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jueves, 17 de diciembre de 2020

“La mano de Dios estaba con él”


 

“La mano de Dios estaba con él” (Lc 1, 57-66). El nacimiento del Bautista está acompañado de grandes signos que provocan la admiración de sus contemporáneos y en realidad es así, puesto que el Evangelio lo confirma: “La mano de Dios estaba con él”. La razón por la cual Dios acompaña al Bautista desde su nacimiento es que él ha de ser el último profeta del Antiguo Testamento, que anunciará la Llegada del Mesías: el Bautista es el Precursor del Salvador de los hombres; es el que anuncia a los hombres que la salvación ha llegado en la Persona de Jesús de Nazareth; es el que verá al Espíritu Santo descender sobre Jesús y es el que dará a Jesús un nombre nuevo, jamás dado antes: “el Cordero de Dios”. Por todo esto, el Bautista es alguien especial, no solo por su parentesco biológico con el Redentor, sino ante todo por su misión de anunciar la Llegada en carne del Mesías y de predicar la conversión del corazón para recibir la gracia santificante del Mesías. El Bautista habrá de sellar con su sangre, muriendo mártir por Cristo, por la Verdad que él proclama en el desierto: Jesús, el Hombre-Dios, ha venido en carne y es El que ha de salvar al mundo del pecado, del demonio y de la muerte y es el que ha de conducir a los hombres nacidos de la gracia, al Reino de Dios.

“La mano de Dios estaba con él”. La vida y la misión del Bautista no deben ser algo ausente o distante en la vida del cristiano: por el contrario, el cristiano debe conocer a fondo lo que el Bautista hizo y dijo y conocer también su muerte martirial, porque todo cristiano está llamado a ser un nuevo bautista, que predique en el desierto de la historia y del tiempo humanos la Llegada del Mesías, pero ya no de la Primera, como lo hacía el Bautista, sino de la Segunda Llegada en la gloria; además, el cristiano debe predicar al mundo la Venida Intermedia del Señor Jesús, su descenso desde los Cielos a la Eucaristía, en la Santa Misa, por el milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero. Y, al igual que el Bautista, el cristiano católico debe estar dispuesto a derramar martirialmente su sangre, en testimonio de la Venida Eucarística del Señor y en testimonio de su Segunda Venida en la gloria.

 

domingo, 6 de diciembre de 2020

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”


 

(Domingo III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista, veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura, que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier pecado.

Ahora bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de orden espiritual.

El Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo; es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser, al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle, espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir, además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino, por acción de la gracia santificante.

Un ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado, pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías, Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre, dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía.

 

 

domingo, 22 de diciembre de 2019

Navidad 23 de diciembre 2019


Resultado de imagen de la adoracion de los magos

            “¿Qué será este niño?” (Lc 1, 57-66). Para comprender este Evangelio –para saber quién llegará a ser el Bautista-, es necesario leerlo a la luz del Evangelio de la Visitación, en donde se dice que “El niño saltó de alegría al oír el saludo de María” (cfr. Lc 1, 39-45). La Santísima Virgen, que ha concebido por obra del Espíritu al Verbo de Dios, va a visitar a Santa Isabel, quien también está encinta. Cuando el niño que lleva Isabel escucha la voz de la Virgen, salta de alegría en su seno y este hecho no puede explicarse sino por un hecho sobrenatural, por la acción del Espíritu Santo.
          La Santísima Virgen no es portadora de un niño santo: Ella es la portadora del Verbo Eterno del Padre; Ella es quien trae a la tierra a la Palabra del Padre eternamente pronunciada, encarnada en su seno por el Santo Espíritu de Dios; la Virgen es la Custodia Viviente que lleva en su seno purísimo al Hijo de Dios, al Logos Eterno del Padre, a la Palabra eternamente pronunciada, generado, no creado, en el seno del Padre desde siglos sin fin y encarnado en el tiempo en el seno virgen de María.
          “El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. El movimiento que implica el salto del Bautista en el seno de Isabel no es un movimiento entre tantos, de los que experimentan las madres que están embarazadas: se trata de un movimiento especial, originado no en la fisiología o en el cuerpo del Bautista, sino en la alegría que le comunica el Espíritu Santo al escuchar la voz de la Virgen. El Bautista salta de alegría cuando escucha la voz de la Virgen y quien le hace escuchar la voz de la Virgen no como la voz de un humano, sino como la voz de la Madre de Dios –es lo que explica la alegría del Bautista- es el Santo Espíritu de Dios, como ya dijimos. No se trata de una alegría más entre tantas, ni es una alegría que se origina en causas terrenas: es una alegría sobrenatural, que no se origina en este mundo, sino en el Espíritu Santo y en la Virgen, como portadora de Aquel que es la Alegría Increada, Cristo Jesús.
          “El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. La causa de la alegría del Bautista, y que será el núcleo de su prédica cuando adulto, es que la Virgen, Aurora y Estrella de la Mañana que anuncia el fin de la noche y la llegada del día, porta con Ella al Sol de justicia, Cristo Jesús; Es la Virgen quien nos anuncia que con Ella viene, en su seno, la Luz eterna del Padre, que ha venido a iluminar, con la luz de su gracia y de su gloria, a nuestro mundo que vive inmerso “en tinieblas y en sombras de muerte”.
“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. Juan el Bautista se alegra porque escucha a la voz de la Virgen que anuncia su Visita y, con Ella, la Visita del Hijo de Dios; sin embargo, no debe ser sólo él quien se alegre por el saludo de la Virgen: todo cristiano, al escuchar por medio de la Iglesia el anuncio de la Llegada del Niño Dios que prolonga su Encarnación en cada Eucaristía, debe saltar de alegría como el Bautista en el seno de Isabel. Por la Virgen viene al mundo el Verbo Encarnado; por la Iglesia viene al mundo ese mismo Verbo Encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.
          La alegría de la Navidad debe estar causada e impregnada por la misma alegría sobrenatural del Bautista y no por una alegría mundana y pasajera –fiestas, regalos, banquetes-, porque se trata de una alegría que viene del cielo y es traída por la potencia del Espíritu Santo. Y por la potencia del Espíritu Santo, se renueva cada vez sobre el altar el prodigio que el Espíritu hizo en María: así como el Espíritu llevó al Hijo del Padre y lo encarnó en las entrañas virginales de María Santísima, así el Espíritu Santo, por su poder, realiza la prolongación de la encarnación del Verbo en el seno de María Iglesia, el altar eucarístico, para que el Hijo de Dios, presente en la Eucaristía, nazca en los corazones que lo reciban con amor, fe y gracia.
“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. Al escuchar el anuncio de la Iglesia de la llegada del Verbo de Dios, por las palabras de la consagración, los cristianos, al igual que el Bautista, deberíamos saltar de alegría al saber que María Iglesia nos trae en cada misa al Verbo de Dios, a Dios Niño, oculto bajo las apariencias de pan, así como ayer estuvo oculto bajo la forma de un niño humano.
          La alegría del encuentro con Cristo Eucaristía, que viene al alma por la acción de María Iglesia, debe ser la verdadera alegría del católico en Navidad.


miércoles, 18 de diciembre de 2019

“Irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías para convertir los corazones de los padres hacía los hijos"




“Irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacía los hijos” (Lc 1, 5-25). El Ángel le anuncia a Zacarías el nacimiento del Precursor, el Bautista. Su tarea principal será la de predicar la conversión de los corazones, como requisito previo para el encuentro con el Mesías, que ya viene al mundo para rescatarlo y salvarlo del pecado, del demonio y de la muerte. La conversión es un requisito esencial para el encuentro con el Mesías: no puede encontrarse con Él, que viene en nuestra búsqueda, quien no tiene el corazón convertido o al menos no hace el esfuerzo por convertir su corazón de las cosas bajas de la tierra. La razón es que es incompatible el Mesías, que viene de lo alto, con la concupiscencia del corazón herido por el pecado original, que por esto se inclina a las cosas mundanas y terrenas. La tarea del Precursor será la de anunciar precisamente esta conversión, como requisito indispensable para que el alma pueda encontrarse con su Redentor, porque así el alma demuestra que quiere desapegarse de las cosas del mundo para aferrarse al Reino de los cielos.
La tarea de la Iglesia en Adviento es la misma tarea que la del Bautista: Ella actúa como la Precursora del Mesías, el que ha de venir para Navidad como Niño Dios. Quien no convierta su corazón  o quien no haga el esfuerzo por hacerlo, o quien no esté dispuesto a la conversión, ese tal no puede recibir al Mesías, que para que no le pongamos obstáculos, viene como Dios hecho Niño. Si viniera como Dios, en el esplendor de su majestad, con toda seguridad tendríamos temor en acercarnos a Él, pero como viene en forma de Niño, siendo Dios, nadie tiene excusas para no convertir su corazón y recibir entre sus brazos a Dios hecho Niño. Éste es el mensaje que nos deja la Iglesia en Navidad, para que preparemos nuestros corazones, para que sean otros tantos portales de Belén en donde nazca el Niño Dios por la gracia.

jueves, 13 de diciembre de 2012

“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”



(Domingo III - TA - Ciclo C – 2013)
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 10-18). El Bautista da la clave de porqué en este tercer Domingo de Adviento la Iglesia cambia sus ornamentos y su espíritu, de morado, que significa penitencia, al rosado, que significa alegría: el Mesías traerá para los hombres un bautismo nuevo, un bautismo del cual el suyo, en agua, era solo una figura, porque bautizará con “Espíritu y fuego”. El Mesías habrá de bautizar al alma del hombre no con agua, como lo hacía el Bautista, sino con el mismo Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que es fuego de Amor divino, por eso dice el Bautista que bautizará “en Espíritu Santo y fuego”.
         La diferencia entonces con el bautismo de Juan el Bautista es notoria: mientras Juan el Bautista bautiza con un bautismo de agua, para el que se predica la necesidad de la conversión –por eso los consejos del Bautista: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto (…) No exijan más de lo estipulado; no extorsionen; no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo”-, pero se trata de una conversión meramente moral, puesto que aún recibiendo el bautismo de Juan el hombre sigue igual en su interior, sin nada que lo haga partícipe de la bondad divina, el bautismo con el que habrá de bautizar el Mesías, bautismo “en Espíritu y fuego”, sí produce un cambio en el hombre, que no es meramente moral, porque infunde en el hombre la gracia divina, que es participación a la vida divina, lo cual quiere decir que lo hace partícipe de la misma bondad divina. En otras palabras, mientras que por el bautismo de Juan el Bautista si el hombre se convertía, esto era solo un cambio moral, un cambio de conducta, un cambio de estilo de vida –el hombre se vuelve más bueno, más honesto, para recibir al Mesías-, por el bautismo del Mesías, el hombre será hecho partícipe de la bondad misma de Dios, porque participará de su misma vida divina. Esto no quiere decir que, con el bautismo sacramental, el hombre adquiera automáticamente la bondad de Dios, ya que es un dato de la experiencia cotidiana que la inmensa mayoría de los bautizados no son buenos, en el sentido de vivir la bondad al extremo de la Cruz; el adquirir por participación la vida divina, no exime al hombre de tener que actuar libremente, eligiendo a cada momento de su obrar, entre su propia tendencia natural, inclinada a la concupiscencia y al mal, o la tendencia al Bien, en la Voluntad divina. El ejemplo de cómo el corazón humano ha sido cambiado por la gracia al punto tal de participar de la bondad misma de Dios, son los santos, en cuyas vidas, signadas por las obras de la misericordia, se ve que es Dios mismo, Ser de Bondad infinita, quien actúa a través de ellos. En los santos sí se puede ver la transformación que el Espíritu Santo produce en el corazón del hombre, porque como es fuego de Amor divino, enciende los corazones en ese fuego y ese fuego encendido los lleva a obrar las obras de misericordia al extremo de la caridad de la Cruz. Por el contrario, si ese fuego, que es donado como en germen en el bautismo, no es alimentado con obras buenas, el Espíritu Santo infundido por el Mesías nada puede hacer, y el alma así no se santifica en el bien.
         La diferencia entre el bautismo de Juan el Bautista, y el bautismo del Mesías, que es Jesús, que viene a este mundo como un Niño recién nacido, envuelto en pañales, consiste en que mientras el Bautista bautizaba con agua material, que lo único que hacía era correr desde la cabeza hacia abajo, por todo el cuerpo, pero no provocaba ningún cambio en lo profundo del hombre, el Mesías bautiza con el Espíritu Santo, que penetrando en lo más profundo del ser y del corazón del hombre a través del agua bautismal y de la fórmula de la consagración, provoca una conversión profunda y radical del corazón, orientándolo, desde la posición en dirección descendente en la que se encontraba, hacia una nueva posición, la posición ascendente, dejando así de mirar a las cosas bajas y terrenas, para comenzar a mirar al Sol de justicia, Jesucristo, Dios eterno, como hace el girasol cuando termina la noche y comienza el día.
“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. El motivo de la alegría de la Iglesia en el tercer domingo de Adviento, alegría expresada por el cambio del color de los ornamentos litúrgicos, está en la frase de Juan el Bautista: “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”, porque esto significa que el hombre habrá de recibir no una mera regla externa de normas morales, los Mandamientos, para simplemente cambiar el comportamiento externo: con el Espíritu Santo que habrá de recibir en el bautismo del Mesías, el hombre recibirá la vida misma de Dios, vida que es absolutamente incomprensible e inabarcable en sus misterios sobrenaturales, en su alegría infinita, en su dicha sin fin, en su gozo eterno, en sus felicidades interminables, en sus bienaventuranzas eternas.
“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. El Espíritu Santo con el que bautizará el Mesías, el mismo Espíritu que se derrama a través de los sacramentos, es fuego de Amor divino, fuego que es Amor celestial, que inflama los corazones en el Amor de Dios: así como el fuego hace arder al instante la hierba seca, así el Espíritu Santo incendia el alma, si esta está dispuesta, en el Amor divino; el Espíritu Santo es un río de Amor purísimo, que hace olvidar al hombre cualquier otro amor que no sea el de Dios, y hace que el hombre quede extasiado en la contemplación de la belleza inabarcable del Ser trinitario. El Espíritu Santo es fuego que abrasa, que quema, que purifica, y así como el fuego del herrero penetra en el hierro y lo vuelve incandescente, y lo transforma, de metal duro, negro y frío, en sí mismo, en algo nuevo, que se parece al fuego, porque el hierro se vuelve incandescente, maleable y transmite el calor que le transmitió el fuego, así el Espíritu Santo, penetrando el corazón del hombre, negro y frío como el hierro y duro como una roca, lo convierte en un nuevo corazón, en un corazón que se asemeja al Sagrado Corazón de Jesús, porque es un corazón que se vuelve incandescente al estar envuelto en las llamas del Amor divino, y de duro que era se ablanda ante las necesidades del prójimo, y de frío que era, comienza a irradiar el calor de la caridad de Cristo, que es Amor de Cruz, Amor más fuerte que la muerte.
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Si el vehículo del bautismo de Juan en el Jordán era el agua, el vehículo del Espíritu Santo, fuego de Amor divino, será la Sangre derramada del Mesías, la Sangre que se efunde desde su Corazón traspasado en la Cruz, y por eso quien se arrodilla ante Cristo crucificado es bañado con su Sangre y es regenerado en el fuego del Espíritu Santo. Quien se postra en adoración ante Cristo crucificado, recibe la gracia de la conversión, que le permite decir, con un corazón renovado: “Jesús en la Cruz, Jesús en la Eucaristía, es el Hijo de Dios, y no hay otro Dios que Cristo Jesús, el Dios de la Cruz, el Dios del sagrario”.
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Porque el Niño de Belén es el Mesías que ha venido a traer el Espíritu Santo, Espíritu que convertirá los corazones, de negros y fríos carbones en carbones encendidos en el Amor divino, Espíritu que infundirá la vida y la alegría divinas en las almas, Espíritu que comunicará al hombre el mismo Amor de la Trinidad, Espíritu que luego de la muerte arrebatará al cielo a las almas de los que amen a Cristo, para que se alegren con una alegría eterna, por todo esto, es que el tercer domingo de Adviento es Domingo de Alegría.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

“Tocamos la flauta y no cantaron, lloramos y no hicieron duelo”



“Tocamos la flauta y no cantaron, lloramos y no hicieron duelo” (Lc 7, 31-35). Los jóvenes de los que habla Jesús en el Evangelio, que critican tanto al Bautista como a Jesús –al Bautista, por su penitencia; a Jesús, porque come y bebe-, son los fariseos[1], a los que nada de lo que Él hace, les viene bien; pero trasladados a nuestros días, representan a aquellos que, en la Iglesia, critican a sus pastores con mala fe: si hacen alguna actividad, porque la hacen; si no la hacen, porque no la hacen.
Son aquellos de crítica fácil, de lengua mordaz, de corazón turbio, que no han aprendido a amar ni a Dios ni al prójimo; que no han aprendido que el que juzga a los sacerdotes es Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y que en todo caso, antes de la crítica feroz y despiadada, deben más bien orar y ofrecer sus sacrificios, penitencias y ayunos por los sacerdotes, pidiendo la conversión, si es el caso.
Pero también representan al mundo, ateo y anticristiano, en su relación con la Iglesia: si interviene en algún asunto, no debería hacerlo; si no lo hace, debería hacerlo.
Tanto si representan a un laico –o a un sacerdote-, de lengua bífida y mordedura venenosa, como al mundo, en su ataque despiadado al sacerdote y/o a la Iglesia, tienen por motor un único ser: el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, puesto que llevan su sello característico: división, maledicencia, mentira, calumnias.
Pero gracias a Dios, como dice Jesús, “la Sabiduría ha sido vindicada”, es decir, hay quienes sí se comportan y hablan como verdaderos hijos de la luz, como verdaderos hijos de Dios, ya que reconocen la mano de Dios donde se manifiesta, tanto si ayuna, como Juan, o si come y bebe con los pecadores, como Cristo.



[1] Cfr. Orchard  et al., Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 600.