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martes, 5 de marzo de 2024

“Perdona setenta veces siete”

 


“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Para comprender el alcance de la respuesta de Jesucristo, debemos considerar antes cómo era el perdón entre el Pueblo Elegido. Para los judíos, el siete era el número perfecto y esto explica el hecho de que Pedro le preguntara a Jesús si se debía perdonar “hasta siete veces”, como si a la octava vez, ya se estuviera en libertad de aplicar la “ley del Talión”, es decir, “ojo por ojo y diente por diente”. Otra característica del perdón antes de Cristo es que se trata de un perdón que surge del propio corazón humano y por eso mismo es limitado, parcial, condicionado por factores como el paso del tiempo, como, por ejemplo, alguien perdona una ofensa porque ha pasado ya mucho tiempo y ha quedado en el olvido. Nada de esto forma parte del perdón cristiano, del perdón en Cristo, porque cuando el cristiano recibe una ofensa, no debe perdonar al modo del Pueblo Elegido, que no conocía a Cristo, sino que debe perdonar precisamente al modo de Cristo, como Cristo lo dice y como Cristo nos perdona.

Ahora entonces estamos en condiciones de reflexionar acerca de cómo debe ser el perdón en Cristo, el perdón cristiano, el perdón que debe ser “hasta setenta veces siete”. Una primera consideración a tener en cuenta es que el perdón en Cristo adquiere nuevas dimensiones, que trascienden el plano humano: ya no es solamente el hecho de que se extiende en el tiempo –“siempre”-, sino que se trata de un perdón que no surge propiamente del corazón humano; es un perdón que es una participación al perdón divino que Dios Padre, en el Amor del Espíritu Santo, nos otorga en Cristo Jesús, por medio del Santo Sacrificio de la Cruz. Esto último es lo que hace distintivo al perdón cristiano: es un perdón que se ofrece luego de haber reflexionado sobre el perdón recibido por el propio cristiano, por parte de Cristo, desde la Cruz: Cristo nos perdona con el Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo y lo hace desde el Trono Supremo de la Cruz, al precio de su Sangre y de su Vida y nos perdona desde siempre, por siempre y para siempre; por esta razón, el perdón que el cristiano debe ofrecer a su prójimo, tiene su origen en el Amor del Corazón de Jesús, que nos perdona sin límite de tiempo y con una sola condición, que estemos arrepentidos de nuestros pecados. El cristiano debe perdonar con el mismo perdón con el que ha sido perdonado por Cristo desde la Cruz, un perdón que se origina en el Amor Misericordioso de Dios y que nos perdona siempre, “setenta veces siete”. Solo si perdonamos de esta manera a nuestro prójimo que nos ha ofendido, obtendremos al mismo tiempo perdón y misericordia para nuestras almas.

jueves, 5 de agosto de 2021

“Perdona setenta veces siete”

 


         “Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21–19, 1). Pedro pregunta a Jesús si debe perdonar a su prójimo “siete veces”, puesto que éste era el número perfecto para los hebreos; además, una vez superadas las siete veces, se pensaba que a la octava vez ya se podía aplicar la ley del Talión –“ojo por ojo, diente por diente”- para con el prójimo que cometía la ofensa. La respuesta de Jesús deja perplejo a Pedro y establece cómo ha de ser en adelante el perdón cristiano hacia el prójimo considerado enemigo, al tiempo que deja abolida la ley del Talión: Jesús dice que se debe perdonar al prójimo que nos ofende “siete veces siete”, lo cual significa, en la práctica, siempre, es decir, todo el día, todos los días, si la ofensa se repitiera todo el día, todos los días.

         El fundamento del perdón cristiano se encuentra en la Santa Cruz: es allí donde Dios Padre nos perdona, en Cristo Jesús, nuestros innumerables pecados, al lavarnos con la Sangre de su Hijo, que se nos derrama en nuestras almas por el Sacramento de la Penitencia. Esto significa que si Dios nos perdona a nosotros, siendo sus enemigos, en la Cruz y cada vez que nos acercamos al Sacramento de la Confesión, con un perdón que ha costado la Sangre de su Hijo y que por lo tanto es un perdón basado en el Amor infinito, divino y eterno de Dios, nosotros, pobres creaturas, no tenemos ninguna excusa para no perdonar a nuestro prójimo que nos ofende, con el mismo perdón con el que somos perdonados por Dios en Cristo Jesús.

         Para ejemplificar tanto el perdón divino como nuestra mala predisposición a perdonar al prójimo, Jesús narra la parábola del siervo que debía una inmensa fortuna al rey: llamado por este para que le salde la deuda, el deudor suplica el perdón de la deuda, a lo que accede el rey, perdonándole todo lo que debía, pero cuando el hombre, que acababa de ser perdonado sale y se encuentra a su vez con alguien que le debía una pequeña suma de dinero, lo hace apresar porque no tenía con qué pagarle la deuda. Al enterarse el rey, ordena a este hombre malvado, que no perdonó a su prójimo, que lo traigan ante su presencia y, en castigo, ordena que lo pongan en la cárcel hasta que cumpla todo lo que debe, cancelando el perdón de la deuda que había concedido antes. En el rey que perdona una deuda imposible de pagar, está figurado Dios Padre, quien nos perdona, por la Sangre de su Hijo Jesús derramada en la Cruz, la deuda imposible de pagar por parte nuestra, que es el pecado; en el hombre perdonado pero que a su vez no perdona a su prójimo, estamos figurados nosotros cuando, habiendo recibido el perdón de los pecados por el Sacramento de la Penitencia, al salir de la Iglesia nos encontramos con un prójimo que nos debe algo o nos causó algún daño y nos negamos a perdonarlo, exigiendo, en vez del perdón, la justicia para con él. Ese hombre que, a pesar de haber sido perdonado, se muestra rencoroso y malvado, somos nosotros, toda vez que nos negamos a perdonar “setenta veces siete”, como nos manda Jesús.

         “Perdona setenta veces siete”. ¿De dónde sacar el amor con el cual perdonar a nuestro prójimo? De la contemplación de Cristo crucificado, considerando cómo Dios Padre nos perdona siendo nosotros sus enemigos y alimentándonos del Amor del Sagrado Corazón de Jesús, contenido en la Sagrada Eucaristía. Sólo así podremos perdonar “setenta veces siete”, como nos manda Jesús.

 

domingo, 15 de marzo de 2020

“Perdona a tu prójimo setenta veces siete”




“Perdona a tu prójimo setenta veces siete” (cfr. Mt 18, 21-35). Pedro le pregunta a Jesús acerca de la cantidad de veces que debe perdonar al prójimo. Pedro pensaba que perdonar siete veces era lo correcto, por lo que, a la octava ofensa, ya se podía aplicar la ley del Talión, “ojo por ojo y diente por diente”. Para los judíos, el número siete indicaba la perfección, de ahí que Pedro considerara que debía perdonar hasta siete veces las ofensas sufridas por el prójimo, con lo cual quedaba libre para actuar a partir de ese número. Sin embargo, Jesús lo corrige y le dice que no sólo debe perdonar siete veces, sino “setenta veces siete”, lo cual quiere decir “siempre”. Es decir, mientras Pedro considera que sólo hay que perdonar hasta siete veces, Jesús responde enseñando que se debe perdonar al prójimo que nos ofende, no siete veces, sino “setenta veces siete”, es decir, siempre: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.
¿Cuál es la razón por la que el cristiano debe perdonar “siempre” y no sólo hasta siete veces? La razón es que, al perdonar “siempre” al prójimo que lo ofende –al prójimo que es enemigo-, el cristiano imita y participa del perdón que Dios da, en Cristo, a la humanidad. Es decir, desde la Cruz, Dios Padre nos perdona con el sacrificio de su Hijo y no una, sino incontables veces; cada vez que pecamos –y sobre todo con el pecado mortal- volvemos a crucificar a Cristo y volvemos a cometer deicidio, pero Dios Padre, en vez de fulminarnos con un rayo de su Justicia Divina, derrama sobre nosotros la Divina Misericordia por medio de la Sangre del Corazón traspasado en la Cruz. Y esto, una y otra vez, siempre y cuando exista un verdadero y sincero arrepentimiento. En otras palabras, Dios Padre nos perdona en Cristo “siempre”, no únicamente siete veces, sino siempre y es por esta razón que, como cristianos, debemos perdonar siempre, porque así no sólo imitamos a Cristo en su perdón, sino que también participamos de este mismo perdón.
“Perdona a tu prójimo setenta veces siete”. El cristiano, para ser verdaderamente cristiano, debe imitar a Cristo y participar de su Pasión: el perdón ofrecido “siempre” al prójimo que nos causa un daño es una magnífica oportunidad que nos concede el Padre para que imitemos a su Hijo y participemos de su Pasión.

martes, 6 de marzo de 2018

“Perdona setenta veces siete”





“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Llevado por la casuística farisea, que consideraba que perdonar siete veces a un prójimo era suficiente para cumplir con la Ley del Talión –ojo por ojo y diente por diente- y proceder a hacer justicia mediante la venganza, Pedro pregunta a Jesús “cuántas veces” ha de perdonar a su prójimo. En la Escritura, el número siete es símbolo de perfección y es la razón por la cual Jesús no desestima la cantidad, sino que la multiplica: hasta “setenta veces siete”. Esta expresión de Jesús significa “siempre” y se basa en la ley de la caridad que Él viene a implementar, aboliendo para siempre la ley del Talión. La razón es que, a partir de Él y su sacrificio en cruz, el cristiano ya no tiene excusas para no perdonar a su prójimo, aun cuando esta ofensa se repita por tiempo indefinido. Este perdón no implica, de ninguna manera, ni el justificar la injusticia del prójimo, ni renunciar a exigir la reparación –moral, monetaria, etc.- que la acción del prójimo haya provocado. El perdón cristiano se basa no en un sentimiento humano altruista, sino en la participación al perdón divino que el Padre nos ofrece a todos y cada uno de nosotros a través del sacrificio de Cristo en la cruz. En la cruz, Jesús nos perdona a todos y cada uno de nosotros y este perdón lo recibimos siendo enemigos del Padre, puesto que con nuestros pecados, dimos muerte a su Hijo en la cruz. Al perdonar al prójimo setenta veces siete, como lo dice Jesús, nos hace participar del Amor Misericordioso de Dios, que por medio del Corazón no solo no nos castiga según nuestros delitos, sino que nos colma con su Misericordia Divina.
“Perdona setenta veces siete”. Cada vez que perdonamos en nombre de Cristo y por ser éste su mandato, participamos del amor misericordioso de Dios que salva al mundo, convirtiéndonos así en corredentores en Cristo Jesús.

miércoles, 22 de marzo de 2017

“Perdona hasta setenta veces siete”


“Perdona hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Para entender el mandato de Jesús de perdonar “hasta setenta veces siete” a nuestros prójimos que nos ofenden, ayuda mucho meditar acerca de la simbología contenida en la parábola del rey que perdona a su súbdito una cuantiosa deuda, el cual a su vez no quiere perdonar a un prójimo que le es deudor también, pero de una deuda mucho más pequeña. En la parábola, el rey que perdona una deuda enormemente grande, es Dios Padre, que perdona a la humanidad y a cada hombre en particular, la deuda enorme –infinita- que supone cada pecado cometido y que ofende su divina majestad: la deuda es insalvable por parte del hombre, y lo que hace es directamente condonar la deuda al hombre, a todo hombre, entregando a su Hijo Jesús a morir en el sacrificio de la cruz. En cierta manera, Dios perdona la deuda –el pecado del hombre-, pero la paga Él mismo, y a un precio altísimo, la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, degollado en la Cruz. El deudor al cual el rey le condona la deuda, como vemos, es el hombre, todo hombre, toda la humanidad, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en el último día. La deuda contraída por el hombre –el pecado- es imposible de saldar, pero el rey de la parábola, que es Dios, le perdona la deuda a su súbdito, el hombre, sin pedirle que le devuelva; lo único que quiere es que él, a su vez, haga lo mismo con su prójimo. En otras palabras, ese deudor, a quien el rey le perdona la deuda, somos todos y cada uno de nosotros, porque Jesucristo ha muerto en la cruz por todos los hombres y lo único que Dios quiere de nuestra parte, en contraprestación por la deuda saldada, es que nosotros seamos igual que Él, que lo imitemos en su misericordia sin límites y perdonemos las deudas que nuestros prójimos contraen con nosotros, cuando nos hacen algún mal. El tercer protagonista de la parábola, el prójimo del súbdito al que el rey le perdonó la deuda, es un prójimo cualquiera que, por algún motivo, es nuestro deudor, porque nos ha provocado algún mal. Cuando no perdonamos, somos como el súbdito desagradecido, que hace encarcelar a su prójimo por una deuda insignificante, y esto es lo que provoca la indignación, del rey de la parábola, y de Dios en la realidad. La deuda que el prójimo contrae con nosotros, aun cuando nos provocara el mayor mal o daño que un hombre puede contraer con otro, es casi inexistente, cuando se compara en magnitud con la deuda que nosotros contraemos con Dios con cualquier pecado –mucho más grande cuanto más grande es el pecado-, y lo que Dios espera de nosotros, es que nosotros, por misericordia, como Él obró con nosotros, “perdonemos a nuestros deudores”, tal como lo decimos en el Padrenuestros. El valor de la Sangre de Cristo, derramada por todos y cada uno de nosotros, es incalculable y de valor infinito, de ahí que alcance, por así decir, para saldar la deuda que el prójimo contrae con nosotros al infligirnos algún mal. Si Dios nos perdonó al precio de la Sangre del Cordero, no tenemos excusas para no hacer lo mismo con nuestro prójimo, cualquiera sea la deuda que éste contraiga con nosotros.

martes, 10 de marzo de 2015

“Perdona hasta setenta veces siete”


“Perdona hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Pedro le pregunta a Jesús si debe perdonar a su hermano “hasta siete veces” las ofensas que le haga. La razón del número siete es que, para los hebreos, el siete significa plenitud y perfección; de esta manera, perdonando “siete veces”, Pedro suponía que alcanzaba la cima de la perfección espiritual en la nueva religión de su maestro, y una vez llegada a esta, se veía liberado del nuevo precepto, con lo que podía aplicar el precepto de la Ley Antigua: “ojo por ojo y diente por diente”. Es decir, Pedro podía pensar que podía perdonar literalmente siete veces, y en la ofensa número ocho, aplicar la ley del Talión. Sin embargo, la respuesta de Jesús le abre un horizonte absolutamente nuevo e impensado, que deja atrás, definitivamente, a la Ley del Talión. Jesús le dice: “No te digo que perdones siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Si el número siete significaba plenitud y perfección, es evidente que, con esta respuesta, Jesús le está señalando que la Ley del Nuevo Testamento, la Ley Nueva de la caridad, es la máxima plenitud y perfección, que supera infinitamente a la Ley del Antiguo Testamento, la Ley del Talión. Ahora, a partir de Jesús, quien quiera ser perfecto, no sólo deberá perdonar “siete veces”, sino “setenta veces siete”, lo que en la práctica significa: “siempre”. Pero hay algo más agregado: si alguien ofende a otro al punto de obligarlo a perdonarlo setenta veces siete, es porque ese tal es su enemigo; ahora bien, en la Ley Nueva de Jesús, al enemigo, hay que amarlo: “amen a sus enemigos”, es el mandato de Jesús, lo que significa que el perdón con el que se perdonan las ofensas, está basado en el amor, pero no en un amor afectivo, sentimentalista, pasajero, sino en el Amor de Jesús, que es el fundamento del amor cristiano a Dios y al prójimo. Por lo tanto, el mandato de perdonar “siempre”, es decir “setenta veces siete”, es un mandato de amor, de caridad sobrenatural, que tiene su raíz y su origen en el Corazón traspasado de Jesús, que desde la cruz, nos ama y nos perdona a nosotros, sus enemigos, que lo ofendamos una y mil veces, con nuestros pecados, hasta el punto de quitarle la vida, y a pesar de que le quitamos la vida, Jesús nos ama y nos perdona, y el signo de su amor y de su perdón, es su Sangre derramada a través de sus heridas y su Cuerpo entregado en la cruz.

“Perdona hasta setenta veces siete”. Cuando nos asalte la terrible tentación de no perdonar y por lo tanto, de no amar a nuestros enemigos, recordemos que en la Santa Misa se renueva y se actualiza, de modo incruento y sacramental, el signo del perdón divino, pues Jesús realiza en el altar eucarístico el mismo sacrificio del Calvario: derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía. Por este motivo, no podemos comulgar, es decir, no podemos unirnos a Jesús Eucaristía, si no perdonamos a nuestros enemigos con el mismo perdón con el que Jesús nos perdona desde la cruz.

viernes, 12 de septiembre de 2014

“No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”


(Domingo XXIV – TO – Ciclo A – 2014)
         “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Pedro, llevado por la casuística rabínica, que consideraba al número siete como perfecto, pregunta si debe perdonar las ofensas del prójimo hasta siete veces: de esta manera, llegada a la octava ofensa, el justo quedaba eximido del perdón y en vez del perdón podía aplicar la venganza. Para su sorpresa, Jesús le responde: “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”, con lo cual le quiere decir: “siempre”. El cristiano, por lo tanto, en virtud de la Ley Nueva de la caridad de Cristo, está obligado, por esa ley del amor, a perdonar siempre a su prójimo, aun cuando esa ofensa se repita en el tiempo, es decir, aun cuando esa ofensa se renueve día a día, todos los días de su vida, porque el perdón cristiano no está condicionado por la magnitud de la ofensa recibida.
         ¿Cuál es el fundamento del perdón cristiano? Primero, podemos considerar cuáles no son los fundamentos del perdón: no son ni el paso del tiempo –perdono porque ya pasó mucho tiempo-, ni la bondad del corazón del hombre –perdono porque soy bueno-, ni porque la ofensa fue reparada –perdono porque me pagaron moral o materialmente la ofensa que me hicieron-; tampoco es fundamento del perdón cristiano el que me vengan a pedir perdón: perdono porque me pidieron perdón; tampoco el hecho de que haya cesado la causa de la ofensa -perdono porque ya no me ofenden más. Ninguno de estos motivos constituyen el fundamento del perdón cristiano, porque estos son motivos meramente humanos, naturales. El fundamento del perdón, por parte del cristiano, viene de lo alto, del cielo. Para saber de dónde viene, el cristiano debe, en primer lugar, arrodillarse ante Jesús crucificado y elevar sus ojos hacia Él y hacia la Virgen de los Dolores, que está de pie, al lado de la cruz, al lado de su Hijo que agoniza en la cruz. Sólo así, en la oración ante Cristo crucificado, el cristiano comprenderá el fundamento de porqué tiene que perdonar a su prójimo “setenta veces siete”, es decir, siempre, independientemente de la magnitud de la ofensa recibida, e independientemente de la duración en el tiempo de esa ofensa: el cristiano tiene que perdonar hasta "setenta veces siete", es decir, infinitas veces, a su prójimo, porque infinito es el perdón que ha recibido él mismo desde la cruz, por parte de Jesucristo. Y no solo Jesucristo lo ha perdonado: también lo han perdonado la Virgen -le perdona que le haya matado al Hijo de su Amor- y Dios Padre -le perdona que le haya matado a su Hijo Único, al que Él había enviado a encarnarse en el seno de María-. Al pie de la cruz, el cristiano comprende que ha recibido un triple perdón, de origen celestial, y que ése es el fundamento por el cual él no tiene ninguna excusa, de ningún motivo, para no perdonar a su prójimo, cualquiera sea la ofensa que éste le haga, aún si éste le hace la máxima ofensa que puede cometer un hombre contra otro, como es el de arrebatarle la vida: ha recibido el perdón de Jesucristo, que lo perdona desde la cruz; ha recibido el perdón de la Virgen, que está al pie de la cruz, al lado de su Hijo que agoniza por sus pecados, pero en vez de clamar venganza a la Justicia Divina por la muerte de su Hijo, clama perdón para el pecador; por último, el pecador ha recibido, desde el cielo, el perdón de Dios Padre, que lejos de descargar, como debería hacerlo, todo el peso de la Justicia Divina, porque le ha asesinado a su Hijo Unigénito, envía al Espíritu Santo, al Amor Divino, como sello y prenda del perdón para el pecador, que se derramará sobre los hombres junto con la Sangre del Cordero, cuando el Corazón de su Hijo sea traspasado por la lanza del Soldado romano.
         Arrodillado ante Cristo crucificado, el cristiano comprenderá entonces, que Cristo lo perdona, que la Virgen lo perdona y que Dios Padre lo perdona, y todavía más, que Dios Padre no solo lo perdona, sino que junto con Dios Hijo, le envía el Espíritu Santo, por medio de la Sangre que brota del Corazón traspasado de su Hijo Jesús en la cruz. Y es así como, arrodillado al pie de la cruz, el cristiano recibe de parte de Dios Padre el don inapreciable de la Sangre del Cordero que cae sobre su cabeza, quitándole sus pecados y lavándole la malicia de su corazón, porque la Sangre del Cordero es portadora del Espíritu Santo; Jesús es el Cordero “como degollado” del Apocalipsis (1, 5) cuya Sangre purifica y lava el alma, quitándole la negrura y el hedor del pecado, dejándola resplandeciente y perfumada con el perfume de la gracia divina.
Quien es consciente de que la Sangre del Cordero cae sobre él para quitarle sus pecados y concederle la vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios –esto es lo que sucede en el Sacramento de la Confesión-, no puede, de  ninguna manera, volver a manchar su alma con el pecado de la venganza y del rencor, del enojo y de la impaciencia, levantando su mano o su voz, o generando pensamientos y sentimientos de enojo contra su prójimo; si así lo hace, vuelve a manchar su alma, que había quedado limpia y brillante por la acción de la Sangre del Cordero y su alma y su corazón vuelven a quedar contaminados con la mancha pestilente del pecado de la venganza, del enojo y del rencor, es decir, de la falta del perdón, y así el cristiano, arrojando por el piso la corona de luz y de gloria que Cristo le había conseguido al precio de su Sangre derramada por su sacrificio en la cruz, vuelve a convertirse en enemigo de Dios y en enemigo de su prójimo, y todo por negarse a perdonar a su prójimo, es decir, por cometer el pecado de orgullo, el mismo pecado que cometió Satanás en el cielo y que le valió ser expulsado de la presencia de Dios para siempre.
         Entonces, el cristiano puede elegir entre perdonar, y así convertir su corazón en un nido de luz, en donde vaya a posarse la dulce paloma del Espíritu Santo, con lo cual el cristiano se convertirá en un foco que irradiará luz, amor, paz, serenidad, alegría, justicia, o puede el cristiano elegir el no recibir el perdón de Cristo en la cruz, y quedarse con su rencor y no perdonar a su vez a su prójimo enemigo, convirtiendo a su corazón en una cueva oscura y negra, adonde vayan a refugiarse toda clase de alimañas –escorpiones, arañas- y animales salvajes –lobos, chacales-, convirtiéndose en un foco de discordia, de desunión, de enfrentamiento y también en enemigo de Dios.
         “No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”. Jesús nos manda a perdonar hasta “setenta veces siete”, es decir, siempre, independientemente de la magnitud de la ofensa recibida; nos manda “amar a nuestros enemigos” (cfr. Mt 5, 43-45); nos manda “bendecir a los que nos odian”; nos manda “hacer el bien a los que nos persiguen”, porque solo así estaremos participando de su cruz; solo así estaremos lo estaremos imitando a Él en su mansedumbre y en su humildad; sólo así nuestro corazón será transformado, por la gracia, en una imagen y en una copia viviente de su Sagrado Corazón, “manso y humilde”; sólo así se hará realidad en nuestras vidas lo que Jesús quiere de nosotros, que seamos como Él: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29); sólo así, la ofensa que hemos recibido de parte de nuestro prójimo, y que fue permitida por Dios, para que crezcamos en la santidad y para que seamos perfectos en el Amor, es decir, para que seamos una copia viviente del Sagrado Corazón de Jesús y una imitación viva del Inmaculado Corazón de María, por el Amor y la mansedumbre, será realidad, porque nuestro corazón, al perdonar a nuestro prójimo, se convertirá en un nido de luz, en donde vendrá a reposar la dulce paloma del Espíritu Santo, que lo inhabitará y lo colmará con sus dones y lo perfumará con su Presencia, y así nuestro corazón podrá irradiar la santidad divina: amor, paz, luz, alegría, justicia, fortaleza, templanza. De esa manera, comprenderemos que si Dios permitió que nuestro prójimo nos ofendiera, era para que participáramos de la cruz de Jesús, y que cuanto más grave era la ofensa, era porque nos quería más cerca de la cruz de Jesús. Al perdonar a nuestro prójimo en nombre de Jesús, nuestro corazón se vuelve, por lo tanto, en una imagen y en una copia perfecta del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, y el plan de Dios Padre para nosotros, se hace realidad, porque el Espíritu Santo viene a inhabitar en él, porque se convierte en un nido de luz, que atrae a la dulce paloma del Espíritu Santo, enviada por Dios Padre.
De lo contrario, si nos rehusamos perdonar, habremos perdido esta oportunidad, ya que el corazón se convierte en una cueva negra, oscura, fría, refugio de alimañas y animales salvajes; refugio de escorpiones, de arañas venenosas, de serpientes, de lobos y chacales, es decir, refugio de ángeles caídos, que comienzan a destilar su odio angélico, preternatural, que se traduce en pensamientos negativos de venganza, de resentimiento, de odio, de rencor, de malicia, que buscan la destrucción de nuestro prójimo y que blasfeman contra Dios en todo momento.
“No te digo que perdones hasta siete veces, sino setenta veces siete”. Jesús no nos obliga a llevar la cruz, porque Él nos dice: “El que quiera seguirme, que cargue su cruz de cada día y me siga” (Mt 16, 24); Jesús no nos obliga a perdonar; Jesús no cambiará nuestra libre decisión de perdonar o de no perdonar, pero tenemos que saber que si no perdonamos, no somos misericordiosos, y por lo tanto, nos alejamos en una dirección que es la diametralmente opuesta a la dirección de la cruz, es decir, de la salvación ofrecida por Dios Uno y Trino y Dios no intervendrá en nuestra libre decisión, pero si no perdonamos a nuestros enemigos, nos hacemos reos de la Justicia Divina y por lo tanto, reos de muerte y de muerte eterna, ya que eso es lo que dice la Escritura: “Delante del hombre están la muerte y la vida, lo que él elija, eso se le dará” (Eclo 17, 18). Quien elige no perdonar, se aparta de la Misericordia Divina, y elige pasar por la Puerta de la Justicia Divina. Por el contrario, quien elige perdonar a su prójimo, elige también, para sí mismo, la Misericordia Divina, pero lo más importante de todo, es que configura su corazón al Corazón misericordioso del Hombre-Dios Jesucristo.