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viernes, 9 de octubre de 2020

“¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber!"


 

“¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso’’ (Lc 11, 47-54). De entre los “ayes” dirigidos por Jesús contra la casta sacerdotal de su tiempo, representada principalmente por los fariseos, destaca el siguiente, dirigido esta vez contra los doctores de la ley: Jesús les reprocha a estos “tener la llave del saber” para entrar en el Reino de los cielos y el no haberla sabido aprovechar, ya que no han entrado ellos, ni han permitido que otros entren: “¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso’’.

¿De qué saber se trata? De un saber, o una sabiduría, que no es de origen humano, sino de origen celestial, es decir, proveniente de Dios en Persona. Uno de estos saberes, por ejemplo, es la revelación dada al Pueblo Elegido de que Dios era Uno y de que no había múltiples dioses y por esta razón, los hebreos eran el único pueblo monoteísta de la Antigüedad; otro saber, por ejemplo, es el conocimiento que Dios da a su Pueblo acerca de su voluntad, manifestada en las Tablas de la Ley, en el Decálogo. Entonces, hay por lo menos dos conocimientos que tenían los hebreos y que no tenían los demás pueblos: que Dios era Uno y que había una Ley de Dios, que Él quería que fuera cumplida, porque ésa era su voluntad. Con su comportamiento cínico, hipócrita y falaz, los doctores de la ley –y también los fariseos y los escribas-, demuestran no utilizar la sabiduría que Dios les ha concedido y es por esto que ni entran ellos en el Reino de Dios, ni dejan a los demás entrar. Aquí vemos reflejada la importancia que se da entre el saber y el obrar, porque no es lo mismo no obrar –el Bien- porque no se sabe, a no obrar el Bien, aun sabiendo que hay que hacerlo. De ahí el duro reproche de Jesús a los doctores de la ley.

“¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso’’. Nosotros también tenemos un conocimiento dado por el Cielo, el Catecismo que hemos recibido para la Primera Comunión y para la Confirmación; por este conocimiento, por esta sabiduría, sabemos, entre otras cosas, que debemos vivir en gracia y recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía, además de obrar la misericordia, si queremos entrar en el Reino de los cielos. Recordemos que “al que más se le dio, más se le pedirá”: a nosotros se nos dio un conocimiento celestial que proviene de la Inteligencia misma de Dios Uno y Trino y por lo tanto, más obras de misericordia se nos pedirá, en relación a quienes no saben el contenido del Catecismo. Ahora que sabemos, obremos la misericordia, para no ser como los doctores de la ley, que saben, pero no obran. Si hacemos así, tanto nosotros, como nuestros seres queridos y todos cuantos nos rodeen, entraremos en el Reino de los cielos, al finalizar nuestra vida terrena.

miércoles, 22 de marzo de 2017

“No he venido a abolir la ley sino a darle plenitud”


“No he venido a abolir la ley sino a darle plenitud” (Mt 5, 17-19). Jesús, siendo Dios, había dado –junto al Padre y al Espíritu Santo- a Israel una Ley: “Dios, nuestro creador y nuestro redentor, se escogió a Israel como pueblo de su propiedad y le reveló su ley, preparando así la venida de Cristo”[1]. Pero esta Ley, dada en el Antiguo Testamento, no tenía fuerzas para llevar a la santificación, puesto que, escrita en tablas de piedra, sólo mostraba el precepto que conducía a la santidad, pero no otorgaba la santidad: “La ley antigua es la primera etapa de la ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los diez mandamientos (…) Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. El decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de toda persona para manifestarle la llamada y los caminos de Dios y para protegerla del mal”. Siendo “buena y santa” en sí misma, la Ley del Antiguo Testamento, reflejada en el Decálogo, no concedía por sí misma la fuerza misma de Dios, necesaria para vivirla en plenitud: “Según la tradición cristiana, la ley santa, espiritual y buena (Rm 7,12ss) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (Ga 3,24) la ley indica lo que hay que hacer, pero no da por sí misma la fuerza, la gracia del Espíritu, para ponerlo por obra. A causa del pecado, que la ley no puede borrar, ésta sigue siendo una ley de servidumbre... Es una preparación al evangelio”[2]. La Ley antigua no concedía la santidad, ni quitaba el pecado; sólo mostraba el camino para llegar a Dios.
Ahora, en cuanto Verbo de Dios Encarnado, Jesús viene “no a abolir”, sino a “darle plenitud” a esa Ley, es decir, viene a darle aquello que la Ley antigua no tenía ni podía dar: la fuerza de Dios para cumplirla, y la santidad de Dios en el alma, objetivo último del Decálogo y de la Nueva Ley de Jesús.    
Esta “plenitud” que Jesús viene a dar a la Ley, es “la gracia del Espíritu Santo concedida a los fieles por la fe en Cristo –y, añadimos nosotros, por los sacramentos de la Iglesia Católica- (…) La ley nueva o la ley evangélica es la perfección aquí en la tierra, de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo (y) del Espíritu Santo y, por él, se convierte en la ley interior de la caridad: “...yo concluiré con el pueblo de Israel y de Judá una alianza nueva...Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Heb 8, 8-10)”[3].
En otras palabras, la “Ley Nueva” que viene a traer Cristo, que es la “plenitud” de la Ley mosaica, es la ley de la gracia, la ley por la cual Dios Uno ya no está en el Monte Santo, siendo accesible sólo a Moisés, sino que, revelado en Cristo como Uno y Trino, como Trinidad de Personas, está en el corazón del justo. Inhabitación de la Trinidad en el alma del justo, participación a la santidad misma de Dios Uno y Trino, es en eso en lo que consiste la “plenitud” de la Ley o la Ley Nueva de la caridad de Jesucristo.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 1961-1967.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.