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viernes, 15 de febrero de 2013

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días”



(Domingo I - TC - Ciclo C – 2013)
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días” (cfr. Lc 4, 1-13). Aunque era metafísicamente imposible que Jesús cediera a la tentación debido a su condición de Hombre-Dios (era Dios perfecto y Hombre perfecto), Jesús permite que el demonio lo tiente. De parte del Demonio, a su vez, éste sabía que Jesús era Dios y que por lo tanto era imposible que pecara. La pregunta entonces, es, ¿Por qué el Demonio tentó a Jesús, sabiendo que era inútil? La respuesta de un experto exorcista y demonólogo, el P. Fortea[1], es que, para el Demonio, la tentación fue demasiado grande, y no pudo resistirla: ¿qué pasaría si, en el mejor de los casos, lograra hacer pecar al mismísimo Hombre-Dios? Todo el universo estaría a sus pies, porque eso demostraría que el bien y el mal no existen; si Dios pecaba, entonces quedaba de manifiesto que no era Dios; por lo tanto, no existía la eternidad, ni el bien, ni el mal[2]. Pero sabía el Demonio que era una tarea inútil e imposible, y sin embargo lo tentó, porque no pudo resistir tentar a Jesús, ya que le faltaba la virtud de la fortaleza.
Si la tentación de Jesús en el desierto por parte del Demonio fue una falta de virtud y un error de cálculo para el ángel caído, por el contrario, de parte de Jesús fue una muestra de su omnipotencia y poder divino ya que permitió la tentación dejando obrar libremente al Demonio, y lo hizo principalmente por nosotros, para que aprendiéramos de Él a resistirla. La tentación tiene una función pedagógica, y el propósito de Jesús al permitir que el Demonio lo tiente fue enseñarnos a nosotros a no caer en ella.
         Debido entonces a que la enseñanza central de este Evangelio es la resistencia y victoria contra la tentación, nos detenemos en la consideración de esta para saber qué es y cómo actúa, para aprovechar mejor el ejemplo de Jesús.
La tentación es una imagen, un concepto, una especie inteligible, un deseo, que despierta el apetito concupiscible del hombre. Se origina en el demonio, que puede infundir los pensamientos en el hombre, aunque se origina también en el mismo hombre, ya sea en su pensamiento o en su voluntad. Las especies inteligibles a través de las cuales actúa la tentación pueden ser muy diversas: imágenes producidas por la imaginación; imágenes externas al hombre, como las imágenes de la televisión, de internet, del mundo exterior; especies inteligibles, conceptos, pensamientos originados en la persona o en el espíritu maligno, como por ejemplo urdir un plan por razonamientos, o maquinar una infidelidad; deseos malignos concebidos en el corazón, como rencores, venganzas, etc. Cualquiera que sea, la tentación tiene siempre una función pedagógica, una función de enseñanza, por medio de la cual el hombre aprende qué es lo que no debe hacer si quiere conservar la amistad con Dios.
         La tentación consentida puede graficarse con la actividad del pez en el agua, antes y después de ser pescado: antes de ser pescado, desde el agua, el pez observa la carnada que ha tirado el pescador, pareciéndole esta sabrosa, colorida, apetitosa; puesto que él tiene hambre, considera instintivamente que eso que tiene apariencia sabrosa habrá de calmar su hambre; en consecuencia, una vez que el instinto lo determina, el pez se dirige con toda la fuerza de su impulso vital y la muerde pero, en el mismo instante en que creía haber conseguido lo que quería, se da cuenta de que todo era un engaño: la carnada no era apetitosa, no era sabrosa, no le satisfizo el hambre, le provocó un gran dolor y le provocó la muerte porque lo sacó de su elemento vital, el agua.
         La tentación consentida –es decir, deseada, querida, actuada, puesta por obra-, es como la carnada mordida por el pez. Primero, parece algo apetitoso y sabroso, pero una vez obtenida, provoca dolor y muerte, como es lo que sucede con el pecado mortal, que provoca la muerte del alma al privarla de la gracia.
         Si la carnada es la tentación (que reside fuera pero también fuera del alma), y el anzuelo es el aguijón del pecado, el pescador de la imagen es el Tentador por antonomasia, el Ángel caído, el Demonio, que busca malignamente la perdición del hombre. El demonio, en sus comienzos un ángel de luz, el más hermoso y el más perfecto de todos los creados por Dios, al haberse pervertido voluntariamente por su rebelión, no puede hacer otra cosa que odiar a Dios y al hombre, y así la tentación, por la cual el hombre recibe el daño más grande que pueda recibir, está concebida por el odio angélico, aunque también se origina en lo más profundo del corazón del hombre, como consecuencia del pecado original.
         La función de la carnada la ejerce el mundo de hoy a través de múltiples actividades y falsos atractivos: alcohol, droga, música decadente e indecente –entre otros géneros, cumbia y rock pesado-, erotismo, materialismo, dinero, poder, placer, etc.
         Todo eso presenta el mundo como carnada, las cuales son preparadas cuidadosamente por el Príncipe de este mundo, el demonio, ayudado por los hombres a él aliados; el mundo ofrece estas múltiples carnadas multicolores, de toda clase de aspecto y sabor, adecuada para cada gusto en particular; el demonio, una vez preparadas las carnadas, las arroja en el mar que es el mundo y la historia de los hombres, los cuales son los peces, principal objetivo del gran Tentador. Cuando se tira la carnada, si esta es lo suficientemente apetitosa y sabrosa, el pescador puede estar seguro del éxito de su pesca ya que el pez, guiado por el instinto, no podrá hacer otra cosa que morder la carnada.
         Con el hombre no sucede lo mismo, desde el momento en que, por un lado, tiene algo superior al instinto y es la luz de la razón, la cual ilumina a la voluntad advirtiéndole que tenga precaución porque lo que aparece no es lo que parece, además de encerrar un gran peligro; por otro lado, si la voluntad es débil –como lo es, a consecuencia del pecado original, y eso explica que aunque sabemos que algo está mal lo deseamos igualmente e incluso lo hacemos-, el hombre tiene el ejemplo de Cristo, que como Hombre-Dios no solo resiste a la tentación en el desierto sino que la vence. Jesús vence a la tentación de dos maneras: por un lado, analizando racionalmente los falsos argumentos del demonio y desarmándolos con la lógica sobrenatural de la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, con lo cual nos hace ver que para vencer a la tentación hay que usar la razón iluminada por la fe.
         Por otro lado, el hombre tiene no solo el ejemplo de Cristo, sino que cuenta con su misma fuerza divina, concedida en la confesión sacramental. En cada confesión sacramental Cristo, a través del sacerdote ministerial, concede al alma la gracia santificante necesaria para que el hombre no vuelva a cometer el pecado del cual se confiesa.
         Por lo tanto, sea por el auxilio natural que le viene por la luz de la razón natural, sea por el auxilio sobrenatural que le viene por el auxilio de la gracia sacramental, gracia obtenida por Cristo en la cruz, el hombre no puede decir que se encuentra desamparado frente a la tentación, ni tampoco puede excusarse en la debilidad, porque la voluntad es fortalecida por la gracia -y de tal manera es fortalecida, que si el hombre no quiere, no pecará-, y tampoco puede excusarse en el instinto, porque posee la luz de la razón natural, la luz de la fe, y la luz de la gracia.
         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días”.  En el episodio evangélico de las tentaciones en el desierto Jesús nos enseña cómo resistir y vencer la tentación: Palabra de Dios, ayuno, oración, tal como Él hizo en el desierto, además de concedernos su gracia a través de los sacramentos. Pero hay algo en el ejemplo de Jesús, que está presente desde el inicio, y sin el cual todo lo demás no alcanza su eficacia, y es el Amor a Dios: el Evangelio dice que “el Espíritu llevó a Cristo al desierto”, y ese Espíritu es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la Persona-Amor de la Trinidad. Cristo, en cuanto Dios Hijo y en cuanto Hombre-Dios, ama al Padre con amor inefable, con el Amor divino, el Espíritu Santo, y es este mismo Espíritu de Amor el que inflama su Corazón y el que lo lleva al desierto no solo a ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches, sino a soportar la horrible presencia del Espíritu del mal; es el Amor que tiene a Dios y a nosotros, los hombres, el que lo lleva a soportar la pavorosa y siniestra presencia del ángel de las tinieblas, el ángel que perdió para siempre la gracia, la amistad y el Amor de Dios, Satanás; es el Amor por nosotros el que lo lleva a soportar la visión espantosa y abominable del Dragón tenebroso, y a escuchar sus horribles proposiciones. Por lo tanto, esta es otra enseñanza de Jesús para que aprendamos y pongamos en práctica en el tiempo cuaresmal: la lectura de la Palabra de Dios, el ayuno, la oración, las obras de caridad, deben estar impregnadas, empapadas, vivificadas, por el Amor de Dios. De lo contrario, si no tenemos el Amor de Dios en el corazón, no solo la práctica cuaresmal, sino el mismo corazón y la vida entera, será “como un metal que resuena” (1 Cor 13, 1).
         Jesús entonces no solo nos enseña a resistir a la tentación –Palabra de Dios, oración, ayuno-; no solo nos da el arma para vencerla –la gracia santificante de los sacramentos-, sino que nos advierte que sin el Amor de Dios, el Espíritu Santo, nunca venceremos la tentación.


[1] Cfr. Summa Daemoniaca, Cuestión 20, Editorial Dos Latidos, Zaragoza 2012, 31.
[2] Cfr. Ibídem, Cuestión 21, 32.

domingo, 29 de enero de 2012

El ángel caído es un ser real, una persona angélica que odia para siempre a Dios y al hombre





         “Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro… Jesús lo increpó y le dijo: “¡Cállate y sal de este hombre!”. El espíritu impuro (…) dando un gran alarido, salió de ese hombre” (Mc 1, 21-28). En el episodio del evangelio Jesús realiza un exorcismo, expulsando a un demonio con la fuerza omnipotente de su palabra.
Muchos, aun dentro de la Iglesia, interpretan esta escena y todas las escenas de exorcismo del evangelio como meros episodios de curación de males psicológicos. Así, el exorcismo sería, en realidad, la curación de una histeria; Jesús sería un gran maestro espiritual, y un sabio psicólogo, que ayudaría a que el histérico se cure por sí mismo, expulsando de su mente el problema que lo perturba; el demonio no sería un ser angélico, sino un trastorno de la mente de la persona. La otra posibilidad es que Jesús sería un desconocedor de la realidad psíquica de los enfermos, tratando como posesión demoníaca a lo que únicamente sería una patología mental, con lo cual se estaría engañando Él, además de engañar a los demás, haciendo ver una posesión diabólica donde no la hay.
         Esto constituye un gran error, y sería cercano a la herejía interpretar la escena evangélica en un sentido distinto al que se expresa. Un endemoniado es un hombre poseído por el demonio, y no un enfermo psiquiátrico. En el evangelio se habla claramente de “demonios”, “endemoniados”, “espíritus inmundos”, y cita hechos y milagros de liberación de endemoniados con palabras y hechos de Jesús que no dejan dudas razonables acerca de qué cosa sea el ente expulsado de los hombres[1]. No se puede dudar de que es un espíritu, y por lo tanto, un ser dotado de inteligencia y de voluntad; no se puede dudar de que se trata de espíritus malignos, “inmundos”, que hacen hacer cosas malignas e inmundas a los hombres; no se puede dudar de que son entes malignos, perversos, que hacen sufrir muchísimo al poseso y a los que lo rodean.
          Pensar que Jesús se haya engañado, o que los posesos son enfermos psiquiátricos, y que lo que se decía que era obra del demonio era en realidad efectos de la histeria o de trastornos psíquicos originados en la mente humana, significaría comprometer seriamente, poner en duda y cuestionar, la divinidad de Jesucristo.
         Si Jesús se llama a sí mismo “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), y según sus palabras, viene a dar “testimonio de la Verdad” (Jn 18, 37), y si Él como Hijo se equipara a Dios “Nadie ha visto al Padre sino el Hijo” (cfr. Jn 6, 46), no podía engañar a sus oyentes, haciéndoles creer por verdadero lo que era falso[2]. Por lo tanto, Jesús expulsa verdaderamente a un demonio, un espíritu maligno, que había tomado posesión del cuerpo de un hombre.
         El episodio del evangelio nos lleva entonces a considerar la realidad del espíritu del mal, encarnado en Satanás y en los ángeles caídos, responsables a su vez de la caída del hombre en los inicios de la Creación, y responsable de toda clase de males en el mundo y en la historia, puesto que hay que hay sucesos que no se explican como consecuencia de las solas pasiones humanas, como por ejemplo, los genocidios y las matanzas, sean del signo que sean: judíos, armenios, rusos, ucranianos, hutus y tutsis, en Ruanda, sin olvidar el genocidio que se lleva a cabo, silenciosamente y sin fusiles, el aborto.
         Guerras, genocidios, abortos. Toda esta espantosa y horrible carnicería humana no es más que consecuencia de la intervención del demonio en la historia de los hombres, azuzando e instigando el odio del hermano contra el hermano. Como consecuencia del pecado original, el hombre ha quedado separado del hombre, de su hermano, de su prójimo, y también de Dios, y esa separación es aprovechada por el demonio para convertirla en odio creciente, inextinguible, que exige para ser calmado la muerte del prójimo y la muerte de Dios.
El demonio cultiva el odio en el corazón del hombre y lo lleva a levantar la mano para descargarla y ser el homicida de su hermano y deicida de Dios. Ambas cosas creía haberlas logrado el demonio, instigando a los hombres a matar a Cristo en la Cruz, cometiendo el hombre no solo el pecado de homicidio, sino también el de deicidio, al haber dado muerte al Hombre-Dios. Pero es aquí en donde Dios vence, en la Cruz, porque con su muerte, Cristo da muerte a la muerte misma y derrota a Satanás y al infierno para siempre, a la vez que derriba el muro de odio que separa al hombre de su hermano: “Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad” (cfr. Ef 2, 14).      
El demonio entonces existe, pero con relación a este ser, no hay que caer en los extremos: por un lado, en el descreimiento y negación de su realidad, que lleva a pensar que el demonio es solo un invento de épocas anteriores; el otro extremo, por el contrario, creer que el demonio es un ser real, pero hacerlo culpable de nuestras propias culpas: “El demonio me lleva a gritar”; “El demonio me hace ser perezoso”; “El demonio me hace ser orgulloso”. No se puede culpar al demonio de nuestra propia pereza espiritual, que nos lleva a no rezar, a no hacer sacrificios, a no poner empeño en luchar contra nuestro orgullo, contra nuestra soberbia, contra nuestra falta de lucha para no caer en la tentación. Muchos dicen: “Caigo en pecado porque el demonio me tienta”. Es verdad que el demonio tienta, pero también es verdad que Dios nos da su gracia para no caer, y que si caemos, en el pecado que sea –y aún si cometemos una imperfección-, es porque dejamos de lado la gracia, y nos olvidamos de Dios, para hacer nuestra propia voluntad.
El demonio no puede hacer otra cosa que tentar; jamás podrá hacernos asentir y consentir a la tentación, porque eso depende de nuestra libertad, y por eso no debemos culparlo de nuestras propias decisiones malas.
En el evangelio vemos entonces un episodio de posesión, y a pesar del paso del tiempo, el demonio continúa poseyendo los cuerpos de los hombres, pero en el día de hoy, ha mejorado su táctica, y ya no le hace falta poseer cuerpos, puesto que con sus mentiras y engaños, ha conseguido que los hombres lo escuchen a Él, en vez de a Cristo, y así los hombres han construido una civilización sin Dios, atea, materialista, hedonista, que ha elaborado una cultura contraria al hombre, la “cultura de la muerte”, la cual busca, denodadamente, eliminar al hombre principalmente por medio de la eutanasia y del aborto.
En estos días, se ha dado a conocer la noticia de que en nuestro país se consumen 3.800 pastillas llamadas “del día después”, por día. En otras palabras, 3.800 abortos –porque la píldora del día después es abortiva- reales o probables, al día, y la tendencia va en aumento, puesto que el mismo presidente de los EE. UU., Barack Obama, ha presentado un proyecto por el cual esta píldora debe ser reembolsada, lo cual quiere decir distribución gratuita. Esto, sin contar con las cifras de abortos cometidas al año por otros métodos.
¿Qué necesidad tiene el demonio de tomarse el trabajo de poseer el cuerpo de una joven, con el riesgo seguro de ser expulsado por el exorcismo, si le basta simplemente con la tentación de una sexualidad desenfrenada, precoz, libre, irresponsable y egoísta? Si no se ven posesiones hoy en día, es porque no le hacen falta al demonio; le basta solamente con tirar el anzuelo del “sexo seguro”, para que miles y miles de jóvenes, desoyendo el mandato de Dios, sigan tras sus sucias huellas y cometan toda clase de abominaciones con sus cuerpos, que de ser “templos de Dios”, han pasado a ser “cuevas de Asmodeo”, el demonio de la lujuria.
La tentación del demonio es como el anzuelo con la carnada para el pez: desde su posición dentro del agua, al pez le atrae la carnada, como algo apetitoso y sabroso, pero cuando abre la boca para atraparla, muerde el anzuelo que está junto con ella, y ahí “se da cuenta” –es un decir- de la realidad: lo que le parecía apetitoso y sabroso, la carnada, al conseguirla, se revela en su realidad: una trampa dolorosa y mortal, porque termina con su propia muerte, al ser sacado del agua. Este ejemplo es una figura de la tentación consentida, en donde el demonio obtiene su victoria más deseada: la tentación de la carne –cualquier práctica sexual fuera del matrimonio, o si es en el matrimonio, no casta-, al ser consentida, se revela en su dolorosa realidad, puesto que el alma, al caer, comete el pecado mortal.
Esta es la acción del demonio, la tentación consentida, mucho más peligrosa y sutil que la misma posesión diabólica, porque en la posesión el alma, con su inteligencia y voluntad quedan libres, aunque el cuerpo esté tomado por el demonio, mientras que en la tentación consentida, sin haber posesión corporal por parte del demonio, la persona entera, con cuerpo y alma, se entrega a su obra, obra que termina siempre, indefectiblemente, en la ruina de la persona. En el caso concreto de la tentación del “sexo seguro”, termina en el genocidio silencioso del aborto, porque el hijo inesperado, no es deseado, y por lo tanto, es eliminado de diversas maneras, por ejemplo, con la “píldora del día después”.
Sólo Cristo, Camino, Verdad y Vida, puede iluminar las tinieblas en las que el demonio ha envuelto al hombre; sólo Cristo, que expulsa a los demonios con el poder de su voz, y que con el poder de su voz convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre puede, también con el poder de su voz, hablarle al corazón del hombre y detenerlo en su locura homicida.


[1] Calliari, Paolo, Trattato di demonologia, Centro Editoriale Carroccio, 83.
[2] Cfr. Calliari, ibidem, 83.