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jueves, 4 de mayo de 2023

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”

 


“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 1-6). En estos tiempos, en los que un falso ecumenismo pretende igualar a todas las religiones con la falsa premisa de que todas las religiones son iguales, la revelación de Jesús nos indica que el verdadero ecumenismo es el que afirma que la Iglesia Católica y solo la Iglesia Católica, es la única religión y la única iglesia verdadera del único Dios Verdadero.

Jesús es el Camino, el Único Camino que conduce a algo infinitamente más grandioso que todos los cielos juntos y es el seno de Dios Padre y Jesús es el Camino, porque Él procede del Padre desde la eternidad, se encarna por el Espíritu Santo para salvarnos por medio de su Pasión, Muerte y Resurrección y así conducirnos, unidos a Él por la gracia santificante, al seno del Padre. No hay otro camino posible que no sea Jesucristo, el Hijo de Dios, Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, que conduzca al Padre.

Jesús es la Verdad, la Verdad total, absoluta y plena acerca de Dios: si bien los judíos poseían un anticipo y la primicia de la verdad sobre Dios al creer, por revelación divina, que Dios es Uno, Jesús viene a completar esta verdad al revelar que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, es decir, Dios posee una naturaleza divina y un Acto de Ser divino trinitario, del cual participan las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cualquier otra afirmación acerca de la constitución de Dios como Uno y Trino es falsa y no debe ser creída ni aceptada, bajo ningún concepto, por el católico que ha sido bautizado en la Iglesia Católica.

Jesús es la Vida, la Vida divina, la Vida Eterna e Increada, porque Él posee, por participación con el Padre y el Espíritu Santo, al Ser divino trinitario, del cual brota, como de una Fuente inagotable, la Vida Divina, vida que es comunicada por participación a través de la gracia suministrada por los sacramentos. Por eso, quien recibe los sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía, recibe la Vida Nueva que nos trae Jesús, una vida completa y absolutamente nueva, porque es la Vida divina de la Trinidad.

Esto es lo que Jesús quiere decirnos cuando afirma que Él es “el Camino, la Verdad y la Vida”. Y todo esto nos lo comunica Jesús desde la Eucaristía.

miércoles, 3 de mayo de 2023

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”

 


(Domingo V - TP - Ciclo A – 2023)

         “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 1-12). En estos tiempos en los que parecen predominar las falsas teorías de un falso ecumenismo, según las cuales todas las religiones son iguales, todos adoramos a un mismo Dios, todos vamos al Cielo y nadie va al Infierno, sin importar si creamos o no creamos, la Iglesia Católica, sobre la base de las palabras de su Fundador, Nuestro Señor Jesucristo, se presenta a sí misma ante el mundo, como la Única y Verdadera Iglesia, del Único y Verdadero Dios.

         Uno de los argumentos que utiliza la Iglesia Católica es precisamente esta declaración de Jesucristo: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

         Jesús es el Camino, el Único Camino que conduce a algo que es infinitamente más hermoso que el Reino de los cielos, a algo que es infinitamente más maravilloso que todos los cielos juntos y es el seno de Dios Padre. Jesús nos conduce al Padre, porque Él proviene del Padre, porque Él y el Padre son “una misma cosa”, Él y el Padre comparten, con el Espíritu Santo, el Amor Divino, un mismo Acto de Ser divino trinitario. Y precisamente, el motivo de la Encarnación del Verbo, de Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, que procede del Padre, es conducirnos, por el Espíritu Santo, al Padre, para que allí residamos por toda la eternidad. No hay otro camino para llegar al Padre que no sea Jesucristo, Quien desde la Cruz nos espira el Espíritu Santo para que, en el Amor Divino seamos llevados, en el Hijo, al Padre.

         Jesús es la Verdad Última, la Verdad sobrenatural, la Verdad Absoluta, la Verdad Total acerca de Dios, de su naturaleza y de su ser divino. Hasta Jesús, los judíos eran los poseedores de una parte de la verdad acerca de Dios, puesto que los judíos sabían, por revelación divina, que Dios era Uno y no había muchos dioses sino Uno solo y por eso eran el único pueblo monoteísta de la Antigüedad. A partir de Jesucristo, que es la Sabiduría del Padre, Dios se auto-revela no solo como Dios Uno, sino como Uno y Trino, es decir, como Uno en naturaleza y Trino en Personas, las Personas del Padre, del  Hijo y del Espíritu Santo, las cuales participan de la única naturaleza divina y del único Ser divino trinitario. No hay otra Verdad acerca de Dios que no sea la que revela Nuestro Señor Jesucristo, Verdad que es enseñada desde hace siglos por el Magisterio y la Tradición de la Iglesia Católica.

         Jesús es la Vida, pero no esta vida humana que por naturaleza tenemos, sino que Él es la Vida Divina, la Vida misma de la Trinidad, Vida verdadera y absolutamente divina, celestial, Vida Increada y Eterna, Vida vivificante, que da la vida divina a todo aquel que recibe a Jesús con fe, con amor y con piedad, Vida que brota del Ser divino trinitario como de una Fuente Inagotable.

         “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”, les dice Jesús a sus discípulos; “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”, nos dice a nosotros desde la Eucaristía, porque Él en la Eucaristía está vivo, glorioso y resucitado, en Persona y en la Eucaristía es el Camino que nos conduce al Padre, es la Verdad Absoluta acerca de la Dios Trinidad y es la Vida Eterna que se nos comunica en cada comunión. Por esta razón, la Iglesia Católica es la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero; cualquier otra religión, no es más que invento humano o, peor aún, del Ángel caído.

martes, 4 de abril de 2023

Domingo de Resurrección

 


(Domingo de Resurrección - Ciclo A – 2023)

         ¿Cómo fue la Resurrección de Jesús? Para responderlo, aplicamos la oración de los sentidos, de San Ignacio de Loyola. Nos ubicamos el Viernes Santo en el Santo Sepulcro, de rodillas, observamos cómo depositan el Cuerpo muerto de Jesús, cómo lo envuelven en la Sábana Santa y le colocan el Santo Sudario en el Rostro. Vemos cómo todos lloran en silencio y se van retirando de a uno, siendo la Virgen, acompañada por San Juan, la última en retirarse. La puerta del Santo Sepulcro, una enorme piedra, se cierra, dejando el sepulcro en completa oscuridad. Nuestros ojos no ven nada, pero de a poco se van acostumbrando a la oscuridad, de manera que podemos ver, en penumbras, al sepulcro y, encima de él, la silueta del Cuerpo de Jesús.

         Todo en el sepulcro está a oscuras y en silencio absoluto. Jesús está muerto. Así pasamos lo que resta del Viernes Santo y todo el Sábado Santo, haciendo oración y adoración ante el Cuerpo de Jesús que, aunque está muerto, sigue unido a la divinidad.

         De pronto, el Domingo a la madrugada, es decir, el tercer día luego de la muerte de Jesús, sucede algo inesperado: a la altura del Corazón de Jesús, vislumbramos una pequeña pero muy intensa luz, que, desde el Corazón, comienza a difundirse por todo el Cuerpo de Jesús, en todas direcciones, tanto hacia arriba, hacia la Cabeza, como hacia abajo, hacia el resto del Cuerpo. Y a medida que la luz se difunde, va cobrando vida cada órgano, cada célula, del Cuerpo de Jesús, de manera que al final del recorrido de la luz, que es casi instantáneo, todo el Cuerpo de Jesús resplandece con la luz de la gloria divina, una luz que es más resplandeciente que miles de millones de soles juntos.

         Al mismo tiempo que la luz hace cobrar vida al Cuerpo de Jesús, sobre todo cuando comienza en el Corazón, comienzan a oírse, primero, los latidos del Corazón de Jesús, que retumban en el Santo Sepulcro con un ritmo vivo, el ritmo que posee todo corazón que late con toda la vida, en este caso, con la vida de la divinidad, de manera que por un momento, solo se escucha el retumbar de los latidos del Corazón de Jesús. Inmediatamente, comienzan a sentirse otro sonido, son los cantos de alegría, entonados por cientos de miles de ángeles, que han acudido al Santo Sepulcro, para adorar a su Señor, el Señor Jesucristo, que ha resucitado glorioso de la muerte.

         Ese mismo Jesús, glorioso y resucitado, que estaba tendido en el sepulcro y que ahora vive para siempre, es el mismo Jesús que, glorioso y resucitado, se encuentra oculto en las apariencias de pan y vino, en la Sagrada Eucaristía y esta es la razón de la alegría de la Iglesia en este día: Jesús no solo ha resucitado, sino que se encuentra en medio de nosotros, en Persona, vivo, resucitado y glorioso, en la Sagrada Eucaristía, para comunicarnos la paz, la alegría y la vida de su Corazón, la vida de la Trinidad.

sábado, 7 de noviembre de 2020

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas”


 

(Domingo XXXIII - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas” (Mt 25, 14-15. 19-21). Como todas las parábolas de Jesús, la parábola de los talentos se entiende cuando se reemplazan sus elementos naturales por los elementos sobrenaturales; sólo de esta manera, se entiende su inserción en el misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo. Así, el “hombre que sale de viaje a tierras lejanas” es Nuestro Señor Jesucristo que, luego de morir en la Cruz, resucita al tercer día, asciende a los cielos y “espera” -para luego regresar por Segunda Vez- hasta que sea el Día del Juicio Final, en el que vendrá a juzgar a toda la humanidad; los “servidores de confianza” son los bautizados; los bienes o talentos que entrega a sus servidores, son los bienes, tanto naturales como sobrenaturales, que Dios da a cada bautizado: por ejemplo, los bienes naturales son el ser, la vida, la existencia, la inteligencia, la voluntad, etc.; los bienes sobrenaturales son el Bautismo sacramental, la Primera Comunión, la Confirmación, las Confesiones sacramentales, etc.; el regreso del hombre y el pedido de cuentas a sus servidores es la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo y el juzgamiento a toda la humanidad y a cada persona en particular: cuando tenga lugar el Juicio Final, Jesús pedirá cuentas a cada uno de aquello que recibió: el ser, la vida, la memoria, la inteligencia, el Bautismo, etc., y de acuerdo a cómo hayan sido usados estos bienes o talentos, así será la recompensa; la recompensa para los dos primeros, que hicieron fructificar sus talentos por medio de una vida de santidad, es el Reino de los cielos; en cuanto al tercero, que recibió un talento pero no lo hizo fructificar sino que lo enterró, representa al alma que recibió el don del Bautismo, pero no vivió como bautizado, es decir, como hijo de Dios, sino que vivió mundanamente, como hijo de las tinieblas: el castigo a este servidor perezoso es la eterna condenación, aunque en realidad no es un castigo, sino el concederle a esa persona lo que esa persona quiso para su vida, es decir, el pecado. Esto es lo que significa: “llanto y rechinar de dientes”: la eterna condenación, que es la paga que recibe quien en vida terrena enterró sus talentos, es decir, no vivió como hijo de Dios, como hijo de la Luz, sino como hijo de las tinieblas.

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas”. Esta parábola debe ser leída y entendida a los pies de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, y también de rodillas ante el sagrario: sólo así nos daremos cuenta que se trata, en realidad, de un llamado personal, a cada alma, para que se prepare para el encuentro con el Rey de cielos y tierra, Cristo Dios, haciendo fructificar en frutos de santidad los talentos que recibió.

 

miércoles, 6 de mayo de 2020

“Yo soy el camino y la verdad y la vida”




“Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14, 1-6). En nuestros tiempos, caracterizados por un lado por un fuerte ateísmo y materialismo, que niega la realidad del espíritu y, por otro, por una espiritualidad gnóstica que niega la necesidad de la Iglesia y sus sacramentos, como es la espiritualidad de la Nueva Era, el camino hacia el Dios Uno y Único, Verdadero, está doblemente bloqueado. Por un lado, lo bloquea la mentalidad racionalista y atea, que termina glorificando al materialismo; por otro lado, lo bloque una espiritualidad gnóstica, centrada ya sea en el propio yo -que termina en el auto-endiosamiento- o en un universo en el que todo y todos son dios, un dios que no es persona, sino una “energía cósmica” que todo lo abarca. Por uno u otro camino, el acceso al Dios verdadero, como decimos, está bloqueado, porque ambos caminos son falsos, porque son en realidad callejones sin salida.
Quien desee encontrar verdaderamente a Dios, no debe emprender por lo tanto ninguno de estos falsos caminos; quien desee encontrar al Dios Verdadero y Único, que es el Dios de la Iglesia Católica, debe elevar la mirada del alma y centrarla en el Hombre-Dios Jesucristo, quien pende de una Cruz, además de estar en Persona en el Sacramento de la Eucaristía. Y quien se una a Cristo, sea en la Cruz o en la Eucaristía, recibirá en lo más profundo del ser la iluminación que concede Cristo, porque Él es en Sí mismo luz divina –“Yo Soy la luz del mundo”- y esa luz le proporcionará el conocimiento verdadero de Dios, como Uno en naturaleza y Trino en Personas. Por último, quien centre su mirada en Cristo, sea en la Cruz o en la Eucaristía, recibirá la vida, pero no esta vida terrena que vivimos y experimentamos desde que nacemos, sino la Vida divina, la Vida misma de Dios Trino, que es la Vida Increada, por eso es que Jesús dice: “Yo Soy la Vida”.
“Yo soy el camino y la verdad y la vida”. Para nuestro mundo desorientado, que o bien se topa de frente con el materialismo ateo, o bien se pierde en la nebulosa gnóstica de la falsa espiritualidad de la Nueva Era, las palabras de Jesús, Yo Soy el camino, la verdad y la vida, constituyen la única luz en medio de las densas tinieblas, que conduce a Dios. Jesús, en la Cruz y en la Eucaristía, es el Camino que conduce al seno del Padre Eterno; es la Verdad Absoluta y definitiva acerca de Dios Uno y Trino, y es la Vida divina, la Vida Increada, que hace partícipe al alma de la vida misma de la Trinidad.

martes, 4 de junio de 2019

Dejemos todo en manos de Jesús



         Después de haber reparado, con su triple declaración de amor, su triple negación en la Pasión, el Vicario de Cristo, Pedro, se pone en marcha para seguir a Jesús[1]. En ese momento, ve que viene Juan caminando inmediatamente detrás de él y, como amigo suyo que es, siente interés por conocer el futuro de Juan, el discípulo amado. Tanto el afecto como la curiosidad lo mueven a preguntarle a Jesús: “Señor, ¿y a éste, qué?”. La respuesta de Jesús, según muchos comentadores, debe leerse como sigue: “Si yo quiero que éste permanezca hasta que Yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. Esta respuesta significa en realidad: “Incluso si Yo permitiera que Juan se quedara hasta la Segunda Venida, ¿por qué te importa esto? Tú sígueme y deja el destino de los demás en mis manos”. Es decir, Jesús le está diciendo a Pedro –y por lo tanto, también nos lo dice a nosotros-: “Tú, sígueme; no te preocupes por el destino de los demás, porque el destino de los demás y de todo el universo está en mis manos”.
         A nosotros nos viene bien la respuesta de Jesús, porque siempre tenemos tendencia a creer que todo o bien depende de nosotros, o bien que a Dios no le importa nuestro destino. Este pasaje del Evangelio reafirma lo que dice la Escritura en otro lugar: “No se cae una hoja de un árbol sin que Dios lo permita”. Entonces, debemos rezar por nuestros hermanos, pero no preocuparnos por su  destino, pues el destino, su vida, su existencia, al igual que el destino, la vida, la existencia, de Pedro y de cada uno de nosotros, están en las manos de Jesús, que son las manos del Padre. Y lo que está en las manos del Padre, nada ni nadie puede arrebatarlo: “Nadie puede arrebatar lo que está en las manos de mi Padre” (Jn 10, 29). Este párrafo nos enseña que, por lo que debemos verdaderamente preocuparnos es por seguir a Jesús y que a pesar de las tribulaciones, pruebas y tristezas de esta vida, debemos vivir en santa paz, sabiendo que todo –nuestra vida, la de nuestros seres queridos y el mundo entero- está en las manos ensangrentadas de Cristo.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 780.

lunes, 13 de mayo de 2019

“Yo soy el camino y la verdad y la vida”


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“Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14, 1-6). Jesús les profetiza su misterio pascual de muerte y resurrección y por lo tanto, les avisa a sus discípulos que Él ha de partir, para regresar a la casa del Padre, adonde “hay muchas moradas”, para “prepararles una morada” y luego regresar. Tomás, que entiende todo en sentido terreno, piensa que se trata de un lugar geográfico al donde Jesús está por ir y por eso le pregunta por el “camino”: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Tomás cree que se trata de un lugar físico, geográfico; piensa que Jesús va a un lugar lejano, donde su Padre tiene una gran hacienda, y que es ahí en donde Jesús les ha de preparar una morada. Pero Jesús no está hablando de ir a un lugar geográfico: está hablando de su Pasión y Muerte en Cruz y de su Resurrección: Él irá al seno del Padre, de donde vino, por la muerte en Cruz y allí, en el Reino de los cielos, con su muerte habrá conquistado un lugar para cada uno de sus seguidores y entonces luego volverá para llevarlos allí.
“Yo soy el camino y la verdad y la vida”. En el mundo espiritual, Jesús es el Camino que nos lleva al seno del Padre; es la Verdad acerca de Dios Uno y Trino; es la Vida divina que se nos comunica a través de la Eucaristía. Quien busque otro camino para llegar a Dios, quien crea en otra verdad que no sea la del Jesús Hombre-Dios de la Iglesia Católica y quien busque una vida divina que no esté contenida en la Eucaristía, está lejos, muy lejos, del único y verdadero camino que lleva a Dios Trino, Cristo Jesús en la Eucaristía.

viernes, 12 de mayo de 2017

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”


(Domingo V - TP - Ciclo A – 2017)

         “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí” (Jn 14, 1-12). Jesucristo es el Camino que conduce al cielo; es la Verdad que revela la naturaleza íntima de Dios como Uno en naturaleza y Trino en Personas; es la Vida Increada y Creador de toda vida participada y creatural, de cuyo sostén en el ser a cada segundo necesitan los seres creados para vivir. En esta frase de Jesucristo se revela no solo la Trinidad –Él es Dios Hijo, que conduce al Padre, en el Amor de Dios, el Espíritu Santo-, sino que también se revela el sentido primero, último y único de nuestra existencia en esta vida terrena, esto es, el ser conducidos a su Reino celestial, luego de terminar los días de nuestra existencia en la tierra, ya que eso es lo que significa: “ir al Padre”.
Esto es lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica[1]: “¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencia!”. Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada” –y la quiere comunicar a nosotros, sus creaturas, luego de concedernos la gracia de la filiación-. Continúa el Catecismo: “Tal es el “designio benevolente” (Ef 1, 9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, “predestinándonos a la adopción filial en él” (Ef 1, 4-5), es decir, “a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29) gracias al “Espíritu de adopción filial” (Rm 8,15). El Catecismo nos dice que el “designio de Dios” para todos y cada uno de nosotros, y que determina el sentido de nuestra existencia terrena y la creación de nuestro ser, es el “predestinarnos a ser hijos suyos, recibiendo el Espíritu Santo para así reproducir la imagen de su Hijo”. En otras palabras, el Catecismo nos dice que Dios nos ha creado para donarnos el Espíritu Santo, que nos convierte en hijos adoptivos suyos y en imágenes vivientes de Dios Hijo, con lo cual, el sentido de haber sido creados no es otro que el alcanzar la vida eterna -esto es, “ir al Padre”-, en Cristo Jesús. Y que el sentido y fin último de nuestra vida en la tierra sea “ir al Padre” por Jesucristo, en el Espíritu Santo, es algo que también nos lo enseña explícitamente el Catecismo: “El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas divinas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (Jn 17, 21-23)”[2]. Nuestro fin último es la “unidad perfecta” con la Trinidad de Personas en Dios, lo cual sólo lo conseguimos si, recibiendo el Espíritu Santo y siendo adoptados como hijos de Dios, somos conducidos al Padre por Cristo, Camino, Verdad y Vida.
Ahora bien, nos enseña también el Catecismo que, si bien nuestro destino es unirnos a la Trinidad en el Reino de los cielos, ya desde esta vida podemos, en cierta medida y por la gracia santificante, gozar de modo de anticipado de la Trinidad, por la inhabitación trinitaria en el alma que está en gracia: “Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: “Si alguno me ama -dice el Señor- guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23)”[3]. Estamos destinados a la unidad con la Trinidad en el Reino de los cielos, pero esa unidad se consigue por la doctrina de la inhabitación trinitaria en el alma del justo, del que vive en gracia, como anticipo, esta Presencia de las Tres Divinas Personas en el alma en gracia, de la contemplación beatífica en el Reino de los cielos. Reflejando esta inhabitación trinitaria en el alma en esta vida, como anticipo de la contemplación en la bienaventuranza de Dios Uno y Trino, dice así la Beata Isabel de la Trinidad: “¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mi misma para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz , ni hacerme salir de ti, mi Inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora”. El alma, ya desde esta vida, está destinada a ser “morada amada” y “lugar de reposo” de las Tres Divinas Personas, lo cual logra el alma sólo por Jesucristo, ya que esto es lo que Él quiere significar cuando dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”.
Ahora bien, Jesucristo es el Camino que nos conduce al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, como nos enseña el Catecismo, en esta vida y en la otra, pero, ¿de cuál Jesucristo se trata? Porque a lo largo de la historia, han surgido miles de cristos, que han fundado iglesias y sectas y, valiéndose del Evangelio, han dicho lo mismo que Jesucristo, aplicándose a sí mismos sus palabras, de manera directa o indirecta. Incluso algunos, como recientemente una secta centroamericana llamada “Creciendo en gracia”, que afirmaba ser “el cristo”, y como este, cientos y miles de igual modo. Entonces, ¿cuál de todos estos cristos es el verdadero? La respuesta es que el Único Cristo verdadero es el de la Iglesia Católica, Aquel que está Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía. El Único y Verdadero Cristo es el que sufrió la Pasión, Murió en la Cruz, Resucitó y subió a los cielos, y además de estar sentado a la diestra del Padre, está también, con su mismo Cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la vida y de la luz divina, en el sagrario, en la Eucaristía. El Único Cristo verdadero es el que alimenta nuestras almas con la substancia de su divinidad, al donarse a sí mismo como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan de Vida eterna, como Maná verdadero venido del cielo. El Único Cristo verdadero es el que prometió que su Iglesia no habría de perecer frente a las puertas del Infierno, ya que Él mismo la asiste enviando el Espíritu Santo, que con su luz divina disipa las tinieblas de los errores, las herejías, los cismas. El Único Cristo verdadero es Aquel al que la Iglesia Católica lo llama, en su Credo, “Luz de Luz y Dios verdadero de Dios verdadero”. El Único Cristo verdadero es el que se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de María Virgen y, luego de nueve meses en el seno de María, recibiendo nutrientes y siendo revestido con un Cuerpo humano, fue dado a luz por María en Belén, Casa de Pan, para que los hombres fueran alimentados con el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo Sacramentado del Cordero de Dios.
         “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”. El Único Cristo verdadero es el que confiesa la Iglesia Católica, como único Camino al Padre, porque siendo Dios Hijo, consubstancial al Padre, de igual honor, majestad y poder, proviene eternamente del Padre y conduce al Padre a los hijos adoptivos de Dios, los hombres nacidos a la vida de la gracia por medio del Bautismo sacramental. Éste es el Único Cristo verdadero, Camino, Verdad y Vida, el de la Iglesia Católica, Presente en Persona en la Eucaristía, y es el Único que nos conduce al Padre, en el Amor del Espíritu Santo. Cualquier otro que no sea este Cristo, no pertenece a Dios y es un anti-cristo.





[1] Cfr. § 257-258, 260.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

sábado, 1 de abril de 2017

“¡Lázaro, ven afuera!”


(Domingo V - TC - Ciclo A – 2017)

         “¡Lázaro, ven afuera!” (Jn 11, 1-45). El alma de Lázaro, que ya se había separado del cuerpo a causa del proceso de la muerte, reconoce la potente voz de su Creador en la voz de Jesús y, obedeciendo al instante, se une nuevamente con su cuerpo, que yacía sin vida desde hacía cuatro días. A su vez, el cuerpo, que ya había entrado en un claro proceso de descomposición orgánica, manifestado en el hedor característica que desprenden los cadáveres, es regenerado por Jesús con su poder divino, de manera que, al momento de la unión del alma con el cuerpo, éste es capaz de recibir al alma, porque ya no está en proceso de descomposición, con lo que se vuelve capaz de recibir su forma natural, el alma, la cual lo hace partícipe de su vida. De esta manera, se produce uno de los milagros más clamorosos de Jesús, el de la resurrección de Lázaro.
         En cuanto tal, la resurrección de Lázaro es sólo temporal, porque Lázaro murió definitivamente tiempo después, pero el alcance y significado sobrenatural del milagro trasciende el dato particular de la persona de Lázaro, para abarcar a toda la humanidad: si bien es una resurrección corporal y temporal, en realidad, el milagro sirve como muestra y anticipo de lo que será la resurrección final, al final del mundo cuando, una vez terminado el tiempo terreno, Jesús dé inicio a la eternidad juzgando a la humanidad. En ese momento, las almas de los buenos se unirán a las de sus respectivos cuerpos, para ser glorificados, mientras que las almas de los malos también harán lo mismo, pero para recibir el doble dolor que provoca el fuego del infierno, en el cuerpo y en el alma. Hasta que esto suceda, el milagro de la resurrección de Lázaro, por un lado, nos da consuelo para las tribulaciones de esta vida, porque nos demuestra que Jesús es Dios y que en Él podemos poner todas nuestras preocupaciones, mientras que por otro lado, nos da también esperanza del reencuentro, por la misericordia de Dios, con nuestros seres queridos fallecidos, por cuanto Él es, según lo afirma en el diálogo con Marta, “la Resurrección y la Vida”. El milagro del regreso a la vida de Lázaro constituye, por lo tanto, un claro y fuerte recordatorio de que Jesús es el Dios de la Vida, que es la Vida Increada en sí misma, Causa de toda vida creatural; que Él es “la resurrección y la vida” y que Él ha vencido a la muerte con su sacrificio en cruz, por lo que el horizonte del cristiano se eleva desde la tierra al cielo, hacia la vida eterna, la vida celestial, suavizándose así los dolores y tribulaciones de la vida terrena, que se convierte así en una prueba limitada para alcanzar la eterna felicidad.
         “¡Lázaro, ven afuera!”. La resurrección de Lázaro es un milagro grandioso; sin embargo, comparado con el milagro más grande de todos, este milagro, por grandioso que sea, queda reducido casi a la nada: en la Santa Misa, por las palabras de la consagración, se produce la Transubstanciación, proceso realizado con la omnipotencia divina por medio del cual la materia inerte, sin vida, del pan y del vino, se convierten en la substancia glorificada humana –Alma y Cuerpo- de Jesús, unida a la Persona Divina del Hijo de Dios.  

“¡Lázaro, ven afuera!”. Si el milagro de la resurrección de Lázaro constituye un hecho asombroso que nos da esperanzas para la vida eterna y consuelo para quienes hemos perdido seres queridos, además de consolarnos con el hecho de saber que nuestro Dios, Cristo Jesús, es el Dios que es la Vida y la Resurrección, y que Él nos habrá de resucitar en el Último Día, el milagro de la Transubstanciación en la Santa Misa nos da a ese mismo Dios Viviente y glorioso, que es la causa de nuestra esperanza, Cristo Jesús. En el episodio, Jesús le declara a Marta que Él es la vida y la resurrección y que el que cree en Él no morirá; en la Santa Misa, Jesús, el Dios de la gloria, se nos da a sí mismo en la Eucaristía y nos concede, en germen, la resurrección y la vida eterna por la comunión eucarística. En el episodio evangélico, Jesús resucita a su amigo Lázaro, infundiendo de nuevo su alma en su cuerpo ya muerto; en la Santa Misa, Jesús convierte la materia inerte del pan y del vino, en su Cuerpo resucitado, en su Sangre Preciosísima, en su Alma gloriosa y en su Divinidad Santísima y se nos brinda como alimento super-substancial del alma, brindándonos en anticipo, ya desde esta vida terrena, el germen de la eterna bienaventuranza.

viernes, 22 de abril de 2016

“Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”


“Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida” (Jn 14, 1-6). Jesús está revelando a sus discípulos no sólo quién es Él –Dios Hijo, que es el Único que conoce al Padre-, sino qué es lo que va a hacer por nosotros, a través de su sacrificio y muerte en cruz: va a prepararnos “una morada en la casa de su Padre”, para que “donde esté Él, también estemos nosotros”. Jesús nos revela, de esta manera, no solo la precariedad de esta vida terrena, temporal, sino la existencia de una vida en el más allá, una vida que, por desarrollarse en Dios, es eterna, como Dios es eterno; una vida en la absoluta paz, alegría y amor de Dios, porque es una vida que transcurrirá, por los siglos sin fin, en la Casa del Padre, allí adonde Jesús va a prepararnos una morada. Pero Jesús también nos revela que a esa vida eterna en la Casa del Padre, no se llega si no es por Él: “Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”. Jesús se nos revela a sí mismo como Dios, al utilizar el nombre propio de Dios –“Yo Soy”-, aplicándoselo a Él; es decir, al decir: “Yo Soy”, está utilizando el nombre con el que los hebreos conocían al Dios Único y Verdadero; por lo tanto, se está revelando como Dios. Luego de revelarse como Dios, se revela como “Camino, Verdad y Vida”: Jesús es el Camino que conduce al Padre y no hay otro camino que no sea Él, porque Él es Dios Hijo, que procede del Padre y que conduce al Padre y “nadie va al Padre” sino es por Él; Jesús es la Verdad Suprema y Absoluta de Dios, porque Él es la Sabiduría de Dios, y por lo mismo, nadie conoce al Padre sino Él, Dios Hijo, y quien conoce al Padre es porque es Él, Jesús, quien lo da a conocer; cualquier otra verdad acerca de Dios, que no sea la revelada por el Hijo de Dios, Jesús de Nazareth, es sólo tinieblas y oscuridad; Jesús es la Vida, y la Vida eterna, la vida misma de Dios Trino, la vida que brota del Ser divino trinitario, porque Él es el Hijo Eterno del Padre, que engendrado antes que todos los siglos, recibe del Padre en la eternidad la Vida Increada y es por esto que toda vida que no sea la Vida eterna que da Jesús, es sólo desolación y muerte.
“Yo Soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”. Jesús en la Eucaristía es el Único Camino al Padre que debemos recorrer, es la Única Verdad Divina que debemos creer y es la Única Vida eterna que debemos recibir.


martes, 15 de septiembre de 2015

¿Por qué los cristianos adoramos la Santa Cruz?



¿Por qué los cristianos adoramos la Santa Cruz? La cruz es sinónimo de muerte, de dolor, de humillación; para los romanos, era el instrumento por el cual se castigaba a los más peligrosos delincuentes; para los judíos, era la advertencia por parte del opresor, que debían obedecer sus órdenes, porque de lo contrario, sufrirían la misma suerte. ¿Por qué entonces los cristianos adoramos la cruz? 
Ante todo, los cristianos no adoramos al leño de la cruz en sí mismo, sino a Cristo en su signo; en la cruz adoramos al Rey de cielos y tierra, que se ha hecho cruz con sus brazos extendidos; adoramos en la cruz a Cristo, el Hombre-Dios, que está clavado, con tres gruesos clavos de hierro, al leño de la cruz, haciéndose así, de esta manera, Él mismo cruz en la cruz; adoramos en la Cruz al Sumo y Eterno Pontífice, Jesucristo, que extiende sus manos y se convierte Él mismo en cruz, el estandarte victorioso y ensangrentado del Cordero “como degollado” (cfr. Ap 5, 6), el mismo estandarte que aparecerá en los cielos, luminoso y glorioso, al fin de los tiempos, en el Último Día . 
Porque Cristo se ha hecho cruz en la cruz, los cristianos adoramos el signo de la cruz, porque en ella el Hombre-Dios transformó el signo de muerte e ignominia en signo y misterio de vida y de gloria divinos. Así lo dice una antífona de la Fiesta de la Exaltación de la Cruz: “Adoramos el signo de la Cruz, por medio del cual hemos recibido el misterio de salvación. Es decir, lo que los hombres convirtieron en signo de muerte, la cruz, Dios Encarnado, Jesús de Nazareth, lo convierte, con la omnipotencia de su Amor misericordioso, en signo de vida divina, de perdón y de misericordia de Dios, de Amor Divino derramado sin límites sobre los hombres y es a este signo al que adoramos. Los hombres dieron a Dios Padre a su Hijo crucificado, como signo de su pecado deicida; Dios Padre devuelve a los hombres ese mismo signo, pero convertido, de signo de muerte y deicidio, en signo de salvación, de vida y de resurrección, de nacimiento a la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios y así, como signo victorioso del Hombre-Dios, que desde la cruz triunfa sobre los tres grandes enemigos del hombre, el demonio, la muerte y el pecado, es como los cristianos adoramos a la Cruz.
Por lo tanto, cuando los cristianos adoramos la cruz, no adoramos al leño en sí mismo, sino al misterio que el leño de la cruz significa y oculta al mismo tiempo: la cruz significa el misterio de Dios, al manifestarlo visiblemente, pero al mismo tiempo lo esconde, porque sólo la luz de la fe es capaz de ver este misterio divino .
Entonces, por esto es que los cristianos adoramos la cruz: porque en la cruz adoramos al Rey de cielos y tierra, el Dios Tres veces Santo, Cristo Jesús, que con sus brazos extendidos en la cruz, se hace cruz y reina, glorioso y triunfante, en las almas de los elegidos.

jueves, 23 de abril de 2015

“Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su Sangre, no tendrán Vida en ustedes”


“Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su Sangre, no tendrán Vida en ustedes” (Jn 6, 51-59). ¿Qué clase de “vida” es la que tendrán quienes coman la carne del Hijo del hombre y beban su sangre? Porque no se trata, evidentemente, de la vida natural, la vida que todos poseemos por naturaleza; no se trata de la vida que el alma posee por naturaleza y que es con la cual anima al cuerpo, la vida con la cual dota de sensibilidad al cuerpo, la vida sensitiva que tenemos en común con los animales, ni tampoco se trata de la vida espiritual, que se manifiesta mediante la razón y el libre albedrío, que nos asemeja a los ángeles y también a Dios[1]. Jesús no se refiere a esta vida natural, cuando dice que “no tendremos vida” si no “comemos la carne del Hijo del hombre y no bebemos su sangre”. Jesús está hablando de una “vida” muy distinta, absolutamente superior, una vida infundida directamente por Dios, por su soplo, y es la gracia divina, por medio de la cual, el Espíritu Santo entra en nosotros[2]. Por la gracia, el Espíritu Santo entra en relación con el alma, así como el alma entra en relación con el cuerpo: así como el alma anima al cuerpo, dándole vida, calor y luz y convirtiéndose en principio de vida y movimiento, así el Espíritu Santo se convierte, por la gracia, en principio de vida y movimiento para el alma, siendo su fuente de vida, de calor, de luz y de amor divinos. Como el alma permanece en el cuerpo que anima, así permanece Dios y su Espíritu en nuestra alma, por la gracia[3]. Dios da al alma su Espíritu para que desempeñe en ella el mismo papel que representa con relación al cuerpo: lo que hace el alma con el cuerpo, así hace el Espíritu con el alma: la conduce, la guía, la ilumina, y la mantiene en la luz del divino conocimiento y en el ardor del amor divino[4].
“Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su Sangre, no tendrán Vida en ustedes”. Quien comulga la Eucaristía, quien come la Carne y bebe la Sangre del Hijo del hombre, tiene nueva vida, la vida de la gracia, la Vida del Espíritu de Dios, la Vida del Espíritu Santo, un anticipo en la tierra de la vida feliz en el Reino de los cielos, en la Casa del Padre.




[1] Cfr. Mathias Joseph Scheeben, Las maravillas de la gracia divina, Ediciones Desclée De Brower, Buenos Aires3 1951, 115.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

domingo, 2 de noviembre de 2014

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”


“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-10). Jesús pone de manifiesto la inmensidad del Amor Divino para con el frágil corazón humano al mostrar, como una característica del Corazón de su Padre, la predilección con que su amor se inclina hacia los más necesitados, contrastando con la mezquindad humana, que busca siempre a los triunfadores[1]. Al revés de lo que hace el hombre, que se alegra con el pecador pero no porque lo ame, sino porque ama el pecado que hay en él, sin que le interese su conversión, Dios, por el contrario, se alegra con el pecador que se convierte, es decir, que deja el pecado, que sale de su estado de pecador, porque Dios ama al pecador, pero odia al pecado. Dios ama al pecador y odia al pecado y por eso ama al pecador y se alegra cuando el pecador convierte su corazón, es decir, detesta al pecado; el hombre, por el contrario, ama al pecado y al hombre pecador, y odia la conversión, porque ama el pecado.
Mientras el hombre no reconozca su pecado y la malicia intrínseca del pecado, no será capaz de dimensionar el daño que éste le provoca a su alma y el daño principal es el apartamiento de la comunión de vida y de amor con Dios Uno y Trino, tanto en esta vida, como en la otra, si es que llega al fin de sus días terrenos en estado de pecado mortal. La gravedad del estado de pecado mortal radica precisamente en esto último: en el hecho de que la condenación eterna se vuelve una dramática posibilidad, una posibilidad real, cierta, increíblemente y pavorosamente cierta, que se va haciendo realidad a medida que pasan los minutos, las horas, los días y los años, y el corazón del hombre continúa en un estado de inexplicable cerrazón voluntaria a la gracia santificante. Precisamente, lo único que puede sacar al corazón humano de este estado de cerrazón voluntaria a la gracia –estado de pecado mortal- es la gracia misma que, actuando en las potencias intelectivas y volitivas del hombre, lo lleve a conocer y desear el vivir en estado de gracia y a querer salir del estado de pecado, que es en lo que consiste la conversión del corazón.
Cuando se da esta acción de la gracia, que iluminando la mente y el corazón rompe los cerrojos que los atenazaban, ingresa en la mente y en el corazón, los ilumina para que conozcan a Jesucristo y lo amen y lo reconozcan como a su Mesías y Redentor y creyendo en Él reciban de Él la gracia de la conversión, convirtiéndose la gracia en el motor que mueve el corazón desde la posición de no-converso –esto es, desde la posición de postrado hacia las cosas bajas de la tierra, como el girasol en la noche-, hacia el estado o posición de converso, que es iluminado por el Sol naciente de Justicia, Jesucristo –esto es, como la posición del girasol, que desde el amanecer, se yergue en busca del sol en el firmamento y lo sigue durante todo su recorrido-, entonces es cuando se da la “gran alegría en el cielo”, que será “mayor”, por ese pecador convertido, “que por noventa y nueve que no necesitan conversión”.
Esta alegría se dará ante todo en el Corazón del Padre, porque eso significará que la Sangre de su Hijo no será derramada en vano, porque el Padre envió a su Hijo tanto por toda la humanidad, como por un solo pecador, por lo que el envío de su Hijo no habrá sido en vano; esta alegría se dará también en el Hijo, porque su Santo Sacrificio de la Cruz tampoco será en vano, puesto que su Cuerpo será entregado en la cruz, en el Calvario, y también en la Eucaristía, para ser consumido por ese pecador arrepentido, y su Sangre será derramada en el Calvario, para lavar los pecados de ese pecador, al pie de la cruz, y luego será recogida en el cáliz eucarístico, en la Santa Misa, para servir de bebida espiritual que concede la vida eterna a ese mismo pecador arrepentido; por último, la alegría del pecador convertido será también para el Espíritu Santo, quien verá así que su templo, el cuerpo del pecador arrepentido, será respetado y conservado en buen estado, con mucho celo, no solo impidiendo toda clase de profanación que pudiera irritar a la Dulce Paloma del Espíritu de Dios, que provocara que esta Paloma del Espíritu Santo tuviera que ausentarse a causa de las sacrílegas profanaciones, sino que el pecador arrepentido y convertido convertirá, en el cuerpo que ya no es más suyo, sino del Espíritu de Dios, que es su Dueño, en un magnífico templo en el que resonarán cánticos y alabanzas a Dios Uno y Trino, y en el que resplandecerá el corazón como tabernáculo viviente en el que será alojada y adorada la Eucaristía, bajo la guía de la Madre y Maestra de los Adoradores Eucarísticos, Nuestra Señora de la Eucaristía, quien será la que le enseñará a adorar a su Hijo Jesús en “espíritu y verdad”, día y noche. También se alegra el Ángel de la Guarda del pecador convertido, porque de esa manera se une a él en aquello que el Ángel más sabe hacer: adorar, alabar, bendecir, glorificar,  en compañía de María Santísima y de los demás Ángeles, a Dios Uno y Trino y a Jesús en la Eucaristía, presentes por la gracia, en el alma del pecador convertido.
Por todo esto, “hay gran alegría en el cielo por un pecador que se convierte”.




[1] Cfr. Straubinger, La Santa Biblia, n. 4.

viernes, 31 de octubre de 2014

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos



“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás” (Jn 11, 17-27). En su diálogo con Marta, una de las hermanas de Lázaro, Jesús se auto-revela como “la Resurrección y la Vida”, lo cual quiere decir que Él es Dios en Persona, puesto que sólo Dios es la Vida Increada en sí mismo y sólo Dios, en cuanto Vida Increada, tiene el poder de vencer a la muerte, que es en lo que consiste la resurrección. En otras palabras, al revelarse como el Dios que es la Vida en sí misma, se revela, al mismo tiempo, como el Dios que vence a la muerte, dando la vida, es decir, como el Dios de la Resurrección: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Esta auto-revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección se da en un contexto de muerte y de dolor: las garras de la muerte, que dominan a la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva son tan fuertes, que hasta el mismo Hombre-Dios experimenta su dureza, pues acaba de morir su amigo Lázaro, y Él mismo, el Hombre-Dios, se conmoverá frente a la muerte de su amigo, frente al misterio de dolor que significa la muerte. Pero esta revelación de Jesús como Dios de la Vida y de la Resurrección, no se da en forma en casual en el contexto de la muerte de su amigo Lázaro: Jesús podría haber evitado su muerte, porque cuando le avisan que Lázaro está enfermo, Jesús no parte inmediatamente, sino que deja pasar el tiempo, y parte cuando Lázaro ya ha muerto; de hecho, cuando Jesús “llega a Betania”, dice el Evangelio, hacía ya “cuatro días que Lázaro estaba sepultado”, y cuando se acerca a la tumba, sus hermanas le advierten a Jesús que el cuerpo “hiede”, es decir, que está en pleno proceso de descomposición orgánica. Pero el mismo Jesús ya lo había advertido al haber recibido la noticia de la grave enfermedad de Lázaro: “Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios”. Y efectivamente, así sucede: al llegar Jesús a Betania, el poder de la muerte no puede ser más patente: Lázaro ya no está más; su cuerpo hiede, su alma se ha desprendido del cuerpo –el hombre es la unidad substancial del alma y del cuerpo, y la muerte consiste en la separación de ambos principios, y esto es lo que ha sucedido en Lázaro-, y todos los circunstantes, incluidas las hermanas, e incluso hasta Él mismo, puesto que “se conmueve hasta las lágrimas” al ver la mortaja, según el Evangelio, parecen abrumados por el peso del dolor que provoca la muerte. Sin embargo, cuando la muerte parece haber triunfado incluso hasta por sobre el mismo Hombre-Dios, es Él, Jesús, quien, confirmando con un milagro portentoso, las palabras que acaba de decir a Marta –“Yo Soy la Resurrección y la Vida”-, resucita a Lázaro, devolviéndolo a la vida, mediante una simple orden de su voz: “Lázaro, levántate y anda”. Inmediatamente, obedeciendo a su Creador, Redentor y Santificador, el alma de Lázaro se une a su cuerpo, el cual recupera la lozanía, la frescura y el estado de salud que tenía antes de morir, produciéndose el milagro ante la vista de todos. Con este grandioso milagro, la resurrección de Lázaro, Jesús confirma, con los hechos, lo que había afirmado y revelado minutos antes: que Él era Dios en Persona y que, en cuanto Dios, era, en sí mismo, la Resurrección y la Vida: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Así se cumple lo que Jesús había dicho: que la enfermedad de Lázaro habría de servir para “gloria de Dios”, y así sucede, efectivamente, porque todos glorifican a Dios, con mayor alegría y asombro aún, al ver a Lázaro resucitado, que lo que habrían hecho si Lázaro solo hubiera recibido una curación milagrosa de su enfermedad.
Sin embargo, por grandioso que pueda parecer este milagro de la resurrección de Lázaro, es ínfimo, en comparación con la resurrección de los muertos que Él realizará en el Día del Juicio Final, Día en el que, a una simple orden de su Voz, todos los muertos, de todos los tiempos de la humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre que haya muerto en el Último Día, resucitarán para ser juzgados por Él, y Él, como Justo Juez, les dará el destino eterno, según sus obras: o el cielo, o el infierno, de acuerdo a lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica.
“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”, le dice Jesús a Marta, y luego resucita a su hermano Lázaro, que estaba muerto. Pero Jesús no es un mero espectador de la muerte del hombre: para redimir la naturaleza humana en el cumplimiento de su misterio pascual salvífico, Jesús mismo experimentó la muerte, siendo Él el Dios de la Vida y de la Resurrección, y la experimentó dos veces: una primera vez, en la Agonía del Huerto, en Getsemaní, en donde sufrió la muerte de todos y cada uno de los hombres: en el Huerto de Getsemaní, en las tres horas durante las cuales duró su agonía, Jesús sufrió, una por una, las muertes de todos los hombres, asumiéndolas, de modo individual, una por una, aunque en el Huerto no murió, pero sufrió una agonía que fue como la misma muerte, y fue lo que le hizo sudar Sangre; la segunda vez que sufrió la muerte, fue en la cruz, y ahí sí murió realmente, y tanto en la agonía de muerte del Getsemaní, como en la muerte de cruz del Calvario, Jesús probó el sabor de la muerte, para derrotarla definitivamente, para erradicarla de la humanidad y para donarnos la Vida eterna, la Vida misma de la Trinidad.
Al sufrir la Agonía de muerte en el Huerto, y al sufrir la muerte real y verdadera en la cruz, y al resucitar luego en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, es decir, al insuflarle la Vida divina a su Cuerpo muerto en el sepulcro el Domingo de Resurrección, Jesús destruye a la muerte que dominaba a la humanidad, desde el pecado original de Adán y Eva, y pone a disposición de todo hombre y de todos los hombres, esta Vida nueva, insuflada a su Humanidad, pero la condición es que, aquel que quiera recibir esta Vida Nueva, que es la vida de la gracia, quiera recibirlo y quiera creer en Él: sólo así, creyendo en Él –y creer en Él significa convertir el corazón para vivir la vida nueva de la gracia, que excluye radicalmente el pecado-, el hombre tiene la Vida de Dios en él; sólo así, convirtiendo su corazón, porque cree en Jesús en cuanto Hombre-Dios y Redentor, Dueño de la Vida y Señor de la Resurrección, el hombre puede acceder a la Vida eterna, y sólo así, creyendo en Jesús, que está vivo, resucitado y glorioso en la Eucaristía, puede el hombre nuevo, vivificado por la gracia, vivir con esta vida nueva, que es la Vida eterna, la Vida misma de Dios Trinidad.
Esta Vida nueva, la vida de la gracia, sembrada en germen en el corazón del cristiano, es lo que le da la esperanza de una nueva vida, desconocida, más allá de esta vida terrena, la vida en el Reino de Dios, y es por eso que el cristiano, aun cuando muera, sabe que vivirá para siempre, en el Reino de los cielos, y sabe que, aun cuando sus seres queridos hayan ya fallecido, por la Misericordia Divina, espera reencontrarlos en la otra vida, porque ellos también esperaron y creyeron en Cristo Jesús, el Dios de la Vida y de la Resurrección.

“Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Porque Jesús es el Dios de la Vida y de la Resurrección, nosotros los cristianos, aun cuando sabemos que hemos de morir algún día, sabemos también, con certeza, que si vivimos y morimos en gracia, por la Misericordia Divina, habremos de resucitar, en cuerpo y alma, para vivir glorificados, contemplando al Dios de la Vida y de la Resurrección, unidos a nuestros seres queridos, que fallecieron en la misma fe, en el Reino de Dios, en donde la muerte ya no existe más, porque allí reina, para siempre, Cristo Jesús, el Dios, de la Paz, de la Alegría, del Amor, de la Resurrección y de la Vida, el mismo Dios que vive, triunfante y glorioso, resucitado, en la Eucaristía.

miércoles, 28 de mayo de 2014

“Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo”


“Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 16-20). En la Última Cena, Jesús les anuncia su despedida, puesto que está a punto de cumplir su misterio pascual, su paso de este mundo al Padre y al mismo tiempo les anticipa que esta partida suya les provocará tristeza, porque será una partida en medio del dolor de la Pasión, por eso les dice: “Dentro de poco no me verán (…) Yo me voy al Padre (…) Ustedes estarán tristes”. La tristeza de los discípulos se deberá a su muerte, a su dolorosa muerte en cruz y eso es lo que Jesús les anticipa, pero también les anticipa que su tristeza “se convertirá en gozo”, porque luego de la tribulación de la cruz y de la muerte, vendrá el gozo de la resurrección y la alegría por el envío del Espíritu Santo.
Esto es posible porque Jesús es el Hombre-Dios y en cuanto tal, “hace nuevas todas las cosas” (cfr. Ap 21, 5) y una de las cosas que hace nuevas es la cruz: si para los hombres la cruz es signo de muerte, para Dios es signo de vida, de perdón divino, de amor y de paz y es signo también de don del Espíritu Santo. Jesús, con su poder divino, cambia el signo de muerte en signo de vida y de vida eterna pero ese cambio viene solo para quien, con un corazón contrito y humillado, se arrodilla ante la cruz y ante Jesús crucificado y se deja bañar por la Sangre que se derrama de sus heridas abiertas, de su Costado traspasado y de su Cabeza coronada de espinas, porque solo así, al contacto con la Sangre de Cristo, que brota de sus heridas abiertas, recibe el alma al Espíritu Santo, que es vehiculizado por la Sangre del Cordero. La Sangre de Cristo es Sangre y Fuego y Fuego de Amor divino, porque contiene al Espíritu Santo, y esa es la razón por la cual el Sagrado Corazón está envuelto en Llamas, porque la Sangre que contiene en su interior contiene al Espíritu de Dios y el Espíritu de Dios es Fuego de Amor divino.  

“Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo”. Toda tribulación y toda cruz provocan tristeza, pero cuando se la unen a la tribulación y a la cruz de Cristo, se cambian en gozo, porque al contacto con la cruz, la Sangre que empapa la cruz comunica el Espíritu de Jesús y el Espíritu Santo es un Espíritu de Vida, de Amor y de Alegría divina, que da paz y alegría en medio de la tribulación y de la prueba. Jesús, desde la cruz y desde la Eucaristía, convierte la tristeza en gozo, soplando suavemente, sobre el alma que a Él se confía, su Espíritu de Amor, de paz y de serena y divina Alegría.

sábado, 17 de mayo de 2014

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”


(Domingo V - TP - Ciclo A – 2014)
        (Domingo V - TP - Ciclo A – 2014)
         “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 12, 1-14). Jesús se presenta a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida.
         “Yo Soy el Camino”. Jesús es el Camino que conduce al Padre; nadie va al Padre si no es por Él, y si alguien va al Padre, conducido por Jesús, es porque el Padre lo ha atraído primero con su Amor. Si alguien llama a Dios “Padre”, es porque Jesús se lo ha enseñado, pero si Jesús se lo ha enseñado, es porque el Padre lo ha querido, es porque el Padre ha amado a esa creatura con tanta intensidad, que ha decidido adoptarla como hija suya muy amada y para eso ha enviado a su Hijo Jesús a la tierra, para que le enseñe que Él no solo es su Creador, sino que quiere ser su Padre muy amado y que quiere darle su Espíritu de Amor desde la cruz y que como prueba de que es tanto el amor que le tiene, está dispuesto a sacrificar a su Hijo en la cruz para que su Hijo, desde la cruz, cuando su Corazón sea traspasado por la lanza, infunda el Espíritu Santo junto con el Agua y la Sangre y el Espíritu Santo, con el Agua y la Sangre, le comunique su Amor y lo convierta en hijo suyo adoptivo. En otras palabras, si alguien llama a Dios “Padre”, como hacemos los cristianos en el “Padrenuestro”, es porque Dios Padre nos ha elegido desde la eternidad, en Cristo Jesús, para que seamos hijos suyos adoptivos muy amados por la gracia del sacramento del bautismo, y esto es un don en el que continuamente debemos meditar, que debe acrecentar nuestro amor hacia Dios Padre. Jesús es el Camino que nos conduce al Padre porque además de concedernos la gracia de la filiación, además de hacernos ser hijos adoptivos de Dios, nos concede su mismo Amor por Dios Padre, que es el Amor del Espíritu Santo, que nos permite amar a Dios como hijos y que nos hace exclamar “Abba”, es decir “Padre mío muy amado”, desde lo más profundo del corazón y así amamos a Dios Padre como Él lo ama desde la eternidad, no con nuestro propio amor, que es muy pobre y muy limitado, sino con el Amor mismo de Jesús. Por esto Jesús es el Camino que conduce al Padre, y nadie conoce y nadie ama al Padre, si Jesús no lo da a conocer y si Jesús no le infunde su Espíritu, el Espíritu Santo y se engaña todo aquel que pretenda conocer y amar a Dios sino es por Jesús, y a Jesús que está en la cruz y en la Eucaristía.        
“Yo Soy la Verdad”. Jesús es la Verdad que todo hombre debe conocer para obtener la eterna salvación, pero no con un conocimiento meramente intelectual, porque Jesús es la Verdad Encarnada, Jesús es la Verdad Divina hecha carne y por lo tanto Jesús es la Verdad Encarnada en el seno virgen de María, inmolada en el ara santa de la cruz, glorificada el Domingo de Resurrección y entregada como Pan de Vida eterna y como Carne del Cordero de Dios en la mesa del Banquete del Reino, la Santa Misa. Entonces, cuando Jesús dice que Él es la Verdad, no se trata de un mero conjunto de verdades abstractas que como miembros de la Iglesia debemos aprender de memoria y recitar mecánicamente para así obtener la salvación; Jesús es la Verdad Encarnada, hecha carne en el seno virgen de María, inmolada en la cruz, glorificada en el sepulcro el Día de la Resurrección y entregada cada vez por la Santa Madre Iglesia en el altar eucarístico como Pan Vivo bajado del cielo, como Maná verdadero que concede la vida eterna, para que todo aquel que coma de este Pan no muera, sino que tenga vida eterna. Es a esto a lo que Jesús se refiere cuando dice: “Yo Soy la Verdad”: Jesús es la Verdad Encarnada que debe ser aprendida en el Libro de la cruz y debe ser consumida en el Pan de la Eucaristía; así podrá el hombre adquirir la Sabiduría divina que lo iluminará interiormente acerca de su eterna salvación; solo Jesús, Verdad Eterna Encarnada, que se aprende leyendo en el Libro de la Cruz y se asimila consumiendo el Pan eucarístico, ilumina al alma con la luz de la gracia y del Amor divino necesarios para su eterna salvación. Cualquier otra “verdad” para la salvación del alma, que no sea Jesús en la Cruz y en la Eucaristía, es solo engaño del Maligno y conduce al Abismo.
         “Yo Soy la Vida”. Jesús es la Vida y la Vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino, que es la eternidad en sí misma. Jesús es la Vida Increada porque Él es Dios Eterno, cuyo Ser trinitario es la fuente de toda vida creada. Jesús es la Vida, y de Él, Vida Increada y Fuente de Vida eterna, recibimos los hombres la vida natural pero también la vida sobrenatural, la vida de la gracia, la vida que recibimos a través de los sacramentos. Jesús es la Vida divina que se dona a sí mismo en los sacramentos, sobre todo y principalmente en el sacramento de la Eucaristía: allí se dona en su totalidad, sin reservas. Jesús en la Eucaristía hace lo que una madre, un esposo, un hijo, un hermano, no pueden hacer por aquellos que aman, aun deseándolo con toda el alma. Una madre que ama a su hijo, un esposo que ama a su esposa, pueden dar sus vidas por quienes aman, pero solo en un sentido figurado, no real, porque no pueden “traspasar”, literalmente hablando, la vida natural que tienen, a sus seres amados. En cambio Jesús sí lo puede hacer y de hecho lo hace, en la Eucaristía: al comulgar, Jesús nos comunica de su vida divina, celestial, sobrenatural, de modo que el alma vive no solo con su vida natural, sino con la vida divina, sobrenatural, la vida de la gracia, que le comunica Jesús en la comunión. Y esa vida que comunica Jesús, es una vida distinta a la vida humana, porque es la vida de Dios, y es la vida que vivieron los santos y es lo que explica que los santos hayan vivido una vida de santidad, una vida de virtudes heroicas, una vida de amor heroico, de amor a los enemigos, de amor esponsal hasta la cruz, de amor filial hasta la cruz; es lo que explica que los santos hayan practicado las obras de misericordia, corporales y espirituales, en un grado que supera infinitamente las fuerzas y las capacidades del ser humano, como por ejemplo, la Madre Teresa de Calcuta, Don Orione, Don Bosco, y miles de santos más; la vida de la gracia es lo que ha hecho que los santos vivan las mortificaciones diarias, cotidianas, de todos los días, como escalones que los han conducido a las cimas de la santidad. Ésa es la vida que nos da Jesús, la vida de la gracia, que es la vida divina participada y que en la otra vida, se nos dará en plenitud, en la visión beatífica. Jesús en la Eucaristía es la Vida Increada, que nos comunica de su vida divina y nos concede de esa vida, que es la santidad en sí misma, para que seamos santos, para que iniciemos, desde esta vida terrena, en el tiempo que nos queda de vida terrena, una vida de santidad, para vivir luego, en la eternidad, junto con los ángeles y los santos, adorando a Jesús, el Dios Tres veces Santo.
         “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Jesús en la Eucaristía es el Camino, la Verdad y la Vida, y nadie va al Padre, nadie va al cielo, nadie puede alcanzar la santidad, sin la Eucaristía.