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jueves, 22 de julio de 2021

“El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo”

 


“El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo” (Mt 13, 44-46). Jesús compara al Reino de los con un “tesoro” que alguien “encuentra en un campo”. La reacción de esta persona es, al darse cuenta de que se trata de un tesoro invalorable, la de “vender todo lo que tiene” para “comprar el campo” y así quedarse con el tesoro.

Como en todas las parábolas, para desentrañar sus enseñanzas, es necesario reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales. Así, el tesoro escondido es la Eucaristía y también la gracia santificante: se trata de verdaderos tesoros espirituales, invalorables, porque no hay nada en el universo, visible o invisible, que sea de mayor valor que la gracia y la Eucaristía. El campo es la Santa Iglesia Católica, en la que se encuentra el "tesoro escondido", más valioso que el universo visible e invisible juntos, la Eucaristía y también se encuentran los Sacramentos, que conceden ese otro gran tesoro que es la gracia santificante; el hombre que encuentra el tesoro es el propio hombre antes de su conversión, es decir, con sus pecados y sus concupiscencias y es también el mundo anticristiano, que con sus leyes contrarias a la voluntad divina lo apartan de Dios; el hecho de “vender todo lo que tiene para comprar el campo”, es la renuncia que hace el hombre al pecado, al demonio, al mundo y a la carne, para vivir de la gracia y de la Eucaristía, espiritualmente hablando.

“El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo”. Tenemos un tesoro invalorable en la Iglesia, la Sagrada Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor; vendamos todo lo que tenemos, espiritualmente hablando, como el hombre de la parábola, para quedarnos con ese tesoro, el Sagrado Corazón Eucarístico, para siempre.

 

viernes, 16 de abril de 2021

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”


 

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan ante las palabras de Jesús, cuando les dice que deben “comer su carne y beber su sangre” para tener vida en ellos. El motivo del escándalo es que interpretan las palabras de Jesús en sentido material; no tienen presente que Jesús les está hablando de comer su Cuerpo y beber su Sangre, sí, pero luego de haber pasado por su misterio pascual de muerte y resurrección. Es decir, los judíos creen que Jesús les dice que deben comer su carne y beber su sangre, al modo material, sin haber pasado por la Pasión, Muerte y Resurrección, pero Jesús está hablando de su Cuerpo y de su Sangre ya glorificados y resucitados, luego de haber pasado por el Viernes, el Sábado Santo y el Domingo de Resurrección. Jesús les dice que deben comer su Cuerpo glorificado y beber su Sangre divinizada, en la Sagrada Eucaristía, porque está hablando de su misterio pascual de Muerte y Resurrección.

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. A muchos católicos les sucede con la Eucaristía lo que a los judíos con Jesús: así como los judíos veían a Jesús como a un hombre más y no como al Hombre-Dios, así muchos católicos ven a la Eucaristía como a un trozo de pan y no como al Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, glorificados por el Fuego del Espíritu Santo, ocultos en la apariencia de pan. Por eso, muchos católicos le preguntan a la Iglesia: “¿Cómo puede darnos a comer la Carne y a beber la Sangre de Jesús?”, cuando la Iglesia lo dice claramente en la fórmula de la Consagración: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo; tomen y beban, esta es mi Sangre”. La Iglesia lo dice claramente, por medio del sacerdocio ministerial, que da a sus hijos a comer la Carne del Cordero de Dios y a beber su Sangre, pero visto que la inmensa mayoría de los católicos desprecia al Santísimo Sacramento del altar, eso es una muestra de que repiten, sin saberlo, el escándalo racionalista de los judíos: “¿Cómo puede la Iglesia darnos a comer la Carne del Cordero y beber su Sangre?”. Muchos católicos, porque racionalizan su fe, se escandalizan de pensar que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo y así, escandalizados como los judíos, se alejan irremediablemente de la Fuente de la Vida eterna, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

viernes, 20 de abril de 2018

“¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”



“¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan falsamente frente a la revelación de Jesús de que quien quiera tener vida eterna, debe comer su carne y beber su sangre. Por la expresión que utilizan, se imaginan algo así como una especie de canibalismo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”. La razón del falso escándalo es que interpretan las palabras de Jesús de un modo material y lo hacen porque no tienen la luz de la gracia que les permita comprender el significado sobrenatural último y único que tienen sus palabras. Los judíos se escandalizan porque interpretan a Jesús con la escasa luz de su razón humana, absolutamente insuficiente para poder alcanzar el misterio sobrenatural de la revelación de Jesús. Con la sola luz de la razón natural es completamente imposible captar la profundidad sobrenatural de la revelación de Jesús; es algo equivalente a navegar en la superficie del mar, pero sin introducirse en las profundidades marinas distantes miles de metros de esa superficie. Con la luz de la razón natural no se distingue entre realidad natural y sobrenatural; se ve todo como si fuera una sola cosa y lo que se ve es solo lo que aparece, no lo que es en realidad, en su realidad sobrenatural.
Cuando Jesús dice que quien quiera tener vida eterna debe “comer su carne y beber su sangre”, se está refiriendo sí a su cuerpo y su sangre, literalmente, pero habiendo ya pasado el misterio pascual de muerte y resurrección, es decir, habiendo ya recibido su Cuerpo Santísimo y su Sangre Preciosísima la glorificación de parte de Dios Trino.
“Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes”. Al igual que a los judíos, también a los católicos -a la inmensa mayoría de los católicos- les sucede lo mismo: ven las realidades del Catecismo con la sola luz de la razón natural y así no entienden las realidades últimas sobrenaturales que están significadas en las naturales, como por ejemplo, el pan y el vino que han recibido la transubstanciación, significan el Cuerpo y la Sangre del Señor y ya no más pan y vino terrenos. La Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre del Señor, real y verdaderamente y a tal punto es así que quien come la Carne y bebe la Sangre de Jesús tiene vida eterna y Él lo resucitará en el último día: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Si la Eucaristía fuera solo pan y vino, entonces el que comulgara no tendría vida eterna y no sería resucitado por Jesús en el último día, con lo que las palabras de Jesús no serían verdad. Pero sí lo son y por lo tanto la Eucaristía es la verdadera comida y la verdadera bebida: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida”.
El problema es que la inmensa mayoría de católicos comete el mismo error de los judíos: cuando reciben la revelación contenida en el Catecismo, lo hacen solo con la luz de la razón natural y por lo tanto, dejan de creer que la Eucaristía es la Carne y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; escuchan y creen materialmente y en el fondo, no creen que el pan sea la Carne de Jesús y no creen que el vino sea su Sangre. Y esto es lo que conduce a la apostasía generalizada que vive la Iglesia hoy. Si los niños, jóvenes y adultos creyeran con la luz de la fe, entonces comprenderían que la Eucaristía no es pan y vino, sino la Carne y la Sangre del Señor Jesús y acudirían a la Iglesia, sino en masa, al menos en mayor cantidad que la actual, para recibir el don del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

jueves, 18 de abril de 2013

“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”



“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6, 51-59). Ante la afirmación de Jesús de que Él es “Pan de Vida” y de que ese Pan “es su carne”, los judíos que lo escuchan se escandalizan y se preguntan entre sí: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. La causa del escándalo está en la formulación misma de la pregunta: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. Los judíos no ven en Jesús a Dios Hijo hecho hombre; no creen en sus palabras, en las que Él afirma su divinidad: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo”, y como Él es Dios Hijo, “habla de lo que vio” en la eternidad, en el seno eterno del Padre, y lo que vio es la Verdad eterna y absoluta de Dios Trino; pero tampoco creen en los signos o milagros que Él hace, con los cuales corrobora sus palabras, porque son signos o milagros que solo pueden ser hechos con el poder de Dios: resucitar muertos, expulsar demonios, calmar tempestades, curar toda clase de enfermos, multiplicar panes y peces, etc.
La consecuencia de esta doble incredulidad es el oscurecimiento acerca de la identidad de Jesús: no ven en Jesús al Hombre-Dios, sino solamente a Jesús hombre, al “hijo de José y María”, al “carpintero”, al que “vive entre nosotros”. Y si Jesús es solo un hombre, y este hombre les viene a decir que para salvarse tienen que comer su cuerpo y su sangre, entonces se comprende la pregunta de los judíos, puesto que piensan en un acto de antropofagia: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne y su sangre?”.
Pero Jesús no es un mero hombre, sino el Hombre-Dios; su condición divina ha sido revelada por Él y ha sido suficientemente confirmada por sus milagros, de modo que cuando dice que Él es “el Pan de Vida eterna” y que para obtener la salvación todo hombre debe “comer su carne y beber su sangre”, significa literalmente eso, aunque como Él es Dios, Él “hace nuevas todas las cosas”, y una de las cosas que hace nuevas es el pan y el modo de comerlo.
Jesús hace nuevo el pan porque en la Santa Misa, con el poder de su Espíritu, insuflado por Él y el Padre a través del sacerdote ministerial a través de las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, hace desaparecer la substancia material, creada, con acto de ser participado y creatural del pan, para hacer aparecer en su lugar la substancia inmaterial, increada, con Acto de Ser Puro, de la Divinidad, unida hipostáticamente a su substancia humana glorificada, su Cuerpo, su Sangre y su Alma, es decir, su naturaleza humana, la misma que sufrió la muerte y crucifixión el Viernes Santo y que resucitó el Domingo de Resurrección. De esta manera, por las palabras de la consagración, el Pan Nuevo que hay sobre el altar eucarístico se parece al pan material, terreno, solo por su aspecto exterior, por su sabor y por sus características físicas: parece pan, sabe a pan, pesa lo mismo que el pan, al tacto se lo siente como pan, se disgrega en el agua, como el pan, pero ya no es más pan, porque ya no está la substancia del pan: está la substancia divina gloriosa y la substancia humana, glorificada y resucitada, del Hombre-Dios Jesús de Nazareth. Las especies del pan –sabor, color, peso, etc.- son sólo “receptáculos” de la substancia divina, y ya no más sostenes de la substancia creada del pan, que ha desaparecido y no está más. Por lo tanto, el Pan del altar eucarístico es un “Pan Nuevo” porque ya no es pan ácimo, compuesto de harina y trigo, sino que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Jesucristo.
Y si es nuevo el Pan, es nuevo también el modo de comerlo, porque cuando Jesús dice que si alguien quiere salvarse debe “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, está hablando literalmente de “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, pero su Cuerpo y su Sangre eucarísticos, es decir, su Cuerpo y su Sangre que han recibido la glorificación en la Resurrección. Cuando Jesús les dice a los judíos que deben alimentarse de su Cuerpo y Sangre, no les está diciendo que deben comer de su Cuerpo muerto en la Cruz el Viernes Santo y depositado en el sepulcro el Viernes y el Sábado; les está diciendo que deben comer de su Cuerpo y su Sangre glorificados el Domingo de Resurrección, el Cuerpo con el cual Él se levantó triunfante del sepulcro, que es el mismo Cuerpo con el cual Él está de pie, triunfante, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, que es Pan de Vida eterna.
Las palabras de Jesús solo se entienden a la luz de la totalidad de su misterio pascual de muerte y resurrección; podríamos decir que el Cuerpo resucitado, que está en la Eucaristía, está apto para ser consumido, porque ha sido cocido en el Fuego del Espíritu Santo el Domingo de Resurrección.
“Yo hago nuevas todas las cosas”, dice Jesús en el Apocalipsis, y nuevo es el Pan, y nuevo es el modo de comer este Pan, que es la comunión eucarística. En este modo nuevo de comer, la comunión de la Eucaristía, no es el hombre quien asimila un alimento material y terreno, sino que es Dios quien asimila al hombre, incorporándolo, con la fuerza de su Espíritu, a sí mismo, convirtiéndolo en sí mismo y haciendo de quien lo consume "un mismo cuerpo y un mismo espíritu" con Él. Y este modo nuevo de comer es nuevo porque como este Pan ya no es más pan material, terreno, sino que es su Carne gloriosa y su Sangre resucitada, y como esta Carne gloriosa y su Sangre resucitada contienen la Vida de Dios, el que come este Pan eucarístico come verdaderamente la Carne del Cordero y bebe su Sangre y así recibe la Vida eterna: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene Vida eterna”. 

martes, 19 de marzo de 2013

“La Verdad os hará libres”



“La Verdad os hará libres” (Jn 8, 31-42). En su enfrentamiento con los judíos –con aquellos que no creen, porque hay otros que sí creen-, Jesús, se auto-revela como la Verdad de Dios que libera: “La Verdad os hará libres”. Ahora bien, para ser liberados por Jesús, es necesario tomar la Cruz de cada día y seguirlo, pero también es necesario reconocerlo como al Hijo de Dios que posee la Verdad absoluta de Dios.
Para ser liberados por Jesús, es necesario reconocerse primero como pecadores, como esclavos del pecado y de la concupiscencia de la vida, además del demonio y de la carne.
Cristo con su gracia rompe definitivamente los lazos que esclavizan al hombre –concupiscencia, pecado, demonio, mundo- porque la fuerza vital contenida en la gracia santificante destruye de raíz los lazos del pecado, por fuertes que estos sean, al introducir en el alma la participación a la Vida divina. El hombre liberado por la Verdad y la gracia de Cristo se vuelve espiritual (Gal 5, 16) y no peca (1 Jn 3, 6.9). El hombre carnal, por el contrario, es esclavo del pecado, porque no es capaz de seguir su voluntad libre -y mucho menos la de Dios-, sino que es dominado por la pasión (Rom 7, 23).
“La Verdad os hará libres”. Hoy la humanidad se encuentra esclavizada y atrapada por múltiples lazos, por múltiples errores, que la sumergen en la más profunda tiniebla espiritual: materialismo, hedonismo, agnosticismo, cientificismo, paganismo gnóstico, ateísmo. Pero lo más grave no es sólo que la humanidad esté esclavizada por estos ídolos, sino que alaba y ensalza a sus captores, levantando en triunfo las banderas del mal, del pecado, del error y de la ignorancia. El mundo está esclavo y no se da cuenta que lo está, y esta ignorancia de su estado hace que cada vez más se introduzca en las tinieblas del espíritu, con el peligro de que llegará un momento en el que ya no habrá retorno posible porque, de seguir la tendencia anti-cristiana actual, todo el mundo formará parte del Reino de las tinieblas.
Por eso el cristiano, reconociendo en Cristo al Liberador, tiene que exclamar, todos los días, todo el día, desde que se levanta hasta que se acuesta, a Cristo en la Cruz y en la Eucaristía: “¡Ven, Señor Jesús, ven, y libéranos con tu Verdad y tu gracia!”.

sábado, 18 de agosto de 2012

El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él



(Domingo XX – TO – Ciclo B – 2006 – Jn 6, 51-58)
          “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Las palabras de Jesús indican que en la manducación de su cuerpo y de su sangre de resucitado, es decir, del Pan de Vida eterna, no se verifican los procesos que se verifican en la manducación de un pan material.
Al ingerir un pan material, el pan se degrada, por la acción de los jugos intestinales, en sus componentes moleculares más elementales, los cuales son incorporados al organismo por la absorción intestinal y son conducidos por el torrente sanguíneo a los diversos órganos para su utilización.
Es decir, se produce una conversión del pan en la persona del que lo asimila; puede decirse, en cierta manera, que el pan es convertido en parte de la persona que lo consume: las moléculas de hidratos de carbono son incorporadas al organismo, de manera tal que el pan deja de ser lo que era para convertirse en parte de la persona que lo asimiló.
Si Jesús es el Pan de Vida eterna, como Él mismo lo afirma, ¿eso quiere decir que Jesús se convierte en nosotros?
En realidad, sucede al revés de lo que parece: al consumir el Pan de Vida eterna, el cuerpo de Cristo resucitado, el alma es introducida en la participación de la vida íntima de Cristo; es el alma la que se convierte en el Pan, por así decirlo, y no el Pan, Cristo, quien se convierte en el alma. Lo que alimenta y sirve de comida es propiamente la fuerza divina del Verbo que habita en el cuerpo de Cristo[1] y es ese Verbo el que transforma al alma en Cristo. Cristo, Pan de Vida, al ser consumido como Pan de Vida eterna, comunica de su vida divina, de su vida de Hombre-Dios al alma que lo consume. Al alma en contacto con Cristo Eucaristía le sucede lo que a la humanidad de Cristo en la encarnación: es impregnada de la gracia divina. Hablando de la encarnación, dice un padre oriental, Teodoro Abukara[2]: “Si siembras un haba empapada de miel, pasará la dulzura de la miel al fruto. Así asumió Dios nuestra naturaleza sin falta ni mácula; tal como había sido, tal como fué creada en el principio, la inmergió en la miel de la divinidad; y mediante la virtud del Espíritu Santo, del Paráclito, le comunicó su dulzura, para que ella la comunicase como el haba mediante la propragación transmite al fruto que produce, la dulzura que ella recibió”[3]. El alma recibe de Cristo su vida divina. En la comunión se obra en el alma lo que se obra en el cuerpo por la consumición del pan material: así como el pan material es incorporado al cuerpo, así el alma es incorporada a Cristo[4].
Sin embargo, también sucede al revés: al incorporar a Cristo como Pan de Vida eterna, obtenemos por un lado de Él su fuerza divina, pero por otro, Cristo, Hombre-Dios, viene a morar en el alma para ser objeto de posesión y de alegría: “el que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él”. Es decir, el alma recibe no solo la vida, la fuerza y la alegría del Hombre-Dios, sino que lo recibe a Él en Persona, como algo personal que le pertenece. Al recibir el cuerpo de Cristo y por este cuerpo, resucitado, recibimos no un cuerpo muerto sino glorioso y recibimos al portador de esa gloria, el Hijo eterno del Padre, quien se dona a sí mismo tal cual es, en posesión personal al alma.
Es decir, no solo se produce la nutrición sacramental del alma al introducir como alimento el cuerpo de Cristo, sino que con el cuerpo de Cristo se introduce el Verbo del Padre, verdadero alimento del alma, y al mismo tiempo, así como la consumición del pan produce alegría en quien padece hambre, así la Presencia personal y posesión de Cristo –“yo habito en el alma”- produce la alegría de su sola Presencia personal.
“Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él”: al incorporar su cuerpo resucitado en el pan sacramental, el alma es introducida en la vida íntima del Hombre-Dios, y así mora en Él; pero al mismo tiempo, al incorporarlo por la comunión, el mismo Hombre-Dios viene al alma a inhabitar en ella, cumpliéndose también las palabras de Cristo –“yo moro en él”-, lo cual constituye la máxima felicidad que pueda ni siquiera imaginarse ninguna creatura.
“Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él”. La incorporación del alma a Cristo y la Presencia de Cristo en el alma es algo que ni siquiera puede comprenderse ni valorarse[5].


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 554.
[2] Cfr. Opusc. 6.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 414.
[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 552.
[5] Cfr. Scheeben, ibidem, 556.

miércoles, 16 de mayo de 2012

El Espíritu Santo los introducirá en toda verdad


“El Espíritu Santo los introducirá en toda verdad”. El envío del Espíritu Santo por parte de Jesús resucitado y ascendido al cielo, “introducirá en la Verdad” a los discípulos, es decir, les comunicará y los hará partícipes de todos los misterios sobrenaturales del Hombre-Dios Jesucristo.
         Es el Espíritu Santo el que hará ver y contemplar los grandes misterios de la Iglesia Católica, misterios inalcanzables e inconcebibles para cualquier criatura, humana o angélica.
         Los misterios de la Verdad divina que hace conocer –y amar- el Espíritu Santo, preservan al alma de todo error, de toda herejía, de toda división, de todo cisma, de todo progresismo: Dios en Uno y Trino, Uno en naturaleza y Trino en Personas; la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó, por lo tanto, Jesús de Nazareth es Dios Hijo en Persona, y no un simple hombre; su Encarnación fue obra del Amor Divino, por lo tanto, María, su Madre, es Virgen y al mismo tiempo, es Madre de Dios; porque Jesús es Dios, Jesús derrotó en la Cruz al demonio, al mundo y a la carne; Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía y en la Santa Misa.
         Es en estos misterios sobrenaturales, comunicados por el Espíritu Santo, en donde se apoyan y fundamentan los dogmas y toda la doctrina de la Santa Iglesia Católica.
         Cualquier enseñanza, doctrina, media verdad, que enseñe lo contrario, es un invento progresista que conduce al error, al cisma y a la herejía, y no proviene del Espíritu Santo, sino del ángel caído, el espíritu de las tinieblas.

viernes, 24 de junio de 2011

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

La carne del Cordero,
contenida en la Eucaristía,
está empapada del Espíritu Santo
y da la Vida eterna
a quien la consume
con amor y fe.

“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 51-58). En el capítulo 6 del Evangelio de San Juan, Jesús anuncia que hará presente el sacrificio cruento de su Pasión de modo sacramental, bajo las apariencias del pan y del vino, para que sus amigos puedan participar de Él no sólo por el amor, sino también por la manducación, del mismo modo a como los judíos se unían, por la manducación, a los sacrificios que ellos ofrecían a Dios[i].

El discurso del pan de vida se vuelve inteligible a la luz de la institución de la Eucaristía en la Última Cena, sobre todo en tres pasajes: en el versículo 35, haciendo referencia a la Encarnación, dice: “Yo Soy el Pan de Vida. Quien viene a Mí, jamás tendrá hambre; quien cree en Mí, jamás tendrá sed”. En el versículo 51, predice el misterio de la Redención: “El pan que Yo daré, es mi carne para la vida del mundo”. En los versículos 53 y siguientes, Jesús establece la manera por la cual Él desea que participemos de su sacrificio cruento, la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.

En este evangelio, Jesús entonces anuncia que hará presente sacramentalmente su sacrificio en cruz, y que su Cuerpo y su Sangre, entregados en la cruz, serán ofrecidos en el banquete eucarístico, ocultos bajo las especies sacramentales. El pan no será más pan, sino su Carne, y el vino no será más vino, sino su Sangre, y quienes coman y beban de este manjar eucarístico, tendrán vida eterna, porque Él habitará en ellos, y Él, que es Dios eterno, les comunicará de su vida eterna, al morar en ellos. El banquete eucarístico, por medio del cual ellos comerán la carne del Cordero, los hará participar de su sacrificio redentor, y les comunicará la vida eterna que brota de su Ser divino como de una fuente inagotable. Al sentarse a la mesa eucarística, comerán un pan que no es pan, sino su Carne, y beberán un vino que no es un vino, sino su Sangre, y así tendrán la vida eterna, cuando Él more en ellos y ellos en Él.

Pero los judíos no entienden qué es lo que Jesús les está diciendo: piensan que deben comer su carne, y beber su sangre, al modo como se come y se bebe terrenalmente, y se escandalizan: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52); “Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?»” (Jn 6, 60). Tal es el escándalo que provocan sus palabras, que muchos se retiran: “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6, 66).

Los judíos no entienden el lenguaje de Jesús, porque interpretan sus palabras de un modo material, y no tienen en cuenta que la carne que habrán de comer, y la sangre que habrán de beber, son sí las de Cristo, pero luego de haber pasado por la suprema tribulación de la cruz, es decir, después de haber sido sublimadas por el fuego del Espíritu Santo.

La carne que Cristo ofrece no es una carne muerta y sangrienta, tal como es la carne que se pone en el asador, para un banquete terreno; la carne que Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrenda en el altar de la cruz, es su Carne no muerta sino viva, sin defectos, purísima, hecha de materia espiritualizada, porque ha sido espiritualizada, sublimada, consumida en holocausto, al ser penetrada por el fuego purísimo del Espíritu Santo.

Las palabras de Cristo, de que su Carne es verdadera comida, y su Sangre verdadera bebida, no se entienden sin relacionarlas con los sacrificios del Antiguo Testamento, que eran figuras de la realidad del Nuevo Sacrificio, su sacrificio de la cruz.

Así como en el Antiguo Testamento, la carne de los corderos, asada al fuego, se convierte en humo que asciende al cielo, significando con esto que la ofrenda, se ha convertido, por la acción del fuego, de material en espiritual, y que ha pasado a ser propiedad de Dios, y así, como víctima de holocausto sube, como precioso aroma, hasta el trono de la majestad divina, así también, en el sacrificio del Nuevo Testamento, la carne del Cordero de Dios, inmolada en el altar de la cruz, es penetrada por el fuego del Espíritu Santo, y es así sublimada y glorificada, y su materialidad corpórea, pasa a ser corporeidad espiritualizada, glorificada por el fuego sagrado del Ser divino, y como tal, como Víctima purísima, espiritual y santa, asciende a los cielos, como suave aroma y fragancia exquisita, hasta el trono de la majestad de Dios, y permanece en su Presencia, como glorificación infinita y eterna de Dios y como expiación de los pecados de la humanidad.

La carne de la Víctima que ofrece Jesús Sacerdote, no es una carne muerta y sangrienta, que es despedazada al ser consumida, sino que es una carne viva, empapada del Espíritu de Dios[2], así como la esponja se empapa del agua cuando es sumergida en esta.

La carne de la Víctima que ofrece Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, no es una carne muerta, porque posee en sí misma la fuerza espiritual vivificante del Espíritu Santo que inhabita en esta carne.

Quien consume la carne de esta Víctima ofrecida por Jesús Sacerdote, no consume la carne al modo como se come la carne natural[3], porque es la carne resucitada del Cordero, en quien opera la fuerza divina vivificante del Verbo y del Espíritu Santo.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece la Víctima Santa y Pura, su carne resucitada, que es la carne del Cordero de Dios, empapada del Espíritu Santo, la Eucaristía.

Es así como deben ser interpretadas las palabras de Jesús: “El que coma mi Cuerpo y beba mi Sangre”, y no en un sentido materialista y racionalista, como lo interpretaban los judíos.

Podemos caer en este materialismo y racionalismo, cuando no creemos en las palabras de Jesús, o cuando creemos que la Eucaristía no pueden ser Carne y Sangre de Cordero.

El Espíritu Santo, que inhabita en la carne de la Víctima ofrecida por el Sacerdote Eterno lleva, en la Santa Misa, por las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, a esa carne al altar, para unirla con la carne de los creyentes, para que los creyentes, consumiendo esa carne espiritualizada y embebida en el Espíritu Santo, reciban ellos también al Espíritu de Dios, que les da la vida eterna en germen.

Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, se inmola en el altar de la cruz, y en la cruz del altar, en el altar eucarístico, como Víctima, en su carne resucitada y llena del Espíritu Santo, la Eucaristía, para que quien consuma esta carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, viva no ya con vida natural, creatural, sino con la vida eterna de la Trinidad.


[i] Cfr. Journet, C., Le mystère de l’Eucharistie, Editions Téqui, París6 1980, 8. [2] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 548.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem.

[4] Cfr. August., Tract. 27 in Jo, cit. Scheeben, Los misterios.