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jueves, 1 de marzo de 2018

“Un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham (…) el hombre rico que hacía banquetes también murió y fue sepultado”



“Un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham (…) el hombre rico que hacía banquetes también murió y fue sepultado” (Lc 16, 19-31). Este pasaje del Evangelio ha sido utilizado por algunos autores para demostrar la existencia del Purgatorio luego de la vida terrena; otros, lo han utilizado para probar la existencia del Infierno. Los que argumentan a favor del Purgatorio, afirman que el hombre rico -que vestía púrpura y hacía espléndidos banquetes y que se despreocupaba de la suerte del hombre pobre que estaba a la puerta de su casa-, una vez muerto, va al Purgatorio para pagar su falta de misericordia y la argumentación se basa en que el hombre rico le suplica a Abraham que “envíe a Lázaro para advertir a sus hermanos y los prevenga, para que ellos no caigan en ese lugar de tormento”. El rico estaría en el Purgatorio, puesto que el pedido que hace en favor de sus hermanos es un gesto de compasión, algo que es inexistente en el Infierno. Otros autores, en cambio, afirman que este pasaje demuestra la existencia del Infierno, porque el lugar en donde está el rico es “lugar de tormentos” y está separado “del seno de Abraham” por un abismo infranqueable.
Ya sea que se trate de la demostración de la existencia del Purgatorio o del Infierno, ambas interpretaciones reafirman el dogma de fe católico acerca de la existencia de estos dos lugares supra-terrenos: uno, como anticipo del Cielo; el otro, como lugar de castigo eterno.
Además de la confirmación de la existencia del Purgatorio y del Infierno, en el pasaje evangélico hay otro aspecto que puede considerarse y es la causa de los distintos destinos ultra-terrenos de uno y otro. En el caso del pobre, llamado Lázaro, la causa de su salvación no es su pobreza, sino el haber sobrellevado su pobreza material extrema –indigencia- y las enfermedades y la soledad en la que vivía, con resignación, con humildad y con piedad, porque en ningún momento se queja contra Dios por los males que Dios permite que le sucedan. Es importante recordar que Dios jamás desea ni provoca ningún mal, aunque sí lo permite –en este caso, permite el mal de la enfermedad, la soledad, la extrema pobreza de Lázaro- y si lo hace es porque por su omnipotencia puede obtener un bien inmensamente mayor. En el caso del rico, la causa de su condenación –en el supuesto de que el pasaje haga referencia al Infierno-, o de su destinación al Purgatorio –si el pasaje se interpreta como prueba de la existencia del Purgatorio-, no es la riqueza material en sí misma, sino la ausencia de amor de compasión para con su prójimo necesitado, en este caso, Lázaro. Si el rico hubiera utilizado sus bienes materiales en favor de Lázaro, saciando su hambre, curando sus enfermedades y, sobre todo, ver en Lázaro a su hermano sufriente, con toda seguridad habría salvado su alma –no se habría condenado en el Infierno- o habría pasado directamente al Cielo –no habría sido destinado al Purgatorio luego de su muerte-. Es erróneo afirmar, como lo hace la Teología de la Liberación –también una rama de esta, la Teología del Pueblo-, que el pobre se salva por ser pobre y el rico se condena por ser rico, y que la causa de la salvación es la pobreza y la causa de la condenación es la riqueza. Nada de esto es verdad, por cuanto el centro del Evangelio no es el pobre, sino Cristo y lo que salva al hombre no es la pobreza, sino la gracia santificante obtenida por Cristo por medio de su sacrificio en cruz.

martes, 20 de febrero de 2018

“Venid, benditos de mi Padre”




“Venid, benditos de mi Padre” (Mt 25, 31-46). Estas dulces palabras, pronunciadas por Nuestro Señor Jesucristo en Persona, resonarán en los oídos y corazones de aquellos que, en esta vida terrena, hayan dedicado sus vidas a las obras de misericordia corporales y espirituales, según las posibilidades y el estado de cada cual. Quien se haya preocupado por el prójimo, sobre todo el más necesitado y lo haya auxiliado en nombre de Cristo y no por vanagloria, recibirá en el cielo un premio imposible siquiera de imaginar, porque a las maravillas inconcebibles que supone el cielo en sí mismo, se le sumarán las maravillas aún más inconcebibles, el contemplar a la Trinidad y al Cordero por toda la eternidad.
La Cuaresma es el tiempo propicio para practicar las obras de misericordia, espirituales y materiales, indicadas por la Iglesia. Ahora bien, no se deben confundir dichas obras de misericordia con el activismo de corte socialista-marxista que propician las nefastas Teología de la Liberación y la Teología del pueblo –esta última, rama de la primera-, desde el momento en que son contrarias al Evangelio, al colocar al pobre en el centro del mensaje evangélico y a la pobreza como causa de salvación. El único centro del Evangelio es Nuestro Señor Jesucristo, Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana y la única causa de salvación es su Pasión y Muerte en Cruz y la gracia santificante por Él merecida para nosotros, al precio altísimo de su Sangre derramada en el Calvario.

viernes, 23 de septiembre de 2016

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (cfr. Lc 16, 19-31). Jesús narra la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, sus vidas y sus destinos eternos: el rico se condena en el infierno, el pobre se salva y va al cielo. Para no caer en interpretaciones apresuradas y superficiales, que condenen al rico por su riqueza y justifiquen al pobre por su pobreza, hay que tener en cuenta cuál es el sentido espiritual de la parábola, para comprender qué es lo que condena al rico, que no es su riqueza, y qué es lo que salva al pobre, que no es su pobreza. Es necesario hacer esta aclaración, porque existen interpretaciones de este pasaje que, haciendo hincapié en lo que es secundario –riqueza y pobreza de los protagonistas de la parábola-, interpretan el pasaje en un sentido contrario al Evangelio, considerando sólo los aspectos meramente materiales. En estas fallidas interpretaciones, el rico es considerado “malo” solo por el hecho de ser rico, siendo así la causa de su condenación la sola posesión de bienes materiales; a su vez, el pobre es considerado “bueno” por el solo hecho de ser pobre, siendo la pobreza la causa de su salvación. Sin embargo, hacer esta interpretación es, por un lado, simplista y falso y, por otro lado, ajena al Evangelio y a su espíritu. Como decíamos antes, ni la riqueza en sí misma es la causa de la condenación del rico Epulón, ni la pobreza es la causa de la salvación del pobre Lázaro. Con respecto a Epulón, baste decir que, en el Evangelio, hay quienes eran considerados ricos, como Zaqueo, o también José de Arimateo, el fariseo discípulo de Jesús y dueño del sepulcro donde fue depositado el Cuerpo de Nuestro Señor. También en la Iglesia hay numerosos santos, como por ejemplo el joven Pier Giorgio Frassatti, que siendo hijo de uno de los hombres más ricos de Italia, nunca renunció a su fortuna, aunque vivía pobremente porque todo lo que tenía lo daba como limosna, o el caso de Santa Isabel de Hungría, que era reina y dueña de una inmensa fortuna, pero todo lo que era suyo lo donó para construir hospitales, escuelas y albergues. Y al contrario, hay ejemplos de pobres, como Judas Iscariote, que tienen corazón de avaro. Como vemos, entonces, no es la riqueza en sí misma la que condena, como tampoco es la pobreza en sí misma lo que salva.
         Lo que salva o condena, es el modo de usar los bienes que se poseen y el estado del corazón en relación a Dios y al prójimo, que es lo que nos enseña la parábola: Epulón se condena porque en su corazón no hay amor ni a Dios, ni al prójimo; si hubiera tenido amor a Dios, se habría desprendido de algo de sus bienes materiales para socorrer a Lázaro que, en cuanto prójimo y en cuanto sufriente, es imagen viviente de Dios Hijo encarnado y crucificado. Puesto que no tiene amor ni a Dios ni a su imagen viviente, que es el prójimo, en su corazón sólo hay amor de sí mismo, de sus propios placeres y comodidades, lo cual lo pone, de modo inmediato, bajo el dominio del Príncipe de las tinieblas, y esa es la causa de su condenación. En otras palabras, Epulón se condena no por poseer riquezas, sino por no poseer amor en su corazón y por tener su corazón en las riquezas, cumpliéndose así lo que dice Jesús: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21).
A su vez, Lázaro no se salva por la pobreza en sí misma, sino por amar a Dios y a su prójimo, demostrando el amor a Dios en la mansedumbre, paciencia y humildad con la que vive las tribulaciones permitidas por Dios para su santificación –la enfermedad, la pobreza, la soledad-, y demostrando su amor al prójimo –en este caso, Lázaro-, sin demostrarle enojo, encono ni nada parecido, por el hecho de ser Lázaro rico y él pobre y por el hecho de comportarse egoístamente con él. Es decir, Lázaro se salva porque ama a Dios y al prójimo, y no porque es pobre, o sea, no se salva por la pobreza en sí misma, sino por el amor a Dios y al prójimo que contiene su corazón.

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. Todos somos, en cierta medida, Epulón, en el sentido de que todos tenemos riquezas –sean materiales o espirituales- para dar y compartir con nuestros prójimos más necesitados; todos debemos ser Lázaro, porque todos debemos amar a Dios y al prójimo, si queremos salvar nuestras almas. Desprendernos de nuestros bienes materiales en favor de nuestros prójimos, enriquecernos con el tesoro más grande que tiene la Iglesia, la Eucaristía, es la enseñanza de esta parábola de Jesús.

martes, 8 de abril de 2014

“Si el Hijo los libera, serán realmente libres”


“Si el Hijo los libera, serán realmente libres” (Jn 8 31, 42). Los judíos piensan que por ser descendientes de Abraham y por no ser esclavos materiales de nadie, son libres. Sin embargo, Jesús les advierte que son esclavos del pecado y del error, porque no lo conocen ni a Él ni al Padre y que sólo conociéndolo a Él y al Padre, serán verdaderamente libres, porque Él es la Verdad y la Sabiduría encarnadas, que hace verdaderamente libres al hombre. Jesús les hace ver que son esclavos espirituales del pecado[1] y que mientras no lo conozcan a Él, que es la Sabiduría encarnada, no serán verdaderamente libres, porque Él es la Sabiduría del Padre, el Único que da la verdadera libertad al hombre.
La tentación de los judíos, de querer ser libres prescindiendo de Cristo y de su Verdad revelada, es la tentación del mundo moderno y también la de muchos en la Iglesia. Muchos en la Iglesia pretenden que lo que libera al hombre no es Cristo, sino sistemas ideológicos y filosóficos materialistas, como el liberalismo o el comunismo, y es así que estos tales ponen en el centro de la salvación al hombre mismo y no a Cristo; como para estos el que salva no es Cristo sino la ideología, el error, el centro de la salvación será  la ideología y por eso el hincapié en la pobreza y así muchos piensan que lo que libera al hombre, lo que lo salva y lo hace libre es la ideología de la pobreza y por este motivo es que para muchos el pobre está en el centro del Evangelio -principalmente, la Teología de la Liberación, lo cual es un grave error-. Sin embargo, la misión central y principal -y exclusiva- de la Iglesia es anunciar a Cristo vivo, resucitado y glorioso en la Eucaristía y que todo hombre debe salvar su alma y evitar la condenación en el infierno. No es misión de la Iglesia terminar con la pobreza en el mundo, ni tampoco es su misión terminar con el hambre en el mundo; estas son obras de caridad y de misericordia, necesarias absolutamente para sus miembros para entrar en el Reino de los cielos, pero no es su misión central.
“Si el Hijo los libera, serán realmente libres”. Solo Cristo, el Verbo de Dios encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, Presente en la Eucaristía, salva, no salva la ideología de la pobreza.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1953, 728.

martes, 10 de septiembre de 2013

La paradoja de las Bienaventuranzas


          Las Bienaventuranzas de Jesús (Lc 6, 20-26) encierran una paradoja: cuanta mayor infelicidad experimente un alma en este mundo, mayor felicidad experimentará en la otra vida, y puesto que las Bienaventuranzas tienen su contrapartida en los "ayes", se sigue también que, a mayor felicidad mundana, mayor desdicha sufrirá en la otra vida. Para poder entender esta paradoja, hay que interpretar las Bienaventuranzas -y también los "ayes"- no con ojos humanos, sino con los ojos de Dios, y como Dios nos mira a nosotros y al mundo solamente a través de la Cruz de Jesús, entonces es a la luz de la Cruz en donde debemos leer el camino que nos señala Dios para nuestra eterna felicidad.
          Es a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende la felicidad de la pobreza, pobreza que hace adquirir la riqueza del Reino de los cielos, porque Jesús en la Cruz es el Sumo Indigente, que despojado de todo bien material -nada le pertenece: ni el paño con el que se cubre pudorosamente, ni la corona de espinas, ni los clavos, ni el madero de la cruz-, muere para dar muerte a la muerte y para concedernos la más grande fortuna que ni siquiera puede ser imaginada: la Vida eterna, la vida de los hijos de Dios.
          Es a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende que sean felices los hambrientos, los que tienen hambre y sed de justicia, porque Jesús en la Cruz padece hambre y sed: hambre de almas y sed del amor humano, y con su hambre y sed repara y expía por los amores mundanos y pecaminosos, al tiempo que santifica los amores puros de los hombres justos que, unidos a Él en la Cruz, se hacen merecedores del Amor divino.
          Es a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende que sean felices los que lloran, porque Jesús en la Cruz llora lágrimas de sangre, acongojado y entristecido por la dureza del corazón humano, y así con sus lágrimas lava las impurezas de los corazones endurecidos y les concede lágrimas de conversión y de arrepentimiento, haciéndolos merecedores de las eternas alegrías de la Casa del Padre.
          Es en la Cruz de Jesús que se entiende que quien sea odiado, excluido, insultado y proscripto, y considerado infame a causa de Él, sea exaltado en lo más alto del cielo, porque Él muere en la Cruz odiado, excluido, insultado, proscripto, para destruir con su Cuerpo el "muro de odio" que separa a los hombres (cfr. Ef 2, 14-15), y así abrir las puertas del cielo a quienes se asocien a Él en la soledad del Calvario.
          Y es también a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende que los ricos sean objeto de los "ayes", aunque no se refiera tanto a los ricos materialmente hablando, sino ante todo a aquellos que, a causa de su soberbia, se enriquecen vanamente con su ego, dejando de lado a Dios y considerando que no tienen necesidad de Él, convirtiéndose así en los ricos del Apocalipsis, ricos que a los ojos de Dios son "miserables, pobres, ciegos y desnudos", y que serán vomitados de la boca de Jesús al final de los tiempos (cfr. Ap 3, 14-22), a menos que compren a tiempo "oro refinado en fuego" -es decir, que obren obras de misericordia-, vestiduras blancas -la gracia santificante- y colirio para los ojos -la fe en Cristo Jesús-.
          Jesús proclama las Bienaventuranzas desde la Cruz, y es en la Cruz entonces en donde debemos aprender a ser felices, pero es en la Eucaristía en donde Él se nos dona en Persona para concedernos de su propia alegría y hacernos felices con su propia felicidad; en la Eucaristía, Jesús está a las puertas de nuestro corazón, y toca la puerta porque quiere entrar; si le abrimos con el Espíritu de las Bienaventuranzas, nos hará sentar con Él en su trono, es decir, nos dará la más grande de las Bienaventuranzas, la contemplación en el Amor de Dios Uno y Trino.

lunes, 19 de agosto de 2013

“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”


“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme” (Mt 19, 16-22). Ante la pregunta de un joven acerca de qué es lo que hay que hacer para ganar la vida eterna, Jesús le dice que, además de cumplir los mandamientos de Dios, debe “vender todo lo que tiene, darlo a los pobres” y “seguirlo”. Una vez obtenida la contestación, el Evangelio dice que el joven “se retiró entristecido, porque poseía muchos bienes”. Este pasaje puede interpretarse en dos sentidos: en el sentido del llamado a la vida religiosa –sacerdocio, vida consagrada-, o en un sentido más lato. En el primer sentido, Jesús pide, a aquellos a quienes Él elige para que abracen la vida religiosa, que literalmente lo dejen todo y lo sigan por el camino de la Cruz. La vida religiosa y el estado de vida consagrada, son un anticipo del cielo, en cuanto que se realizan, de modo anticipado, lo que será la vida en el Reino de Dios Padre: allí los hombres vivirán en una fiesta eterna, sin fin, celebrando el desposorio del Hijo de Dios con la humanidad, y es este desposorio, precisamente, lo que fundamento y da su sentido más profundo a la vida religiosa y a la castidad que es esencial observar en la vida religiosa; en el cielo, no habrá necesidad alguna de bienes materiales, y este es el motivo de la pobreza en la que deben vivir quienes entran en la vida religiosa; en el cielo, los bienaventurados contemplarán a Dios cara a cara, y serán como los ángeles, en el sentido de que, extasiados por la contemplación y participación en el Amor divino, amarán la Divina Voluntad por encima de todas las cosas, y esto es lo que está significado en la obediencia religiosa, mediante la cual el religioso ve, en su superior, la amorosa Voluntad Divina sobre él.
En el otro sentido en el cual pueden interpretarse las palabras de Jesús, más lato, es en el referido a la vida cotidiana: a todos, religiosos o no, quiere Jesús en la vida eterna, y para ganar la vida eterna, hay que desapegarse de los bienes materiales –“vende todo lo que tienes”-, y usar de ellos para obrar las obras de misericordia para con los más necesitados –“dalo a los pobres”-, aunque el “vender todo lo que se tiene” puede interpretarse también como el despojarse del hombre viejo y sus pasiones desordenadas, para dar “al pobre”, es decir, al prójimo, la riqueza de la gracia del hombre nuevo.

Ahora bien, tanto en uno como en otro sentido, sea que Jesús pida literalmente el despojo de los bienes materiales, como en el caso de la vida consagrada, o que pida solamente el desapego de ellos para compartirlos, como en el caso de la vida laical, o que se refiera al despojo del hombre viejo y sus pasiones, en todos los casos, hay algo que es imprescindible hacer para ganar el Reino de los cielos, y es el seguirlo, por el Camino de la Cruz. Sólo así podrá el alma vivir la alegría en esta vida -el joven del Evangelio "se retira triste" porque no es capaz de hacerlo- y, sobre todo, vivir en la alegría que no tiene fin, porque así será capaz de ganar “el tesoro” de valor inestimable, la vida eterna.   

domingo, 24 de marzo de 2013

Lunes Santo



(Ciclo C - 2013)
         “A los pobres los tendrán siempre con vosotros, pero a Mí no me tendrán siempre” (Jn 12, 1-11). María Magdalena rompe un frasco de “perfume de nardo puro, de mucho precio”, y con él unge los pies de Jesús. Ante el gesto de María Magdalena, Judas Iscariote protesta ante Jesús, quejándose por el aparente derroche que significa usar el perfume de es manera, en vez de venderlo y dar el dinero a los pobres. Jesús responde aprobando el gesto de María Magdalena: “Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tendrán siempre con vosotros, pero a Mí no me tendréis siempre”.
         Con su respuesta, Jesús desenmascara las verdaderas intenciones de Judas Iscariote: no le interesan los pobres, como él fingidamente lo declama, sino que desea que se venda el perfume porque, sabiendo que es muy costoso, obtendrá dinero en cantidad, al que luego robará, porque “era ladrón” y “robaba lo que se ponía en la bolsa”. Fingiendo interesarse por los pobres y por las enseñanzas de Jesús, que predicaba la pobreza, Judas codicia en realidad el dinero, y el dinero mal habido, porque roba lo que estaba destinado precisamente a los pobres. Judas finge vivir la pobreza, pero en realidad ama el dinero. Con su respuesta, Jesús también saca a la luz las piadosas intenciones de María Magdalena: al usar un perfume caro y costoso para ungir los pies de Jesús, María Magdalena no está faltando a la pobreza, sino que está cumpliendo con el deber de piedad debido a Dios, ya que unge los pies de Jesús anticipándose y profetizando su próxima muerte en Cruz. Lejos de reprochar a María Magdalena, Jesús entonces aprueba que se use un costoso perfume, al ser utilizado en la unción de sus pies como anticipo profético de su Muerte redentora, y desaprueba la falsa solicitud de Judas Iscariote por los pobres.
Con este episodio, Jesús nos enseña la verdadera pobreza de la Iglesia y nos previene contra las ideologías que utilizan al pobre y a la pobreza para instrumentar a la Iglesia a sus fines ideológicos anti-cristianos: lo que se destina al culto litúrgico, no puede ser de mala calidad, y no es falta de pobreza utilizar lo mejor que el hombre pueda obtener con su industria, porque se  trata del culto debido a Dios, que es Creador, Redentor y Santificador. La liturgia, sobre todo la liturgia eucarística, debe brillar por su esplendor y por su riqueza, porque se trata de acciones dirigidas en honor a Dios Uno y Trino. Así, no es falta de pobreza usar, por ejemplo, cálices o elementos litúrgicos de material costoso, ni tampoco es faltar a la pobreza tener en el templo imágenes, esculturas, columnas, del mejor material. Por el contrario, usar elementos de mala calidad, so pretexto de la pobreza, es faltar a la virtud de la piedad y al culto debido a Dios, a quien debemos lo mejor, sea en el campo material o espiritual.
Con respecto a nosotros, sin embargo, sí cabe la pobreza, pero la verdadera pobreza, la pobreza santa de la Cruz, que consiste no en no tener nada –aunque a algunos, como a San Francisco de Asís, Dios les pida despojarse de todo lo material-, sino en no tener el corazón apegado a los bienes terrenos. Hay casos de santos, como Pier Giorgio Frassatti, que no renunciaron a sus bienes, pero con ellos ayudaron a los pobres, dando todo lo que tenían.
La pobreza santa, la pobreza de la Cruz, la que estamos llamados a vivir, se aprende contemplando a Cristo crucificado: no desear más bienes terrenos que los que nos lleven al Cielo –una Cruz de madera, una corona de espinas, tres clavos de hierro-, y acumular tesoros, pero tesoros espirituales, que se acumulan en el cielo, los tesoros con los que pagaremos nuestra entrada en el cielo: las obras de misericordia, corporales y espirituales, un corazón contrito y humillado, y la Comuniones Eucarísticas hechas con fe, amor y piedad, y almacenadas y custodiadas en el corazón, con avidez mayor a la del avaro que atesora monedas de oro en su caja fuerte.

jueves, 8 de marzo de 2012

A qué se deben la condena de Epulón y la salvación de Lázaro



         Una errónea lectura en clave marxista llevaría a concluir que el rico Epulón se condena en el infierno debido a sus riquezas, mientras que el pobre Lázaro se salva gracias a su pobreza.
         La realidad, a la luz del Magisterio de la Iglesia, es muy distinta: Epulón no se condena por poseer riquezas, sino por hacer un uso egoísta de las mismas, puesto que, siendo rico y teniendo la posibilidad de auxiliar a su prójimo Lázaro, no se compadece de su miseria.
         A su vez, Lázaro se salva no por su pobreza, sino por la aceptación humilde de las pruebas y tribulaciones que Dios le envía, con lo cual Lázaro demuestra su amor a Dios, al tiempo que también demuestra amor a Epulón, ya que no se queja por la actitud mezquina que éste tiene para con él.
         En el fondo, se trata de dos corazones distintos: por un lado, el de Epulón, endurecido a causa de su materialismo y hedonismo –se goza en la materia y en la visión materialista de la vida-, lo que le impide ver el sufrimiento del prójimo, y le impide ver también a Dios, puesto que, al igual que sus hermanos, no lee ni cree en la Palabra de Dios; por otro lado, está el corazón de Lázaro, que por la mansedumbre y la humildad se abre al amor divino que lo priva de toda clase de bienes en esta vida, para colmarlo de toda clase de bienes en la otra.
         Por lo tanto, la parábola nos enseña que ni los bienes en sí mismo son una bendición, como sostienen los protestantes, ni los males en sí mismos son una maldición, como sostiene la visión mundana de la vida: ambos son una prueba de Dios, que se superan con la apertura del corazón al consejo divino: en el caso de que la prueba consista en poseer bienes materiales, auxiliar con los mismos al prójimo más necesitado; en caso de que la prueba consista en la tribulación, aceptando la misma con paciencia y amor. En ambos casos, alimentando el alma con la Sagrada Escritura.