jueves, 25 de abril de 2024

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”

 


(Domingo V – TP - Ciclo B – 2024)

         “Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”. Jesús utiliza la imagen de una vid para describirse a Sí mismo, pero no solo a Él, sino también a su Iglesia, a quienes forman parte de su Iglesia, porque los sarmientos, que están unidos a la vid y del cual se forma el fruto que es la uva, son los bautizados. Ahora bien, entre los sarmientos, Jesús describe dos tipos de sarmientos: los que están unidos a la vid, es decir, a Él y los que no lo están, los que están separados de Él. Los sarmientos unidos a la vid dan mucho fruto, mientras que los sarmientos que se separan de la vid, al quedarse sin la linfa, se secan y solo sirven para ser quemados.

         Para poder interpretar el sentido espiritual y sobrenatural de la imagen, es necesario recordar brevemente lo que sucede entre la vid y los sarmientos: la vid, que forma el centro y núcleo de la planta, posee en su interior un líquido vital, llamado “savia”, el cual llega a los sarmientos cuando estos están injertados a la vid; por medio de la linfa, los sarmientos se nutren y así adquieren la capacidad de dar fruto, que en el caso de la vid es, obviamente, el racimo de uvas. Unos sarmientos darán racimos más grandes y otros más pequeños, unos darán uvas más dulces y otros agrias. Cuando el sarmiento pierde la savia por alguna razón, pierde inmediatamente no solo la capacidad de producir frutos, sino que él mismo pierde vitalidad: se seca y termina por desprenderse de la vid, sirviendo solo para hacer fuego con él.

Una vez que hemos recordado lo que sucede entre la vid y los sarmientos, podemos hacer la analogía de Jesús como vid y de los bautizados como sarmientos, para así poder captar el sentido espiritual y sobrenatural de la parábola de Jesús como “Vid verdadera”. Lo que debemos considerar, en primer lugar, es quién Es Jesús y qué es lo que Él nos comunica y a través de qué: lo que la Iglesia Católica, a través del Magisterio, de la Tradición y de la Sagrada Escritura nos enseña, es que Jesús es Dios, es la Persona Segunda de la Trinidad, el Hijo de Dios encarnado en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth. Esto, que parecería algo que no tiene nada que ver con la parábola, es el corazón de la parábola y sin esta verdad, no la podemos entender. Al ser Dios Hijo, Jesús, como Vid verdadera nos comunica su vida eterna, como la vid comunica a los sarmientos la savia y la comunicación de la Vida eterna la hace a través de los sacramentos, así como la vid comunica la savia a los sarmientos cuando estos están injertados a la vid. El sarmiento, o el alma, que está unido a la Vid verdadera, Jesucristo, por medio de los sacramentos -sobre todo, Confesión y Eucaristía-, recibe de Jesucristo la savia vital que brota de su Ser divino trinitario, la vida eterna de la Trinidad; el sarmiento que por voluntad propia se desprende de la vid -esto sucede cuando el alma comete un pecado mortal y cuando se aleja por años de la Confesión y de la Comunión-, deja de recibir la vida eterna, comunicada por la gracia santificante que dan los sacramentos y así el alma o el sarmiento, pierde la vida de la gracia y se encuentra en estado de pecado mortal, en estado de eterna condenación.

La unión con Jesucristo, Vid verdadera, es realmente vital en el pleno sentido de la palabra: cuanto más unido está el sarmiento o el alma a Cristo por los sacramentos, tanta más gracia santificante recibe y tanta más vida eterna posee y está en grado de producir muchos frutos de santidad, así como el sarmiento firmemente unido a la vid, produce ramos de uva abundantes y exquisitos. Por el contrario, el sarmiento que se desprende voluntariamente de la Vid eterna, Jesucristo, y muere en ese estado de separación, solo sirve para ser quemado y este “ser quemado” es, más allá de la simbología de la imagen, la eterna condenación en el Infierno, en donde el alma y el cuerpo son quemados por toda la eternidad por el fuego del Infierno, el cual no se apaga nunca. A esta realidad tenebrosa es a la que se refiere Jesús cuando dice: “El que no permanece en Mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde”. Ese “arder” está en tiempo presente, como indicando un estado permanente y eso es el Infierno.

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”. Si queremos vivir unidos a Cristo en la eternidad, vivamos en esta vida unidos a la Vid verdadera por medio de la fe, el amor y los sacramentos.


“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”

 



“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 1-6). ¿En qué sentido Jesús es Camino, Verdad y Vida? Ante todo, no es en un sentido metafórico o simbólico, sino literalmente real. Jesús es Camino, Verdad y Vida.

Jesús es Camino y como todo camino, comienza en algún lugar y conduce a algún lugar; el camino se caracteriza porque comienza en un lado y finaliza en otro, siendo así un medio para llegar a un fin. Pero no es así en el caso de Jesús, porque Jesús es el fin en sí mismo; Él es el Principio y el Fin, es el Alfa y el Omega; es el Camino que conduce a Dios y al mismo tiempo es el Dios al que el alma es conducida. Jesús es el Camino al Padre y nadie va al Padre si no es por el Camino celestial y divino que es Jesús. Cualquier camino que no sea Jesús, conduce solo a las tinieblas, al abismo, al error, al pecado y a la muerte. El Camino que es Jesús comienza en su Sagrado Corazón Eucarístico y finaliza en el seno del Padre; quien transita por el Camino que es Jesús, es conducido por el Espíritu Santo a algo que es infinitamente más grandioso, bello y majestuoso que el Reino de los cielos y es el luminoso y misericordioso seno de Dios Padre. Y así como no hay otro camino posible para llegar al Padre, que no sea Jesús, así tampoco no hay otro camino posible para llegar a Jesús, que la Virgen y Madre de Dios, María Santísima.

Jesús es Verdad, es la Verdad Absoluta e Increada, es la Verdad Eterna e infinita, es la Verdad en Acto, de la cual participa toda verdad. Jesús es la Verdad Primera y Última acerca de Dios, Quien además de ser Uno en naturaleza, es Trino en Personas. Jesús es la Verdad divina absoluta, es la Sabiduría divina en su total plenitud, porque Él procede eternamente del Padre y el Padre expresa su Sabiduría en Jesús; todo lo que Jesús sabe y revela, es todo el contenido de la Inteligencia Suprema, Absoluta y Divina del Padre. Por esta razón, quien cree en las palabras y en la revelación de Jesucristo, cree en las palabras y en la revelación del Padre: nada hay que el Intelecto divino del Padre no haya depositado en Cristo Jesús y nada hay, en la revelación y en las palabras de Jesús, que no esté contenido en la Mente Increada del Padre. Creer a Cristo es creer al Padre y es creer al Amor del Padre y del Hijo, que revelan la naturaleza íntima de Dios como Uno y Trino y la Encarnación del Verbo de Dios, por amor misericordioso para con los hombres, para su eterna salvación.

Jesús es Vida, pero no una vida creada, sino que es la Vida absolutamente Increada, eterna, es la Vida divina misma de la Trinidad; es la Vida divina que brota del Acto de ser divino trinitario, que comunica y participa de esta Vida divina, absolutamente eterna y divina, a quien lo recibe en la Sagrada Eucaristía con fe, con amor y en estado de gracia santificante. Jesús es la Vida divina y eterna, contenida en su plenitud en la Sagrada Eucaristía, por eso quien se alimenta de la Eucaristía recibe y vive con la vida misma de la Trinidad; quien se alimenta de la Eucaristía, vive ya en el tiempo y en la historia con la vida eterna del Ser divino trinitario y si bien vive desde ya con la vida eterna del Cordero, con una vida divina y eterna en germen, cuando viva en el Reino de los cielos, esa Vida divina comunicada y participada por Jesús Eucaristía ahora en el tiempo, se desplegará en la plenitud de la abundancia de la vida divina en la vida eterna, en el Reino de los cielos.

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Jesús en la Eucaristía es el Único Camino al Padre; Jesús en la Eucaristía es la Única y Absoluta Verdad Eterna de Dios Uno y Trino; Jesús en la Eucaristía es la Vida divina de la Trinidad, que se comunica participada al alma en cada Comunión Eucarística. Es por esto que no hay nada más valioso que Jesús Eucaristía, Camino, Verdad y Vida.


martes, 23 de abril de 2024

“Yo Soy la Luz”

 


“Yo Soy la Luz” (Jn 12, 44-50). Jesús se llama a Sí mismo “luz” y en realidad lo es, porque al ser Dios, es la Luz Increada y Eterna en Sí misma, porque la naturaleza divina es luminosa. Jesús es el Cordero de Dios y el Cordero de Dios es, según el Apocalipsis, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”, es la Luz del Reino de los cielos, por esa razón el mismo Apocalipsis dice que quienes estén en el Cielo no necesitarán “ni luz de lámpara ni luz de sol”, porque los alumbrará el Cordero, Cristo Jesús.

Con respecto a la afirmación de Jesús de que es Él “la luz del mundo”, debemos preguntarnos qué clase de luz es y qué significado tiene desde el punto de vista sobrenatural. Ante todo, la luz que es Jesús es de naturaleza divina; no es una luz creada, sino celestial, sobrenatural, increada. En relación a su significado, en la Biblia, la luz es sinónimo de gloria divina y esto porque el Acto de Ser divino trinitario es en Sí mismo luminoso; el Ser divino de la Trinidad es Luz Eterna, Increada, porque es gloria divina. En Dios, su gloria es luz y por esta razón la luz es sinónimo de gloria divina. Cuando Jesús se transfigura, al poco tiempo de nacer, en la Epifanía y luego en el Monte Tabor, en la Transfiguración, lo que hace es dejar ver, visiblemente, sensiblemente, por un instante, el resplandor de la gloria divina; hace ver que es Dios en cuanto Él, poseyendo la gloria divina, es al mismo tiempo la Luz Eterna, divina, gloriosa, que emana del Ser divino trinitario, como uno de sus atributos fundamentales.

Otro aspecto a tener en cuenta es que la luz que es Jesús, además de ser de naturaleza divina -por esto la luz artificial que conocemos es solo imagen de la Luz Eterna que es Dios-, es una luz viva, es una luz que tiene vida, pero no una vida cualquiera, sino la Vida misma de la Trinidad, que comunica de su Vida divina a quien alumbra. Esto explica la frase de Jesús: “El que cree en Mí no permanece en tinieblas”, refiriéndose obviamente a las tinieblas espirituales. Quien adora a Jesús Eucaristía, es iluminado, aun cuando no se de cuenta de ello, por el mismo Jesús, desde la Eucaristía, recibiendo de Él su luz divina y eterna, luz que le permite caminar por las tinieblas de este mundo sin peligro alguno. De esto se deduce el don inconmensurable de la fe en Cristo y en Cristo Eucaristía, porque quien adora la Eucaristía, vive iluminado por el Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial. También de esto se deduce que, si de veras amamos al prójimo, debemos rezar por su conversión eucarística, para que nuestro prójimo también reciba la Luz Eterna, que concede la vida divina trinitaria, a quien ilumina.

“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”

 


“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen” (Jn 10, 22-30). Los judíos le preguntan a Jesús si es o no el Mesías y Jesús les responde que ya se los dijo, pero que ellos “no creen”: “Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”. Y luego les dice algo que tiene que ayudarlos a creer en que Él es el Mesías y son sus milagros: “Las obras -los milagros- que Yo hago, dan testimonio de Mí”. La consecuencia de no creer en los milagros de Jesús es el apartarse de Él y no formar parte de su rebaño: “Ustedes no creen, porque no son de mis ovejas”.

Es decir, Jesús se auto-proclama Mesías e Hijo de Dios, Salvador y Redentor de la humanidad, y para eso, no solo dice que es Dios, sino que hace “obras” -milagros- que sólo Dios puede y por esta razón atestigua, con sus milagros, que Él es quien dice ser, Dios Hijo encarnado. Si alguien se auto-proclama Dios pero no es capaz de hacer los milagros que solo Dios puede hacer, como los hace Jesús -resucitar muertos, multiplicar panes y peces, expulsar demonios, curar toda clase de enfermedades-, entonces ese tal es un estafador, un mentiroso y no es el Dios que dice ser. Pero Jesús no solo dice que es Dios, sino que hace obras que solo Dios puede hacer, por eso dice que sus obras dan testimonio de Él.

El problema de los judíos es que, viendo con sus propios ojos los milagros que hace Jesús, no es que no crean, sino que no quieren creer, lo cual significa que voluntariamente rechazan la luz de la gracia que Dios les concede para que crean en Jesús. Por eso su pecado, el pecado voluntario de incredulidad, es irreversible y los aparta de Dios.

Ahora bien, no solo los judíos cometen este pecado fatal, el de la incredulidad, no creyendo en los milagros de Jesús y apartándose así del mismo Jesús: también muchos católicos, luego del período de formación catequética, deciden no creer o mejor no querer creer en lo que aprendieron en el Catecismo, principalmente que Jesús es Dios y está Presente en Persona, con todo el Amor de su Sagrado Corazón, en la Eucaristía y es así que la inmensa mayoría de católicos, terminado el período de instrucción, abandonan voluntariamente la Iglesia, dejando a Jesús Eucaristía solo en el sagrario.

“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”. Cualquiera que acuda a la Sagrada Eucaristía con fe y con amor y en estado de gracia; cualquiera que haga Adoración Eucarística, puede dar fe que Jesús es Dios, es el Mesías, el Redentor y el Salvador de la humanidad. Si alguien no cree en estas verdades de la fe católica, es porque está cometiendo el mismo error de los judíos: no querer creer, para hacer, no la voluntad de Dios, sino la voluntad propia, que termina siendo la del Ángel caído. Y precisamente, esto último es lo peor que le puede sucede a quien elige no creer en Cristo: indefectiblemente, creerá y se hará esclavo del Anticristo.

 

 

sábado, 20 de abril de 2024

“Yo Soy el Buen Pastor”

 


(Domingo IV - TP - Ciclo B – 2024)

         “Yo Soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11-18). En esta parábola de Jesús, hay cuatro protagonistas: el Buen Pastor, que da la vida por las ovejas; el mal pastor o pastor asalariado, a quien no le importan las ovejas, sino el salario, la paga, es decir, trabaja solo para cobrar a fin de mes; el lobo, que desea destruir a las ovejas; finalmente, las ovejas, que a su vez se clasifican en dos grupos: las que “conocen la voz del Buen Pastor” y lo siguen dondequiera que vaya, y las ovejas que “todavía no están en el redil”, pero que son “propiedad del Buen Pastor”.

         ¿Qué o a quién representan cada uno de los personajes de la parábola?

         El Buen Pastor es, obviamente, Nuestro Señor Jesucristo, quien da la vida por sus ovejas, es decir, por las almas, en el Santo Sacrificio del Calvario. Él ama a sus ovejas, ama a las almas que Él mismo creó y que ahora están en peligro de muerte eterna y por eso no duda en dar su vida en rescate por las almas; el cayado del Buen Pastor es su Cruz, la Santa Cruz de Jesús y es con el cual va al rescate de sus ovejas. Cuando una de sus ovejas, aun escuchando la voz del Buen Pastor, decide alejarse de su Presencia, decide apartarse de los sacramentos y de la oración y así por culpa propia se pierde, extraviando el camino, y cae por un barranco -esa caída representa el pecado, sobre todo el pecado mortal-, en la caída se lastima gravemente, se abre su piel, comenzando a sangrar abundantemente, se quiebran sus huesos, al dar varios tumbos y golpear con las rocas antes de llegar al fondo del barranco; una vez en el fondo del barranco, la oveja, mal herida, no puede moverse por sí misma; está herida de muerte, sangrando, con sus huesos quebrados y de no mediar un pronto auxilio, morirá desangrada, de hambre y de sed o, lo que es más probable, morirá por causa de las dentelladas que el lobo le asestará con sus afilados colmillos. El Buen Pastor, Jesucristo, dejando a buen resguardo a las otras ovejas, sale con su cayado, con la Santa Cruz y con ella baja al barranco, desciende a las profundidades del abismo en el que el alma ha caído a causa de sus pecados y la cura con el aceite de su amor misericordioso, la venda con la gracia santificante, la alimenta con su Carne y con su Sangre, la carga sobre sus hombros y la lleva, barranco arriba, para ponerla a salvo de una muerte segura a manos del lobo.

         El mal pastor o pastor asalariado es cualquier sacerdote de la Iglesia Católica al que no le importa la salud espiritual de las almas, solo le importan las ganancias materiales que pueda llegar a obtener. Al mal pastor, le da lo mismo si sus ovejas adoran a la Santa Muerte, al Gauchito Gil, a la Difunta Correa; le da lo mismo si usan la cinta roja para la envidia, o la mano de Fátima, o el árbol de la vida, o el ojo turco. Cuando el mal pastor detecta señales de la presencia del Ángel maligno, del Ángel caído, huye, dejando a las ovejas a su suerte, sin protegerlas con la Santa Cruz de Jesús. El Mal Pastor por excelencia es el Anticristo, el cual entrega a las ovejas al Lobo del Infierno; los otros malos pastores, son participantes de la malicia del Mal Pastor.

         El lobo representa al Lobo Infernal, el Demonio, Satanás o Lucifer, el Príncipe de las tinieblas, el Padre de la mentira, el cual quiere apoderarse de lo que no le pertenece, las ovejas, es decir, las almas. Todas las almas le pertenecen a Dios Trinidad, por ser Él quien las creó, las redimió y las santificó, pero el Demonio, en su soberbia, en su orgullo, en su extrema malicia, pretende que las almas sean suyas y por eso pide a sus seguidores que lo adoren, a cambio de cosas que él no puede dar, como salud, dinero, amor. Es un mentiroso y un “homicida desde el principio”, como dice Jesús, porque a las almas a las que él ataca y logra seducir, las hace caer en pecado mortal, muriendo así a la vida de la gracia. El Único que puede hacerle frente es el Buen Pastor, Jesucristo, quien se enfrenta con el Lobo del Infierno con su Santa Cruz y lo pone en fuga, alejándolo de las almas y esto lo hace a través de los sacramentos, de los sacramentales, de la fe y del amor que el alma tiene a Jesucristo.

         Las ovejas representan a las almas de los bautizados, a los fieles que pertenecen a la Iglesia Católica; quienes rezan, cumplen los Mandamientos de la Ley de Dios, cumplen los consejos evangélicos de Jesús, frecuentan los sacramentos, hacen adoración eucarística, asisten a Misa y reciben a Jesús Eucaristía en estado de gracia, son las almas que “conocen la voz” del Buen Pastor, saben quién es Jesús, lo reconocen en cuanto lo oyen y lo siguen. En cambio las ovejas o almas que no se alimentan de la Eucaristía, que no se confiesan, que no obran la misericordia, no saben quién es Jesús, no lo reconocen por su voz y no sabe dónde está. Las ovejas que son del Buen Pastor y no están todavía en el redil, son las almas de personas de buena voluntad que, por haber nacido en el seno de una secta, se encuentran en las sectas o falsas iglesias, pero en cuanto reciban la gracia de la conversión, dejarán las sectas para incorporarse a la Iglesia Católica; cuándo sucederá eso, solo Dios lo sabe.

         “Yo Soy el Buen Pastor”. Debemos preguntarnos qué clase de ovejas somos: si somos las ovejas o almas que conocen a la voz del Buen Pastor y lo siguen dondequiera que vaya, o si somos ovejas que andamos descarriadas, que no escuchamos las advertencias de peligro del Buen Pastor, que nos previene de las ocasiones de pecado e igualmente caemos en él, siendo luego fáciles presas del Lobo Infernal. Pidamos a la Buena Pastora, la Virgen María, de reconocer siempre la voz del Buen Pastor, Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, para que nunca nos apartemos del rebaño pequeño y fiel aquí en la tierra, para que luego adoremos al Cordero por la eternidad en los cielos.


miércoles, 17 de abril de 2024

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”

 


“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 44-51). Jesús se nombra a Sí mismo como “Pan Vivo bajado del cielo”. Para contraponer esta figura nueva, jamás aplicada por nadie para sí mismo como lo hace Jesús, trae a la memoria el maná del desierto, al cual los judíos consideraban como al “pan bajado del cielo”. Es verdad que el maná del desierto era un “pan bajado del cielo” y en esto se parece a Jesús, quien se auto-proclama como “Pan bajado del cielo”, pero las diferencias con el Pan que es Jesús son mayores que las coincidencias. La única similitud es que ambos vienen del cielo: el maná, porque es un pan dado por Dios, por un milagro divino; el Pan Vivo que es Jesús, también viene del cielo y es un milagro divino, por cuanto es un don de Dios Padre. Las diferencias consisten en que el maná del desierto era un pan material, que alimentaba el cuerpo -por eso Jesús les dice que sus padres comieron ese pan pero murieron- y que solo les servía para que no muriesen por hambre en su peregrinar hacia la Jerusalén terrena. El maná del desierto, entonces, era un pan material, que saciaba el hambre corporal y que impedía solamente la muerte corporal por inanición y su substancia era una substancia similar al pan terreno que el hombre consume todos los días. En otras palabras, puede decirse con toda razón que era un “pan muerto”, sin vida, en el sentido de que al ser material, no tenía vida en sí mismo, aunque servía para conservar la vida terrena.

El Pan Vivo bajado del cielo, que es Jesús, se diferencia en cambio porque es un Pan, precisamente, “vivo”, porque tiene vida en Sí mismo, desde el momento en que posee la Vida Eterna, que es la vida del mismo Señor Jesús. Al ser un “Pan Vivo”, que vive con la vida eterna, comunica de esta vida eterna a quien lo consume con fe, con amor y con piedad y en estado de gracia y es esto lo que dice Jesús: “El que coma de este pan vivirá eternamente”, es decir, si bien morirá en la primera muerte, la muerte corpórea, no sufrirá la segunda muerte, que es la eterna condenación, porque al haberse alimentado en esta vida con la Sagrada Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, posee ya en esta vida, en germen, la vida eterna, vida que se desarrollará en su plenitud en el momento de pasar por el umbral de la muerte, de esta vida a la otra. El Pan Vivo bajado del cielo, que es la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, concede la vida eterna, la vida divina de la Trinidad, a quien lo consume con fe y con amor y por eso no “morirá eternamente”, sino que “vivirá eternamente”, porque el alma se alimenta con la substancia divina de la Trinidad, que es eterna por definición.

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”. Quien se alimenta de la Eucaristía, posee ya en germen, la vida eterna, la vida misma de la Santísima Trinidad, la vida del Sagrado Corazón de Jesús. Si alguien comprendiera estas verdades de la fe católica, no dejaría pasar ni un solo día sin alimentarse de la Eucaristía.

“Yo Soy el Pan de Vida”

 





“Yo Soy el Pan de Vida” (Jn 6, 30-35). Le piden a Jesús un signo para que crean en Él y como prueba, traen al recuerdo el maná bajado del cielo, al que ellos le llaman “el pan bajado del cielo”. Gracias a este maná, dicen, sus antepasados pudieron alimentarse y así atravesar el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida. Los judíos están convencidos de que ese maná, recibido cuando Moisés los guiaba por el desierto, es el verdadero y único maná bajado del cielo.

Pero Jesús los saca del error en el que se encuentran: el verdadero maná no es el que les dio Moisés; el verdadero Pan de vida no es lo que comieron sus antepasados en el desierto; el Verdadero Pan bajado del cielo es Él mismo, que entregará su Cuerpo y su Sangre glorificados, una vez atravesado el misterio pascual, oculto en lo que parece pan pero no es pan, sino Él en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y este Verdadero Maná, este Verdadero Pan bajado del cielo, que es un don del Padre y no de Moisés, es la Sagrada Eucaristía. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando les dice: “No es Moisés el que les dio el pan del cielo; es mi Padre quien les da el Verdadero Pan del cielo”.

El Verdadero Pan del cielo es entonces la Eucaristía, porque el maná que recibió el Pueblo Elegido en el desierto era un pan material, milagroso, sí, porque venía del cielo, pero era solo pan; en cambio la Eucaristía viene del cielo, viene del seno del Padre y es el Verdadero Maná bajado del cielo, porque contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hijo del Padre Eterno, Nuestro Señor Jesucristo. Además, el maná que recibieron a través de Moisés les permitió atravesar el desierto terreno, para llegar a la Jerusalén terrenal, alimentando sus cuerpos y evitando así que fallezcan de hambre; en el caso de la Eucaristía, el Pan bajado del cielo, enviado por el Padre, alimenta principalmente el alma, para evitar que el alma desfallezca ante las tribulaciones de la vida y concede al alma una participación en la fortaleza divina, que le permite atravesar el desierto del tiempo y de la historia humana para llegar, no a la Jerusalén terrena, sino a la Jerusalén celestial.

Si queremos atravesar el desierto de la vida con la fortaleza, la serenidad, la alegría y la paz del mismo Jesucristo, para así llegar a la Jerusalén celestial, hagamos entonces el propósito de alimentarnos del Verdadero y Único Maná celestial, el Pan Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía.


jueves, 11 de abril de 2024

“Ustedes son testigos de todo esto”

 



(Domingo III -TP - Ciclo B – 2024)

         “Ustedes son testigos de todo esto” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado les resume su misterio pascual de muerte y resurrección, les renueva la misión de anunciar dicho misterio a toda la humanidad y para eso “les abre la inteligencia”, para que puedan comprender “las Escrituras”, la Palabra de Dios. En otras palabras, les abre la inteligencia con la luz del Espíritu Santo, para que puedan comprenderlo a Él, que es la Palabra de Dios por excelencia. Sin esta luz del Espíritu Santo, el ser humano se pierde en las estrechas fronteras de su razón natural y tiende, por naturaleza, a dejar de lado lo que no entiende, como por ejemplo los milagros de Jesús y, lo que es más grave todavía, deja de lado todo lo sobrenatural que el misterio pascual de Jesús implica. Eso es lo que sucedió con Lutero, con Calvino, y con todos los reformadores protestantes, los cuales, al rebelarse contra la Iglesia Católica, perdieron la luz del Espíritu Santo y se quedaron con su sola razón natural, lo cual les hizo perder por completo la esencia, el sentido y la razón misma de ser de la Encarnación del Verbo y de su misterio pascual de muerte y resurrección.

         Esto mismo nos puede pasar a nosotros los católicos, en relación al misterio pascual y a su actualización sacramental y litúrgica en el tiempo, que es la Santa Misa y la Sagrada Eucaristía y así es como surge el modernismo, el progresismo, descartando y dejando de lado todo lo que no entiende, todo el misterio sobrenatural que posee la Santa Misa y la Sagrada Eucaristía. Esto es lo que explica que hayan sacerdotes que bailen en Misa, o que celebren Misa vestidos de payasos -literalmente-, de raperos, de osos de peluche o incluso que ambienten la Misa con objetos satánicos como los de Halloween, todo lo cual está debidamente documentado. Esto es lo que explica la ausencia de sacralidad en la música, la gran mayoría de la cual parecen pésimas baladas pseudo-sentimentales de la década de los setenta, con letras religiosas; es lo que explica que se haya perdido por completo la hermosa arquitectura de las catedrales católicas, que reflejaban en la Edad Media lo sagrado, desde el principio hasta el fin, reemplazando dichas catedrales por edificios vacíos de sacralidad y llenos de mundanidad. Todo esto se produce cuando el hombre no posee la luz del Espíritu Santo y cuando esto sucede, todo lo reduce al estrecho límite de su comprensión, cayendo en un malsano racionalismo, dejando de lado todo el misterio sobrenatural absoluto que, originándose en la Trinidad, desciende sobre la Iglesia y se manifiesta en su arquitectura, en su música, en su prédica. Lo más grave de todo es la pérdida del sentido sobrenatural en cuanto a Jesús -no se lo considera más el Hombre-Dios ni tampoco que prolongue su Encarnación en la Eucaristía- y en cuanto a su misterio pascual, que es salvar a la humanidad de la eterna condenación para conducirla al Reino de los cielos, reduciendo el contenido de su mensaje a una serie de consejos de auto-ayuda que ni siquiera son útiles para la vida de todos los días, dando la impresión de que la Iglesia es una especie de ONG religiosa que se encarga de la ecología y del medio ambiente y no de la salvación de las almas, de la lucha contra las pasiones y contra el Enemigo de Dios y de los hombres, el Ángel caído, Satanás.

         Nuestra religión católica es una religión de misterios y así lo dice el Misal Romano ya al inicio de la Misa: “Hermanos, confesemos nuestros pecados para que podamos participar dignamente de estos sagrados misterios”. El sacerdote da la absolución de los pecados veniales al inicio de la Misa, para que participemos con dignidad de un misterio, el misterio más grande de todos, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, que se llevará a cabo por la liturgia eucarística. La Eucaristía es un misterio -que nos alimentemos con el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hijo de Dios-, la Confesión es un misterio -que la Sangre del Cordero caiga sobre nuestras almas quitándonos nuestros pecados-, la Confirmación es un misterio -que recibamos a la Tercera Persona de la Trinidad en nuestras indignas almas-; en definitiva, toda nuestra religión es un misterio sobrenatural absoluto y si Jesús no nos infunde su Espíritu Santo, si Jesús no nos ilumina con su luz divina, caemos en el peor de los racionalismos, que nos impide precisamente vivir y practicar nuestra religión como una religión de misterios absolutos originados en la Santísima Trinidad, reduciendo todo a lo que hacen los protestantes, una simple reunión fraterna religiosa en donde se recuerda con la memoria la Última Cena y reduciendo al cristianismo a una especie de terapia de auto-ayuda emocional y afectiva, que tiene que acompañarse de lastimosos cantos sensibleros para despertar emociones de auto-compasión en los que se dicen cristianos. Esto último es lo que sucede en una secta evangelista, pero no es la religión católica. Además de pedir el perdón de los pecados al inicio de la Santa Misa, debemos pedir la asistencia del Espíritu Santo para que, iluminados por su luz divina, participemos dignamente de los Santos Misterios del Altar Eucarístico, la Santa Misa.


Jesús multiplica panes y peces

 


Jesús multiplica panes y peces (cfr. Jn 6, 1-15). ¿Cómo se produjo este milagro y qué significado tiene? El milagro es un milagro de orden físico, material, en el que se multiplican, o mejor, se crean de la nada, los átomos, las moléculas, las células, de la materia que forma parte de los peces y también del pan, de manera tal que donde antes había un solo pez y un solo pescado, luego del milagro puede haber diez, cien o mil de cada uno, según la disposición de la Divina Sabiduría. Jesús puede hacer este milagro desde el momento en el que es Dios y al ser Dios es Omnipotente y al ser Omnipotente, es Creador de la materia: crear la materia significa traer al ser y a la existencia algo que antes no era y no existía, tal como sucedió al inicio de los tiempos, con la creación del universo. Si Cristo puede crear el universo de la nada, con su poder divino, no es difícil pensar que también puede crear de la nada un puñado de panes y un poco de pescados, lo cual, comparado con el milagro de la creación del universo, es un milagro casi insignificantes. Esto es en cuanto a cómo se produjo el milagro en sí mismo.

La otra pregunta que nos debemos responder es acerca del significado: ¿cuál es el significado de este milagro?

Por un lado, tenemos el obvio significado inmediato, que es el de dar de comer y así satisfacer el hambre de una multitud de unas diez mil personas, las que se habían congregado para escuchar a Jesús. Con los panes y los pescados, Jesús satisface el hambre corporal de los hombres.

El otro significado es sobrenatural: el milagro de la multiplicación de panes es el anticipo y la prefiguración de otro milagro, infinitamente más grandioso que el de la multiplicación de panes y peces e incluso también que el de la creación del universo y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Con su Cuerpo y su Sangre, Jesús alimentará las almas de sus discípulos, saciando así el hambre espiritual de Dios y de su Amor, de su Paz, de su Alegría, de su Fortaleza, que todo ser humano posee desde que nace, aun cuando ni siquiera se dé cuenta de ello.

Jesús multiplica panes y peces en el Evangelio, saciando el hambre corporal de miles de personas; en la Santa Misa, Jesús hace un milagro infinitamente más grandioso y es el de convertir el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, para multiplicar su Presencia Eucarística, para alimentarnos con su divinidad, con el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. A nosotros, entonces, no nos da pan material ni carne de pescado, sino el Pan de Vida eterna, el Pan Vivo bajado del cielo y la Carne del Cordero, la Sagrada Eucaristía. Postrémonos entonces en acción de gracias y en adoración ante este milagro de su Sagrado Corazón.


miércoles, 10 de abril de 2024

“El que es de la tierra pertenece a la tierra (…) el que es enviado de Dios habla palabras de Dios”

 


“El que es de la tierra pertenece a la tierra (…) el que es enviado de Dios habla palabras de Dios” (Jn 3, 31-36). Juan el Bautista diferencia dos tipos de seres humanos: el hombre terrenal, carnal, incapaz de percibir las cosas del cielo y de la vida eterna y el hombre “enviado por Dios”, que está en el mundo pero no es del mundo, que vive con su vida humana pero sobre todo con la Vida eterna que le comunica el Hijo de Dios por medio de la gracia transmitida por los sacramentos.

De acuerdo a esto, debemos preguntarnos qué clase de hombres somos, si somos seres terrenales y carnales o seres humanos que, por un llamado de Dios, estamos destinados al Cielo.

Los cristianos, que por el Bautismo hemos sido convertidos en templos del Espíritu Santo, que por la Comunión nos alimentamos con un alimento celestial, el Cuerpo y la Sangre del Cordero, que por la Confirmación hemos recibido el Amor Santísimo del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, vivimos en la tierra, pero ya no pertenecemos a la tierra, porque nuestro destino eterno es el Reino de los cielos. En otras palabras, los cristianos, al menos en teoría, ya no somos o no deberíamos ser hombres terrenales, carnales, que hablan cosas de la tierra o que se preocupan exclusivamente por las cosas de la tierra, olvidando el Reino de los cielos y la Vida eterna, la misma Vida eterna que recibimos en germen en cada Eucaristía. Si el cristiano se vuelve un hombre terreno y carnal, dejándose atraer por las atracciones del mundo, dejándose llevar por sus pasiones sin control, entonces está traicionando su destino de eternidad, está olvidándose que ya no pertenece a este mundo, sino que está llamado a ser ciudadano celestial de la Ciudad Santa, la Jerusalén del cielo. No se trata de ir por la vida dando sermones, porque no está ahí el testimonio cristiano, sino en las obras, porque son las obras las que demuestran que la fe está viva. Son nuestras obras de misericordia -paciencia, caridad, humildad, fortaleza, etc.-, las que demostrarán a los hombres terrenos que hay otra vida, la Vida eterna en el Reino de Dios, al cual todos estamos llamados. Esforcémonos entonces por vivir como hombres enviados por Dios, como hijos adoptivos de Dios, como hijos de la luz y luchemos para no ser hombres terrenales y carnales, destinados a ser estrellas fugaces que luego se pierden en la oscuridad del Abismo para siempre.

 


“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu” (Jn 3, 7b-15). Jesús les está revelando a sus discípulos acerca de una nueva forma de nacer, una forma de nacer que es desconocida para los hombres: se trata del nacimiento de lo alto, del nacimiento del Espíritu Santo. Nicodemo no entiende de qué le está hablando Jesús, cree que, literalmente, un hombre debe nacer de nuevo tal como nace por primera vez, es decir, desde el vientre de la madre. Pero Jesús le aclara de qué se trata: es un nacimiento nuevo, desconocido para los hombres, un nacimiento de Dios, un nacimiento del Espíritu Santo de Dios. Luego Jesús les da una señal de cómo se habrá de producir este nuevo nacimiento, como consecuencia de la efusión del Espíritu Santo y es cuando les anticipa proféticamente que Él habrá de ser crucificado y traspasado: “Así como Moisés elevó en alto la serpiente, así es necesario que el Hijo del hombre sea elevado en alto, para que todo aquel que crea en Él, tenga vida eterna”. El “ser elevado en alto” es, por supuesto, el momento de la crucifixión y el modo en el que los que crean en Él tendrán vida eterna, es cuando reciban, a través de su Sangre derramada en la cruz, el Espíritu Santo. Es decir, el Espíritu Santo que el mismo Jesús les infundirá a los discípulos con la Sangre derramada en el Calvario, es el mismo Espíritu que se infundirá a través de los Sacramentos, principalmente el Sacramento del Bautismo y es el que concederá a los hombres que lo reciban la Vida eterna, la Vida divina, la Vida absolutamente sobrenatural del Sagrado Corazón de Jesús, que es a su vez la Vida Eterna de la Trinidad.

“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu”. Desde que recibimos el Bautismo sacramental, desde ese momento, iniciamos una nueva vida, la vida de los hijos de Dios, porque recibimos el Espíritu Santo que nos hizo nacer de lo alto, no ya como hijos humanos de padres humanos, sino como hijos adoptivos del Padre celestial. Ésa es la razón por la que nuestro ser, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras obras, nuestras palabras, deben reflejar la vida nueva de los hijos de Dios, quienes “estamos en este mundo, pero no somos de este mundo”, porque pertenecemos al Reino de los cielos y hacia Él nos dirigimos cada día que pasa en esta vida terrena.

“El que no cree en el Hijo ya está condenado”


 

“El que no cree en el Hijo ya está condenado” (Jn 3, 16-21). En estos tiempos, en los que predomina en ciertos ambientes eclesiásticos una falsa concepción de la Misericordia Divina -Dios perdona todos los pecados, sin importar si hay o no arrepentimiento, lo cual es falso, porque la Misericordia Divina perdona los pecados solo cuando hay arrepentimiento-, las palabras del Evangelio, fuertes y precisas, van en contra de esta falsa concepción de la Misericordia de Dios: “En el que no cree en el Hijo ya está condenado”. Es decir, quien no cree en Jesucristo -el Jesucristo de la Iglesia Católica, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía-, aun ya desde esta vida “está condenado”, en el sentido de que, si se produjera su muerte en este estado de incredulidad, efectivamente se condenaría, irreversiblemente, en el Infierno. No se pude contradecir a la Palabra de Dios, ni se puede intentar tergiversar su contenido, porque sería una temeridad, de manera que solo cabe una interpretación y es interpretar lo que la Palabra de Dios dice textualmente. Al referirse a los que “no creen en Cristo” -y por lo tanto ya están condenados-, se refiere no solo a los ateos, quienes al no creer en Dios no creen obviamente en el Hijo de Dios, sino también a quienes creen en un cristo falso, como los protestantes, evangelistas, judíos, o como quienes creen en deidades que son demonios, como las religiones panteístas de tipo oriental y cualquier clase de secta. A todos estos les cabe la advertencia de la consecuencia de no creer en el Único y Verdadero Cristo: ya están condenados. Pero también están comprendidos muchísimos católicos, quienes por ignorancia culpable, por moda, por esnobismo, por descuido de su fe católica o por alguna otra razón, no creen en el Único y Verdadero Cristo, que está presidiendo, como Rey que es, a la Iglesia Católica, desde su trono real, el sagrario, en la Eucaristía. A estos católicos también les cabe la advertencia, que sería así: “El que no cree en el Señor Jesús, Hijo de Dios, Presente en la Eucaristía, ya está condenado”. No hay términos medios: o creemos en la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y así salvamos nuestras almas, o rechazamos esa Presencia y nos condenamos. Por supuesto que, mientras vivamos en el tiempo, hay tiempo de acudir a la Divina Misericordia, para pedir perdón por el pecado de incredulidad y así comenzar el camino de la conversión y de la salvación, pero a ese camino hay que emprenderlo de una vez, porque el tiempo pasa, se acaba y no vuelve más y, además, lamentablemente, son muchísimos los católicos que, paradójicamente, cometen el mismo error de los ateos, los protestantes, los judíos, los evangelistas y los sectarios: no creen en Jesús Eucaristía. Si queremos salvar nuestras almas y las de nuestros seres queridos, pidamos la gracia de no caer nunca en el pecado de incredulidad o bien de salir de él, si es que ya estamos en él, para así dar inicio a nuestra salvación en Jesús Eucaristía.  

viernes, 5 de abril de 2024

Domingo in Albis

 


(Domingo II - TP o Domingo in Albis - Ciclo B – 2024)

        

         “Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Jesús Misericordioso se le aparece a Santa Faustina Kowalska y le da varias misiones, como por ejemplo, confirmar la existencia del Infierno -aunque la Iglesia Católica lo anuncia desde hace veinte siglos, Santa Faustina es llevada en persona al Infierno para dar testimonio de él, para que nadie diga que no existe y que está vacío, sino que existe, es real y dura para siempre y está ocupado por demonios y almas condenadas; también le da la misión de recordar a los hombres que Dios es Misericordia Infinita, para que los pecadores no desesperen, aun los más empedernidos y así no teman acercarse a Dios, pidiendo perdón por sus pecados en el Sacramento de la Confesión; y entre estas misiones, como una de sus principales misiones, Jesús Misericordioso le encarga a Santa Faustina la misión de anunciar al mundo que Él está por regresar por Segunda Vez, dando como señal de su regreso inminente la misma imagen de Jesús Misericordioso. Esta Segunda Venida de Jesús en la gloria es un dogma de fe de la religión católica y aunque parezca obvio, es necesario afirmar que debemos creer que Jesús vendrá por Segunda Vez y esta verdad de fe a su vez implica otras verdades de fe, como el creer que el Hijo de Dios vino por primera vez, en Belén, en la humildad de nuestra carne -nadie se enteró de su Primera Venida, solo los pastores, quienes fueron advertidos por los ángeles, quienes les dijeron: “Les ha nacido un Redentor, vayan a adorarlo, lo encontrarán envuelto en pañales”, pero aparte de los pastores, nadie más supo de la Primera Venida de Jesús- y en esta Primera Venida vino para cumplir su misterio pascual de muerte y resurrección a través de su Sacrificio en Cruz, abriéndonos las Puertas del Cielo por el poder de su Sangre y concediéndonos la filiación divina a través de la gracia santificante, adoptándonos como hijos de Dios; la Segunda Venida será muy diferente a la Primera, porque si en la Primera pasó inadvertido, en la Segunda será visto por toda la humanidad, porque toda la humanidad comparecerá ante Él, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el último día de la historia humana; además, vendrá con su Cuerpo glorioso y resucitado, pleno de gloria y de luz divina, escoltado por todo el ejército de ángeles celestiales; vendrá en el Último Día en la gloria pero no como Jesús Misericordioso, no como el Jesús dulce, pacífico, paciente, que nos tiene una paciencia infinita hasta que nos decidamos de una vez a ser cristianos, hasta que nos decidamos de una vez a vivir los Mandamientos de la Ley de Dios, hasta que nos decidamos a vivir de la gracia que nos conceden los Sacramentos; vendrá como como Juez Justo y Verdadero, para sentenciar a toda la humanidad, a todos y cada uno de nosotros, para arrojar al Infierno eterno a los perversos y orgullosos y para conducir al Reino de los cielos a quienes lo aman a Él y a la Trinidad.

Ahora bien, esta Segunda Venida implica también otra verdad de fe y es que estará precedida por la asunción del Anticristo, quien dominará de modo tiránico al mundo por un breve período de tiempo y dicho gobierno del Anticristo, el gobierno del Nuevo Orden Mundial, un gobierno sin Dios y contra Dios, está anunciado proféticamente por el Catecismo de la Iglesia Católica. Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica en su numeral 675: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cfr. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cfr. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cfr. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22)”. El Catecismo dice que antes de la Segunda Venida de Cristo, el Anticristo vendrá y se pondrá en su lugar, engañando la fe de los creyentes, dando una aparente solución a los problemas del hombre, pero al precio de la apostasía de la verdad. Luego dice el Catecismo en el numeral 680: “Cristo, el Señor, reina ya por la Iglesia, pero todavía no le están sometidas todas las cosas de este mundo. El triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal”. Y en el 682: “Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia”. Entonces, según el Catecismo, a esta verdad de fe de la Segunda Venida de Jesús, le corresponde también otra verdad y es la de la llegada previa del Anticristo, antes de la Segunda Venida de Cristo. El Anticristo se auto-proclamará como el salvador de la humanidad, pero será un falso cristo, será una persona poseída por Satanás, que obrará al servicio de Satanás y reinará a costas de la perversión de la Verdad, a costas de ocultar la Verdad para brindar una “falsa solución apostatando de la verdad”, es decir, engañando a los hombres, ocultando la Verdad Revelada en Cristo y suplantándola con la Mentira, con la Falsedad, con el Engaño, lo cual es propio del Padre de la Mentira, el Demonio. Y así como la señal de los cristianos es la Verdad, la Misericordia y la Eucaristía, así habrá una señal que identificará a los seguidores del Anticristo y es la Mentira, el Odio y la marca de la Bestia, el número 666, tal como lo indica el Apocalipsis. Solo para señalar un ejemplo entre miles, ya se está experimentando con un chip subcutáneo patentado con el número 060606 y quien no lo posea, no podrá “ni comprar ni vender”, como lo dice el Apocalipsis.

“Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Como preludio de la Segunda Venida de Cristo, reinará el Anticristo, el cual se caracterizará por la extrema malicia, por la malicia inhumana de su gobierno, por una malicia jamás vista y que provocará horror entre los hombres y muy probablemente parte de esa malicia del Anticristo ya la estamos viviendo, a través de las leyes promulgadas por hombres sin Dios, servidores de Satanás y del Anticristo, como por ejemplo, las leyes por las cuales se considera el asesinato de niños por nacer como derecho humano y constitucional, y por estas leyes inicuas se producen cincuenta millones de niños abortados por año; parte de la malicia del gobierno del Anticristo ya la  estamos viviendo porque con la sangre y las células de esos niños abortados se producen fármacos experimentales y productos cosméticos; parte de la malicia del gobierno del Anticristo ya la estamos viviendo porque gran parte de la humanidad ha rechazado a Dios y a su Mesías, Cristo, y comete día a día innumerables pecados abominables que claman venganza a la Justicia de Dios, como homicidios, ocultismo, satanismo, espiritismo, pecados contra natura, guerras, traiciones, adulterios y crímenes de todo tipo. “Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Como devotos de la Divina Misericordia, tenemos como misión la misma misión de Santa Faustina, el anunciar que la Segunda Venida de Cristo está cerca y que la imagen de Jesús Misericordioso es la señal de la proximidad de esta Segunda Venida. Cuando venga Jesús por Segunda Vez, pondrá fin a la malicia de los seguidores del Anticristo; hasta que eso suceda, nuestro deber es obrar la misericordia, corporal y espiritual, como parte de nuestra misión de anunciar que Cristo está por venir por Segunda Vez.

Octava de Pascuas de Resurrección 5

 


“¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). Jesús se aparece nuevamente a los discípulos, aunque esta vez es en un contexto diferente, que recuerda a la Primera Pesca Milagrosa; de hecho, este encuentro, ya resucitado, se llama “Segunda Pesca Milagrosa”, porque se repite casi como un calco el milagro de la primera vez. Jesús se encuentra a orillas del Mar Tiberíades; durante la noche, Pedro, Juan, y los otros discípulos, han salido a pescar pero infructuosamente, según relata el Evangelio: “Esa noche no pescaron nada”. Cuando ya estaba amaneciendo, Jesús, a la distancia, les pregunta si tienen algo para comer y como no pescaron nada, le responden negativamente. Entonces Jesús les indica dónde tienen que echar las redes y esta vez, al igual que sucedió con la Primera Pesca, las redes vuelven a llenarse de peces, en tal cantidad, que “no podían arrastrarla” a la red.

Hasta ese entonces, ni Pedro, ni Juan, ni ninguno de los otros discípulos, había reconocido a Jesús, pero cuando se produce el milagro, Juan Evangelista, que estaba junto a Pedro, se da cuenta de que quien está en la orilla, es nada menos que Jesús y por eso exclama con un grito, lleno de alegría: “¡Es el Señor!”. De inmediato, Pedro se lanza al agua, mientras que los demás discípulos se encargan de llevar la barca con la red llena de peces hacia la orilla.

Luego del milagro, todos reconocen a Jesús y así lo dice el Evangelio: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres?”, porque sabían que era el Señor”.

“¡Es el Señor!”. La exclamación de alegría, de asombro, de felicidad, de parte del Evangelista Juan, al contemplar a Jesús resucitado, debe hacernos reflexionar en la siguiente dirección: si San Juan Evangelista, después del milagro de la Segunda Pesca Milagrosa, reconoce a Jesús glorioso y resucitado, ¿porqué no sucede lo mismo con nosotros? Es decir, Jesús realiza, por la Santa Misa, un milagro infinitamente más grande que el de reunir peces en una red, realiza el milagro de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Si esto es así, también nosotros, llenos de alegría, de asombro, de sagrado estupor, deberíamos exclamar, junto al Evangelista Juan, en cada Santa Misa, al contemplar a Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía: “¡Es el Señor!”. Jesús en la Eucaristía es el Señor, que está vivo, glorioso, resucitado, resplandeciente con la luz y la gloria de la divinidad, oculto en apariencia de pan. Y eso nos debe llevar a exclamar, llenos de sagrada alegría: “¡Es el Señor en la Eucaristía!”.

Octava de Pascuas de Resurrección 4

 


“Era tal la alegría que se resistían a creer” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece nuevamente a los discípulos, pero esta vez lo hace “en medio de ellos”, puesto que se encontraban en una casa a puertas cerradas “por temor a los judíos”. Al ver a Jesús, los discípulos vuelven a repetir el patrón de conducta de todos los demás discípulos a los cuales se les aparece Jesús: se encontraban “atónitos y llenos de temor” y en vez de a Jesús, “creían ver un espíritu”. Solo cuando Jesús les muestra las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado y luego de que “les abriera la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras”, los discípulos reconocen ahora sí a Jesús resucitado, cambiando por completo su estado de ánimo. Si antes estaban “llenos de miedo” y “creían ver un espíritu”, ahora, en cambio, saben que es Jesús, porque Jesús les ha soplado el Espíritu Santo que les ha abierto la inteligencia y ahora están tan alegres que “se resistían a creer”: “Era tal la alegría que se resistían a creer”.

Esta es una característica que se repite en todos los encuentros de Jesús resucitado con los discípulos: hay una primera fase en la que los discípulos están como ciegos, porque no saben quién es Jesús; lo confunden con el jardinero -María Magdalena-, con un extranjero -los discípulos de Emaús-, o con un espíritu -los discípulos que están en la casa con las puertas y ventanas cerradas; luego, una segunda fase, después de que Jesús les sople el Espíritu Santo, los discípulos no solo reconocen a Jesús, sino que se llenan de alegría, una alegría que incluso llega a ser sensible, como en los discípulos de Emaús: “¿No ardían nuestros pechos cuando nos hablaba?”.

La razón de esta alegría que experimentan todos los discípulos, después de reconocer a Jesús glorioso, es que Jesús les participa de su misma alegría, ya que Él, siendo Dios Eterno, es la “Alegría Increada”, la “Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría infinita”. Si conociéramos o si experimentáramos, al menos brevemente, la alegría de Jesús resucitado y glorioso, no dudaríamos un instante en seguirlo y en dejar todo en pos de Jesús. Pero si Jesús permite que no experimentemos esta alegría, es para nuestro bien, es para que lo sigamos a Él, por ser Quien Es, Dios de majestad y amor infinitos y no por lo que nos da; si experimentáramos esta alegría cada vez que recibimos a Jesús en la Eucaristía, lo seguiríamos por el consuelo de recibir esa alegría y no por seguir a Jesús por lo que Es. Como dice Santa Teresa de Ávila, tenemos que buscar “al Dios de los consuelos, y no a los consuelos de Dios”. Esto quiere decir que con toda probabilidad no vamos a experimentar la alegría de los discípulos al recibir a Jesús glorioso y resucitado en la Eucaristía, pero nos debe bastar el saber que se trata de Él en Persona cuando comulgamos, para que nuestras almas experimenten, aun en medio de las tribulaciones y dificultades de la vida, una serena paz y alegría, la paz y la alegría de saber que la Eucaristía no es un pan bendecido sino el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús Resucitado.

miércoles, 3 de abril de 2024

Octava de Pascuas de Resurrección 3


 

“Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-35). Jesús resucitado les sale al paso a dos de los discípulos que caminaban desde Jerusalén hasta Emaús, un pequeño pueblo distante a unos diez kilómetros de la Ciudad Santa.

Lo que llama la atención de este encuentro es el hecho de que los discípulos de Emaús, que eran cristianos, es decir, que conocían a Jesús, bien porque habían visto en persona sus milagros o habían escuchado sus enseñanzas o bien porque habían adherido a Jesús luego de escuchar hablar de Él, no lo reconocen. Es decir, Jesús en Persona les sale al encuentro, los saluda, camina con ellos, les explica las Escrituras -luego de llamarlos “hombres duros de entendimiento”- y los discípulos de Emaús, sin embargo, no lo reconocen. El semblante y el ánimo de los discípulos de Emaús, hasta ese entonces, es el de tristeza, desánimo y abatimiento, repitiendo así el patrón de los demás discípulos antes de su encuentro con Jesús resucitado. Los discípulos de Emaús habla con Jesús y lo tratan como si fuera un “extranjero”, como si ellos no lo conocieran, como si no supieran que es Él en Persona quien les está hablando. Lo que sucede es que hay algo que les falta para que puedan reconocer a Jesús resucitado, el Evangelio dice: “Algo impedía que lo reconocieran”. ¿Qué es eso que les impide reconocer a Jesús? ¿Qué es lo que les falta, para que dejen de tratar a Jesús como a un “extranjero” y lo traten como al Hombre-Dios resucitado de entre los muertos?

Les falta a todos el soplo del Espíritu Santo, Quien es el que ilumina las mentes y enciende los corazones, para que los discípulos puedan reconocer a Jesús resucitado y en este caso, Jesús lo hace al partir el pan, en medio de la Santa Misa: “Lo reconocieron al partir el Pan”.

También a nosotros nos puede suceder lo que a los discípulos de Emaús, el no reconocer a Jesús, glorioso y resucitado, en su Presencia Eucarística y esto a pesar de haber estudiado el Catecismo de Primera Comunión, el haber recibido el Sacramento de la Confirmación, el haber profundizado en nuestra fe de alguna u otra manera. También nosotros, como los discípulos de Emaús, andamos por la vida muchas veces con el semblante triste y abatido, como si Jesús no hubiera resucitado, como si Jesús fuera un extranjero, como si Jesús todavía estuviera muerto en el sepulcro; andamos por la vida sin reconocerlo en su Presencia gloriosa y resucitada en la Eucaristía y es así como muchos abandonan a Jesús, dejándolo solo en el sagrario, como si la Eucaristía no fuera Jesús glorioso, sino un pan simplemente bendecido en una ceremonia religiosa. También a nosotros Jesús nos dice: “¡Hombres duros de entendimiento! ¡Cuánto les cuesta creer en mi Palabra, en la promesa que les hice de quedarme todos los días entre ustedes, hasta el Día del Juicio Final, en la Sagrada Eucaristía!”. Y también para nosotros, Jesús hace el mismo milagro que hizo para los discípulos de Emaús: en cada Santa Misa, Jesús, al partir el Pan Eucarístico, infunde, sopla sobre nosotros el Espíritu Santo, para que lo reconozcamos en la fracción del Pan, para que iluminados por el Santo Espíritu de Dios, reconozcamos su Presencia gloriosa y resucitada en la Sagrada Eucaristía.

martes, 2 de abril de 2024

Octava de Pascuas de Resurrección 2

 


“Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20, 11-18). María Magdalena va al sepulcro el Domingo a la mañana, para cumplir con el piadoso deber de cubrir con perfumes el cuerpo de Jesús, según la costumbre de enterrar que tienen los judíos. Sin embargo, al llegar el Domingo por la madrugada, encuentra la puerta del sepulcro abierta y al ingresar para ver qué pasaba, ve a dos ángeles que le preguntan por el motivo de su llanto. La respuesta de María Magdalena es un indicativo claro de que no cree en la resurrección de Jesús y que piensa que Jesús está muerto: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Luego, es el mismo Jesús resucitado en persona quien le pregunta por el motivo del llanto y a quién está buscando: “Mujer, ¿porqué lloras? ¿A quién buscas?”. María Magdalena, que no ha recibido todavía la luz del Espíritu Santo, no reconoce a Jesús resucitado y lo confunde con el “cuidador de la huerta” y le pide por favor que le diga dónde lo han puesto: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”. En ese momento, Jesús, soplando el Espíritu Santo sobre María Magdalena, iluminando así su mente y su corazón, la llama por su nombre: “¡María!” y es recién entonces cuando María Magdalena reconoce a Jesús resucitado.

Este episodio del Evangelio nos deja varias enseñanzas: primero, que María Magdalena, al igual que todos los discípulos, no cree en las palabras de Jesús, de que habría de resucitar “al tercer día”: María Magdalena va al huerto, pero va en busca del Cuerpo muerto de Jesús, no va en busca del Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús; otra enseñanza es la necesidad absoluta del Espíritu Santo para reconocer a Jesús resucitado, porque la resurrección es un misterio sobrenatural, infinitamente por encima de la capacidad de nuestra razón humana y por eso, si el alma no está iluminada por el Espíritu Santo, aun cuando se le aparezca Jesús en Persona, no lo va a reconocer; otra enseñanza es que María Magdalena está desorientada, porque al pensar en Jesús muerto, cree que se han llevado al Cuerpo muerto de Jesús y “no sabe dónde lo han puesto”. Solo cuando reciba la iluminación del Espíritu Santo, sabrá que tiene a Jesús en Persona, delante suyo.

“Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Lamentablemente, muchos cristianos, aun dentro de la Iglesia, acuden a la Iglesia, pero en busca de un Jesús muerto y no resucitado, repitiendo el error de María Magdalena; en el fondo, no creen que Jesús haya resucitado y mucho menos que ese Jesús resucitado esté, vivo y glorioso, en la Sagrada Eucaristía. Si pedimos la iluminación del Espíritu Santo, nosotros, parafraseando a María Magdalena, podemos decir: “El Señor Jesús ha resucitado y sabemos dónde está su Cuerpo glorioso: está en el sagrario, en la Sagrada Eucaristía, vivo, resucitado, glorioso, oculto en apariencia de pan, para comunicarnos su paz, su alegría, su fortaleza, su divinidad. Nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo vivo de Jesús: está resucitado y glorioso en el sagrario, en la Divina Eucaristía”.


domingo, 31 de marzo de 2024

Domingo de Pascuas de Resurrección

 



(Ciclo B – 2024)

La Resurrección es el regreso a la vida, pero no a esta vida mortal, sino a la vida gloriosa, sobrenatural, divina y eterna, que Nuestro Señor Jesucristo poseía junto al Padre desde la eternidad. ¿Cómo podemos describir a la Resurrección de Jesús? Para darnos una idea, debemos comenzar reflexionando sobre la Santísima Trinidad, porque Jesús es la Persona Segunda de la Trinidad y sin hacer referencia a estas Divinas Personas, poco y nada podremos entender de la Resurrección. Ante todo, hay que decir que la Santísima Trinidad es Dios Perfectísimo, Uno en naturaleza y Trino en Personas; las Tres Divinas Personas poseen el mismo Acto de Ser Divino trinitario, participando estas Divinas Personas de una misma naturaleza divina. Ahora bien, en la Santísima Trinidad, su Ser divino trinitario y su naturaleza divina trinitaria son gloria divina, purísima, eterna, celestial, sobrenatural y esta gloria divina es luz, pero no una luz creada -como la luz del sol, la luz del fuego o la luz eléctrica-, sino que es una Luz Eterna e Increada, Purísima, Perfectísima, inconcebible para la creatura humana y angélica y de la cual solo nos podemos dar una pequeña idea cuando comparamos a esta luz con la luz que podrían emitir cientos de miles de millones de soles juntos y así y todo esta luz solo sería oscuridad, en comparación con la Luz Eterna del Ser divino trinitario de las Tres Divinas Personas.

Es esta Luz Eterna, del Ser divino de Dios Uno y Trino, la luz que, desde la Trinidad, se transmite y participa al Cuerpo muerto de Jesús que yace sobre el Santo Sepulcro, el día Domingo a la madrugada y como es una luz que posee vida, pero no vida creada, como la vida del hombre y la del ángel, sino que es una Vida Eterna e Increada, una Vida divina, celestial, sobrenatural, propia y exclusiva de la Santísima Trinidad y como es una luz que da vida, luz y gloria divinas, le comunica al Cuerpo muerto de Jesús esta vida, esta luz y esta gloria divinas, volviendo a Jesús a la vida, pero no a esta vida mortal, sino a la Vida gloriosa, celestial, divina y sobrenatural que tenía Jesús desde la eternidad, al proceder eternamente del Padre y al estar unido al Padre por la Persona Tercera de la Trinidad, el Espíritu Santo.

Esta luz gloriosa y divina, que comunica la Vida Eterna de la Trinidad, es la que comunica Jesús resucitado y glorioso desde la Sagrada Eucaristía a todo aquel que lo recibe en gracia, con fe y con amor, siendo la Vida Divina contenida en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús un anticipo de la Vida Eterna y absolutamente Increada que será participada al alma que ingrese en la feliz eternidad del Reino de los cielos, si en esta vida vive en gracia y sobre todo si muere en estado de gracia santificante, la gracia que comunican los Sacramentos, de ahí la importancia esencial de los Sacramentos -sobre todo Penitencia y Eucaristía- para aquel católico que quiera salvar su alma y vivir en la eternidad feliz del Reino de Dios. El meditar en la Resurrección de Jesús lleva al alma a maravillarse, no solo por el poder de Jesús en cuanto Dios, porque Él voluntariamente va a la muerte en cruz para salvarnos y luego, voluntariamente, porque Él es la Vida Eterna e Increada en Sí misma, da a su Cuerpo muerto la Vida divina y lo hace no solo para perdonar nuestros pecados, sino para comunicarnos de su misma Vida divina, de su Amor divino, de su Gloria divina y por todo esto, bendecimos y glorificamos al Cordero de Dios, Cristo Jesús, la Lámpara de la Jerusalén celestial, el Cordero de Dios.

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

 



(Ciclo B – 2024)

         El Domingo de Ramos la Santa Iglesia Católica conmemora el ingreso triunfal de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, días antes de su Pasión y Muerte en Cruz. En efecto, Nuestro Señor, montado en una cría de asno, ingresa a la Ciudad Santa de Jerusalén. Su ingreso tiene la particularidad de que se realiza en forma triunfal, porque todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno, desde el más pequeño hasta el más grande, todos, movidos por el Espíritu Santo, todos se recuerdan de los milagros hechos por Jesús para todos y cada uno de los habitantes de Jerusalén. Por la acción del Espíritu Santo, todos se acuerdan de lo que Jesús obró en cada uno de ellos, el Espíritu Santo les hace recordar de los milagros recibidos, de las gracias concedidas, de los dones espirituales y materiales concedidos por Jesús y todos, con el corazón exultante de alegría, salen a recibir a Jesús, agitando palmas de olivo y tendiendo ramas a su paso, a modo de alfombra, dándole a Jesús el recibimiento digno no ya de un rey, sino de alguien mucho más importante, el recibimiento del Mesías. Y es así como todos saludan a Jesús, como al Mesías, como al Redentor, enviado por Dios para salvar a la humanidad: “¡Hossanna al Hijo de David! Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hossanna en las alturas!”. Saludado con hossanas y con cánticos de alegría y de júbilo, Jesús, Rey manso y pacífico, ingresa en la Ciudad Santa de Jerusalén el Domingo de Ramos y es esto lo que la Iglesia conmemora en este día.

         Sin embargo, algo siniestro sucederá durante la Semana Santa que se inicia con el Domingo de Ramos, porque si el Domingo de Ramos Jesús es recibido triunfalmente por los habitantes de Jerusalén, el Viernes Santo, luego de ser traicionado, encarcelado, juzgado y condenado injustamente a muerte, el mismo Señor Jesús que fue recibido como Rey, será echado fuera de la Ciudad Santa, en medio de gritos, empujones, golpes de puño, patadas, insultos, como si fuera un criminal y es expulsado de Jerusalén para ser conducido al Monte Calvario, para ser ejecutado como un bandido, al acusarlo falsamente de blasfemia.

         Entonces, si el Domingo de Ramos Jesús es recibido triunfalmente como el Mesías, el Viernes Santo es expulsado de la Ciudad Santa como si fuera un bandido, para ser ejecutado en la Cruz en el Monte Calvario.

         Podemos entonces preguntarnos qué es lo que pasó en el medio de la Semana, para que se produjera un cambio tan radical de actitud en los habitantes de Jerusalén, para que se produjera el paso del amor al odio hacia Jesús. La respuesta es que los habitantes de Jerusalén se olvidaron de todo lo que Jesús había hecho por ellos y antes de expulsar a Jesús, expulsaron al Espíritu Santo de sus corazones, quedando así a oscuras en sus almas y corazones; dejaron de reconocer a Jesús como al Mesías y rindiéndose al Príncipe de las tinieblas, lo entronizaron al Ángel caído como rey de sus almas y fue así como expulsaron al Verdadero y Único Dios, Cristo Jesús.

         Pero este hecho histórico, tiene un significado sobrenatural: la Ciudad Santa de Jerusalén representa a todos y cada uno de los bautizados en la Iglesia Católica, convertidos en templos del Espíritu Santo por el bautismo sacramental; los habitantes de Jerusalén somos los católicos; el ingreso de Jerusalén de Jesús es el ingreso de Jesús en el alma por medio de la gracia santificante; la expulsión de Jesús el Viernes Santo es la expulsión de Jesús del alma por medio del pecado, sobre todo el pecado mortal.

         Cada uno de nosotros puede elegir qué habitante de Jerusalén quiere ser en su vida: si aquel que el Domingo de Ramos lo recibe con alegría y con ramos de olivos, significando esto el vivir en estado de gracia rechazando al pecado y al Ángel caído, o si ser el habitante del Viernes Santo, que elige al pecado y a Satanás como dueños y señores de sus almas, negando a Jesucristo y perpetuando su crucifixión. En nuestros días se está produciendo un alarmante estado de fascinación por el Ángel caído, puesto que son cada vez más quienes, a sabiendas o no, eligen al Príncipe de las tinieblas como a su amo y señor. No cometamos jamás ese error y hagamos el propósito de nunca expulsar de nuestros corazones al Único Dios Verdadero, Cristo Jesús, aclamándolo con cánticos de alegría como a Nuestro Rey y Señor, principalmente viviendo en gracia, cumpliendo sus Mandamientos y siendo misericordiosos para con nuestros prójimos.