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sábado, 28 de noviembre de 2020

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”

 


“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven” (Lc 10, 21-24). ¿A qué dicha se refiere Jesús cuando dice que sus discípulos son “dichosos” por sus ojos ven lo que ven? Se refiere a la dicha de poder contemplarlo a Él, que es el Mesías, el Hijo Eterno del Padre, encarnado en una naturaleza humana, para nuestra salvación. Son dichosos sus ojos porque ven a Cristo Dios en Persona; porque ven, con sus ojos corporales, al Hijo de Dios humanado; porque ven a la Segunda Persona de la Trinidad hecha hombre, sin dejar de ser Dios, sin dejar de ser la Segunda Persona de la Trinidad. Los discípulos pueden considerarse verdaderamente dichosos porque ven, con los ojos del cuerpo, a Dios en Persona, que se ha encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; ven al Hijo del Padre Eterno con sus propios ojos y esta visión de Jesús, esta contemplación de Jesús, es algo reservado a los ángeles en el Cielo y ahora está al alcance de los discípulos, porque el mismo Hijo de Dios al que los ángeles contemplan extasiados en el Reino de Dios, es el mismo Dios Hijo que habla, camina, en medio de los hombres, en la tierra. Por todo esto los discípulos pueden considerarse dichosos, por ver al Dios Mesías, anunciado por los profetas, por ver a Dios Encarnado, el Dios Redentor en Persona, el Salvador de los hombres, anunciado por los profetas, al que profetas y reyes quisieron ver pero no pudieron: “Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron”. Por todo esto, los discípulos de Jesús pueden considerarse “dichosos”, es decir, bienaventurados, felices, afortunados.

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”. Ahora bien, si los discípulos de Jesús fueron llamados “dichosos” por el mismo Jesús, porque lo vieron a Él, Dios Hijo, encarnado en una naturaleza humana, también a nosotros, los católicos, la Iglesia nos llama “dichosos”, porque podemos ver, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, al mismo Hijo de Dios encarnado, oculto en apariencia de pan. A nosotros, los católicos, nos pueden llamar “dichosos”, porque allí donde otros ven un poco de pan bendecido en una ceremonia religiosa, nosotros vemos a Cristo Dios, con su Humanidad Santísima, resucitada y gloriosa, oculta en la apariencia de pan. Por eso, parafraseando al Evangelio, la Santa Madre Iglesia nos dice a nosotros, los católicos: “Dichosos vosotros, porque ven, con la luz de la fe, a Cristo Dios oculto en la Eucaristía. Dichosos vosotros, porque muchos hombres de buena voluntad, pertenecientes a otras religiones, querrían ver lo que ustedes ven por la fe, y no lo ven. Dichosos ustedes, católicos, porque pueden ver, con la luz de la fe y los ojos del alma, a Cristo Dios en la Eucaristía”.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Octava de Navidad 2019 3


Resultado de imagen de la adoracion de los magos

          El relato evangélico del Nacimiento nos presenta la imagen de una familia hebrea en Palestina, que se encuentra en una situación particular: una mujer joven, primeriza, acaba de dar a luz a su Unigénito; el esposo, que aparece diligente y en actitud de protección de su esposa y su hijo; los habitantes originales del establo, un buey y un burro, que ante el frío de la noche contribuyen, con  sus cuerpos, a dar calor al ambiente en la fría noche; en fin, un pobre portal, refugio de animales y una noche fría y estrellada.
          Debido a que estamos “acostumbrados” a ver esta escena, los católicos corremos el serio riesgo de desnaturalizarla, es decir, de quitarle su contenido sobrenatural y reducirla a lo que nuestra limitada razón humana puede decirnos de la escena, es decir, que se trata de una mujer primeriza, de su hijo, su esposo, unos animales y un portal. Corremos el riesgo de naturalizar la escena y si hacemos eso, nos perdemos la esencia de lo que la escena del Portal de Belén representa.
          Si nos dejamos llevar por los datos de la razón y de los sentidos, podemos llegar a acostumbrarnos a la escena y pensar que no tiene para nosotros grandes misterios.
          Pero precisamente porque somos católicos, debemos buscar de trascender la razón y los sentidos, para contemplar la escena con la luz de la fe y de la gracia.
          En esta escena del Portal de Belén hay un elemento que no aparece ni a la razón ni a los sentidos y es el hecho de que el personaje central de la escena, el Niño de Belén, no es un niño humano, como pareciera, sino que es el Niño-Dios, es decir, es Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. No vemos a la Trinidad en su esencia; no la contemplamos en su gloria, como los bienaventurados del cielo, pero sabemos por la fe que ese Niño es el Hijo de Dios Padre en Persona, que fue concebido y nació milagrosamente por obra del Espíritu Santo. Es decir, en el Portal de Belén está la huella visible de la Trinidad, podemos decir, y esto es algo que supera completamente a nuestros sentidos y a nuestra razón.
          Aun así, con estos datos todavía no tenemos el significado último de la Navidad, significado que se encuentra en el Niño de Belén, que es Dios Hijo en Persona. Decir que el Niño de Belén es “Dios Hijo en Persona” no solo es decir algo que supera a la razón, sino que es afirmar la esencia sobrenatural de la Navidad; es poseer el sentido y el misterio de la Trinidad. Afirmar que el Niño de Belén es “Dios Hijo en Persona” es afirmar una verdad iluminados por la fe y por la gracia, porque solo por la fe y por la gracia podemos ver, en ese Niño recién nacido, no a un niño humano más entre tantos, sino al Hijo del Eterno Padre en Persona. La respuesta a esta pregunta: “¿Quién es el Niño de Belén?”, respuesta que es: “El Niño de Belén es Dios Hijo en Persona”, nos debe llenar de asombro, de admiración, de estupor, de maravilla, de agradecimiento, porque significa que Dios, que habita en una luz inaccesible, ha venido a nuestro mundo, inmerso en tinieblas, para iluminar nuestras tinieblas y concedernos su luz y su vida divina.
          El estupor y el asombro surgen de descubrir en ese Niño la Presencia del Dios invisible, que se hace visible en forma humana; el estupor y el asombro acompañan al descubrimiento de aquello que es la esencia del misterio de la Navidad: el Verbo se ha encarnado y ha nacido para salvarnos y conducirnos al cielo. Al estupor y al asombro le es concomitante la alegría, una alegría que se origina en la divinidad del Niño y no en hechos humanos, pasajeros o banales.
          El estupor, el asombro y la alegría, que son consecuencias de la fe y de la gracia, que nos hacen ver que el Niño de Belén es Dios Hijo en Persona, nos desvelan el misterio y la esencia de la Navidad y determinan que no veamos a la escena del Pesebre como un mero paisajismo costumbrista, sino como el misterio de la gloria de Dios revelado en el Cuerpo de un Niño recién nacido. Si no nos iluminan la fe y la gracia, corremos entonces el riesgo de naturalizar el misterio de la Navidad, corremos el riesgo de desnaturalizarla, de reducirla al mero racionalismo, que es el alcance de nuestra estrecha razón humana.
          No racionalicemos el misterio de la Navidad: pidamos la gracia de ser iluminados por la luz de la fe, para que el estupor y el asombro de ver a Dios hecho Niño den paso a una alegría de origen celestial en nuestros corazones.
         


miércoles, 15 de febrero de 2017

Jesús devuelve la vista a un ciego


Jesús devuelve la vista a un ciego (cfr. Mc 8, 22-26) utilizando su poder divino. Si bien la curación se lleva a cabo en dos pasos –primero le coloca saliva en los ojos y le impone las manos, lo que le permite al ciego comenzar a ver “hombres, como si fueran árboles que caminan” y recién cuando le impone las manos por segunda vez, recupera totalmente la vista-, esto no significa que tuviera algún tipo de inconvenientes para no hacerlo de una sola vez: es evidente que, siendo Jesús Dios Hijo encarnado y siendo Él el Creador de los ángeles y los hombres, tiene el poder suficiente para curarlo en menos de un segundo; si lo hizo en dos fases o tiempos, es porque ésa era su intención.
Ahora bien, en la escena evangélica, sucedida realmente, hay también un significado sobrenatural: el ciego representa a la humanidad, herida por el pecado original, que se ha vuelto incapaz de ver a Dios y a la realidad, tal como Él la ha creado; la curación por parte de Jesús, representa el don de la gracia santificante, que permite, precisamente, ver el mundo y la realidad, tal como Dios los creó, mientras que la recuperación total de la visión, podría representar al hombre que, iluminado por la gracia santificante, se vuelve capaz de ver el sentido de esta vida: una prueba otorgada por Dios, para decidirnos, con nuestro libre albedrío, a favor o en contra de Él, por toda la eternidad. En otras palabras, el ciego al final de la curación, el que es capaz de ver perfectamente, representa al alma que, iluminada por la luz de la fe y de la gracia, sabe que esta vida terrena no es para siempre y por lo tanto no pone su corazón en ella, sino que considera a Jesús y al Reino de los cielos como su verdadero y único tesoro, esforzándose por lo tanto para llevar una vida de gracia y así salvar el alma.

Como el ciego del Evangelio, que se postró ante Jesús para implorarle poder ver, también nosotros nos postramos ante Jesús Eucaristía, para que Él nos ilumine con la luz de su gracia.

sábado, 28 de diciembre de 2013

Octava de Navidad 5 2013





Cuando se mira la escena del Pesebre de Belén, apenas transcurrida la Nochebuena, y se la desconecta del dato de la fe, se cae inevitablemente en una visión edulcorada del Nacimiento, que no se condice con la misteriosa realidad que este representa. En efecto, el mirar el Pesebre de Belén, sin tener en cuenta la fe de la Iglesia en Cristo Jesús -la fe del Credo- y su misterio pascual salvífico, lleva a mirar una realidad meramente humana, puesto que lo que se ve, es una familia humana, en un todo igual a miles de millones de otras familias humanas. ¿Qué es lo que ve la razón sin fe? Una madre primeriza, un niño recién nacido, envuelto en pañales, llorando por el frío y el hambre, un hombre que es su padre, un pobre refugio de animales, que ha servido de lugar de nacimiento para el niño y, finalmente, los “propietarios” del Portal, un burro y un buey que, con sus respectivos cuerpos animales, proporcionan algo de calor al niño en el frío de la noche. Sin la luz de la fe, la escena del Pesebre de Belén es una escena familiar más, y así muchos podrían creer que el cristianismo es una religión cuyo único sentido es pedirle al hombre que sea más “bueno”, pero no “santo”, porque la santidad no entra en esta visión de la razón sin fe. El cristianismo sería una religión del “buenismo” moral, que no tendría otro mensaje para dar a la humanidad que el de simplemente ser “mejores” y “más buenos”, y así su mensaje sería meramente moral, y no se diferenciaría prácticamente en nada de otras religiones que, con otro lenguaje, dicen lo mismo. 
 

Sin embargo, la escena del Pesebre de Belén no se puede ver con la sola luz de la razón; para descubrir su realidad mistérica última, es necesario contemplar la escena a la luz de la razón iluminada por la luz de la fe de la Iglesia en Cristo. Para saber de qué estamos hablando, recurramos a los santos, que precisamente son santos porque se han santificado al vivir y morir por la fe y en la fe de la Iglesia. En este caso, recurrimos a la Beata Ana Catalina Emmerich, quien lejos de mostrarnos una visión edulcorada de Nochebuena, nos la presenta en toda su cruda realidad de hecho salvífico de la vida de Jesús. Dice así esta santa: “Lo vi recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manos como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. A algunos sus padres les enderezaban las varas para que siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús. Venían con espinas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación (…) Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. ¡Qué triste y horrible espectáculo! Lo vi golpeado y azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en una cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en la cruz, me dijo: “Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”.

Es esta la realidad última del Pesebre de Belén: el Niño Dios, recién nacido, ¡golpeado por otros niños! Y cuando este Niño crece, continúa recibiendo golpes, y hasta azotado, coronado de espinas y crucificado, aun antes de ser adulto. ¿Por qué? Porque esta es la realidad de la Nochebuena: Dios Padre nos envía a su Hijo, Dios, que se nos manifiesta como Niño, para donarnos su Amor, Dios Espíritu Santo, pero nosotros, los hombres, con nuestros pecados, rechazamos al Amor Divino encarnado en el Niño Dios, y lo golpeamos. Es esta realidad la que describe el Evangelista: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. Es decir, la realidad de la Nochebuena y de la Navidad es que, de parte de Dios, solo hay amor, mientras que de parte nuestra, de parte de los hombres, está el pecado, que es rechazo del Amor de Dios, rechazo que se materializa en los golpes recibidos por el Niño Dios. 

Pero el Amor de Dios “es más fuerte que la muerte” y es por esto que, a pesar de que los hombres rechazamos a su Hijo, Dios Padre nos perdona y lleva a cabo su plan primigenio, el de donarnos a Dios Espíritu Santo, como Don de dones, como Don de su Corazón de Padre, y la prueba de este perdón son los bracitos abiertos del Niño Dios en el Pesebre de Belén, que son los mismos brazos que el mismo Niño Dios, ya siendo el Hombre-Dios, abrirá en la Cruz, como signo del perdón divino y de que, a pesar de nuestra malicia, nos infunde su Amor, el Espíritu Santo, en la Sangre del Cordero que se derrama incontenible desde su Corazón traspasado en la Cruz.
Este es el significado de la escena del Pesebre, contemplado a la luz de la razón, iluminada con la luz de la fe de la Iglesia.

viernes, 7 de septiembre de 2012

“Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”



(Domingo XXIII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37). En la curación del sordomudo, hay algo más que la mera curación de una enfermedad que afecta la capacidad de oír y de hablar: el gesto de Jesús es un anticipo del sacramento del Bautismo, en el cual se signan los oídos y los labios del bautizando con la señal de la Cruz, pidiendo que se abran al Evangelio. Y si se pide esto, es porque el hombre, a causa del pecado original, nace espiritualmente sordo y mudo a la Palabra de Dios, -y también ciego-, lo cual sólo puede ser curado por una intervención sobrenatural, proporcionada por la gracia divina. En el rito del bautismo, el pedido de sanación y apertura de los ojos espirituales, está significado con el don del bautismo, ya que por el mismo, se otorga la fe, la cual es una capacidad de ver espiritual y sobrenaturalmente, que se dona gratuitamente al alma.
         Por este motivo, la curación del sordomudo es también un anticipo y una prefiguración de la curación que obra en el alma la gracia santificante, que permite escuchar la Palabra de Dios con los sentidos abiertos y elevados por la vida divina; permite hablar la Palabra de Dios con un nuevo espíritu, el Espíritu Santo, y permite ver las realidades sobrenaturales, con la luz de la fe.
         Mientras no se reciba el bautismo, no se abrirán los sentidos espirituales a la vida de la gracia, y el alma no podrá ver la luz de la gracia ni el rostro de Cristo, no podrá escuchar a Cristo, que es Palabra de Dios, y no podrá ser causa de la verdadera alegría para los demás, anunciándoles el Evangelio, ya que no tendrá la capacidad para hacerlo.
         Mientras el alma no reciba la gracia sacramental del bautismo, por medio de la cual se abren los sentidos espirituales a Cristo, Luz del mundo, el alma vivirá como ciega, en la oscuridad total, ya que es imposible para el hombre percibir el misterio de Cristo Dios con las propias fuerzas; además, vivirá como sorda, ya que no tendrá la capacidad que otorga la gracia santificante, de poder oír la Voz del Padre, la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús; mientras no se bautice, vivirá como un sordo espiritual, ya que no podrá proclamar a Cristo, porque como dice la Escritura, “Nadie puede pronunciar siquiera el nombre de Cristo, si no lo asiste el Espíritu Santo”.
         En síntesis, quien no recibe el sacramento del bautismo, permanece ciego, sordo y mudo frente al misterio de Jesús. De esto se sigue el enorme daño que se le hace a un niño cuando se dice: “No lo voy a bautizar ahora; que él decida cuando sea grande”, ya que con esa decisión arbitraria, se priva al niño del don de la fe y de la gracia santificante, que además de sustraerlo al influjo del demonio, el Príncipe de este mundo, le concede la sanación espiritual a través de la cual puede ver a Cristo con la luz de la fe, puede oír su Palabra en la Escritura y en el Magisterio de la Iglesia, y puede dar testimonio de Él, ganándose de esta manera un lugar en el Cielo.
         Quienes no quieren bautizar a sus hijos, y lo dejan para cuando “sean grandes”, no son conscientes del enorme daño y de la gran injusticia que cometen contra estos niños.
         Llegados a este punto, muchos podrían decir: “Yo fui bautizado a los pocos días de nacer, y sin embargo, no tengo fe, o tengo muy poca fe, y en cambio tengo muchas dudas, y por eso no sé qué responder a las sectas cuando golpean a mi casa”, o también: “Cuando alguien me habla de otras religiones, a mí me da igual, porque todas son lo mismo”.
         Es cierto que el bautismo sacramental concede la sanación de la ceguera, la sordera y la mudez espirituales, y capacita al alma para conocer a Cristo, oírlo, amarlo y proclamarlo, dando testimonio de Él. Pero también es cierto que el don recibido en el bautismo es como una semilla y, como toda semilla, necesita ser regada, necesita ser abonada, necesita que se remueva la tierra, que se arranquen las malezas, que se ponga un tutor, de manera que el árbol de la fe, que va creciendo de a poco en el alma, pueda dar frutos exquisitos.
         Si esto no sucede, si el cristiano abandona su Iglesia porque no tiene fe, o porque las dudas son mayores a la fe, es porque faltó regar la semilla de la fe con el agua de la gracia santificante, que se obtiene de la fuente cristalina de los sacramentos; faltó arrancar la mala hierba de la soberbia, de la pereza espiritual, de la vanidad y del orgullo; cuando no hay fe, es porque faltó ponerle a la semilla de la fe recibida en el bautismo, un reparo al sol ardiente del mediodía, las pasiones sin control; faltó el abono de la frecuente lectura espiritual y de la Sagrada Escritura; cuando la fe tambalea, y dudo si Jesús está o no en la Eucaristía, o cuando me da lo mismo Sai Baba, Sri Shankar, Claudio Domínguez, y cuanto charlatán aparezca, es porque faltó el tutor, la guía que se pone a los árboles para que no crezcan torcidos, un director o guía espiritual, un sacerdote de la Iglesia Católica; cuando la falta de fe lleva a recoger frutos amargos de soberbia, agrios de avaricia, de lascivia, de pereza, es porque la semilla de la fe, que fue plantada en el bautismo, fue descuidada, y terminó por secarse.
         “Cuando Jesús lo sanó, se le abrieron los oídos, se le soltó la lengua, y comenzó a hablar normalmente (…) En el colmo de la admiración, todos decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos””. En el bautismo sacramental, Jesús ha obrado con nosotros un milagro infinitamente más grande que la mera curación de una sordera y una mudez: nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma, capacitándonos para verlo, escucharlo y proclamarlo, más que con palabras, con obras de misericordia. Hemos recibido el don del Bautismo para escuchar la Palabra de Dios, en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia; para contemplar a Cristo en la Eucaristía; para proclamarlo con obras de misericordia, y es por esto que nuestros prójimos están esperando nuestro testimonio de amor misericordioso y operante.
          Jesús nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma; depende de nosotros que abramos nuestro corazón a su gracia y a su Amor.