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martes, 10 de diciembre de 2024

“El Mesías los bautizará con Espíritu Santo..."

 


(Domingo III - TA - Ciclo C - 2024 – 2025)

         “El Mesías los bautizará con Espíritu Santo (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc 3, 10-18). Una de las características principales del Adviento es la penitencia; sin embargo, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia hace un paréntesis en la penitencia, para dar rienda suelta a la alegría, en vistas a la próxima Venida de su Mesías. Este hecho se ve reflejado en las lecturas elegidas para la liturgia de la Palabra: el Profeta, el Salmista y el Apóstol llaman, a Israel primero y al Pueblo de Dios después, a la alegría, a “estar alegres”: “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén”; en el Salmo se dice: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel” y en Filipenses: “Alegraos siempre en el Señor”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y de qué alegría se trata? Se trata de una alegría que no es de origen natural, humano, ni siquiera de origen angelical: la razón de la alegría está en la descripción que hace Juan el Bautista acerca del origen del Mesías; es un origen divino, porque mientras el Bautista bautiza “con agua”, el Mesías que viene, que es Dios, bautiza “con Espíritu Santo y fuego”. Ésta es la razón de la alegría de la Iglesia: el que viene para Navidad no es un hombre más entre tantos, tampoco es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos, sino el Hombre-Dios, que es la Santidad Increada en Sí misma, y es por eso que tiene el poder de salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”- y tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente y ésa es la razón de la alegría de la Iglesia en este tercer Domingo de Adviento. Si fuera un simple hombre, no habría esperanza alguna de salvación y no habría motivo alguno de alegría.

         Es muy importante distinguir entre el bautismo del Bautista y el bautismo de Jesús, ya que el primero no quita el pecado, mientras que el bautismo de Jesús no solo quita el pecado del alma con su Sangre Preciosísima, sino que además la hace partícipe de la vida divina del Ser divino de la Santísima Trinidad. Esto se debe a que Cristo es Dios y es la razón, como dijimos, de la alegría de la Iglesia en la Navidad, porque el Niño que nace en el Portal de Belén no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios Hijo en Persona. El Nacimiento de Dios Niño en Belén inunda a la Iglesia Católica de una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque ese Niño que es Dios es la misma Alegría Increada, es decir, de Él brota la Alegría verdadera y toda alegría buena y santa brota de Él como de su Fuente y ninguna alegría que no sea buena y santa no tiene ningún otro origen que el Niño de Belén. A esta alegría se refiere Santa Teresa de los Andes cuando dice que “Dios es Alegría infinita” y también Santo Tomás cuando dice que “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría, eterna e infinita, la que el Niño de Belén comunica a la Iglesia y la que la Iglesia comunica al mundo en Navidad.

Pero también, además de la alegría, en Navidad, resplandece sobre la Iglesia el resplandor y el fulgor de la luz divina y eterna del Niño Dios porque el Niño Dios, en cuanto Dios, es Luz divina y eterna. Por esta razón la Iglesia Católica no solo comunica al mundo la Alegría de Dios sino también la Luz de la gloria de Dios, porque sobre Ella resplandece con resplandor eterno la Luz divina del Verbo de Dios que es Cristo que nace en Belén; así, en Navidad resplandece para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la luz eterna de la gloria de Dios y también amanece para ella el resplandor de la alegría divina. Así exclama con alegría a la Iglesia el Profeta: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia se cubre con el resplandor de la luz de la gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad y es esa luz divina y eterna la que la Iglesia comunica a los hombres de buena voluntad en Navidad.

Nosotros, los hijos de la Iglesia, Parafraseando al Profeta Isaías, contemplando el Nacimiento del Niño Dios, decimos: “¡Levántate, resplandece y brilla con luz eterna, Esposa del Cordero de Dios! ¡Revístete de la gloria divina, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y alégrate, porque el Mesías te brindará su luz, su paz y su alegría!”.

Entonces, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde el Pesebre de Belén el Niño Dios le comunica con su virginal y glorioso Nacimiento. En Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el milagroso Nacimiento del Niño Dios porque Él es la Alegría Increada y la Luz Eterna y hace brillar sobre ella su luz divina porque el Niño de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios, Luz que es una Luz Viva, que da la vida divina trinitaria y santifica al alma a la que ilumina, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. Es por esto que nosotros, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, nos alegramos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios Padre encarnado, que es la Luz Divina y Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz y de su Alegría en cada Comunión Eucarística.

 


viernes, 2 de abril de 2021

Viernes de la Octava de Pascua

 



(Ciclo B – 2021)

         “Simón Pedro arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes” (Jn 21, 1-14). Jesús resucitado hace un milagro, llamado por algunos “la segunda pesca milagrosa”. Llama la atención el hecho de que cuando lo ven por primera vez, a la distancia, en las orillas del Mar Tiberíades, no lo reconocen como a Jesús –“los discípulos no sabían que era Jesús”-, pero cuando Jesús hace el milagro de la segunda pesca milagrosa, todos, sin excepción, sabían quién era Jesús –“sabían bien que era el Señor”-. Esto no se debe a que Jesús no es reconocido por los discípulos a causa de la distancia, como se podría objetar, aduciendo que no reconocen a Jesús porque estaban lejos de la costa y no podían distinguir bien a la distancia, pero cuando Jesús hace el milagro, al estar cerca de Él, lo reconocen y saben quién es Jesús. De ninguna manera el reconocimiento de Jesús se debe a un factor geográfico, de simple cambio de distancias –lejos, no lo reconocen; cerca, lo reconocen-: reconocen a Jesús porque Él sopla sobre sus intelectos y corazones el Espíritu Santo, que los ilumina con la luz divina y es así que los discípulos pueden no solo reconocer el milagro de la pesca abundante, sino que reconocen que el hacedor del milagro es el Hijo de Dios, Jesús de Nazareth.

         Además de la necesidad de recibir la luz del Espíritu Santo para reconocer no solo los milagros de Jesús, sino de que Jesús es Dios en Persona quien hace los milagros, el milagro de la segunda pesca abundante deja otra enseñanza y es que corrobora las palabras de Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer”. En efecto, antes de encontrar a Jesús, Pedro y los discípulos pasan la noche entera sin pescar nada, pero cuando es Jesús quien guía la pesca, obtienen tal cantidad de peces, que la red casi se rompe. Esto quiere decir que la Barca de Pedro, es decir, la Iglesia Católica, no es guiada por Pedro, el Romano Pontífice, sino Cristo Dios, con su Espíritu Santo, junto a Dios Padre. Esto significa que cualquier actividad apostólica que emprenda la Iglesia, si lo hace sin Jesús, aun cuando cuente con todos los recursos humanos y materiales en super abundancia, está condenada al fracaso. Por el contrario, cualquier actividad apostólica que emprenda la Iglesia, aun con escasísimos o incluso nulos medios materiales y humanos, serán una realidad inimaginable, porque es Cristo Dios quien en realidad guía y gobierna a la Iglesia, la Barca de Pedro.

sábado, 28 de febrero de 2015

“Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos”


(Domingo II - TC - Ciclo B – 2015)

“Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos” (Mc 9, 2-10). Jesús se transfigura en el Monte Tabor, se reviste de luz, antes de revestirse de Sangre. La Transfiguración es una demostración de la divinidad de Jesús, puesto que  por la Transfiguración, Jesús no recibe una luz que viene de lo alto, sino que la luz, proviniendo de su Ser divino trinitario, se derrama sobre su alma, se revierte luego sobre su cuerpo y, desde este, brilla hacia el exterior. Es decir, la luz que Jesús deja traslucir en el Monte Tabor, no es una luz ajena o extrínseca a Él, como si la recibiera desde lo alto; Él es el Dios cuya naturaleza divina es luz en sí misma, por lo que esta luz no viene de lo alto, sino que surge desde lo más profundo de su Acto de Ser divino, y puesto que es luz divina, no es una luz inerte, muerta, sin vida, sino que es una luz viva, que da la vida misma de Dios, la vida eterna, a todo aquel que es iluminado por ella. 
Además, como la luz en la Sagrada Escritura es sinónimo de gloria, lo que resplandece en el Monte Tabor es la gloria de Dios, que por medio del Mediador, el Hombre-Dios Jesucristo, se vuelve visible y accesible para los hombres. ¿Cuál es la razón por la cual Jesús se transfigura en el Monte Tabor? Dice Santo Tomás que es para darles valor a sus Apóstoles, porque Jesús se transfigura y se reviste de gloria y de luz, para que sus discípulos recuerden que Él es Dios, porque la Pasión será tan cruelmente dura, que Él quedará prácticamente desfigurado y además cubierto de sangre, con lo cual será irreconocible y para que sepan que a la gloria de la luz, se llega por la tribulación de la cruz. El Dios de gloria y majestad, al que los ángeles se postran en adoración y al que aman y adoran con toda la fuerza de sus seres angélicos, por la malicia de los hombres, quedará reducido, en la Pasión, a un guiñapo sanguinolento; por la malicia del corazón de los hombres, el Dios de toda majestad y gloria, en la Pasión, quedará cubierto de sangre debido a sus heridas abiertas y a que la casi totalidad de su piel ha sido arrancada a fuerza de latigazos. 
Ésta es la razón por la cual Jesús se transfigura en el Monte Tabor, es decir, deja traslucir la luz de su gloria divina -manifestándose en el Tabor en una nueva Epifanía, como lo que es, pero que oculta el resto de su vida terrena, para poder sufrir su Pasión: el Dios de infinita majestad-: lo hace para que lo contemplen en su gloria y así lo recuerden, en el momento en el que Él quedará cubierto de su Preciosísima Sangre.  Jesús se transfigura para que sus discípulos sepan que a la gloria de la luz se va por la cruz, y que no hay otro camino, para llegar a la gloria divina, que la cruz de Jesús. 
La contemplación de Jesús en el Monte Tabor, resplandeciendo de gloria y cubierto de luz, debe realizarse, de modo contemporáneo, con la contemplación de Jesús en el Monte Calvario, saturado de oprobios e ignominia y cubierto de su Sangre Preciosísima. La obra del Monte Tabor, por la cual Jesús está revestido de luz, es obra del Padre, porque Dios Padre le comunica de su gloria y de su luz al Hijo desde la eternidad y es esa luz y esa gloria la que se transluce en el Monte Tabor; la obra del Monte Calvario, por el contrario, por la cual Jesús está saturado de insultos y de golpes y está revestido con el manto rojo de su Sangre, es obra de nuestras manos, porque nosotros, con nuestros pecados, nos convertimos en deicidas, al matar a Jesús en la cruz.
Si Jesús se transfigura y manifiesta su gloria en el Tabor para que sus discípulos sepan que a la luz se va por la cruz, lo hace también para nosotros, que somos sus discípulos, para hacernos ver que tenemos que seguir el mismo camino, participar de su Pasión y Muerte en cruz, si queremos alcanzar la gloria del cielo. Si Jesucristo, nuestro Redentor, pasó a la gloria por la cruz, también nosotros debemos pasar por la cruz al cielo, y la forma de hacerlo es participar de la Pasión de Nuestro Señor. Es lo que pide la Iglesia para sus hijos, en la Liturgia de las Horas: “Señor, que tus hijos vean en sus sufrimientos una participación a tu Pasión”[1]. Cada uno de nosotros, si quiere llegar al cielo, debe pasar por la Pasión de Jesús; cada uno de nosotros, si quiere experimentar y vivir para siempre la gloria del cielo, que es la gloria del Monte Tabor, debe pasar, como pasó Jesús, por la tribulación de la cruz.
“Jesús se transfiguró en el Monte Tabor”. El mismo Jesús glorioso que resplandece con su divina luz en el Tabor, es el mismo Jesús glorioso que resplandece con su divina luz en el cielo, y es el mismo Jesús glorioso que resplandece, a los ojos de la fe, con su divina luz, en la Eucaristía, en el Nuevo Monte Tabor, el altar eucarístico. A esa misma gloria estamos destinados: la gloria del Tabor, la gloria del cielo, la gloria del Cordero en la Eucaristía, pero a esa gloria sólo llegaremos si pedimos, con todo el corazón, participar, en cuerpo y alma, de la bendita Pasión del Salvador.




[1] Cfr. Viernes de la Primera Semana de Cuaresma.