladas aquí. Fui testigo en este lugar de un sufrimiento tan indescriptible, que las palabras no pueden reproducir todos los aspectos. El hedor y el calor son completamente insoportables. A mi derecha vi unas paredes negras dentro de las que estaban tallados pequeños nichos que se extendían a alturas vertiginosas de la piedra ennegrecida. Había un innumerable número, miles y miles de ellos, cada uno era de forma y tamaño similar. Eran de forma circular y cada uno contenía un alma que estaba encajada en él, incapaz de moverse, incapaz de ajustarse a ninguna comodidad. Sus rostros estaban vueltos hacia fuera, hacia el centro de esta mazmorra, y ellos lloraban, gritaban y maldecían continuamente. Ojos saltones con expresiones de tortura, odio y la desesperación tan insoportable que tuve que apartar la mirada. “¡Mira!” mi ángel dijo: “¡Mira!”. La desesperación que llenaba a todos y cada uno de ellos era sin tregua. El conocimiento de cada acción que los llevó a este pozo de oscuridad siempre se juzgaba ante sus almas en un flujo continuo de remembranza que sólo ellos podían ver. Además del dolor y la desesperación, sufrían una soledad abrumadora y penetrante. Tan intenso era su sufrimiento que ninguna palabra posiblemente pueda describir semejante horror. Pude ver la causa de su tortura. Ya que sus vidas continuamente pasaba  ante ellos, se detenía en momentos específicos que mostraban un episodio en particular, un pecado en particular. O una oportunidad de haber hecho el bien, en el que optaron por no hacer nada”. Ellos gritaban insultos contra Dios, maldiciendo los nombres de los padres, amantes, incluso a sus propios hijos. Escenas una y otra vez, no sólo de sus propios pecados, sino cómo sus pecados afectaron a otras personas. El daño que habían causado, cómo sus palabras destruyeron a otras personas. Si otra alma terminaba en este abismo debido a sus acciones, también eran responsables de esa alma a tal punto, que se intensificaban sus sufrimientos el doble, triple. Demonios en las formas más horribles, algunos medio animales, algunos de aspecto más humano, se ponían junto a los rostros de ciertas almas gritándoles desde su hoyo en la pared. Estos demonios agarraban los rostros de los torturados y las almas que sufrían y les abrían sus bocas con sus garras, tan ampliamente que les arrancaban la carne a lo largo de los lados de sus mejillas. Se ponían blancos, como metal fundido, mientras gritaban con horror. Los demonios los empujaban más profundo en su tortura, mientras lanzaban insultos repugnantes contra ellos. Pero un nicho estaba vacío y de pie delante de él había un horrible demonio que me señaló, maldiciendo y riéndose, y luego señaló con el nicho vacío. Supe de inmediato que ese estaba reservado para mí. Una y otra vez, cada tortura era superior a la anterior en su brutalidad. Clamé a mi ángel y traté de huir, pero me tranquilicé cuando me aseguró que la misericordia de Dios no sólo había impedido que estuviera allí, sino también protegerme contra cualquier ataque de cualquiera de las criaturas en este lugar. Mientras continuábamos más en este abismo, vi una pared desolada llena de celdas. En una celda en particular había un alma horrible, enferma mirando y completamente sucia. Este hombre en particular, en la tierra había manipulado, maltratado, y obligado a las mujeres a ejercer la prostitución. Vi que era un cruel tirano, él daba drogas a las mujeres, las golpeaba con frecuencia hasta que sus cuerpos y sus voluntades estaban completamente rotos. En la tierra era conocido por su crueldad y su codicia y estaba poseído de una lujuria insaciable. Aquí, en su prisión, se veía obligado a experimentar una y otra vez lo que él infligió a las mujeres a su dominio, sólo magnificado a un inimaginable grado. Él era mutilado continuamente por las más horribles criaturas que sin piedad desgarraban su piel, le rasgaban parte de la entrepierna hasta la garganta, exponiéndolo al ridículo y a la humillación increíble. Una y otra vez, cada tortura era superior a la anterior en su brutalidad y crueldad. Gritando sin cesar en busca de ayuda, dejaba escapar gritos guturales suplicando a sus torturadores, que sólo enfurecían su odio y su crueldad hacia su víctima. Al final de cada tortura, su cuerpo se reducía a meros retazos. Su cuerpo, entonces volvía a la normalidad y sus torturas comenzaban de nuevo. Explicarlo con palabras es casi imposible. Todas y cada una de estas almas en este lugar sabían exactamente por qué estaban allí. Veían muy claramente las decisiones en su vida que los encarceló. Usted ve, Dios no nos puso en infierno, nos pusimos nosotros allí. Cada alma en el juicio ve con perfecta claridad su vida como Dios la ve, y entonces se juzgan en su luz. No hay refutación, no hay discusión con Dios, porque sus pecados clama su juicio ante la pureza absoluta. Nuestras acciones, nuestras palabras poco amables, nuestra crueldad, y en última instancia nuestro total rechazo de la gracia de Dios, es lo que decide nuestro destino. Se le da a cada alma, incluso hasta el último momento de nuestra vida, la elección de aceptar a Dios o rechazarlo. Las almas en el infierno son las que lo rechazan, rechazan su amor, rechazan su gracia, y lo más importante rechazan su misericordia, incluso hasta el final. Incluso después de que lo han visto, se lanzan en este abismo porque es peor quedarse de pie delante de él, que estar en la oscuridad. A medida que continuamos más abajo hacia el centro del infierno, el ruido y la confusión total proseguía en su escalada más profunda. Y las torturas infligidas a las almas se volvieron más y más horripilantes. Rápidamente bajamos hasta que llegamos a lo que parecía ser la parte inferior de una enorme fosa que contenía una celda inmensa. Sus puertas eran tan gruesas como altas y se abrieron a la orden de San Miguel. Cuando se abrieron las puertas, un humo nauseabundo vomitado desde su centro envolvió todo lo que estaba a nuestro alrededor. Mi ángel levantó su mano cuando nos acercamos a la celda, que estaba llena de una luz brillante. En las paredes había lo que parecían ser serpientes y sabandijas de tamaño sobrenatural, y se deslizaban y se escabullían. En el centro de este calabozo había un gran trono que hecho de oro y monedas de plata, y aunque sucio y manchado, se amontonaban en pilas que forman una forma básica de trono, y era enorme. En su base habían almas de seres humanos, algunos con piel, algunos sólo huesos, todos en diferentes grados de descomposición y cubiertos de gusanos. Cuando los huesos estaban completamente desnudos y toda la carne había caído o había sido devorada por los gusanos, de inmediato se cubrían de piel y todo empezaba de nuevo, ardor, putrefacción, mordiscos. Estas almas estaban completamente inmóviles bajo el peso de este enorme trono. Detrás de mí, sentí una presencia aterradora. Una presencia tan completamente mala y tan llena de odio que yo quería correr, pero aterrorizado, estaba congelado en el lugar. Sentí que se me acercaba, con su aliento caliente que fluía sobre la parte de atrás de mi cuello. Tan completo era su odio hacia mí, que me pareció que el odio me pesaba y me hundía. Instintivamente supe quién era este y sabía que él estaba permanente en su estado. No sólo no iba a alterar su destino, él nunca lo desearía, nunca. Su condena se fijó para siempre y se cementó en oposición completa y total a Dios. Él odiaba por completo todo lo que Dios es, y por lo tanto odiaba más allá de las palabras todo lo que Dios ha creado. En el infierno, él vomita todo su odio en todas y cada una de esas almas encarceladas en el infierno. Estas almas son bombardeadas constantemente por él, y están constantemente recordando que podrían haber tenido el Cielo, pero que optaron por el infierno. Ellos recuerdan la belleza de Dios, y ahora están separadas para siempre de ella. Podrían haber tenido amor, paz y la completa felicidad, y en su lugar lo han perdido por toda la eternidad. Hay un gran número de niveles del infierno y cada alma está condenada de acuerdo con sus crímenes. Estas torturas continúan sin cesar y repiten una y otra vez, llevado a cabo por millones y millones de demonios dispuestos. Nada puede describir la presencia del mal porque él no se parece a nada de este mundo. No puedo expresar lo suficiente su odio, y su odio en ese momento fue dirigido completamente a mí. Mi alma se llenó de una desesperación opresiva, abrumadora, cuando le oí burlarse de mí, no en voz alta, pero podía oír sus palabras sucias dentro de mi mente. Procedió a decirme por qué yo pertenecía a él y a todos los pecados que siempre había hecho. En mi mente yo traté de tranquilizarme con lo que los ángeles me habían dicho antes, cuando otra acusación me fue arrojada cada vez con mayor rapidez y fuerza. Su voz astuta y vulgar me acusaba y me llenaba con tal desesperación que le rogué a mis guías que me llevaran lejos, lo que sólo intensificaba su burla hacia mí, una tras otra, después de otra. Miguel levantó la mano, lo que detuvo el ataque de Satanás sobre mí, y con una atronadora, majestuosa voz Miguel gritó: “¡Basta! Todo ha sido perdonado!”. Una luz brillante emanaba de mis guías, cada vez más y más brillante que yo veía a Satanás acobardado alejarse de él. Él empezó a aullar, lanzando blasfemias contra nosotros con un rugido atronador tal que las paredes de esta mazmorra deberían haber sido destrozadas. Rápidamente y con fuerza salimos de ese pozo, a través del camino que habíamos venido y hacia atrás a través de las puertas de ese horrible lugar. Las puertas se cerraron y los enormes pernos se colocaron con fuerza en su posición anterior, encerrando a sus habitantes para siempre. Volamos hacia arriba, disparando a una velocidad cada vez mayor y podía oír los gritos blasfemos de Satanás lentamente disminuyendo. Luego, al instante, estaba fuera de ese horrible lugar y de nuevo en la luz, lejos del calor y el hedor del infierno. Yo estaba tan agradecido de estar fuera de ese pozo negro de suciedad, que lloré. Aferrado a mi ángel de la guarda, le di las gracias por sacarme de allí. Llegamos a una parada y Miguel se volvió hacia mí y me dijo: ‘Sólo has visto una pequeña muestra de los horrores del infierno. ¡No lo olvides!”. Cuando mis guías desaparecieron me lanzaron de nuevo, esta vez por mi cuenta a través de un túnel muy estrecho. Abrí los ojos y estaba tendido en la espalda con un tubo en mi boca. Médicos y enfermeras me rodeaban, me decían que iban a quitar mi tubo de respiración. Mi cabeza me daba vueltas y mi pecho estaba con un dolor horrible mientras intentaba respirar. Yo estaba confundido y asustado y no podía mover los brazos o las piernas. En esta confusión, pensé que ya no me podía mover, tal vez me habían empujado a mi agujero en la pared del infierno. Me puse frenético y traté con todo lo que tenía de zafar de lo que estaba sosteniendo mis brazos y piernas. Entonces oí la voz de mi médico explicando de nuevo que me relajara, que la cirugía había terminado y que me iban a quitar mi tubo de respiración. Entonces me di cuenta de que estaba en la tierra, en el hospital y nunca estuve tan feliz de estar aquí y no en el infierno. Nada en mi vida es lo mismo. Le pedí a un sacerdote que viniera tan pronto como fuera posible. Estaba desesperado y le dije a las enfermeras que tenían que darse prisa y conseguirme un sacerdote. Ningún sacerdote estaba disponible hasta el día siguiente y esa noche no dormí. Yo no había estado en confesión desde la escuela primaria y no había ido a misa desde que estaba en la escuela secundaria. Cuando el sacerdote llegó al día siguiente, le pedí que escuchara mi confesión. Busqué con las palabras, sin saber por dónde empezar, pero con paciencia hablé él. Tomó tres horas, pero confesé todo. Después de llegar del hospital, y después de que me recuperé y conseguí fuerzas, me senté con mi mujer y me disculpé con ella por todo. Luego fui a cada uno de mis hijos, todos mayores, algunos de ellas con sus propios hijos, y me disculpé con ellos porque yo les había fallado por completo. Al principio creyeron que me había vuelto loco, pero al final perdonaron. Estamos muy cerca ahora, y he probado todos los días mostrarles cuánto los amo. Le tomó a Regina mucho tiempo perdonarme, porque estaba muy molesta con nuestra vida de casados, que no confiaba realmente que yo había cambiado. Eventualmente, ella me perdonó y hemos estado cincuenta años juntos. Sí, ella tomó a este viejo pecador y ¡alabado sea Dios por eso! He pasado cada momento desde luego haciendo las paces con ella y con Jesús. Rezo todo el tiempo, todo el día y voy todos los días a Misa y a Comunión. Regina y yo estamos mejor ahora que nunca hemos estado y ahora estamos tratando con este tipo de cáncer. Ella está teniendo un momento difícil para aceptar esto, así que ha seguido mucho más que yo esta enfermedad y sé hacia donde voy. Yo sé que me estoy muriendo. Añoro el día, pero no pueda compartir eso con Regina, pero yo digo que no puedo esperar. No puedo decirle cuántas veces me he dicho esto, y cada vez que que lo pienso no puedo dejar de llorar, porque yo casi no lo logré. Casi terminé en ese lugar horrible, y con razón. Pero Jesús, en un acto de increíble e inmerecida misericordia cambió todo. Sé que pase lo que pase, la gente necesita darse cuenta de que nada es imperdonable porque Jesús es más grande que cualquier pecado. Pero no puede perdonar si no estamos dispuestos a pedir perdón. Todo lo que tenemos que hacer es amar. Si te gusta, sonríe, es muy simple. Difícil algunos días, pero simple”. Tiempo más tarde, Alan empeoró: estaba empapado en sudor y con un gris pálido enfermizo. La enfermera lo higienizó y le cambió de ropa. Alan susurró: “Está a punto de terminar. Siento a Jesús que viene”. Alan murió en paz a las tres de la mañana, rodeado de su esposa e hijos.
Jesús es el Dios Misericordioso, pero también es el Dios de la Justicia, y respeta la libertad del hombre: si el hombre quiere morir impenitente, Jesús da al impenitente lo que el impenitente quiere: no Misericordia, sino Justicia Divina. El Infierno es, en definitiva, una muestra de la Misericordia de Dios, que da a cada hombre lo que cada hombre, con su libertad, elige.
         En el día en el que la Iglesia proclama a Jesucristo como su Rey y Señor, proclama también, a los cuatro vientos, que el Día del Juicio Final está cerca y que no hay modo de escapar al mismo, y que la única forma de sortear el Día de la Ira de Dios, es obrando la misericordia para con nuestro prójimo. Nuestro Rey, reina en la Cruz, reina el madero, y reina en la Eucaristía; parece débil e incluso hasta parece que no habla, pero eso no debe hacernos creer que no vendrá por Segunda Vez en la Gloria para juzgar a vivos y muertos, tal como lo afirma la Iglesia en el Credo. Obremos la Misericordia, si queremos gozar de la Presencia del Cordero por la eternidad.




[1] El documento papal es breve y vale la pena leerlo como una forma de glorificar y alabar a Dios en este especial de hoy y de todos los días. La celebración marca el final del calendario litúrgico y comienza la temporada de Adviento, para prepararse para celebrar el nacimiento de Cristo.
[2] Cfr. Quas Primas, 32.
[3] Cfr. Quas Primas, 33.
[4] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668 - 682, 1021-1023, 1038-1042, 2831.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo



(Ciclo B – 2015)

         “Tú lo dices: Yo Soy Rey” (Jn 18, 33-37). Sorprende el hecho de que la revelación y auto-proclamación de Jesús como Rey del Universo se produzca precisamente en este momento, en el momento en el que Poncio Pilatos, el gobernador romano, lo interroga. Al momento de su auto-proclamación como Rey, Jesús está muy lejos de aparentar ser un rey: no solo no tiene una corona de oro, no solo no está en su palacio, rodeado de su corte y de sus nobles y soldados, sino que está esposado, ha sido tomado prisionero, ha sido abandonado por sus discípulos y amigos, ha sido golpeado, insultado, traicionado, vendido por treinta monedas de plata, ha sido entregado a una potencia extranjera, ha pasado la noche en la cárcel, está rodeado de enemigos. Sorprende la revelación y auto-proclamación de Jesús como rey, porque en nada se parece, en la escena del Evangelio, frente a Poncio Pilatos, indefenso y ultrajado, a un rey terreno, está hambriento, sudoroso, sin haber siquiera podido higienizarse, desde su detención. Parece un pordiosero, un mendigo, un “sin-techo”. Y cuando suba a la cruz, coronado de espinas, y sus manos y pies sean atravesados por gruesos clavos de hierro, parecerá todavía menos rey, a los ojos de los hombres, que sólo ven las apariencias. Y sin embargo, Jesús en la Pasión y en la cruz es Rey, Él es el “Kyrios”, el Rey de la gloria, cuyo trono de majestad es el madero ensangrentado de la cruz, su corona real es la corona de gruesas, duras y filosas espinas, que desgarran su cuero cabelludo y hacen brotar raudales de Sangre que empapan su cabeza, su rostro divino tumefacto, su Cuerpo Santísimo; Jesús es Rey y su cetro de poder son los clavos de hierro, porque con ellos el Amor manda a los hombres que se santifiquen para el cielo, al tiempo que sujeta y hunde a las potencias infernales en el Abismo eterno. Jesús en la Pasión y en la cruz no parece rey, pero Jesús es Rey por derecho, porque es Dios omnipotente, Creador de los hombres y los ángeles; Jesús no parece rey en la Pasión, pero Él es Rey por conquista, porque es Dios Redentor y Santificador, que redime a la humanidad al precio de su Sangre derramada en la cruz y es Dios Santificador, porque Él es la santidad misma que junto al Padre, dona el Espíritu Santo que santifica las almas y la Iglesia; porque es Dios, Jesús es Rey de ángeles y hombres; Jesús es Rey del Universo visible e invisible; Jesús es Rey de los corazones de los que aman a Dios, porque Él es el Divino Amor y la Misericordia Divina encarnados, aunque el poder omnipotente de su Justicia Divina se extiende incluso hasta la más recóndita madriguera del infierno, en donde los ángeles caídos y los condenados experimentan la magnitud, el poder y el alcance de la furia de su Ira Divina.
Jesús es Rey del Universo, elevado al trono majestuoso de la Santa Cruz y para indicar su reyecía divina, es que se coloca el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, pero como dice San Agustín, es rey no sólo de Israel, sino del Nuevo Israel, la Iglesia Católica, porque es Rey de las almas; San Agustín afirma que Jesucristo es Rey de los cielos y no meramente rey terreno de Israel, porque no persigue fines temporales, sino la eterna salvación de los hombres que creen en Él y lo aman: “¿De qué le servía al Señor ser rey de Israel? ¿Era por ventura algo grande para el Rey de los siglos, ser rey de los hombres? Cristo no es rey de Israel para exigir tributos, armar de la espada a los batallones y dominar visiblemente a sus enemigos, sino que es rey de Israel para gobernar las almas, velar por ellas para la eternidad y llevar al reino de los cielos a los que creen, esperan y aman”.
         “Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús se auto-proclama rey, aunque no parece rey, porque no se parece a ningún rey de la tierra: no está vestido con túnicas de seda, sino con su túnica, que empapada por su Sangre, está cubierta también de tierra y de la humedad del sudor de su Cuerpo estresado; no lleva una corona de oro, sino que ha sido insultado, blasfemado, denigrado, rebajado en su honor y dignidad; no está acompañado por su séquito de nobles y cortesanos, sino que está rodeado de enemigos que desean matarlo. Jesús no parece un rey de la tierra, y Él mismo revela la causa: su realeza no es de este mundo, sino del cielo: “Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. Si fuera un rey de la tierra, los suyos habrían combatido para que no fuera apresado; sin embargo, como no es un rey de la tierra, sino del cielo, es Dios Padre quien no ha dejado que legiones de ángeles lo liberen, sino que ha permitido que fuera entregado a sus enemigos, para que así este Rey –que es Rey por derecho, puesto que es Dios-, se convierta también en Rey por conquista, porque al sufrir su Pasión y derramar su Sangre, Jesús Rey del mundo, habría de vencer para siempre, definitivamente a los tres grandes enemigos de la humanidad: el pecado, la muerte y el demonio. Dios Padre permite que Jesús, siendo Rey del Universo, sea apresado, para que así pueda cumplir su Pasión Redentora, Pasión por la cual Jesús habría de derramar al Espíritu Santo con la efusión de su Sangre, destruyendo así la muerte, borrando los pecados, encarcelando al demonio para siempre en el lago de fuego del Infierno, conduciendo a los hombres a la eternidad, para que disfruten de la bienaventuranza celestial y sean herederos del Reino de los cielos.
“Yo Soy Rey (…) Mi realeza no es de este mundo”. El Reino de Jesús no es de este mundo: es del cielo, viene del cielo y Él viene a instaurarlo en la tierra, pero es un reino eminentemente espiritual, sin delimitaciones geográficas y sin estructuras materiales, por eso Jesús dice: “El Reino de Dios no está aquí  o allí (…) el Reino de Dios está entre ustedes”. Esto quiere decir que el Reino de Dios está en toda alma en gracia, porque lo que hace que el Reino llegue, del cielo a las almas, es la gracia y cuando el alma está en gracia, tiene en sí misma a algo más grande que el Reino, y es al Rey de este reino, Cristo Jesús. Es por eso que una persona puede estar agobiada por las tribulaciones, puede parecer exteriormente un ser carente de todo, pero si está en gracia, tiene en sí al Rey del Universo, Cristo Jesús: a un alma así, es el mismo Rey en Persona quien lo asocia a su cruz, porque quiere hacerlo partícipe de su corona y de su reyecía.
“Tú lo dices: Yo Soy Rey”. Jesús es el “Kyrios”, el Rey del Universo, que reina desde un madero y reina también desde la Eucaristía, y este mismo Rey, que reina desde la cruz y desde la Hostia consagrada, es el Rey que habrá de venir, revestido de gloria, en una nube, a juzgar a vivos y muertos al fin del mundo. A Nuestro Rey, que reina desde el madero, que viene a nosotros en el Pan de Vida eterna, lo entronicemos en nuestras mentes, en nuestras voluntades, en nuestros corazones, para que a Él y sólo a Él le rindamos el amor y la adoración que sólo Él se merece; adoremos a Nuestro Rey Jesucristo en la Eucaristía, en el tiempo que nos queda de vida terrena, para seguir luego adorándolo, en la contemplación cara a cara, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos. A Jesús, Rey del Universo, le decimos: “Oh Cristo Jesús, Rey de la gloria, Kyrios, Señor del cielo y de la tierra, que reinas desde el madero y desde la Eucaristía, nosotros, indignos servidores tuyos, Te proclamamos Nuestro Único Rey y Señor, , porque sólo Tú eres Dios y nadie más que Tú y te ensalzamos, te exaltamos y te adoramos, en el tiempo y en la eternidad. Amén”.


viernes, 21 de noviembre de 2014

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


La Iglesia celebra la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, pero el Rey al cual celebra la Iglesia, es un Rey particular, porque este Rey no es un hombre cualquiera, sino el Hombre-Dios, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, y no reina desde un mullido sillón, ni reina tampoco cómodamente sentado, coronado con una corona de oro y sosteniendo en sus manos un cetro de ébano.
Nuestro Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz y a su lado, erguida, se encuentra la Reina de los Dolores, la Virgen María.
Nuestro Rey no lleva una corona bordada con terciopelo y adornada con gemas, rubíes, diamantes y perlas; no tiene una corona formada por un círculo de oro engarzada con diamantes y rubíes de gran tamaño; Nuestro Rey lleva una corona de gruesas, duras y filosas espinas, que taladran y perforan su cuero cabelludo, desgarrándolo, lacerándolo y provocándole numerosas y dolorosísimas heridas, que a la par que llegan hasta el hueso del cráneo, le provocan tal profusión de su Sangre preciosísima, que esta Sangre se derrama, como un torrente preciosísimo, pero incontenible, desde su Sagrada Cabeza, hacia abajo, bañando toda su Santa Faz, sus ojos, su nariz, sus pómulos, su boca, sus oídos, cayendo por su barbilla hasta el pecho, como anticipando la herida que habrá de abrirse más tarde, cuando el soldado romano traspase su Costado y por él fluyan la Sangre y el Agua de su Sagrado Corazón, dando paso al abismo de su Divina Misericordia. Nuestro Rey permite que las espinas, duras y filosas de su corona, traspasen el cuero cabelludo de su Cabeza, para que su Sangre bañe su Santa Faz, para que nuestros malos pensamientos, nuestros pensamientos de ira, de venganza, de pereza, de lujuria, y de toda clase de cosas malas, sean purificados y santificados; permite que su Sangre bañe sus santísimos ojos, para que nuestras miradas sean puras y cristalinas, y se aparten de las cosas impuras; permite que su Sangre bañe sus pómulos y su nariz, para que nuestro olfato y nuestro tacto, se aparten de lo impuro y lo pecaminoso; permite que su Sangre bañe sus oídos, para que nuestros oídos, no escuchen nada que los aparte del Reino de Dios.
Nuestro Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro sostenido entre sus manos: reina con sus manos traspasadas con gruesos clavos de hierro, que perforan sus nervios, produciéndole agudísimos, lancinantes y quemantes dolores. Nuestro Rey, reina con su mano derecha clavada en la cruz, para expiar por nuestros pecados cometidos con las manos, las manos que Dios nos dio para elevarlas en bien de nuestros hermanos, pero que nosotros las elevamos para hacer el mal a nuestros hermanos; las manos con las que esclavizamos, torturamos, vejamos, agredimos, asesinamos, mutilamos, golpeamos; las que cerramos al bien a nuestros hermanos, porque no obramos las obras de misericordia que nos pide Jesús para poder entrar al cielo (cfr. Mt 31-46); las manos con las que agredimos, mutilamos y asesinamos a nuestros prójimos en el vientre de sus madres, por el aborto; en las camas de los moribundos, por la eutanasia; en los campos y en las ciudades a los inocentes, por las bombas criminales, en las guerras injustas; y todo eso lo hacemos con nuestras manos, las mismas manos que Dios nos dio para obrar el bien; son las manos que levantamos para cometer toda clase de crímenes y de pecados; las manos con las que, en vez de obrar las obras de misericordia, obramos el mal en todas sus formas; las manos con las que pecamos, en vez de obrar el bien. Por eso Nuestro Rey, está crucificado y con su mano derecha clavada al madero, con un grueso y frío clavo de hierro, que le atraviesa el nervio mediano y le provoca un dolor lacerante, agudísimo, quemante, porque de esa manera, expía todos nuestros pecados, cometidos por nosotros, con nuestras manos, para que la Ira Divina no se descargue sobre nosotros y nuestras manos, utilizadas para el mal y no para el bien.
Nuestro Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro de ébano entre sus manos, sino con un grueso clavo de hierro, frío y lacerante, que le perfora y le atraviesa el nervio mediano de su mano izquierda, y de esa manera, expía los pecados de idolatría, cometidos con nuestras manos. Dios hizo nuestras manos, para que las eleváramos en adoración hacia Él, que es Uno y Trino, y que se encarnó en la Persona del Hijo, por obra del Espíritu Santo, en el seno purísimo de María Virgen, por Voluntad de Dios Padre, y continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía, desde donde irradia su gracia a quien se le acerca con un corazón contrito y humillado. Sin embargo, la inmensa mayoría de los cristianos, se postra ante los ídolos del mundo, cometiendo horribles pecados de idolatría y de apostasía; se postran ante ídolos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, la Santa Muerte, y todos los ídolos abominables de la Nueva Era o New Age o Conspiración de Acuario; se postran ante los ídolos del fútbol, del espectáculo, del cine, de la música, del hedonismo, o ante cualquier ídolo mundano, en vez de postrarse ante el Único Dios verdadero, Cristo Jesús, Presente en la Eucaristía. Por eso, Nuestro Rey, reina desde el madero, para expiar por los pecados de idolatría y de apostasía.
Nuestro Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz, no reina sentado en un sillón cómodo y mullido, y no lo puede hacer, porque sus pies están clavados a la cruz, fijos al leño ensangrentado de la cruz, por un grueso, duro y frío clavo de hierro, que le provoca agudos dolores, al tiempo que le hace brotar ríos de su roja y Preciosísima Sangre, y lo hace para expiar nuestros pasos dados en dirección al pecado, en dirección al abismo de perdición, y en dirección contraria a la Casa del Padre. Dios nos creó con los pies, para que dirigiéramos nuestros pasos en la tierra, a la Casa del Padre, que en la tierra es la Iglesia, pero en vez de hacerlo, dirigimos nuestros pasos en dirección opuesta, en dirección al pecado, y por ese motivo, Nuestro Rey está con sus Sagrados Pies crucificados, para expiar por todas las veces en las que preferimos encaminarnos en la dirección opuesta a la salvación, para dirigirnos a las tinieblas y a la perdición.

A este Rey Nuestro, el Hombre-Dios, que por salvarnos y llevarnos al cielo, reina desde el leño de la cruz, arrodillados y con el corazón contrito y humillado, le besamos sus pies ensangrentados y, por medio del Inmaculado Corazón de María, le entregamos nuestros corazones, y mientras hacemos el propósito de dar la vida antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, le decimos: “Te adoramos, oh Cristo, Hombre-Dios, Rey del Universo, que reinas desde el madero ensangrentado de la Cruz, y te bendecimos y te glorificamos y te damos gracias, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”.