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jueves, 21 de mayo de 2020

“Vuestra tristeza se convertirá en alegría”




“Vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16, 16-20). Jesús revela, si bien indirectamente, a sus discípulos, su próxima Pasión, Muerte y Resurrección. Esto es lo que Jesús quiere significarles cuando les dice: “Ustedes no me verán y se entristecerán, pero luego me verán y vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Los discípulos dejarán de verlo visible y sensiblemente cuando Él muera en la Cruz y entonces se entristecerán, puesto que llorarán por la muerte de Jesús; pero luego, Jesús resucitará al tercer día, tal como Él lo había ya profetizado, y ellos lo verán nuevamente -ahora glorioso y resucitado- y entonces se alegrarán. Cuando vean a Jesús resucitado, entonces la tristeza del Viernes Santo se convertirá en la alegría del Domingo de Resurrección.
“Vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Puede suceder que, en el transcurso de la vida ordinaria, la vida lleve a períodos y momentos de tristeza. Sin embargo, nuestra tristeza también puede convertirse en alegría, pero no por ver visiblemente a Jesús resucitado y glorioso, sino por recibirlo a Él -glorioso y resucitado- en la Eucaristía. Si estamos atravesando por un período de tribulación, no es necesario esperar morir para llegar al Cielo y así convertir nuestra tribulación y tristeza en gozo y alegría: lo que debemos hacer es postrarnos en adoración ante Jesús Eucaristía y recibirlo con fe, devoción, piedad y sobre todo amor. Y así Jesús Eucaristía convertirá nuestra tristeza en gozo, en una alegría desconocida, sobrenatural, celestial, porque es la Alegría Increada que brota de su Sagrado Corazón Eucarístico.

jueves, 7 de mayo de 2015

Permanezcan en mi Amor, para que el gozo de ustedes sea perfecto”


“Como el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. Permanezcan en mi Amor, para que el gozo de ustedes sea perfecto” (Jn 15, 9-11). Antes de partir a la otra vida, “a la Hora de pasar de este mundo al Padre”, es decir, antes de sufrir su Pasión y Muerte en cruz, Jesús nos deja un legado de amor, alegría y unidad: “Como el Padre me amó, Yo los he amado; permanezcan en mi amor; si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor y su gozo será perfecto”. El legado de Jesús, en la Última Cena, no puede ser más hermoso: amor, alegría, unidad. Sin embargo, hay que analizar el contexto en el que Jesús nos deja su mensaje y qué tipo de amor, de alegría y de unidad se trata, para no caer en simplificaciones que pueden desvirtuar su mensaje.
Con relación al contexto, el Evangelio dice: “a la Hora de pasar de este mundo al Padre”, es decir, se trata de la Última Cena, horas antes de sufrir su dolorosa Pasión, lo cual implica la traición de Judas Iscariote; la condena injusta a muerte; el abandono de los suyos; la separación de su Madre, que era su sostén y apoyo; la crudelísima flagelación; el Via Crucis; la muerte en cruz. Es importante tener en cuenta este contexto, porque Jesús nos dice que Él nos ha amado “como el Padre lo ha amado” y el Padre lo ha amado desde la eternidad –puesto que Él es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad- con el Amor del Espíritu Santo: “Como el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes”. Esto quiere decir que nosotros, como cristianos, debemos amarnos “los unos a los otros”, como Él nos ha amado, porque también dirá: “ámense los unos a los otros como Yo los amé”, y Él nos amó hasta la muerte de cruz, y eso significa que debemos cargar la cruz de todos los días y seguir a Jesús por el camino de la cruz e imitarlo en su Via Crucis. A su vez, este seguimiento de Cristo por el Camino del Calvario, cargando la cruz de todos los días, significa cumplir la condición para que nuestro “gozo sea perfecto”, y es el cumplimiento de sus mandamientos, porque los mandamientos de Jesús se cumplen a la perfección desde la cruz, cuando esta es llevada con amor y por amor.

Entonces, el amor, la alegría y la unidad de Jesús, donados por Él en la Última Cena, no deben entenderse en un sentido superficial y sensiblero, sino a la luz de la cruz de Jesús: solo unidos a la cruz de Jesús, seremos bañados con su Sangre Preciosísima y seremos cubiertos con el Manto de la Virgen, que está al pie de la cruz; sólo crucificados junto a Jesús, cumpliremos los Mandamientos de Jesús a la perfección y permaneceremos en su Amor y nuestro gozo y alegría serán perfectos. Sólo en el Calvario, Portal abierto al cielo, nuestra alegría será plena; sólo en la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz y Portal de eternidad, nuestro gozo será perfecto.

miércoles, 28 de mayo de 2014

“Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo”


“Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 16-20). En la Última Cena, Jesús les anuncia su despedida, puesto que está a punto de cumplir su misterio pascual, su paso de este mundo al Padre y al mismo tiempo les anticipa que esta partida suya les provocará tristeza, porque será una partida en medio del dolor de la Pasión, por eso les dice: “Dentro de poco no me verán (…) Yo me voy al Padre (…) Ustedes estarán tristes”. La tristeza de los discípulos se deberá a su muerte, a su dolorosa muerte en cruz y eso es lo que Jesús les anticipa, pero también les anticipa que su tristeza “se convertirá en gozo”, porque luego de la tribulación de la cruz y de la muerte, vendrá el gozo de la resurrección y la alegría por el envío del Espíritu Santo.
Esto es posible porque Jesús es el Hombre-Dios y en cuanto tal, “hace nuevas todas las cosas” (cfr. Ap 21, 5) y una de las cosas que hace nuevas es la cruz: si para los hombres la cruz es signo de muerte, para Dios es signo de vida, de perdón divino, de amor y de paz y es signo también de don del Espíritu Santo. Jesús, con su poder divino, cambia el signo de muerte en signo de vida y de vida eterna pero ese cambio viene solo para quien, con un corazón contrito y humillado, se arrodilla ante la cruz y ante Jesús crucificado y se deja bañar por la Sangre que se derrama de sus heridas abiertas, de su Costado traspasado y de su Cabeza coronada de espinas, porque solo así, al contacto con la Sangre de Cristo, que brota de sus heridas abiertas, recibe el alma al Espíritu Santo, que es vehiculizado por la Sangre del Cordero. La Sangre de Cristo es Sangre y Fuego y Fuego de Amor divino, porque contiene al Espíritu Santo, y esa es la razón por la cual el Sagrado Corazón está envuelto en Llamas, porque la Sangre que contiene en su interior contiene al Espíritu de Dios y el Espíritu de Dios es Fuego de Amor divino.  

“Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo”. Toda tribulación y toda cruz provocan tristeza, pero cuando se la unen a la tribulación y a la cruz de Cristo, se cambian en gozo, porque al contacto con la cruz, la Sangre que empapa la cruz comunica el Espíritu de Jesús y el Espíritu Santo es un Espíritu de Vida, de Amor y de Alegría divina, que da paz y alegría en medio de la tribulación y de la prueba. Jesús, desde la cruz y desde la Eucaristía, convierte la tristeza en gozo, soplando suavemente, sobre el alma que a Él se confía, su Espíritu de Amor, de paz y de serena y divina Alegría.

miércoles, 23 de abril de 2014

Jueves de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2014)
         “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer” (Lc 24, 35-48). El Evangelista destaca dos reacciones en los discípulos ante la aparición de Jesús resucitado: “admiración” y “alegría”. Se trata de dos aspectos completamente descuidados por los cristianos y que son los responsables del ateísmo y de la secularización en la que ha caído el mundo moderno. La “admiración” es la capacidad de contemplar la realidad y descubrir en ella el misterio que la envuelve. Según Aristóteles, la admiración es el principio del filosofar; sin admiración, el hombre solo mira la superficie de la realidad, sin adentrarse en lo profundo, como el que navega por el mar, pero no se sumerge en él para bucear en la profundidad. Si la admiración es necesaria en la vida natural, en lo sobrenatural se da de modo espontáneo, puesto que la contemplación del Ser trinitario provoca admiración en la creatura, dada la extraordinaria majestad y hermosura que posee en sí mismo el Ser trinitario. Con respecto a la alegría, es un aspecto que también ha sido descuidado por el cristianismo, puesto que por lo general, el cristianismo ha sido presentado con un rostro demasiado duro, sin alegría, o, en el extremo opuesto, con una alegría sosa, rayana en la bobería y en la superficialidad, siendo los dos anti-testimonios del verdadero cristianismo. En el caso de la escena evangélica, se dan el verdadero asombro y la verdadera alegría, que son el asombro y la alegría sobrenaturales: los discípulos contemplan a Jesús, resucitado y glorioso, y no caben en sí de la alegría y el asombro; están tan maravillados, que no pueden creer lo que contemplan y esto es lo que les sucede a los ángeles y a los santos en el cielo, en la visión beatífica en el cielo: la contemplación del Ser trinitario, de su hermosura, causa tanta admiración y gozo, que literalmente la creatura, sea angélica o humana, sería aniquilada por el gozo y la alegría, si no fuera auxiliada por la gracia. En otras palabras, para contemplar la hermosura de la Santísima Trinidad, es necesario el auxilio de la gracia santificante, para no morir de gozo y de alegría, y esto para el ángel y para el santo, no solo para el simple mortal. De igual modo, los discípulos en el cenáculo, deben ser auxiliados por la gracia, para no morir de la alegría.

         “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer”. Si alguien escribiera la reacción, al menos interior, de los cristianos que adoran la Eucaristía -y de los que asisten a la Santa Misa, porque el que asiste a Misa, debe adorar la Eucaristía-, debería describir la misma reacción experimentada por los discípulos ante Jesús resucitado. Y los que se encuentran cotidianamente con los que adoran la Eucaristía -y asisten a Misa-, deberían experimentar la misma alegría y el mismo asombro, como si se encontraran con Jesucristo en Persona, porque la contemplación y adoración de Cristo tiene esa finalidad: la transformación de la persona en Cristo: “Ya no soy yo, sino Cristo, quien vive en mí” (Gal 2, 20). Esto es lo que sucedía en los santos, en quienes se daba el triunfo completo de Cristo, porque para eso ha venido Cristo: para que muera el hombre viejo y para que nazca el hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia. En otras palabras, el que se encuentra con un adorador -y con el que comulga la Eucaristía-, debería experimentar el gozo y la alegría de encontrar al mismo Cristo.

miércoles, 8 de mayo de 2013

“Vuestra tristeza se convertirá en gozo”


“Vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 16-20). En la Última Cena, Jesús se despide de sus discípulos, anunciándoles su próxima Pasión y Muerte. El anuncio provoca en los discípulos desánimo y una profunda tristeza. Jesús percibe el estado de ánimo y por ese motivo les dice: “Vuestra tristeza se convertirá en gozo”, pero no como un modo de dar moralmente un simple aliento, sino como profecía de lo que sucederá realmente.
La tristeza de los discípulos por la muerte de Jesús, será al mismo tiempo para el mundo y su Príncipe, antagonistas y enemigos de Jesús, causa de alegría. Será la “hora de las tinieblas”, horas en las que el mundo y el Príncipe del mundo, Satanás, parecerán haber triunfado. Esto sucederá en el momento de la crucifixión y muerte de Jesús, el Viernes Santo.
Sin embargo, la alegría del mundo, que parecía definitiva, se convertirá en pesar y dolor eterno, mientras que la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría eterna.
Este cambio se producirá cuando Cristo resucite, es decir, cuando triunfe definitivamente sobre el mundo y su Príncipe. El cambio de tristeza en gozo, para los discípulos, tendrá lugar en el momento en el que las tinieblas parecerán haber triunfado, en el momento en que parecerán más densas, porque la luz que surgirá esplendorosa desde el sepulcro, el Domingo de Resurrección, las disipará para siempre.
Es esta certeza del triunfo de Cristo lo que alienta al cristiano en las tribulaciones de la vida, y es lo que infunde fuerzas para continuar por el camino de la Cruz, aun cuando no vea sensiblemente a Jesús, porque el tiempo para ver con los sentidos a Jesús, según sus palabras –“Un poco de tiempo y me veréis”-, no es esta vida terrena, sino la vida eterna. Es en la vida eterna en donde se cumplirán las palabras de Jesús –“Un poco y me veréis”-; hasta tanto, el cristiano vive sereno y alegre, con la tristeza ya convertida en gozo, anticipadamente, en la contemplación de Cristo resucitado en la Eucaristía. El cristiano vive en el “poco de tiempo” que es esta vida terrena, y todavía no ve “cara a cara” a Jesús, pero en la adoración eucarística y en la comunión sacramental, el cristiano “ve” a Jesucristo, con los ojos de la fe, y “convierte su tristeza en gozo”, como anticipo de la visión alegre y gozosa en el Amor que experimentará en la eternidad.

viernes, 20 de abril de 2012

Cada Misa es como un Cenáculo en el cual se aparece el Señor resucitado a su Iglesia


            

(Domingo III – TP – Ciclo B – 2012)
            “Los discípulos se llenaron de alegría y admiración”. (cfr. Lc 24, 35-48). Es notoria la diferencia en el estado anímico y espiritual de la totalidad de los discípulos en relación a Jesús, antes y después de su encuentro con Él resucitado: antes, están todos "apesadumbrados y tristes", como los discípulos de Emaús; "llorando", como María Magdalena; "con el rostro sombrío", como en el caso de los discípulos en el Cenáculo. Después del encuentro con Jesús resucitado, el Evangelio describe un estado anímico y espiritual radicalmente distinto:
         ¿A qué se debe este cambio? Podríamos intentar una explicación, desde el punto de vista humano. Entre los hombres, se da esta situación, luego de reencontrar a alguien a quien se amaba mucho, y por algún motivo, se lo daba ya por muerto, como por ejemplo, en una guerra: cuando esto sucede, se llora su ausencia, se hace un período de luto, se resigna a no verlo más, se siente nostalgia y, cuando ya se pensaba que su ausencia sería definitiva, en un determinado momento, inesperadamente, se lo vuelve a ver, lo cual provoca gran alegría entre sus seres queridos.
         Podría ser este el motivo de la alegría que experimentan los discípulos, pero en la Iglesia los hechos de Jesús no se explican por motivos humanos, sino por motivos divinos.
         La razón por la cual los discípulos se alegran y se admiran, es porque ven a su Maestro y Amigo vivo, que ha regresado de la muerte, que se encuentra lleno de la luz y de la gloria divina, cuyo resplandor emana a través de sus heridas.
La sorpresa es grande porque la última vez que habían visto a su amado Señor, había sido el Viernes Santo, crucificado, con su Cabeza coronada de espinas, con su Cuerpo lleno de hematomas, de heridas abiertas de las que manaba abundante sangre, y sin embargo, ahora lo ven con su Cuerpo resplandeciente, con la marca de sus heridas, pero de las cuales ya no brota más sangre, sino luz divina, y por esto se alegran y se admiran.
Pero no es esta la causa última de la alegría de los discípulos; si esta fuera, entonces en poco y en nada se diferenciaría de una situación puramente humana, como la que describimos al principio, es decir, se trataría sólo de la alegría y admiración de quienes creían que un ser querido había muerto, y en vez de eso, descubren que está vivo.
En la alegría y admiración de los discípulos hay algo más, que causa una alegría y una admiración infinitamente más grandes que la de simplemente ver a alguien que se pensaba muerto y está vivo: la alegría y la admiración de los discípulos está causada por el encuentro con el Ser divino que inhabita en Jesucristo, que se manifiesta en todo su esplendor a través de su Cuerpo resucitado. La alegría y la admiración que provoca al hombre descubrir al Ser divino, es tan grande, que no se puede expresar con palabras humanas, al tiempo que provoca en el alma un estupor de tal magnitud, por la contemplación de la majestad divina, que al alma le parece imposible creer que sea verdad. Es esto lo que el evangelista quiere expresar cuando dice: “Era tal la alegría de los discípulos, que se resistían a creer”. En otras palabras, lo que causa la alegría, la admiración, el estupor, el gozo, incontrolables, sin límites, en los discípulos que están en el cenáculo cuando se les aparece Jesús resucitado, es la contemplación del Ser divino trinitario que inhabita en Jesús, puesto que Jesús no es una persona humana, sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo encarnado, que manifiesta toda su gloria, todo su esplendor, toda su infinita majestad divina, a través de su Cuerpo humano resucitado.
Ese es el motivo último de la alegría y de la admiración de los discípulos en el cenáculo: contemplan, fascinados por la atracción del ser divino, a Dios Hijo encarnado, que los envuelve con su luz y con su gloria divinas.
La presencia Personal de Dios puede producir en el alma humana diversos estados, como por ejemplo, el temor –incluso hasta los ángeles más poderosos tiemblan ante la sola idea de la Justicia divina encendida en ira, según revela la Virgen a Sor Faustina Kowalska-, pero también por el amor y la alegría que lo desbordan, y es esto lo que les sucede a los discípulos en el cenáculo, a quienes la Aparición de Jesús, glorioso y resucitado, los llena de temor sagrado, de amor jubiloso y de fascinación maravillada, al punto tal de dejarlos estupefactos, sin poder articular palabra.
Pero no debemos creer que la aparición y manifestación de Jesús resucitado a sus discípulos se produjo por única vez hace dos mil años, en el cenáculo en Jerusalén: en cada Santa Misa, por el misterio de la liturgia eucarística, se aparece el Señor Jesús, resucitado, en Persona, con su Cuerpo glorioso, llena de la luz y de la vida divina, oculto bajo algo que a los ojos del cuerpo parece ser pan, pero que a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe y del Espíritu Santo, es el Hombre-Dios Jesucristo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Cada Santa Misa renueva y actualiza la aparición y manifestación gloriosa de Jesús resucitado, como lo hizo en el cenáculo hace veinte siglos, solo que para nosotros lo hace oculto bajo las especies eucarísticas.
Por lo tanto, cada Santa Misa, debería ser vivida, para los bautizados, con la misma alegría, con el mismo gozo, con la misma admiración y estupor, con los que los discípulos vivieron la experiencia de contemplar a Cristo resucitado, e incluso deberían vivir cada Misa con muchísima más alegría que los discípulos, porque Cristo se les apareció a los discípulos, y comió con ellos, pero no les dio su Cuerpo y su Sangre como alimento del alma, mientras que sí lo hace con los bautizados, al donarse todo Cristo en Persona en cada comunión eucarística.
Si alguien escribiera la historia de cada misa, ¿podría decir que quienes asistimos a ella nos alegramos y nos admiramos, como los discípulos, por la iluminación interior del Espíritu de Cristo, por la aparición de Cristo en medio nuestro como Pan de Vida eterna?
Cada misa es como un cenáculo en el cual se aparece el Señor resucitado a su Iglesia, para comunicarle de su alegría y de su amor por la comunión. Está en el bautizado pedir y aprovechar interiormente ese don del Espíritu, que le permite alegrarse y admirarse en Jesús resucitado en la Eucaristía, además de donarse a sí mismo como víctima, ofreciéndose a Cristo en el sacrificio de la Cruz, en acción de gracias por tanto amor demostrado por Dios, o permanecer indiferente, como si solo hubiera recibido un poco de pan, como si solo hubiera asistido a una rutinaria ceremonia religiosa.

domingo, 8 de abril de 2012

Domingo de Resurrección



Si el Viernes Santo la Iglesia estaba sumida en la tristeza, el dolor, el llanto y la amargura, al contemplar a su rey muerto en la Cruz, con su Cuerpo cubierto de sangre, de heridas abiertas, de tierra, de barro, de golpes, de latigazos, ahora, el Domingo de Resurrección, la Iglesia exulta de alegría porque su rey ha triunfado sobre la muerte, resucitando con la vida y la gloria del Ser divino. La Iglesia canta de alegría al comprobar que la fuerza vital del Ser divino es infinitamente superior a la fuerza de la muerte, la cual queda destruida y reducida a la nada con la resurrección de Jesús. La Iglesia se alegra, el Domingo de Resurrección, por la resurrección de Cristo, que es el triunfo de la Vida divina sobre la muerte. La Iglesia exulta porque al final de los tiempos, no vencerán los que propician el aborto, la eutanasia, la eugenesia, y todo tipo de delitos que atentan contra la vida humana. La iglesia se alegra porque la muerte, producto y consecuencia del pecado original, ha sido vencida para siempre por la gracia divina, que brota del Corazón de Jesús resucitado como de su fuente.

Si el Viernes Santo la Iglesia contemplaba, atónita, sin palabras, el pavoroso espectáculo que significa ver al Hombre-Dios muerto en la Cruz, vencido en apariencia por las fuerzas del infierno aliadas con la malicia de los hombres, el Domingo de Resurrección, en cambio, exulta de gozo, al contemplar a Jesús resucitado, Invicto Vencedor del Demonio y de todo el infierno, y también de la malicia del corazón humano. La Iglesia celebra con gozo interminable el triunfo de la Bondad del Ser divino, que triunfa sobre el mal, producido y creado en el corazón del ángel negro y en el corazón del hombre caído en el pecado original. La Iglesia se alegra, con alegría celestial, al comprobar que la maldad angélica y la maldad humanas, unidas, son igual a nada frente a la poderosísima fuerza de la Bondad divina. La Iglesia se alegra, con alegría incontenible, porque en el Domingo de Resurrección el mal fue vencido para siempre por la fuerza incontenible de Dios Trino, infinitamente bueno y amable. La Iglesia se alegra el Domingo de Resurrección porque al final de los tiempos serán derrotados para siempre todos aquellos que rinden culto al demonio, invocándolo por medio de la música, la hechicería, la brujería.

Si el Viernes Santo la Iglesia contempla, absorta, el Cuerpo muerto de Jesús, crucificado como consecuencia de la visión mundana del hombre, que lo lleva a negar la condición divina de Jesús, visión mundana que no se contenta con rechazarlo, sino que busca y consigue matarlo en la Cruz, el Domingo de Resurrección la Iglesia canta de alegría al comprobar que Cristo ha resucitado y que por lo tanto toda existencia humana está destinada no a esta vida mundana, terrena, caduca, superficial y efímera, sino a la vida eterna, a la feliz eternidad en la contemplación de Dios Uno y Trino. La Iglesia se alegra el Domingo de Resurrección porque el mundo, la vida mundana, que niega toda trascendencia, que condena al hombre a vivir una existencia sin esperanzas, y por lo tanto lo conduce a la desesperación, esa vida mundana, y ese mundo sin futuro, terminarán para siempre, y serán derrotados al fin de los tiempos, para dar inicio a la vida eterna en Dios, gracias a la Resurrección de Jesús.

La Iglesia se alegra en el Domingo de Resurrección porque los tres enemigos del hombre, la muerte, el demonio, y el mundo, han sido vencidos para siempre en la Cruz, y a partir de Jesús y su resurrección, una nueva fuerza, la fuerza del Amor del Ser divino, es la que conducirá a toda la humanidad a un nuevo destino, insospechado antes, el destino de feliz eternidad.

Finalmente, la Iglesia se alegra con alegría angélica el Domingo de Resurrección, porque su rey, Cristo, con el mismo Cuerpo glorioso, lleno de la luz y de la gloria del Ser divino de Dios Trino, con el que resucitó en el sepulcro, reina, majestuoso, en la Eucaristía.

Que nuestros corazones, que son muchas veces duros, fríos y oscuros como el sepulcro de José de Arimatea, en donde reposó el Cuerpo muerto de Jesús, sean como otros tantos sepulcros, esta vez de carne, que alojen al Cuerpo resucitado de Jesús Eucaristía, para inundados con su Luz celestial, con su Vida divina, con su Amor eterno, un Amor más fuerte que la muerte.



viernes, 6 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía del Señor



         En pleno tiempo navideño, tanto la Iglesia como el profeta Isaías hablan de la aparición de la gloria de Dios sobre la Iglesia, y la liturgia nos dice que esto se verifica en el Misterio de Navidad y de Epifanía[1]. El día de la Epifanía, la Iglesia la Iglesia se aplica a sí misma las palabras del profeta Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1-22; Epist.).
         Ahora bien, si lo que vemos en tiempo de Navidad es un pesebre, con una escena familiar, una madre, un padre, un niño, más un grupo de curiosos que han venido atraídos por lo insólito del lugar del nacimiento, un pesebre, un establo, en vez de una posada, ¿de qué gloria se trata? No es, obviamente, la gloria de Dios, al menos según  las teofanías o manifestaciones del Antiguo Testamento, en las que Yahveh se manifiesta en medio de truenos y rayos, en medio de temblores de tierra y de humo (cfr. Éx 33, 20-33).
         Tampoco es la gloria de Dios tal como la contemplan, en el cielo y por la eternidad, los ángeles de luz.
         Tampoco es, obviamente, la gloria mundana, opuesta radicalmente a la gloria de Dios.
         ¿De qué gloria se trata?
         Nos lo dice la misma Iglesia, en el Prefacio I de Navidad: “Por la encarnación de la Palabra, la luz de tu gloria se nos ha manifestado con nuevo resplandor”[2]. Lo que la Iglesia nos dice es que “en la Encarnación de la Palabra” la gloria de Dios se nos manifiesta con un nuevo esplendor, y esa Palabra encarnada, que manifiesta el esplendor de la gloria de Dios de un modo nuevo, desconocido para los hombres, es el Niño de Belén. Quien ve al Niño de Belén, ve entonces a la gloria de Dios, que se manifiesta visiblemente, de modo que el Dios de la gloria, que habitaba en una luz inaccesible, y que era invisible a los ojos del cuerpo, ahora se hace visible, perceptible, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Quien contempla al Niño de Belén con la fe de la Iglesia, contempla la gloria de Dios, porque contempla al Kyrios, al Señor de la gloria, Aquel al que nunca habrían crucificado quienes lo crucificaron, si precisamente lo hubieran reconocido como al Señor de la gloria.
         La gloria que la Iglesia y el profeta cantan entonces en Navidad, como apareciendo sobre la Iglesia, la gloria que se manifiesta en la Iglesia es entonces la gloria del Niño de Belén, que no es la del mundo, sino la gloria de Dios, pero que brilla con nuevo resplandor, porque se hace accesible a través de la carne, de la humanidad del Niño Dios. Y como el Niño Dios de Belén será luego el Hombre-Dios que entregará su vida y derramará su sangre en el Calvario, será también en el Calvario, en la cima del monte Gólgota, en la crucifixión, en la efusión de sangre del Hombre-Dios, en donde la gloria de Dios se manifestará con su máximo esplendor.
         Pero si el Niño de Belén, que es luego el Hombre-Dios, manifiesta la gloria de Dios, porque en Belén la Palabra se encarna, haciéndola brillar con nuevo resplandor, y si se manifiesta con su máximo esplendor en el Calvario, en la efusión de sangre del Cordero de Dios, es en la Santa Misa en donde se dan ambas manifestaciones o, más bien, en donde la gloria divina se irradia también de un modo nuevo, a través de la Eucaristía. Quien contempla la Eucaristía, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, contempla no un poco de pan bendecido, sino al Kyrios, al Señor de la gloria, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en cruz de modo incruento, sacramental, sobre el altar del sacrificio.
         Como los pastores, que ante el anuncio de los ángeles acudieron a adorar a su Dios que se les manifestaba como un Niño recién nacido y al adorarlo se llenaron de asombro, de alegría y de gozo; como los Magos de Oriente, que llenos de amor y de admiración se postraron delante del Niño Dios y le dejaron los dones de incienso, oro y mirra, también nosotros dejemos ante el altar eucarístico nuestros pobres dones: el oro del corazón contrito y humillado, el incienso de la oración, y la mirra de obras hechas con sacrificio en su honor, y adoremos a nuestro Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que se nos manifiesta en su gloria con un nuevo resplandor, el resplandor que surge del misterio eucarístico, y llenos de asombro, de alegría y de gozo por la manifestación del Hijo de Dios en la Eucaristía, comuniquemos al mundo la alegre noticia: la Eucaristía es el Emmanuel, el Dios entre nosotros, que se nos entrega como Pan de Vida eterna.


[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Misal Romano.