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martes, 28 de mayo de 2013

“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos”



“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos” (Mc 10, 32-45). Jesús anuncia a sus discípulos su próxima Pasión y luego, advertido de las peleas y discusiones entre ellos acerca de “quién sería el más grande”, les advierte que como discípulos de Él deben distinguirse de aquellos que son primeros y grandes según el mundo. Los que reciben honor y poder mundano se caracterizan por ejercer sobre sus súbditos un dominio despótico y carente no ya de caridad cristiana, sino de bondad humana, “haciendo sentir su autoridad” y “dominando a las naciones como si fueran sus dueños”. Esto se debe a que los gobernantes mundanos –no los gobernantes del mundo, sino los gobernantes mundanos, que es distinto- se guían por la ambición de poder, por la sed de dinero y por la codicia, debido a que obedecen los preceptos del Príncipe de las tinieblas, que “gobierna el mundo” (cfr. 1 Jn 5, 19). Estos gobernantes mundanos poseen una grandeza y una primacía pero de origen mundano, en el sentido peyorativo de aquello que se entiende por “mundo”, es decir, de lo que está apartado de Dios y es contrario a sus Mandamientos. Los gobernantes mundanos imitan y participan de la soberbia, el orgullo, la vanidad, la codicia y la perversión del Ángel caído, y esa es la razón de su modo despótico, autoritario, anti-humano y anti-cristiano de gobernar. Esta es la razón por la cual en el gobierno de sus súbditos se comportan como dueños de las personas, de los bienes y hasta de las naciones enteras, utilizando sus recursos como si fueran propiedad personal, sumiendo en la miseria más absoluta a grandes capas de la población. En vez de servir a los demás desde el poder político, usan a los demás como esclavos y servidores suyos, y en vez de mirar por el Bien Común de la ciudad, miran egoísta y soberbiamente solo por su propio bienestar, sin interesarse por los demás.
Por el contrario, los discípulos de Jesús, que por el solo hecho de ser discípulos ya poseen una primacía y grandeza, la primacía y grandeza de la gracia, deben caracterizarse no por la sed de poder, la avaricia, el orgullo y la codicia, sino por su espíritu de servicio y de sacrificio, ocupando, si es necesario, el último puesto, haciéndose “servidor de todos”. La razón de este comportamiento no se debe a una mera disposición moral, como si fuera un precepto a cumplir dentro de un catálogo de normas de comportamiento ejemplar: la razón por la cual el cristiano, cualquiera sea su estado y condición en la Iglesia –sacerdote, laico, religioso- debe destacarse por el espíritu de servicio y sacrificio en la humildad, es decir, sin hacer alarde de su buen obrar, es que debe imitar a Jesús, el Hombre-Dios, que por amor a los hombres vino a este mundo y sin dejar de ser Dios, se encarnó en el seno virginal de María Santísima y con su misterio pascual de muerte y resurrección obró el servicio más grande que jamás nadie podría prestar a la humanidad entera, y es la salvación eterna. Desde el inicio de su Encarnación, encarnándose como cigoto humano –no fecundado por concurso de varón, porque San José solo fue su padre adoptivo-, pasando por su vida oculta en la que lo tomaban de modo casi despectivo como “el hijo del carpintero”, y en su vida pública pasando como esclavo de sus propios Apóstoles -¡Él, que era Dios en Persona, se arrodilló como un esclavo y les lavó los pies en la Última Cena!-, hasta su muerte en Cruz, muerte dolorosa y humillante, Jesús apareció ante los ojos de los hombres –pero no a los ojos de Dios- como el último de los hombres, siendo como era, Dios en Persona y obrando la obra del más grande servicio que los hombres podrían recibir, la salvación de sus almas. La razón por la cual el discípulo de Cristo debe, en el servicio a la Iglesia –servicio por otra parte que debe ser eficaz, en el sentido de ser hecho de la mejor manera posible, y no hecho de cualquier manera, porque Jesús nos pide que seamos “perfectos, como su Padre es perfecto”-, comportarse con humildad, como el “último de todos”, es que debe imitar a su Maestro, Jesús, que fue “el primero y el servidor de todos”.
El que quiera entender de qué manera hay que cumplir este mandato de ser “el primero y el servidor de todos”, debe elevar la vista del alma y contemplar, en el amor, a Cristo crucificado.