domingo, 25 de noviembre de 2018

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo



(Ciclo B – 2018)

“Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,33b-37). En el diálogo con Pilatos, Jesús se auto-proclama rey, pero no “rey de este mundo”, sino Rey del cielo: “Mi reino no es de aquí”. Jesús es Rey, pero no como los reyes de la tierra. Los reyes de la tierra reinan sentados en mullidos almohadones y en cómodos sillones de oro; tienen coronas de oro, plata y piedras preciosas; sus cetros, indicativos de su dignidad real y de su poder, son de marfil y ébano; sus vestimentas son de seda finísima y de púrpura costosísima; sus calzados, son artesanales y muy costosos. Además, los reyes de la tierra gobiernan despóticamente, en su gran mayoría, pues muy pocos son –como los Reyes Católicos- quienes se preocupan por el verdadero bienestar de sus súbditos, el bienestar de sus almas y quienes lo hacen, poco y nada pueden hacer más que preocuparse y obrar limitadamente a su favor. Los reyes de la tierra gobiernan rodeados por una corte de aduladores que no los aman y que aplauden a cada gesto suyo, porque lo que buscan son sus favores y sus bienes. Los reyes de la tierra gobiernan tiránicamente y sobre una porción limitada de terreno y sus ejércitos están formados por hombres entrenados para hacer daño, cuanto más, mejor. Jesús es Rey, pero no es rey al modo de los reyes de la tierra. Jesús es Rey, pero no es un rey de este mundo: Él es Rey de cielos y tierra y es rey por naturaleza, porque es Dios Hijo en Persona y es rey por conquista, porque Él se ganó para el Padre las almas de muchos hombres, al precio de su Sangre derramada en la cruz.
         Jesús es Rey y Él gobierna, pero no desde un cómodo y mullido sillón de oro, sino desde la cruz; su corona no es de oro y plata, sino que es una corona de espinas, de duras, filosas, cortantes y dolorosas espinas, que le provocan desgarros múltiples en su cuero cabelludo y que le proporcionan un dolor indecible, dolor ocasionado por nuestros pensamientos malos consentidos, porque las espinas de su corona son la materialización de nuestros malos pensamientos, deseados y queridos; su cetro no es un cetro de marfil y ébano que descansa en sus manos, sino los gruesos y filosos clavos de hierro que atraviesan sus manos, abriéndole ríos de Sangre roja y preciosísima, provocándole un dolor desgarrante, dolor ocasionado por el pecado de blasfemia, que son las manos de los hombres alzadas violentamente en contra de su Dios y por el pecado del odio, cuando el hombre levanta con violencia la mano contra su hermano; sus vestimentas no son túnicas de seda y púrpura finísima, sino el velo de su Madre, que cubre su Humanidad y el resto de su Cuerpo está revestido con una túnica formada por su Sangre roja y preciosísima, que brota a borbotones de sus heridas abiertas, heridas todas provocadas por la impudicia y la falta de vergüenza de los hombres y por los pecados de impureza. Jesús gobierna desde el trono sagrado de la Cruz y gobierna no despóticamente, sino con amor, porque a sus súbditos, a quienes Él llama para que compartan su Cruz, lo único que desea es darles en herencia el Reino de los cielos y sobre todo, el contenido de su Sagrado Corazón, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Mientras los reyes de la tierra son rodeados por aduladores, muchos de los que se acercan a Jesús no lo adulan; más bien, la gran mayoría de los que son llamados por Jesús para compartir su Cruz, se quejan de Él, les piden que les quite la Cruz, que ya no la soportan, porque no quieren los bienes que Él da, que son los bienes del Reino de Dios, la gracia, la paz, la alegría, la justicia y la misericordia divina. La gran mayoría de los que son acercados al trono real de la Cruz por intercesión de la Reina de cielos y tierra, Nuestra Señora de los Dolores, no quiere estar al lado de la Cruz y quieren que les sea quitado cuanto antes el yugo suave de la Cruz. Sólo unos pocos aceptan, con amor, el llamado de Jesús a compartir el trono real de la Cruz. Jesús es Rey, pero no gobierna sobre una porción limitada de terreno, sino sobre el Universo entero, sobre los cielos y la tierra e incluso en el Infierno, porque hasta en el Infierno se siente el poder divino de la fuerza de la Cruz y todos sus habitantes tiemblan de espanto ante el estandarte ensangrentado de la Cruz. A diferencia de los reyes de la tierra, que tienen a su mando hombres malos que obran el mal y la violencia, Jesús tiene a su mando a los ángeles buenos y a los santos, que sólo buscan la eterna bienaventuranza para los hombres. Jesús es Rey y reina desde el madero, por eso los que son súbditos de Jesús se diferencian de aquellos que no lo son, en que los súbditos del Rey Jesús doblan sus rodillas ante el trono real de la Cruz y besan los pies ensangrentados de Jesús, atravesados por un grueso clavo de hierro, para expiar nuestros pasos dirigidos en dirección al pecado y en dirección contraria a la gracia.
         “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Todo el que ama a Cristo Rey se postra ante Jesús, que reina desde el leño ensangrentado de la Cruz y reina también desde la Eucaristía; todo el que es su verdadero discípulo se postra ante la Cruz y la Eucaristía, besa sus pies ensangrentados y adora su Presencia Eucarística, porque es en la Cruz y en la Eucaristía donde reina Nuestro Rey, Cristo Jesús.


sábado, 17 de noviembre de 2018

“Antes del advenimiento de Cristo (...) se manifestará el Anticristo"



(Domingo XXXIII - TO - Ciclo B – 2018)

         “Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas (…) cuando veáis que sucede esto, sabed que Él está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria (…) Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 24-32). Como respuesta a la pregunta de sus discípulos acerca de cuándo será el tiempo de la destrucción del templo, Jesús formula esta profecía -la cual es designada como “discurso escatológico” o “apocalipsis sinóptico”[1]-, en la cual revela los sucesos relativos a dos acontecimientos: la destrucción del templo y la Segunda Venida del Hijo del hombre. El problema principal es determinar en qué momentos se refiere a la destrucción del templo y en qué momento a la Segunda Venida como Juez del mundo. Casi todos los autores coinciden en que Jesús trató los dos temas en la misma profecía: la destrucción del templo y la Segunda Venida. Sin embargo, no lo hizo porque creía, como afirman algunos, que la destrucción del templo y la Venida del Hijo del hombre al fin del mundo serían contemporáneas. En cuanto Dios, Jesús sabía perfectamente de qué estaba hablando y de cuándo serían ambos eventos.
         Como prueba de que Jesús sabía de que ambos eventos sucederían en épocas distintas, está la importante distinción que hace Jesús: por un lado, la destrucción del templo sería precedida por señales que servirían de aviso a los discípulos para escapar del inminente desastre (14-17). Este evento local, la destrucción del templo, de la que podrían escapar huyendo a otra parte, tendría lugar “antes de que pase esta generación”, lo cual efectivamente se cumplió, con la destrucción de Jerusalén y del templo por parte de las tropas del general romano Tito en el año 70 d. C. Es decir, este suceso estaría precedido por señales, no sería repentino. Por otro lado, cuando se refiere a la Segunda Venida del Hijo del hombre, como Juez Supremo de la humanidad, Jesús no da ninguna información acerca del tiempo en el que esta Segunda Venida habría de ocurrir. Este suceso sí sería repentino e inesperado; estaría relacionado con “los elegidos” y no habría ninguna señal de aviso. Ésa es la razón por la cual los discípulos deben estar siempre prevenidos: “Estad atentos y vigilad, porque no sabéis cuándo será el tiempo”.
         Cristo no revela el tiempo de la Segunda Venida, pero sí pone en guardia a sus discípulos para que estos no identificasen la Segunda Venida con la destrucción del templo, puesto que en las mentes de los discípulos estaban asociadas, la destrucción del templo y el fin del mundo. Al insistir en que la Parusía era incierta, Cristo declara al mismo tiempo que la destrucción del templo tendría lugar “antes de que pasara esta generación” y al prescribir las actitudes que deberían tener sus seguidores, se proponía disipar la confusión en las mentes de los apóstoles.
         Con relación a la Segunda Venida del Hijo del hombre, las imágenes que usa Jesús acerca de los acontecimientos celestes, son para significar que Dios está a punto de intervenir. Esta intervención divina es la Segunda Venida del Hijo de Dios al fin del mundo. Cristo, el Hijo del hombre, vendrá entonces con gran poder y majestad, como Juez Supremo y reunirá junto a sí a sus elegidos de toda la tierra, para conducirlos al cielo, al tiempo que reunirá a los condenados, para lanzarlos al abismo de la eterna perdición.
         Ahora bien, es verdad que Jesús no da precisiones en cuanto al tiempo en el que habrá de venir por Segunda Vez, pero sí hay una señal que podemos tomar como que su Segunda Venida es inminente y es la manifestación del Anticristo, el cual pondrá a prueba la fe de los fieles, al mismo tiempo que desencadenará la última persecución, sangrienta, contra la Iglesia. El Anticristo –cuya manifestación señalará que la Segunda Venida de Cristo es inminente-, se presentará como el Salvador de la humanidad, dando una “solución aparente a los problemas de la humanidad, al precio de la apostasía de la Verdad”. Es decir, el Anticristo se presentará como un pseudo-mesías con una doctrina falsa, una doctrina en la que la Verdad de Dios y su Mesías es reemplazada por la auto-glorificación del hombre. El Anticristo abolirá los Mandamientos y la Eucaristía, porque suprimirá el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, reemplazándola por una ceremonia vacía y blasfema, en la que no habrá el milagro de la transubstanciación y por lo tanto los que asistan a estas ceremonias comulgarán trigo y agua, es decir, solo pan y no el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Entonces, si bien es cierto que Jesús no nos da el tiempo de su Segunda Venida, la Iglesia nos advierte que, antes de la misma, los fieles deberán pasar por una durísima prueba, ya que surgirá el Anticristo, el cual se presentará a sí mismo como el Mesías, como el Salvador de la humanidad, engañando a casi la totalidad de los hombres. Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica[2]: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”. Cuando el Anticristo suprima los Mandamientos de la Ley de Dios y suprima la Santa Misa, alcemos la cabeza y alegrémonos, en medio de las persecuciones y tribulaciones, porque eso significa que la Segunda Venida en gloria del Supremo Juez es inminente.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona, Editorial Herder 1957, 534ss.
[2] Número 675.

martes, 13 de noviembre de 2018

“Esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie (….) Porque ha echado todo lo que tenía para vivir”



(Domingo XXXII - TO – Ciclo B – 2018)

“Esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie (….) Porque ha echado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12, 38-44). La parábola de la viuda que da como ofrenda solo dos insignificantes monedas de cobre es un claro ejemplo de cómo Dios no juzga por el exterior de las personas, sino su interior. En efecto, a los ojos de los hombres, los ricos, que dan limosnas de mucho porte, dan más que los pobres, porque el hombre se fija en la cantidad, pero no en el corazón del hombre. Vistos con los ojos humanos, quienes más cantidad de dinero daban a la ofrenda del templo eran los ricos, porque “echaban en cantidad”. A los ojos de los hombres, la pobre viuda da algo insignificante, porque pone en la ofrenda solo dos monedas de poco valor. Pero a los ojos de Dios, las cosas son muy distintas: Dios sabe que los ricos dan mucho, pero dan de lo que les sobra, no de lo que tienen para vivir; en cambio, la viuda pobre da muy poco, pero en realidad es muchísimo, porque lo que da es todo lo que tiene para vivir –por ejemplo, es como si nosotros pusiéramos, en la ofrenda dominical, lo que tenemos para el almuerzo o la cena-. La viuda nos enseña así que con Dios hay que ser generosos, porque Dios ve el corazón y Dios no se deja ganar en generosidad: de hecho, de la escena, la que es agradable a los ojos de Dios es la pobre viuda, a pesar de que dio muy poco en apariencia, mientras que los ricos, que en apariencia dieron mucho, no son tenidos en consideración por Dios. Esto nos enseña que Dios ve el profundo del hombre y no la apariencia, pero además nos enseña otra cosa: la viuda da de lo que tiene para comer porque ama a Dios y confía en Él y sabe que Él no la dejará desprotegida; los ricos, que dan mucho pero de lo que les sobra, en realidad no aman tanto a Dios y no tienen tanta confianza en Él, sino en sus riquezas; de lo contrario, darían mucho más, hasta agotar sus tesoros, como lo hizo la viuda. Entonces, lo que cuenta en las ofrendas, es sí la cantidad, porque no es lo mismo que dé diez quien puede dar mil, ya que eso indica avaricia y apego al dinero, pero también cuenta el amor, porque para dar todo lo que se tiene para vivir, se necesita un gran amor a Dios y una gran confianza en Él como Padre Providente.
Esto mismo se aplica para los católicos, pero no solo para el dinero, sino también para el tiempo y para el talento: muchos dan a Dios –si es que dan- el tiempo –el dinero, el talento- que les sobra, el tiempo que les queda luego de dedicarse a sus pasatiempos y a las cosas que les agradan, para recién luego darle a Dios las migajas de algún tiempo dado con mezquindad y en cuanto al talento, lo mismo: ¡cuántas necesidades tiene la Iglesia, de sus hijos con tiempo y talento! Pero la gran mayoría de sus hijos, con tiempo y talento, le dan a la Iglesia –a la Parroquia- sólo migajas, cuando se las dan. Y encima se creen como los ricos del Evangelio y piensan que con las migajas que dan a Dios, Dios les queda debiendo. Otros, por el contrario, son como la viuda, que dan a Dios el tiempo que les hace falta y no solo el tiempo, sino también el sacrificio y el dinero material y el talento que tienen, porque confían en Él y lo aman y así se sacrifican por la Parroquia, que es sacrificarse por Dios y su Casa. Cada uno de nosotros elige qué dar a Dios, si dar mucho en apariencia, pero en realidad nada, como los ricos del Evangelio, o dar poco en apariencia pero en realidad darlo todo, como la viuda pobre a quien Dios alaba.

sábado, 3 de noviembre de 2018

"Amar a Dios y al prójimo"



(Domingo XXXI - TO - Ciclo B - 2018 )

“El primer mandamiento: es amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser; el segundo es  Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,28b-34). Preguntan a Jesús cuál es el primer mandamiento entre todos y Jesús responde que amar a Dios y al prójimo. Ahora bien, lo que se debe entender es que si bien Jesús responde según la ley de Moisés, Él viene a dar un nuevo significado a la ley y los Mandamientos, porque Él dice, por ejemplo, con respecto al prójimo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como Yo os he amado”. Es decir, introduce un nuevo mandamiento, que es amar al prójimo como Él nos ha amado, condición que no estaba en la Ley de Moisés. También la modifica con relación al primer mandamiento, el que manda amar a Dios por sobre todas las cosas, aún cuando no lo diga explícitamente.
Es decir, los Mandamientos son una cosa antes de Jesús y son otra después de Jesús. Aunque la formulación es idéntica, cambia el sentido, porque Jesús introduce una condición que no está en la Ley de Moisés: amar, tanto a Dios como al prójimo, “como Él nos ha amado”. En esto consiste la novedad radical de los mandamientos del Nuevo Testamento con respecto al Antiguo. En el Antiguo Testamento, se manda amar al prójimo “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”, es decir, se manda amar con las fuerzas de la naturaleza humana. Por otra parte, cuando se decía “prójimo”, se entendía sólo al de raza hebrea y no a cualquier ser humano, como lo es a partir de Jesús.
La novedad, entonces, está en el modo del amor: con el amor humano y sólo a los de la propia raza, según la ley de Moisés, con el amor de Cristo y a todo ser humano –incluido el enemigo- según la ley nueva de la caridad de Cristo.
Para comprender cuál es la novedad del mandamiento de Cristo, es necesario entonces entender cómo es y qué significa “amar como Cristo nos amó”, porque esa nueva cualidad, la del amor de Cristo, es la que le da un nuevo significado a toda la ley de Dios. Y para responder a la pregunta de cómo nos amó Cristo, es necesario contemplarlo en la Cruz y en la Eucaristía, porque es allí en donde nos damos cuenta de que se trata de un amor nuevo, sobrenatural, divino, de origen celestial y no del propio amor humano. En la cruz, Cristo está crucificado, su Cuerpo cubierto de heridas sangrantes y da literalmente hasta su última gota de sangre por nosotros, que por el pecado lo crucificamos y que por el pecado éramos sus enemigos: Cristo nos ama con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Espíritu Santo y nos ama aún siendo nosotros sus enemigos, razón por la cual no tenemos excusas para no amar a nuestros enemigos y rezar por los que nos hacen mal, como Él nos enseñó. También debemos contemplar la Eucaristía para saber cuál es la clase del Amor con el que nos amó Jesús, porque en la Eucaristía Jesús está por Amor y sólo por Amor, cumpliendo su promesa de estar “con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Jesús está en la Eucaristía sólo por Amor y para darnos su Amor, de ahí que la adoración eucarística, de parte nuestra, no sea sino una pequeñísima devolución del Amor con el que Cristo nos amó primero.
“Ámense los unos a los otros como Yo os he amado”. Jesús nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo y hasta la muerte de cruz, y nos sigue amando hasta el punto de permanecer, por Amor, encerrado en el sagrario, cuando podría no estar en él. Para corresponder a este Amor, debemos entonces amar a Dios y al prójimo con el mismo Amor con el que nos amó Cristo, no con nuestro simple amor humano y este Amor es el Espíritu Santo. Puesto que no tenemos al Espíritu Santo, lo debemos pedir, como nos enseña Jesús: “El Padre no negará el Espíritu Santo al que se lo pida”. Para cumplir con el Primer Mandamiento, de amar a Dios y al prójimo por encima de todas las cosas, según la ley de Cristo, debemos entonces primero pedir, por la oración, la gracia del don del Espíritu Santo. Sólo así amaremos a Dios y al prójimo con el mismo Amor con el que Cristo nos amó.