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lunes, 30 de enero de 2023

“Bienaventurados los que vivan unidos a mi sacrificio en la cruz”

 


(Domingo IV - TO - Ciclo A – 2023)

          “Bienaventurados los que vivan unidos a mi sacrificio en la cruz” (cfr. Mt 5, 1-12a). Jesús pronuncia el Sermón de la Montaña, en el que proclama las “bienaventuranzas”. Es decir, quienes cumplan esos requisitos, serán bienaventurados, felices, dichosos, no solo en esta vida, sino sobre todo en la vida eterna. Ahora bien, si nos preguntamos de qué manera podemos alcanzar las Bienaventuranzas de Jesús, lo único que debemos hacer es postrarnos ante Jesús crucificado y contemplarlo, pues en Él están todas las Bienaventuranzas en grado perfecto -como dice Santo Tomás de Aquino-, para luego imitarlo a Él en la cruz. Veamos de qué manera Jesús es Bienaventurado en la cruz.

          “Bienaventurados los pobres de espíritu”: el pobre de espíritu es quien se reconoce necesitado de Dios para todo, incluso para respirar y reconoce que sin Dios, sin Jesús, no puede hacer literalmente nada, como dice Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer”. El pobre de espíritu es quien sabe que necesita de la riqueza de la Gracia de Dios. Cristo, en la cruz, siendo Dios, concede a su Humanidad Santísima, desde su Encarnación, la riqueza inconmensurable de la Gracia de su Ser divino trinitario. Quien se reconoce pobre porque no tiene la gracia de Dios, debe recurrir a Jesucristo crucificado, Quien nos concede su gracia desde los Sacramentos, sobre todo en el Sacramento de la Penitencia.

          “Bienaventurados los sufridos, porque heredarán la tierra”: Cristo en la cruz sufre todos los dolores de todos los hombres de todos los tiempos y es por eso que quien une su dolor, del orden que sea -espiritual, moral, físico- al dolor redentor de Cristo en la cruz, se convierte en Cristo en corredentor y por eso merece, de parte de Dios, heredar la tierra, pero sobre todo, el Reino de los cielos.

          “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”: Cristo en la cruz llora y derrama lágrimas de sangre, no por el dolor que Él sufre, que sí sufre, sino por la salvación de los hombres y llora sobre todo por quienes, a pesar de su sacrificio en la cruz, se condenarán, porque no lo reconocerán como al Redentor. Quien se une al dolor de Cristo en la cruz por la salvación de las almas, será consolado por la Trinidad en el Reino de los cielos, al ver salvados a aquellos por quienes ha llorado unido a Cristo.

          “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”: Cristo en la cruz sufre hambre y sed de justicia, porque el Nombre Tres veces Santo de Dios no es honrado, glorificado, adorado ni amado por los hombres; quien se une a la honra y adoración de la Trinidad que realiza Cristo en la cruz, verá saciada su hambre de sed y justicia, porque por la Sangre de Cristo derramada en el Calvario y en el Cáliz de cada Santa Misa, ve satisfecha su hambre de ver el Nombre de Dios glorificado, honrado, adorado y amado por hombres y ángeles.

          “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”: en la Santa Cruz, Jesús realiza el supremo acto de misericordia, que es dar la vida por la salvación de la humanidad y no es que Él alcance misericordia, sino que Él es la Misericordia encarnada. Por este motivo, quien se una al sacrificio misericordioso de Cristo en la cruz, sacrificio por el cual salva a los hombres, recibe él mismo misericordia de parte de Cristo, sobre todo en el Juicio Final.

          “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”: la pureza de Corazón es indispensable, porque Dios Uno y Trino es la Pureza Increada en Sí misma; es por esto que nadie, por pequeño que sea su pecado, puede contemplar a Dios, hasta que no es purificado de ese pecado por la gracia santificante. Quien se arrodilla ante Cristo crucificado y ante el sacerdote ministerial en el Sacramento de la Penitencia, recibirá la gracia santificante que purifica y santifica el corazón y así puede ver, con los ojos de la fe, ya desde esta vida terrena, a la Santísima Trinidad.

          “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados Hijos de Dios”: Dios es un Dios de paz y Cristo en la cruz, al no exigir venganza por quienes le quitan la vida -nosotros, los hombres-, derrama con su Sangre la Paz de Dios, que quita el pecado del corazón del hombre. Quien recibe la Sangre de Cristo, recibe su Paz, la verdadera Paz de Dios y en consecuencia tiene la tarea ineludible de difundir la Paz de Cristo a sus hermanos.

          “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”: Cristo en la cruz no muere porque es un revolucionario, puesto que Él NO ES un revolucionario; muere a causa del odio preternatural del ángel caído, que instiga las pasiones de los hombres, induciéndolos a crucificar al Salvador de los hombres. Quien se une al sacrificio redentor de Cristo, crucificado por el odio satánico y por el odio de los hombres, recibe como recompensa el Reino de los cielos.

          “Bienaventurados cuando os insulten, persigan y calumnien por mi causa. Alegraos entonces, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Cristo en la cruz es insultado, perseguido, calumniado y la recompensa que obtiene es la salvación de las almas de quienes se unen a Él en el dolor del Calvario. Quien se una a su Santo Sacrificio -que se renueva incruenta y sacramentalmente en la Santa Misa-, también será insultado, perseguido, calumniado e incluso hasta puede perder su vida, pero a cambio recibe la recompensa de la Santísima Trinidad, la vida eterna en el Reino de los cielos.

         

viernes, 17 de diciembre de 2021

“¿Qué va a ser de este niño?”

 


“¿Qué va a ser de este niño?” (cfr. Lc 1, 57-66). El nacimiento de Juan el Bautista estuvo precedido y acompañado por eventos sobrenaturales, como por ejemplo, la aparición del ángel a Zacarías, el padre del Bautista. Esta aparición y otros hechos sobrenaturales, hacen que los habitantes de la región montañosa de Judea se pregunten “qué será de este niño” en el futuro, en vistas a cómo era evidente que Dios lo acompañaba y estaba con él desde su nacimiento. Con el paso del tiempo, las expectativas que se habían generado con el nacimiento del Bautista, se vieron más que colmadas, puesto que el Bautista fue elogiado por el mismo Jesús como “el más grande de los nacidos de mujer”. En efecto, Juan el Bautista fue el profeta más importante de todos, porque fue el que anunció, incluso con el testimonio de su vida, la Primera Venida del Mesías, el Hijo de Dios, Jesús de Nazareth. La grandeza de Juan el Bautista no radica en su prédica que instaba a la conversión moral, sino en el anuncio que él hizo de la llegada del Mesías; el Bautista hizo el anuncio más importante que pudiera recibir en la historia la especie humana, la llegada del Salvador, del Redentor, del Cordero de Dios, Jesús de Nazareth. El anuncio del Bautista acerca de la llegada del Mesías al mundo, es análogo al anuncio que el ángel le hiciera a la Virgen, cuando le comunicó que había sido elegida para ser la Madre de Dios. La misión del Bautista es la misión más importante de todos los profetas y por eso es que “no hay nadie más grande que el Bautista”, según las palabras del mismo Jesús.

“¿Qué va a ser de este niño?”. Si bien nuestros nacimientos no estuvieron precedidos ni acompañados por signos celestiales, angelicales y sobrenaturales, como en el caso del Bautista, pero de cada bautizado se debería hacer la misma pregunta: “¿Qué va a ser de este niño?” y esto porque cada bautizado está llamado a ser un nuevo Juan Bautista, que predique, en el desierto del mundo sin Dios, la Segunda Venida en la gloria del Hombre-Dios Jesucristo. Y, al igual que el Bautista, cada bautizado debe estar dispuesto a dar la vida en el cumplimiento de la misión encargada por la Trinidad.

 

domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 7

 



(Ciclo B – 2020)

         En la Navidad, la Iglesia exulta por el Nacimiento de Dios Hijo encarnado, que ingresa desde la eternidad en un pobre Portal de Belén. Se alegra ante todo su Madre, la Virgen Santísima, que es Virgen y es Madre de Dios; se alegra su Padre adoptivo, San José, varón casto, puro y santo; se alegran los Pastores, que acuden a adorar al Niño que está recostado en un pesebre, porque ese Niño es Dios y es el Salvador de los hombres. Por el Nacimiento del Niño Dios, se alegra la Iglesia, se alegra la Virgen, se alegra San José, se alegran los Pastores. Pero hay un grupo más –y muy numerosos- de seres que se alegran por el Nacimiento del Salvador: los Ángeles de Dios. En efecto, los Ángeles, los que permanecieron fieles a Dios y su voluntad de Amor, se alegran en el Cielo, porque en el Cielo contemplan cara a cara a Dios Uno y Trino, que es Alegría Infinita y Causa de toda alegría creada y participada. Desde el Nacimiento, los Ángeles de Dios seguirán adorando a Dios, pero ahora oculto en la naturaleza humana, en el cuerpo humano de ese Niño que se llama Jesús y además de seguir adorándolo en la tierra, los Ángeles de Dios se alegran porque su Dios, el Dios al que adoran en los Cielos, se ha encarnado y ha nacido y se manifiesta a los hombres como un Niño recién nacido. Los Ángeles de Dios se alegran porque El que es la Alegría Increada en sí misma, Dios infinito, se ha encarnado y ha nacido en un pobre Portal de Belén: se alegran por Dios en Sí mismo, porque Él es, como hemos dicho, la Alegría Increada en sí misma, pero los Ángeles se alegran también por los hombres, porque si Dios se ha encarnado y ha nacido y ha venido al tiempo y a la tierra de los hombres, como un Niño recién nacido, es para comunicar a los hombres la Buena Noticia de la Salvación, porque ese Niño, cuando sea ya adulto, subirá a la Cruz del Calvario para extender sus brazos en la Cruz y vencer para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte. Y no sólo eso: Dios, que ha nacido como un Niño, y que vence en la Cruz a los enemigos mortales de los hombres, en un exceso de Amor de su Corazón misericordioso, concederá a los hombres la gracia divina, la cual los hará participar de su naturaleza divina, de su ser divino trinitario, de su vida divina y de su alegría divina. A partir del Nacimiento del Niño Dios, los hombres tienen un verdadero motivo de alegría celestial y es que ha nacido el Redentor, quien luego de derrotar a los enemigos de la humanidad, conducirá a los hombres al Reino celestial, en donde los amigos e hijos de Dios gozarán de la Alegría de contemplar a la Trinidad por toda la eternidad. Por esto es que se alegran los Ángeles de Dios, al contemplar al Niño de Belén.

domingo, 29 de noviembre de 2020

“¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”

 


“¡Hijo de David, compadécete de nosotros!” (Mt 9, 27-31). Dos ciegos, al escuchar que Jesús pasa cerca de ellos, le piden que les cure su ceguera. Antes de hacerlo, Jesús les pregunta si creen que Él puede hacerlo, es decir, les pregunta si tienen fe en Él, como Dios omnipotente. Los ciegos le dicen que sí creen, Jesús toca sus ojos y éstos recuperan milagrosamente la vista. Además del milagro de curación corporal en sí, que demuestra su condición de ser el Hijo de Dios encarnado, la curación de los ciegos tiene una connotación espiritual: la ceguera representa al alma que no posee la gracia santificante y que por lo tanto no ve a Jesús como Redentor; el hecho de que los ciegos se dirijan a Jesús y le den un título mesiánico, “Hijo de David”, indica que han recibido ya la gracia que los acerca a Jesús; pero Jesús no les concede de inmediato la curación, sino que los pone a prueba, les pregunta si “creen en Él” y ellos le dicen que sí: esto significa que también el alma, que primero no cree en Jesús, pero luego recibe la gracia de creer en Él, debe hacer, de su parte, un acto de libertad, aceptando esa gracia y aceptando a Jesús como a Redentor. En otras palabras, el alma debe, libremente, reconocer que Jesús es el Salvador y que Él, Presente en la Eucaristía, es el mismo Jesús del Evangelio, el mismo Jesús que está glorioso y resucitado en los cielos y el mismo Jesús que ha de venir al fin de los tiempos, a juzgar el mundo.

“¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. También nosotros somos ciegos espirituales, desde el nacimiento, pero hemos recibido la gracia en el Bautismo sacramental, de creer en Jesús como Salvador y como Dios encarnado y también como los ciegos, tenemos necesidad de aceptar libremente a Jesús como a nuestro Salvador y Redentor personal. Por eso, también nosotros, como los ciegos del Evangelio, debemos acercarnos a Jesús Eucaristía, debemos postrarnos ante su Presencia y decirle: “¡Jesús Eucaristía, Dios Hijo encarnado, creo en Ti como Dios oculto en el Sacramento del altar, cura mi ceguera espiritual!”.

jueves, 21 de julio de 2016

“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”


“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros” (Mt 13,10-17). ¿Qué es lo que desearon ver? El cumplimiento de las profecías mesiánicas: ver al Mesías, el Salvador, el Redentor; ver sus milagros, sus prodigios, pero sobre todo, ver su Santa Faz, ver sus manos curando, multiplicando panes y peces; ver al Salvador resucitando muertos y expulsando demonios; ver al Mesías anunciar el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la herencia de la vida eterna.
Muchos justos, que conocían las profecías mesiánicas, desearon vivir en los días del Mesías, pero no pudieron, y en eso consiste la dicha de la que gozan los discípulos.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. También en nuestros días, Jesús nos dice las mismas palabras: “Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. ¿Qué es lo que vemos? Vemos, con los ojos de la fe, al Redentor, resucitado, glorioso, oculto en el misterio de la Eucaristía; vemos, al Redentor, derramar su Sangre en el cáliz del altar, en la Santa Misa; vemos, al Salvador, derramar su misericordia sobre el alma, cada vez, en el Sacramento de la Penitencia. Vemos, a la Esposa del Cordero, resucitar muertos en el alma, por el pecado mortal, al perdonar los pecados, quitándolos de las almas con la Sangre del Cordero, derramada por medio del Sacramento de la Confesión; vemos, a la Iglesia de Dios, multiplicar no panes y peces, sino la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. Muchos paganos querrían ver y vivir lo que nosotros vemos por la fe y vivimos en el Amor de Dios, todos los días, y no pueden hacerlo, porque no tienen el don de la fe.

Es por eso que debemos preguntarnos: nosotros, que tenemos el don de la fe, ¿damos gracias a Dios por lo que vemos y recibimos?

jueves, 20 de diciembre de 2012

“Apenas oí tu saludo el niño saltó de alegría en mi vientre”



“Apenas oí tu saludo el niño saltó de alegría en mi vientre” (Lc 1, 39-45). Una interpretación racionalista de este Evangelio y de la frase de Santa Isabel, diría que el salto del Bautista se debe a un simple movimiento espontáneo, propio de todo niño en el seno de su madre, y que la alegría del niño, descripta por Santa Isabel y atribuida al Bautista, es en realidad producto de la imaginación de Santa Isabel, mujer primeriza y por lo tanto inexperta en embarazos, a pesar de su edad.
Sin embargo, el salto de Juan Bautista en el seno de Santa Isabel, no se debe a un movimiento espontáneo del niño, ni tampoco la alegría percibida por Santa Isabel, como proveniente del niño, es producto de su imaginación: se trata de una verdadera alegría, comunicada desde lo alto, por el Espíritu Santo, a Juan Bautista, alegría que es percibida por Santa Isabel, y que se origina en la Presencia de Jesús, que es traído en el seno virgen de María, como inicio de su misión redentora, de su Pasión, por la cual habrá de salvar a toda la humanidad.
La causa de la alegría del Bautista se debe entonces a la Presencia de Jesús, el Mesías, que viene a los hombres, desde los cielos eternos del Padre, a través de ese cielo en la tierra que es el seno virgen de María, y viene no solo para derrotar definitivamente a los grandes enemigos de la raza humana, el demonio, el mundo y el pecado, sino para concederles la gracia santificante, la filiación divina y la vida eterna, y para conducirlos al Reino de los cielos.
“Apenas oí tu saludo el niño saltó de alegría en mi vientre”. La alegría del Bautista, alegría transmitida por el Espíritu Santo, es la alegría del cristiano en Navidad: el cristiano, para Navidad, no se alegra por las comilonas, ni las embriagueces, ni por la música ensordecedora, ni por festines trasnochados; el cristiano se alegra, con la alegría del Espíritu Santo, porque ha nacido el Redentor, el Niño Dios, Luz de Luz eterna, que con su Luz eterna ha venido para derrotar para siempre a las tinieblas, y para iluminar con su luz divina a toda la humanidad.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Lunes de la Infraoctava de Navidad 2011



La escena de la Navidad nos muestra una tierna y dulce imagen familiar: una madre con su niño recién nacido, un padre que mira extasiado la escena. Si meditamos acerca del Niño, al cual lo consideramos nuestro Redentor, y si consideramos ante todo los instantes posteriores al nacimiento, y si comparamos sus sufrimientos en el Portal de Belén con los de niños nacidos en las partes del mundo más desfavorecidas y en los lugares más desprotegidos y peligrosos, podríamos creer que el Niño Dios sufrió, pero no tanto, puesto que, si tenía hambre, la Virgen lo alimentó; si tenía frío, la Virgen lo arropó y San José encendió una fogata; si había oscuridad en la gruta de Belén, el mismo fuego proporcionó la luz. Además, y lo más importante, nació rodeado del amor de su Madre y de su padre adoptivo. Podríamos concluir que el Niño, si bien sufrió en Belén, no sufrió tanto como otros que nacen en lugares peores y en peores condiciones, por no citar a aquellos lamentables casos en los que, o no los dejan nacer, o apenas nacidos los arrojan como un residuo inservible.

Esto es lo que nos puede parecer a los ojos del cuerpo, a los ojos de la razón natural, a los ojos de una religión rebajada al nivel de la razón, pero no es lo que nos dice la fe, ni tampoco lo que nos dicen los santos. La fe nos dice que el Niño Dios, siendo el Redentor, sufrió con un sufrimiento infinito, desde el momento mismo de la Concepción.

Pero para que esas palabras "sufrimiento infinito" no queden en la mera consideración abstracta, sin mayor significado que un conocimiento conceptual, veamos qué nos dicen los santos, como por ejemplo Ana Catalina Emmerich, acerca del sufrimiento del Niño Dios en Belén: “Lo vi recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manitas como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. A algunos de estos niños, sus padres les enderezaban las varas para que siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús. Venían con espinas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación (…) Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. ¡Qué triste y horrible espectáculo! Lo vi golpeado y azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en una cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en la cruz, me dijo: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”.

Es esta última frase de Jesús la que nos revela los padecimientos del Niño: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”. Desde el momento mismo en el que fue concebido, desde el momento mismo en que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad comenzó a inhabitar en la naturaleza humana de Jesús, comenzaron sus sufrimientos expiatorios, y así continuó sufriendo durante toda su infancia y su juventud, hasta la edad en la cual fue crucificado, momento en el que los sufrimientos interiores se consumaron exteriormente.

Jesús sufre de modo expiatorio por los pecados de los hombres, por los pecados de todos los hombres, de todos y de cada uno: los malos pensamientos, los malos deseos, las malas intenciones, los homicidios, las venganzas, las traiciones, las mentiras, las violencias. Sufrir de modo expiatorio quiere decir que padece en Él, en su Humanidad santísima, el castigo debido a quien comete el pecado, para librar al alma de ese pecado.

Siendo Dios y por lo tanto, Inocente, sufre el castigo que la Justicia divina tenía reservado para todos y cada uno de los hombres: cada mentira, cada robo, cada violencia, cada enojo, cada maldición, cada venganza, cada pecado de cualquier género, cometido por cada hombre singular nacido en este mundo, es sufrido por Jesús en su castigo, y de esto se deduce la inmensidad infinita de su sufrimiento y de sus padecimientos, desde el momento mismo en que es concebido virginalmente en el seno de María. Jesús sufre además todas las penas y todas las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, y ese es el motivo de uno de los títulos que le da la Escritura: "Varón de dolores" (Is 53, 3).

Pero hay otro dolor que le es inmensamente más grande, y es el que le provocan las almas para las cuales su sufrimiento será en vano, porque son todas aquellas almas que, voluntariamente, rechazan su sacrificio expiatorio y deciden condenarse, como modo de asegurarse el odio eterno a Jesucristo.

Cuando contemplemos la imagen del Niño, en el Pesebre, no nos dejemos engañar por nuestros ojos y por nuestra razón, puesto que la realidad es mucho más grande y misteriosa que lo que vemos y comprendemos: el Niño Dios, a pesar de ser arropado, abrigado, alimentado, por su Madre, y a pesar de recibir todo su amor y el amor de su Padre adoptivo, sufre de modo indecible por cada uno de nosotros, para liberarnos del pecado y salvarnos.