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viernes, 17 de mayo de 2024

“Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas”

 


“Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas” (cfr. Jn 21, 1. 15-19). A través del triple acto de amor, Jesús confirma la primacía de Pedro como Roca firme sobre la que edificará su Iglesia. Desde el primer día, Jesús había llamado a Simón, hijo de Juan, con el nombre de “Kefas”, que significa “Piedra” (1, 42) y había manifestado luego que sobre esta “Piedra” o “Roca” edificaría su Iglesia (Mt 16, 18)[1]. Ahora bien, esta Piedra o Roca se manifestó débil durante la Pasión, puesto que primero se durmió mientras Jesús agonizaba, habiéndole pedido que rezaran por Él y luego lo abandonó, dejándose llevar por la cobardía, ante la agresión y la cantidad de los soldados enemigos que capturaron a Jesús en el Huerto de los Olivos al inicio de la Pasión. Pero la oración de Jesús por el futuro confirmador de sus hermanos en la fe (Lc 22, 32), sería absolutamente eficaz, al punto que esta Piedra o Roca que es Pedro finalizaría su vida terrena con el supremo testimonio del martirio, es decir, derramando su sangre y entregando su vida por el testimonio de Cristo Dios. En este pasaje del Evangelio de San Juan, la Roca es reestablecida en su fortaleza con una triple profesión de amor, la cual tenía por fin reparar la triple negación del mismo Pedro en la noche en que Jesús fue arrestado, triple negación que se consumó antes que cantara el gallo, como Jesús lo había profetizado.

El amor que Pedro le profesa a Jesús no surge de su corazón, sino que es el Amor del Corazón de Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Pastor y esto se constata en el hecho de que el amor de reparación de Pedro hacia Jesús es desviado hacia el cuidado del rebaño de Jesús y no solo hacia la Persona de Jesús. En otras palabras, si en la triple negación de Pedro en la Pasión, Pedro, con su corazón humano, egoísta y mezquino, había negado a Jesús, dejándose llevar por la cobardía y el temor y el amor egoísta hacia la propia vida, ahora, en la triple reparación de Pedro, el Amor reparador no surge de su corazón que, aún habiendo sido purificado por la gracia de Jesús resucitado, no es la fuente del Amor Misericordioso, porque la Fuente Increada del Amor con el que Pedro ha de cuidar al rebaño de Jesús, su Iglesia, la Iglesia Católica, es el Sagrado Corazón del Buen Pastor, Jesucristo. Jesús ama tanto a su rebaño, que prefiere que Pedro repare su triple negación con un Amor reparador que tenga por objeto no a Él, el Hijo de Dios, sino a su rebaño, las almas de su Cuerpo Místico, su Iglesia.

Por último, las tres expresiones, “apacienta mis ovejas” y “apacienta mis corderos”, significan lo mismo, ya que no hay motivos para suponer que ovejas y corderos significan por separado sacerdotes y fieles. El rebaño entero -es decir, todas las ovejas del Buen Pastor- es confiado al cuidado de Pedro en cuanto Vicario del Hombre-Dios Jesucristo. Este encargo es una confirmación de la primacía de autoridad del Papa sobre la Iglesia universal y así ha sido interpretado desde siempre por la Tradición y así ha sido interpretado por el Concilio Vaticano (Dz 1822)[2]. En este pasaje, entonces, mediante la triple confesión de amor de Pedro, se confirma al Papa como Vicario del Hombre-Dios Jesucristo, con autoridad plena sobre la Iglesia universal.

 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1959, 779.

[2] Cfr. ibidem, 779.


miércoles, 16 de agosto de 2023

“Mujer, qué grande es tu fe”

 


(Domingo XX - TO - Ciclo A – 2023)

         “Mujer, qué grande es tu fe” (Mt 15, 21-28). En este episodio del Evangelio, acaparan la atención dos protagonistas principales: Nuestro Señor Jesucristo y la mujer cananea o sirofenicia. La actitud de Jesús sorprende en un primer momento, porque se muestra reticente ante el pedido de la mujer; se muestra como si sus sentimientos fueran, como se suele decir, “fríos”, ante el pedido de socorro de la mujer, porque no responde de buenas a primera; pero además sorprende el trato que da a la mujer, a quien, si bien indirectamente, la trata como “cachorro de animal”, como “cachorro de perro”. Por supuesto que Nuestro Señor está lejos de ser frío de corazón y duro de sentimientos, lo único que quiere hacer es -aunque Él ya lo sabe-, poner de manifiesto la fe de la mujer que, siendo pagana, muestra una fe en Él como Dios, que no la muestran ni siquiera sus discípulos más cercanos; lo que quiere Jesús, aparentando frialdad y distancia, es en realidad poner de ejemplo a la fe de la mujer cananea o sirofenicia y así darles una lección a sus propios discípulos.

         El tema central del episodio es el pedido de auxilio de la mujer a Jesús. Este pedido de auxilio es muy particular y nos enseña muchas cosas: por un lado, trata a Jesús como “Señor, Hijo de David”, título reservado al Mesías, con lo cual ya desde un primer momento, la mujer demuestra que está iluminada por el Espíritu Santo, porque no acude a Jesús como a un taumaturgo, a un santón, a un hombre que dice profecías, sino como al mismo Mesías.

         Otra característica del pedido de la mujer es que ella sabe diferenciar entre la enfermedad epiléptica y la posesión demoníaca y esto es muy importante, porque las interpretaciones progresistas católicas o evangélicas luteranas, niegan las posesiones demoníacas, calificándolas como enfermedades, generalmente del tipo epiléptico, por el movimiento que hacen los posesos. La mujer sabe distinguir bien entre la enfermedad y la posesión, ya que la posesión se caracteriza por elementos muy distintos a la enfermedad, como por ejemplo, el poseso posee una fuerza extrema, habla con voz gutural, entra en trance, lo cual significa que la personalidad de la persona del poseso desaparece para dar lugar a la personalidad del demonio o ángel caído que posee el cuerpo del poseso. Todo esto es muy bien distinguido por la mujer, ya que no le dice a Jesús que su hija está “enferma” -como por ejemplo, el hijo del centurión-, sino que le dice clara y específicamente que su hija está “poseída”: “Mi hija tiene un demonio muy malo”.

         Otro elemento es que la mujer cree en Jesús como Dios, porque sabe que Él, Jesús, siendo Dios, es el Único que tiene poder de expulsar demonios. Si la mujer no hubiera estado iluminada por el Espíritu Santo, nunca habría tenido fe en Jesús como Dios y por lo tanto con su poder omnipotente, con capacidad infinita para expulsar demonios.

         La mujer da también ejemplo de extrema humildad, porque Jesús no le contesta nada en un primer momento, a pesar de que la mujer grita pidiendo auxilio, es decir, pareciera que Jesús la ignora a propósito, pero la mujer, a pesar de eso, continúa recurriendo a Jesús. Y luego, cuando Jesús le dirige la palabra, le deja en claro que Él ha sido enviado para recoger “a las ovejas descarriadas de Israel”, con lo cual ella queda, de manera obvia, automáticamente excluida de cualquier ayuda que pudiera prestarle Jesús, ya que ella no es hebrea, sino sirofenicia. Pero esto tampoco la desanima a la mujer, todavía más, le da más fuerzas para insistir en su pedido a Jesús y si en un primer momento había reconocido a Jesús como al Mesías y como Dios con la palabra, ahora reconoce igualmente a Jesús como al Mesías y como a Dios, pero con el cuerpo, ya que se postra ante Él, siendo la postración un claro signo de adoración a Dios y así lo dice el Evangelio: “Ella (…) se postró ante Él y le pidió de rodillas”. La postración y la genuflexión son gestos corpóreos externos que indican adoración y solo se deben al verdadero Dios, Cristo Jesús y es esto lo que hace la mujer.

Pero, aun así, Jesús parece no tener intención alguna de cumplir con la petición que le hace la mujer, ya que ahora, aunque le responde, al hacerlo, la compara indirecta e implícitamente con un animal, con un perro o con un cachorro de perro: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Con esta respuesta, Jesús deja bien en claro que los hijos son los judíos, los miembros del Pueblo Elegido, los israelitas, a los que compara con los hijos que se sientan a la mesa a comer la comida principal y que los paganos, como ella, se comparan a perros y así como no está bien que un padre dé el alimento, en este caso, el pan, que le corresponde a los hijos, a un perro, así tampoco corresponde que Él, el Mesías, que ha venido en primer lugar para recoger a los hijos, los israelitas, no puede hacer milagros para quienes no pertenecen al Pueblo Elegido.

Ni siquiera esto último, la equiparación de la mujer cananea a un perro, la detiene y aquí la mujer cananea nos da un ejemplo extremo de fe y de humildad, porque si hubiera sido soberbia, se habría retirado al instante, pero no lo hace; por el contrario, da una respuesta llena de humildad y de fe que sorprende al mismo Jesús: “Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Con esto, la mujer cananea le quiere decir a Jesús que sí, es verdad que Él, como Mesías, debe hacer milagros -como los hace a lo largo de todo el Evangelio- en primer lugar para los hijos, es decir, el Pueblo Elegido, pero de la misma manera a como los perros se alimentan de las migajas que caen de la mesa de los hijos, así los que no pertenecen al Pueblo Elegido, como ella, pueden recibir una “migaja” de su poder divino, que sería en este caso, el exorcismo de su hija poseída por un demonio.

Una vez llegados a este punto, Jesús, que demuestra sorpresa y admiración por la fe de la mujer –“Mujer, qué grande es tu fe”- y considerando que ha dado ya ejemplos suficientes a sus discípulos de fe, de mansedumbre, de humildad, de amor a su hija y a Él, decide entonces expulsar, con su poder divino, al demonio que atormentaba a la hija de la mujer cananea, tal como lo atestigua el Evangelio: “Mujer, qué grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas”. En aquel momento quedó liberada su hija”.

“Mujer, qué grande es tu fe”. La mujer cananea es un modelo y ejemplo de fe en Jesús como Dios, como Salvador; es un ejemplo de mansedumbre, de humildad, de amor y de perseverancia en la fe. Por esto mismo, debe servirnos a los cristianos, que muchas veces tratamos a Jesús como si Él fuera un sirviente que tiene la obligación de darnos lo que le pedimos y si no nos lo da, nos ofendemos y nos retiramos de su Iglesia. Esto, que es un comportamiento temerario e irrespetuoso ante Cristo Dios, se contrasta con la fe, la humildad, la mansedumbre, la perseverancia y el amor de la mujer cananea, de la cual tenemos mucho, pero mucho por aprender.

jueves, 18 de mayo de 2023

Ascensión del Señor

 


(Ascensión del Señor - Ciclo A - 2023)

Cuarenta días después de la gloriosa resurrección de Jesús, Nuestro Señor asciende al cielo según las Escrituras (Hch 1, 6-11), Ascensión que también la afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (párrafo 665): “La Ascensión de Cristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios[1]; esta humanidad, mientras tanto, lo esconde de los ojos de los hombres (cfr. Col 3, 3)”[2]. También el Catecismo nos enseña que, ya resucitado, glorioso y ascendido, Jesús regresará nuevamente, en su Segunda Venida, esta vez gloriosa, “de donde vendrá de nuevo (cfr. Hch 1,11)”[3] para juzgar a vivos y muertos en el Día del Juicio Final.

La Ascensión del Señor se integra en el Misterio de la Encarnación, siendo su momento conclusivo y es como un “cierre”, por así decir, de esta etapa del misterio salvífico: procediendo eternamente del seno de Dios Padre, Dios Hijo se encarna, sufre la Pasión, muere en cruz, resucita, se aparece a sus discípulos y luego regresa de donde vino, asciende a los cielos, ya resucitado y glorioso, en donde se encuentra “a la diestra de Dios Padre”, como decimos en el Credo. La Ascensión del Señor es el penúltimo momento del misterio pascual, antes de la donación del Espíritu Santo en Pentecostés. Con la Ascensión de la humanidad glorificada del Hijo de Dios, conmemorada en el misterio litúrgico, adorada por los ángeles, nosotros somos también unidos por la gracia a esta alabanza eterna de los ángeles a Cristo Dios y así Cristo Dios es adorado en el cielo, por los ángeles y santos y en la tierra, por la Iglesia Militante.

Jesús resucitado y glorioso asciende para mostrarnos el camino que debemos seguir y adónde debemos llegar por medio de este camino: el camino que debemos seguir es el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis y a través de este camino debemos llegar a nuestro destino final que es el seno eterno del Padre. Entonces, para llegar a ese destino, debemos indefectiblemente unirnos a Cristo crucificado por la gracia santificante para así ser elevados con Él, como Cuerpo suyo Místico, al seno del Padre.

          Jesús asciende glorioso a los cielos y su Humanidad Santísima es incorporada al seno del Padre, desde donde reina por toda la eternidad; sin embargo, al mismo tiempo que asciende, Jesús tiene que cumplir la promesa que había hecho a su Iglesia Naciente y a la Iglesia de todos los tiempos: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Para hacer estas dos cosas, es decir, para Ascender al Padre y así mostrarnos el camino que debemos seguir si queremos subir al Reino de los cielos, Jesús Asciende, con su Humanidad gloriosa y resucitada y para quedarse entre nosotros y así cumplir su promesa, al mismo tiempo que sube, se queda en el seno de su Iglesia, con su Cuerpo y Sangre glorificados y resucitados, en el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía.

Un aspecto que debe tenerse en cuenta es que la Ascensión de Jesús a los cielos da al misterio de la vida cristiana una nueva luz, una luz que se origina en el Ser divino trinitario y por Cristo ilumina nuestra vida como cristianos y que ilumina un nuevo horizonte, que no es ya la tierra, sino la eternidad del Reino de Dios: el cristiano vive en el mundo, pero no es del mundo, porque mira permanentemente su destino final, que es el Reino de los cielos, que es adonde Cristo ha ascendido, precediéndonos. La Ascensión nos indica que esta vida terrena y este mundo temporal es solo un momento, es solo la etapa previa de nuestro destino final, el Reino de Dios. Y en este peregrinar por la historia humana hacia la Jerusalén celestial, el cristiano -la Iglesia- es alimentado por el Pan de los Ángeles, el Pan Vivo bajado del Cielo, Nuestro Señor Jesucristo oculto, en apariencias de pan, en la Sagrada Eucaristía.

La Ascensión del Señor determina entonces la doble condición de la vida cristiana: por un lado, la vida del cristiano se orienta a las realidades temporales, porque vive en el tiempo y en la historia, pero simultáneamente el cristiano está orientado a las realidades eternas, porque está en el mundo, pero “no es del mundo”, ya que el destino final de todo cristiano es la eternidad del Reino de los cielos. Por esto la vida en la Iglesia se caracteriza tanto por la acción del apostolado, como por la contemplación de la oración.

Cristo, al ser levantado en alto en el Monte Calvario, atrae a todos los hombres hacia Sí venciendo a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte; al resucitar y al ascender, envía junto al Padre al Espíritu de la Verdad, el Divino Amor, el Espíritu vivificador, el Espíritu Santo, sobre sus discípulos, convirtiéndolos, por medio de su Espíritu, en su Cuerpo Místico que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, Cristo actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa[4].

De esta manera, nuestra Santa Fe Católica nos dice cuál es el sentido de nuestro paso por la tierra, nos dice cuál es el sentido de la existencia humana en el tiempo y en la historia[5] y ese sentido es peregrinar por la historia y el tiempo hacia la eternidad del Reino de Dios, aunque no de cualquier manera, sino unidos a Cristo en la cruz por la fe, por la gracia y por el Divino Amor; solo así, en la unión con Cristo Redentor, seremos ascendidos a los cielos al finalizar nuestro peregrinar por el tiempo y la historia.

         Estamos en esta vida para ser ascendidos en la gloria unidos a Nuestro Redentor, para ello, debemos vivir en el tiempo vivificados por la gracia santificante, gracia que se convertirá en gloria divina si morimos en gracia. No hagamos caso omiso del plan de salvación que Dios tiene para nosotros en Cristo Jesús, glorificado en los cielos a la diestra del Padre y adorado en la tierra en el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía.



[1] Numeral 665.

[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 665.

[4] Cfr. Vaticano II, Lumen gentium 48.

[5] Cfr. Vaticano II, Lumen gentium 48.

miércoles, 22 de febrero de 2023

Jueves después de Cenizas

 



         “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue su cruz de cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús nos revela las condiciones para ser un buen cristiano, para ser un seguidor suyo: primero, el seguir a Cristo no es una obligación, sino una libre elección, tal como Él mismo lo dice: “El que quiera seguirme”; el ser de Cristo, el pertenecer a Cristo, no es una imposición, sino una libre elección basada en el amor a Cristo: “el que quiera”; si esto es así, entonces, la negativa también es cierta: “el que no quiera, no me siga”. Cristo Dios respeta a tal grado nuestra libertad, que no nos obliga a seguirlo, nos revela en cambio que lo seguirá quien quiera seguirlo, quien lo ame de verdad, no el que esté obligado a seguirlo. De hecho, hay muchos en la actualidad que, lamentablemente para sus almas, no lo quieren a Cristo y no lo siguen, no cumplen sus mandamientos, no lo aman, lo dejan abandonado en el sagrario y muchos no solo no lo quieren a Cristo, sino que lo odian y movidos por el odio a Cristo llegan al extremo de formar asociaciones para exigir que sus nombres sean borrados de las actas de los bautismos.

         La otra condición para seguir a Cristo, además del amor, que es lo primero, es poner por obra lo que implica el seguimiento de Cristo y es el “tomar la cruz de cada día” y esto porque si Nuestro Salvador, Jesucristo, tomó la cruz y fue con ella por el Camino del Calvario, mostrándonos así el camino al cielo, no podemos nosotros, que nos consideramos sus seguidores, pretender ingresar al cielo por ninguna otra forma que no sea la Santa Cruz de Jesús. La cruz de cada uno es personal y puede tener distintas ocasiones de manifestarse, pero algo es seguro: Cristo no nos da ninguna cruz que no seamos capaces de llevar y si nos da una cruz, nos da la fortaleza suficiente para llevar una cruz mil veces más pesada que la que llevamos.

         La otra condición que pone Cristo para ser sus discípulos, es el seguirlo, pero seguirlo por donde va Él, no por donde se nos ocurra a nosotros y Cristo va por un camino muy específico, va por el Via Crucis, por el Camino de la Cruz, camino que finaliza en el Calvario, el único camino que nos conduce a la felicidad eterna en el Reino de los cielos. No nos va a llevar al cielo nada que no sea la Santa Cruz de Jesús: ni los mandalas, ni el ojo turco, ni la mano de Fátima, ni los atrapasueños, ni mucho menos las devociones malignas como la Difunta Correa, el Gauchito Gil, San La Muerte, Buda, ni el ocultismo, ni las prácticas paganas o neo-paganas: solo la Santa Cruz de Jesús, en donde morimos al hombre viejo, el hombre atrapado por el pecado y por las pasiones, para nacer al hombre nuevo, al hombre que nace a la vida divina trinitaria por la gracia, solo esta Santa Cruz, nos llevará al cielo. En este tiempo de Cuaresma, hagamos el propósito de morir al hombre viejo, tomando la cruz de cada día, siguiendo a Jesús por el Via Crucis, por el Camino de la Cruz, el único camino que nos conduce al cielo.

martes, 29 de noviembre de 2022

“Conviértanse (el Mesías vendrá y) reunirá el trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga”

  

(Domingo II - TA - Ciclo A - 2022 – 2023)

          “Conviértanse (el Mesías vendrá y) reunirá el trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga” (cfr. Mt 3, 1-12). Juan el Bautista predica en el desierto la conversión del hombre a Dios, advirtiendo que deben de cesar de obrar el mal y comenzar a obrar el bien, porque el Reino de Dios está cerca y, todavía más, el Rey del Reino de Dios está por venir y cuando venga, vendrá como Justo Juez y separará a los buenos de los malos: a los buenos, para conducirlos al Reino de los cielos; a los malos, para arrojarlos a la “hoguera que no se apaga”, es decir, el Infierno. Juan el Bautista utiliza, para graficar el Día del Juicio Final, la figura de un labrador que separa el trigo y lo almacena en su silo, de la paja, que no sirve, para quemarla. Es llamativo que utiliza una expresión que es: “una hoguera que no se apaga” y esto lo hace porque está hablando no de la hoguera material, terrena, la que todos conocemos, que indefectiblemente termina por apagarse cuando se combustiona el material que la alimentaba; se trata de una hoguera que no se apaga porque es el Infierno, en donde el fuego quema, combustiona, pero no consume aquello que quema, que son las almas y los cuerpos de los condenados; además, no se apaga, porque el castigo que sufren los condenados es eterno, porque eterna es la culpa y la pena y eterno es el peso de la Justicia y de la Ira Divina que se descarga sobre los impenitentes que, por propia voluntad, se condenaron, al no querer convertir sus corazones.

          “Conviértanse, el Reino de Dios está cerca”. La misma prédica y el mismo llamado a la conversión eucarística, que es la conversión al Cristo Eucarístico, hace la Iglesia al hombre de hoy. Y, así como el Bautista predicaba en el desierto, así la Iglesia predica en el desierto de un mundo sin Dios, que ha desplazado a Dios y a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, rechazando su Cruz, rechazando su Presencia Eucarística, rechazando sus Mandamientos y sus Consejos Evangélicos. El mundo de hoy ha erigido falsos dioses, ante los cuales se postra en ciega y sacrílega adoración todos los días: el dinero, el poder, el éxito, la fama, la honra mundana, los bienes materiales, los ídolos demoníacos -Gauchito Gil, Difunta Correa, San La Muerte, atrapasueños, cinta roja, Buda, etc.- y esto le sucede como castigo al no querer arrodillarse y adorar a Cristo Dios Presente en Persona en la Eucaristía.

          “Conviértanse (el Mesías vendrá y) reunirá el trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga”. Cada día que pasa, es un día menos que nos separa del Día del Juicio Final; cada día terreno que pasa, es un día menos para la Llegada en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo, quien vendrá como Justo Juez, para dar a cada uno lo que cada uno libremente mereció con sus obras: a los buenos, el Reino de los cielos; a los malos, a los rebeldes, a los impenitentes, a los que no quisieron saber nada de Cristo Eucaristía, de la Santa Misa, de los Sacramentos, de los Mandamientos y a cambio obraron el mal, la impiedad y la iniquidad, a esos los arrojará en la “hoguera que no se apaga”, es decir, en el Infierno. En nuestra libertad está elegir adónde queremos ser llevados cuando venga el Justo Juez; por supuesto, que al Reino de los cielos, pero para eso, debemos hacer mucha oración y adoración eucarística, debemos frecuentar los Sacramentos y debemos ser misericordiosos con nuestros prójimos.

 

miércoles, 28 de septiembre de 2022

“Señor, auméntanos la Fe”

 


(Domingo XXVII - TO - Ciclo C - 2022)

“Señor, auméntanos la Fe” (Lc 17, 5-10). Los Apóstoles le piden a Jesús que “les aumente la Fe”. Esto nos lleva a considerar qué es la Fe y de qué Fe se trata. Según la Escritura, la Fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb 11). En nuestro caso, nuestra Fe católica se basa en las Palabras de Nuestro Señor Jesucristo, las cuales son el fundamento de nuestra fe; por ejemplo, que Él es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad; que Él se encarnó por obra del Espíritu Santo; que permanece con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Sagrada Eucaristía hasta el fin de los tiempos; que ha de venir a juzgar a vivos y muertos en el Día del Juicio Final, dando el Cielo a los que se esforzaron por vivir en gracia y cumplir sus Mandamientos y el Infierno a quienes no hicieron caso de sus palabras.

Nuestra Fe Católica, entonces, se basa en la Sagrada Escritura, en donde está contenida la Revelación de Dios a los hombres en Cristo Jesús, pero además nuestra Fe Católica se complementa con la Tradición de los Padres de la Iglesia y con el Magisterio, de manera que lo que no comprendemos o no está explícito en las Sagradas Escrituras, está contenido y explicitado en la Tradición y el Magisterio. Por eso es un error pretender que lo que no está en la Biblia no hay que tenerlo en cuenta, como hacen los protestantes: esto es un grave error, el criterio de la “sola Escritura”, porque como dijimos, para nosotros los católicos, la Fe no solo se basa en las Escrituras, sino en la Tradición y en el Magisterio.

         Ahora bien, para los católicos, otro elemento muy importante a tener en cuenta es que la Fe en la Sagrada Escritura no puede ser nunca de interpretación privada, como erróneamente sostienen los evangelistas o protestantes y otras sectas; es necesario que sea Cristo Dios quien, a través de su Espíritu, nos ilumine, para que seamos capaces de aprehender el verdadero sentido sobrenatural de las Escrituras. Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica[1]: “Sin embargo, la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval, Homilia super missus est, 4,11: PL 183, 86B). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24, 45)”. En otras palabras, para no caer en el error de interpretar las Sagradas Escrituras según el limitado límite de nuestra razón humana, debemos pedir siempre, antes de leer la Sagrada Escritura, la asistencia del Espíritu Santo, para que ilumine nuestras inteligencias y nos evite caer en el error del racionalismo, error que literalmente destruye el sentido sobrenatural de la Palabra de Dios e impide que la misma se aprehendida en su verdadero sentido por parte del alma humana.

         “Señor, auméntanos la Fe”. Jesús dice que si nuestra fe fuera del tamaño de un grano de mostaza, seríamos capaces de mover montañas. En la práctica, no sucede así, lo cual quiere decir que nuestra fe es verdaderamente pequeña. Sin embargo, la Fe de la Iglesia Católica es enormemente grande, porque por esta fe, el Hijo de Dios desciende de los cielos, obedeciendo a las palabras de la consagración que pronuncia el sacerdote ministerial, para quedarse en persona en la Eucaristía. Es por esto que, si nuestra fe personal es frágil, debemos unirnos a la Santa Fe de la Iglesia Católica, para que nuestra fe en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía sea capaz de trasladar, mucho más que una montaña, al mismo Dios Hijo en Persona, desde el cielo al altar eucarístico. Por esto, también nosotros pidamos, como los Apóstoles, que el Señor, a través de la Virgen, nos aumente la Fe, la cual está codificada en el Credo de los Apóstoles, pero sobre todo le pidamos que aumente en nosotros la Santa Fe Católica en lo más preciado que tiene la Iglesia y que es la Santa Misa como renovación incruenta y sacrificial del Sacrificio del Calvario: “Señor, auméntanos la Fe en la Misa como renovación sacramental de tu Santo Sacrificio de la Cruz”.

 



[1] Cfr. Primera Parte, Capítulo II, Artículo 3, 108.

jueves, 10 de junio de 2021

“¿Quién es Éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”

 


(Domingo XII - TO - Ciclo B – 2021)

         “¿Quién es Éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?” (Mc 4, 35-41). Jesús y sus discípulos deciden cruzar en barca hasta la otra orilla del lago. En el trayecto, suceden dos cosas llamativas: por un lado, Jesús se duerme profundamente, “reclinado sobre un almohadón”; por otro lado, se desata una furiosa tormenta, con vientos huracanados que crean y agigantan olas de tal tamaño, que amenazan con hundir a la barca. El peligro de hundimiento es tan real, que los discípulos mismos deciden despertar a Jesús: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Es en ese momento en el que Jesús increpa al viento y al mar, cesando en el acto la tormenta y el peligro de hundimiento. Este milagro provoca la admiración de los discípulos quienes, no dándose cuenta todavía de que Jesús es Dios y que por eso le obedecen los elementos de la naturaleza –Él es su Creador-, se preguntan: “¿Quién es Éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”.

Ahora bien, más allá del episodio y del milagro realizado por Jesús, la escena evangélica de la Barca de Pedro a punto de hundirse en medio de un mar enfurecido, es figurativa y representativa de realidades sobrenaturales: la barca de Pedro, en la que van Jesús y los discípulos, es la Iglesia Católica; Pedro es el Papa, el Vicario de Cristo; los discípulos son los bautizados; el mar embravecido es la historia de la humanidad y de cada hombre cuando se encuentran sin Dios y su gracia; el viento, que sopla con intensidad creando y agigantando las olas, es el Demonio, el Ángel caído, que así como el viento huracanado convierte el manso mar en un océano de olas inmensas que amenazan a la barca, así el Demonio, instigando a los hombres sin Dios, los incita para que ataquen a la Iglesia y traten de destruirla por todos los medios. Por último, hay una imagen que no pasa desapercibida y es el hecho de que Jesús, a cuyo mando está la barca, es decir, la Iglesia, está dormido e incluso sigue dormido, hasta un punto tal que la barca parece que va a hundirse por la intensidad del viento y la altura de las olas. El hecho de que Jesús duerma y parezca que la barca está a punto de hundirse, es la descripción de lo que sucede en nuestros días: Jesús está en la Eucaristía y en la Eucaristía, al no hablar ni mostrarse visiblemente, pareciera como si estuviera dormido, pero en realidad, no lo está y aunque parezca que la situación en la Iglesia y en el mundo están fuera de control, nada escapa, ni siquiera por un segundo, a su control total, puesto que Jesús Eucaristía es Cristo Dios. Sólo basta que Él “despierte”, por así decirlo, y con una sola orden de su voz, conceda a la humanidad la gracia de la conversión y condene al Demonio a lo más profundo del Infierno, con lo cual volverán al instante la calma y la paz más profundas, en la Iglesia y en el mundo. Ahora bien, podemos preguntarnos, visto y considerando que la gran mayoría de los católicos abandona la Iglesia, apenas terminan el Catecismo de Primera Comunión y la Confirmación, pareciera que quien está dormido, en la Iglesia, no es Jesucristo, sino el cristiano que, habiendo recibido la gracia de la filiación divina en el Bautismo, la gracia del Corazón de Jesús en la Eucaristía y la gracia del Amor de Dios en la Confirmación, vive como si fuera pagano, puesto que vive en la vida de todos los días como si Jesús Dios no existiera, como si nunca hubiera recibido la gracia de ser hijo de Dios, como si nunca hubiera recibido al Corazón Eucarístico de Jesús, como si nunca hubiera recibido al Divino Amor, el Espíritu Santo. Entonces, al revés del episodio del Evangelio, en la actualidad, quienes parecen dormidos, son los bautizados y no Jesús Eucaristía. Es por eso que el mundo se embravece, instigado por el Ángel caído, para tratar de destruir la Iglesia. Esto se ve, por ejemplo, en las marchas feministas, que incendian y destruyen iglesias por todas partes del mundo; se ve en las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas –organización masónica y anticristiana-, que declara a la Iglesia como “enemiga de los derechos humanos”, porque la ONU llama “derechos humanos” a todo lo que atenta contra la Ley de Dios, como el aborto, la eutanasia, la promiscuidad sexual, la manipulación genética humana, etc. Y dentro de la Iglesia, también hay enemigos que buscan hundirla, porque entre otras cosas, muchos buscan quitar todo vestigio de la Presencia real, verdadera y substancial del Hombre-Dios Jesucristo en la Eucaristía. Todo esto pasa porque quien parece dormido, en la Iglesia, la Barca de Pedro, es el propio católico y no Jesucristo. Entonces, ¿quién tiene que despertar, para defender a la Iglesia de sus enemigos? ¿Jesús Eucaristía o los católicos? Es obvio que los católicos, porque no hay católicos –o si los hay, son muy escasos- que salgan en defensa de la Iglesia, frente a la agresión laicista, materialista, atea y marxista que sufre la Iglesia en todo momento y en todo lugar. Es hora, por lo tanto, de despertar del letargo de creer que no existe el Demonio y que las ideologías humanas sin Dios no buscan destruir la Iglesia. Es hora de despertar, porque la Barca está en peligro. Jamás se hundirá, porque Jesús, el Hombre-Dios, es el Capitán de la Barca, en cuanto Hombre-Dios. Pero eso no significa que no debamos despertar del letargo en la verdadera fe católica en la que ha caído gran parte del Nuevo Pueblo de Dios.

 

lunes, 15 de febrero de 2021

“Arrepiéntanse y crean en el Evangelio”

 


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2021)

“Arrepiéntanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 12-15). En solo un renglón y con muy pocas palabras, Jesús nos revela dos cosas: cuál es el sentido de nuestra vida en la tierra y qué debemos hacer para conseguir el objetivo final de nuestras vidas. Es decir, nos dice para qué estamos aquí, y nos dice qué es lo que debemos hacer, pero no para superarnos como personas, sino para alcanzar el sentido y objetivo final de nuestra existencia terrena.

Jesús nos dice para qué estamos en esta vida cuando nos dice: “Arrepiéntanse”. ¿Por qué debemos arrepentirnos? Para saberlo, debemos reflexionar acerca del significado bíblico de la palabra “arrepentimiento”. En sentido bíblico, “arrepentimiento” significa: “Arrepentimiento (heb. nâjam, sentir pesar [disgusto]”, “estar triste”; nôjam, “arrepentirse”, y shûb, “volver[se]”, “retornar”; gr. metanoia, “cambiar de opinión [mente, dirección]”, “sentir remordimiento”, “arrepentirse”, “convertirse”; y metánoia, “cambio de opinión [mente, dirección]”, “arrepentimiento”, “conversión”)”[1]. Según su etimología, debemos entonces "sentir remordimiento", "cambiar de dirección", "cambiar de mente", "regresar", "convertirnos". ¿Por qué? Porque el arrepentimiento implica, por una parte, el reconocimiento del pecado personal y, por otra, el alejamiento que el pecado provoca en relación a Dios y su Amor misericordioso. En el arrepentimiento -que es ya una acción del Espíritu Santo en el alma- se tiene noción de algo que no se tenía antes, y es la noción de haber pecado y en consecuencia de haber tomado distancia de Dios, por causa del pecado. Implica también el deseo de “cambiar de dirección”, en el sentido de que, si por el pecado, el alma estaba dirigida a las cosas bajas de la tierra, ahora tiene deseos de elevarse hacia Dios, despegándose de los atractivos de la vida terrena. Es por esto que al verdadero arrepentimiento le sigue de la contrición del corazón, es decir, el dolor del corazón por haber ofendido a Dios con el pecado y le sigue también la conversión, esto es, el deseo de perseverar en la dirección del alma hacia Dios, volviendo la espalda a las cosas de la tierra. Entonces, el arrepentimiento implica los siguientes pasos: primero, se recibe la gracia del Espíritu Santo, que hace ver lo que antes no se veía, el pecado; luego, sigue el arrepentimiento propiamente dicho, que el deseo de desprenderse de las cosas de la tierra y de elevar el alma a Cristo Dios; luego, sigue la contrición del corazón, que es el dolor perfecto del corazón que sobreviene cuando se es consciente tanto del infinito Amor de Dios, como de la despreciable malicia del pecado; por último, sigue la conversión, que es el propósito de permanecer en la dirección que mira hacia lo alto y no volver al estado anterior del pecado (cfr. Hch 3, 19).

Al decirnos que nos arrepintamos, Jesús nos revela el propósito y el sentido de nuestra existencia terrena: luchar contra el pecado, luchar contra nuestra concupiscencia, no ceder a la tentación, rechazar los vanos atractivos y placeres del mundo terreno, porque no hemos sido creados para esta vida -vida terrena que ha sido definida por Santa Teresa de Ávila como "una mala noche en una mala posada"-, sino para la Vida Eterna y es a esta vida a la que debemos aspirar, por medio del arrepentimiento.

Lo segundo que nos dice Jesús y que completa nuestra tarea en la tierra es cómo conseguir el objetivo de conseguir la Vida Eterna: “creer en el Evangelio”. ¿Qué es “creer en el Evangelio”? Es creer, ante todo, que Cristo es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que nos da su gracia a través de los sacramentos, que nos da el don de esta vida para que vivamos en su gracia y que al final de nuestra vida terrena nos espera una eternidad de alegría y felicidad en el Cielo si es que perseveramos en la fe y en las buenas obras hasta el último día de nuestras vidas. “Creer en el Evangelio” es creer que el Reino de Dios ya está en la tierra y está obrando en las almas por medio de la gracia, como preparación para la gloria definitiva en el Reino de los cielos; es creer que no sólo el Reino de Dios está en la tierra, sino que el Rey de ese Reino, Cristo Jesús, está Presente, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía y que se nos dona en la Eucaristía como Pan de Vida eterna, para donársenos definitivamente en la Vida Eterna.

Para esto estamos en esta vida terrena: para arrepentirnos y creer en el Evangelio y así alcanzar la Vida Eterna en el Reino de los cielos.

 

domingo, 6 de diciembre de 2020

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”


 

(Domingo III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista, veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura, que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier pecado.

Ahora bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de orden espiritual.

El Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo; es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser, al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle, espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir, además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino, por acción de la gracia santificante.

Un ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado, pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías, Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre, dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía.

 

 

sábado, 28 de noviembre de 2020

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”

 


“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven” (Lc 10, 21-24). ¿A qué dicha se refiere Jesús cuando dice que sus discípulos son “dichosos” por sus ojos ven lo que ven? Se refiere a la dicha de poder contemplarlo a Él, que es el Mesías, el Hijo Eterno del Padre, encarnado en una naturaleza humana, para nuestra salvación. Son dichosos sus ojos porque ven a Cristo Dios en Persona; porque ven, con sus ojos corporales, al Hijo de Dios humanado; porque ven a la Segunda Persona de la Trinidad hecha hombre, sin dejar de ser Dios, sin dejar de ser la Segunda Persona de la Trinidad. Los discípulos pueden considerarse verdaderamente dichosos porque ven, con los ojos del cuerpo, a Dios en Persona, que se ha encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; ven al Hijo del Padre Eterno con sus propios ojos y esta visión de Jesús, esta contemplación de Jesús, es algo reservado a los ángeles en el Cielo y ahora está al alcance de los discípulos, porque el mismo Hijo de Dios al que los ángeles contemplan extasiados en el Reino de Dios, es el mismo Dios Hijo que habla, camina, en medio de los hombres, en la tierra. Por todo esto los discípulos pueden considerarse dichosos, por ver al Dios Mesías, anunciado por los profetas, por ver a Dios Encarnado, el Dios Redentor en Persona, el Salvador de los hombres, anunciado por los profetas, al que profetas y reyes quisieron ver pero no pudieron: “Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron”. Por todo esto, los discípulos de Jesús pueden considerarse “dichosos”, es decir, bienaventurados, felices, afortunados.

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”. Ahora bien, si los discípulos de Jesús fueron llamados “dichosos” por el mismo Jesús, porque lo vieron a Él, Dios Hijo, encarnado en una naturaleza humana, también a nosotros, los católicos, la Iglesia nos llama “dichosos”, porque podemos ver, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, al mismo Hijo de Dios encarnado, oculto en apariencia de pan. A nosotros, los católicos, nos pueden llamar “dichosos”, porque allí donde otros ven un poco de pan bendecido en una ceremonia religiosa, nosotros vemos a Cristo Dios, con su Humanidad Santísima, resucitada y gloriosa, oculta en la apariencia de pan. Por eso, parafraseando al Evangelio, la Santa Madre Iglesia nos dice a nosotros, los católicos: “Dichosos vosotros, porque ven, con la luz de la fe, a Cristo Dios oculto en la Eucaristía. Dichosos vosotros, porque muchos hombres de buena voluntad, pertenecientes a otras religiones, querrían ver lo que ustedes ven por la fe, y no lo ven. Dichosos ustedes, católicos, porque pueden ver, con la luz de la fe y los ojos del alma, a Cristo Dios en la Eucaristía”.

jueves, 19 de noviembre de 2020

“Serán odiados por causa mía”

 


“Serán odiados por causa mía” (Lc 21, 12-19). En este Evangelio, Jesús profetiza cómo será la vida de los cristianos en los tiempos previos a su Segunda Venida: serán perseguidos y apresados; serán llevados a tribunales y encarcelados; se los hará comparecer ante reyes y gobernantes; serán traicionados por sus parientes más cercanos; serán odiados por causa de Jesús. Todo esto habrán de sufrir los cristianos y estos sufrimientos se harán más intensos y agudos cuanto más cerca esté la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo. Hay algo que se debe destacar en esta situación de persecución y es la asistencia del Espíritu Santo a quienes sean perseguidos por causa de Jesús. En efecto, el mismo Jesús lo dice: “No tienen que preparar de antemano su defensa, porque Yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes”. Es decir, quien sea perseguido por causa de Cristo, no debe ponerse a pensar en qué es lo que va a argumentar, cuando sea llevado delante de reyes y gobernantes, porque será Jesús en Persona y el Espíritu Santo quienes hablarán por sus bocas. Por esta razón es que las palabras de los mártires pueden ser consideradas, en sentido amplio, “palabra de Dios”, en el sentido en el que lo dice Jesús, esto es, que será Él quien inspirará lo que deban decir en los momentos previos a su ejecución.

“Serán odiados por causa mía”. En la última persecución, en momentos en que se desencadene la suprema tribulación, los cristianos que se mantengan firmes en la fe en Jesucristo, recibirán el odio del mundo, porque el mundo está bajo el gobierno del Príncipe de las tinieblas y es este quien infunde su espíritu anti-cristiano al mundo, un espíritu de aversión, rechazo y odio contra Dios y su Cristo. Ahora bien, la historia demuestra que han existido diversas persecuciones a lo largo de los siglos, incluso desde los primeros tiempos del cristianismo, por lo que la persecución es una nota característica no sólo de la Iglesia de los últimos tiempos, sino de la Iglesia de todos los tiempos.

“Serán odiados por causa mía”. El odio del mundo y la persecución contra el Nombre de Cristo y todo lo que él representa, es una señal de que el cristiano está por el buen camino, porque está asistido por el Espíritu de Dios. Y aun cuando el mundo desencadene toda su furia contra la Iglesia de Dios y contra los cristianos, estos, aunque mueran, vivirán, porque morirán para la vida terrena, pero nacerán para la Vida eterna. Esto quiere significar Jesús cuando dice: “Ni un cabello de su cabeza perecerá”. No tengamos miedo, por lo tanto, de dar testimonio de Cristo Dios ante el mundo, pues es Él en Persona quien nos protege de todo mal. Es en nuestros tiempos, caracterizados por la apostasía masiva, el materialismo, el ateísmo y el ocultismo, cuando más se necesita el luminoso testimonio de vida de santidad de los cristianos.

sábado, 24 de octubre de 2020

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”

 


“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 12-19). Luego de pasar la noche en oración en el monte, Jesús baja al llano, en donde se encuentra una gran cantidad de gente, que había acudido a Él para ser sanada de sus enfermedades y para ser exorcizados, pues muchos de ellos estaban poseídos, según el Evangelio: “los que eran atormentados por espíritus inmundos quedaban curados”.

El mismo Evangelio resalta una situación particular que la gente que acude a Jesús para ser sanada y exorcizada percibe: “Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Nos podemos preguntar qué es esta “fuerza” que emana del Cuerpo de Jesús y que produce sanación y expulsión de demonios. Muchos, erróneamente, pueden creer que se trata de una especie de “energía cósmica”, la cual sería canalizada a través de Jesús y sería esta energía universal, impersonal, la causa de la curación de las gentes. Sin embargo, la “fuerza” que emana del Cuerpo de Jesús no es una energía cósmica, impersonal: puesto que Jesús es Dios –es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la humanidad de Jesús de Nazareth-, la fuerza que emana de Él es la Fuerza de Dios, es decir, es su propia fuerza divina, es la fuerza de la divinidad, que brota de su Ser divino trinitario como de su fuente increada. Es una fuerza divina que brota de su Ser trinitario y por lo tanto es una fuerza personal, una fuerza que pertenece a las Tres Divinas Personas pero que se “concentra”, por así decirlo, en el Cuerpo y la humanidad de Jesús de Nazareth y a través de Él se dirige a quienes se acercan a Jesús. Es esta divina fuerza la que produce tanto la sanación de todo tipo de enfermedad, como así también la expulsión de demonios, es decir, el exorcismo.

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Si Jesús es Dios y de Él brota la fuerza divina trinitaria como de su fuente, entonces la Eucaristía, que es Cristo Dios oculto en apariencia de pan y vino, es también la Fuente Increada de la fuerza divina trinitaria, que produce la sanación del alma a quien la consume en gracia, con fe y con amor. Y todavía más: la Eucaristía no sólo produce sanación espiritual, sino que hace partícipe, al alma, de esa misma fuerza divina trinitaria, que inhabita en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y que de Él se comunica a quien comulga.

domingo, 6 de septiembre de 2020

“Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”

 El sueño de San José

“Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-23). En este Evangelio y sobre todo en las palabras del Ángel, se revela el origen divino de Nuestro Señor Jesucristo. Si tan sólo se hubieran atendido a este Evangelio, no se habrían producido nunca las revoluciones dentro y fuera de la Iglesia, revoluciones que se basaban en una convicción errónea, esto es, que Jesús no es Dios. Que Jesús es Dios, lo vemos con toda claridad, en este Evangelio, desde el principio al fin. La revelación acerca de la divinidad de Cristo es esencial para la doctrina eucarística, porque si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es el mismo Cristo Dios, oculto en apariencia de pan y vino (en estos días se está proyectando una serie acerca de Jesús, en la que se niega precisamente lo que el Ángel le revela a San José, esto es, que Cristo es Dios).

En este Evangelio se describe entonces la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo con las siguientes palabras: “Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto”. El Evangelio es transparente en este punto: San José no es el padre biológico de Jesús, sino sólo su padre adoptivo, terreno, puesto que el Padre de Jesús es Dios Padre; la Virgen queda encinta “por obra del Espíritu Santo”, es decir, no por obra humana y esto antes de que comenzaran a vivir juntos como esposos.

El origen divino de Jesús se vuelve a explicitar en el párrafo siguiente, cuando dice: “Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. El Ángel es directo, claro y transparente en relación al origen de Jesús: le dice a San José, en sueños, que no rechace a María, porque Ella “ha concebido por obra del Espíritu Santo”. Es decir, en la concepción de Cristo no hay intervención humana, por lo que siendo Dios Uno y Trino, no cabe otra posibilidad que Cristo sea la Segunda Persona de la Trinidad que se ha encarnado, por obra de la Tercera Persona, el Espíritu Santo, a pedido de la Primera Persona, Dios Padre.

En el último párrafo, el Evangelio vuelve a reafirmar la divinidad de Cristo, al recordar que los profetas habían anticipado una concepción virginal de Dios, quien habría de venir al mundo para cumplir su tarea mesiánica, revestido de una naturaleza humana, siendo llamado por eso “Emanuel”, que significa “Dios con nosotros”: “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros”.

“Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”. El Evangelio es transparente, como decíamos, al afirmar que Cristo es Dios y, también como lo decíamos inicialmente, si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es Cristo en Persona, que es Dios en Persona. Cualquier otra fe, que se aparte de lo que afirma este Evangelio, es una fe que no pertenece a la Iglesia de Cristo, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

domingo, 26 de julio de 2020

“¿Acaso no es éste el hijo del carpintero?”





“¿Acaso no es éste el hijo del carpintero?” (Mt 13, 54-58). La pregunta acerca de Jesús es la pregunta típica de alguien que lo contempla a la luz, no de la fe de la Iglesia Católica, sino a la luz de su propia razón. Quien ve a Jesús, pero no con la fe de la Iglesia Católica, que es un don y una luz del Espíritu Santo, cae inevitablemente en el racionalismo, es decir, en el negar la condición divina, de Hijo de Dios encarnado, de Jesús de Nazareth, y de relegarlo, al mismo tiempo, al “hijo del carpintero”. Para quien no tiene la luz del Espíritu Santo, Jesús es sólo un profeta más, es sólo un hombre santo más entre tantos, tal vez uno de los más santos, al cual Dios acompaña con sus milagros. Sin embargo, esta no es la fe de la Iglesia Católica: según la Iglesia Católica, Jesús, más que “el hijo del carpintero”, es el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que se ha encarnado en una naturaleza humana y se ha sacrificado a Sí mismo en el altar de la Cruz, para redimir a toda la humanidad. Esta visión de fe tiene consecuencias, porque si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es el mismo Cristo Dios que está en el Cielo, solo que en la Eucaristía está oculto por las especies del pan y del vino. La visión racionalista también tiene sus consecuencias, que son negativas: si Cristo no es Dios, es decir, si Cristo es sólo “el hijo del carpintero”, entonces la Eucaristía no es Dios, porque la Eucaristía no es Cristo Dios.
“¿Acaso no es éste el hijo del carpintero?”. La visión racionalista tiene dos peligros: por un lado, conduce a una fe que no es la fe católica, puesto que conduce a creer que Cristo no es Dios y en consecuencia, también la Eucaristía deja de ser Dios; por otro lado, la visión incrédula, racionalista y negacionista de la divinidad de Jesús de Nazareth tiene su precio ya que en un alma incrédula Cristo Dios no puede obrar o si lo hace, lo hace mínimamente, según lo dice el mismo Evangelio: “No hizo muchos milagros allí por la incredulidad de ellos”. Esto quiere decir que muchas veces no ocurren milagros en nuestras vidas, no a causa de que Cristo Eucaristía no escucha nuestras peticiones, sino por causa de nuestra incredulidad.

viernes, 19 de junio de 2020

“Un hombre prudente edificó sobre roca; un hombre necio sobre arena”




“Un hombre prudente edificó sobre roca; un hombre necio sobre arena” (Mt 7, 21-29). Con la parábola de los hombres que edifican sus respectivas casas sobre roca y sobre arena, Jesús quiere hacernos ver cuán distintas son las consecuencias espirituales de elegir la Cruz o de rechazarla. En efecto, el hombre prudente que edifica su casa sobre roca, es el hombre que basa su espiritualidad en Cristo Dios y en su Cruz; es el hombre para quien Cristo es Dios, está Presente en la Eucaristía de forma real, verdadera y substancial y sus Mandamientos son su alimento espiritual cotidiano. El que edifica sobre roca es el que edifica su edificio espiritual sobre la Roca que es Cristo y toda su espiritualidad está basada en la espiritualidad de la Iglesia Católica, que es la espiritualidad de los Padres del Desierto, los Padres de la Iglesia y los miles de santos, doctores, vírgenes, mártires, que la Iglesia ha donado al mundo a lo largo de los siglos.
Por el contrario, el hombre necio que edifica sobre arena es el que se construye una espiritualidad a su manera; es el que dice: “espiritualidad sí, religión no”; es el que dice: “Cristo sí, Eucaristía no”; es el que dice “todas las religiones conducen a Dios, menos la religión católica”; es el hombre que, en vez de rezar el Rosario y utilizar los Sacramentos y sacramentales de la Iglesia Católica, consulta a magos, hechiceros y brujos. En definitiva, es el hombre que practica la espiritualidad falsa de la Nueva Era, una espiritualidad que, al no estar basada en Cristo Dios y sus Mandamientos, cede ante los primeros embates de las penas y tribulaciones de la vida, dejándolo en desolación y confusión espiritual.
“Un hombre prudente edificó sobre roca; un hombre necio sobre arena”. No seamos como el hombre necio de la parábola; edifiquemos nuestro edificio espiritual sobre la Roca sólida, que es Cristo Dios en la Eucaristía.