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domingo, 27 de junio de 2021

“¿Acaso no es éste el carpintero, el hijo de María?”


 

(Domingo XIV - TO - Ciclo B – 2021)

         “¿Acaso no es éste el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Jesús, con su sabiduría divina y con sus obras propias de un Dios, provoca sorpresa y admiración entre sus contemporáneos. Sin embargo, frente a sus mismas acciones –sabiduría divina y obras divinas-, hay dos clases de reacciones, que pertenecen a dos clases de personas. Por un lado, se encuentran aquellos que, iluminados por la gracia, se dan cuenta de que Jesús es algo más que un simple hombre; se dan cuenta de que es Dios encarnado y por eso se postran ante Él y lo adoran. Por otro lado, se encuentran las personas que, rechazando la iluminación de la gracia, se dejan llevar por su propia razón y así se extravían en sus razonamientos y en su concepción acerca de Jesús y son estos los que se preguntan acerca de cómo es posible de que Jesús haga los milagros que hace y hable con la sabiduría con la que habla, si sólo es simplemente “el carpintero, el hijo de María”.

En otras palabras, en este Evangelio se confrontan la visión racionalista de Jesús, visión que no es católica, con la visión católica sobrenatural de Jesús, que sí es católica: en una visión, Jesús es solo un hombre; en la otra visión, Jesús es el Hombre-Dios. Esto último es lo afirmado por los Concilios de la antigüedad, de Nicea, de Calcedonia y es lo que afirman la Tradición, el Magisterio y las Sagradas Escrituras. No se trata de una mera discusión doctrinal, puesto que tiene implicancias eclesiológicas, mariológicas y eucarísticas: si Jesús es Dios Hijo encarnado, la Iglesia Católica es la Esposa del Cordero Místico y por lo tanto la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero; si Jesús es Dios Hijo encarnado, entonces María no es una “simple muchacha de Nazareth” que se casó con el carpintero José y luego tuvo más hijos, como afirman erróneamente los protestantes, sino que es la Theotókos, la Madre de Dios, que engendró en su seno inmaculado por obra del Espíritu Santo y no por obra de hombre alguno; por último, si Jesús es Dios Hijo encarnado, la Eucaristía no es un trozo de pan bendecido, sino el mismo Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por lo que la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, oculto en apariencia de pan y esa es la razón por la cual adoramos la Eucaristía, es decir, nos postramos ante la Eucaristía, porque reconocemos, por la fe, que no es un trozo de pan bendecido, sino Dios Hijo encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

“¿Acaso no es éste el carpintero, el hijo de María?”. Jesús sí era carpintero y sí era hijo de María, pero era y es también el Hijo de Dios encarnado y el Hijo de la Madre de Dios, el Salvador, el Redentor de la humanidad. Y porque es el Hombre-Dios, lo adoramos en la Eucaristía, Pan Vivo bajado del cielo, Maná Verdadero que nos concede la vida de la Trinidad. Y porque Jesús es Dios Hijo encarnado, Presente en la Eucaristía, le decimos a Jesús Eucaristía: “Los mejores oradores permanecen mudos como peces ante tu Presencia, Oh Jesús Nuestro Salvador. Ellos no pueden explicar cómo Tú puedes ser Dios inmutable y Hombre perfecto. Por parte nuestra, admiramos este misterio y decimos en verdad: ¡Oh Jesús, Dios Eterno, Oh Jesús, Juez de vivos y muertos, Oh Jesús Eucaristía, Hijo de Dios, sálvanos!”.

miércoles, 4 de febrero de 2015

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”


“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Jesús predica y en esa predicación, se auto-revela como Dios, y acompaña a su predicación y a su auto-proclamación como Dios, con milagros que sólo Dios puede hacer, con lo cual confirma, con hechos prodigiosos –los milagros- que lo Él dice, que es Dios Hijo encarnado, es verdad. Sin embargo, la multitud, testigo de su prédica y de sus milagros, que, según el Evangelio, “estaba asombrada”, saca la conclusión opuesta, ya que dice: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?”. Es decir, en vez de creer en las palabras de Jesús, de que Él es el Hijo de Dios y Dios en Persona, puesto que acompaña esta aseveración con prodigios y milagros que sólo Dios puede hacer, la multitud, en un sorprendente acto de incredulidad y de falta de fe, no cree, ni en las palabras de Jesús, ni en sus milagros, y por eso es que el Evangelio destaca que “Jesús era para ellos un motivo de tropiezo”. Esta falta de fe, esta incredulidad voluntaria, tiene consecuencias y es que Jesús no puede obrar más que unos pocos milagros: “Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos”. Y si la multitud se asombraba de sus palabras, Él “se asombraba de su falta de fe”. El error de la multitud radica en la racionalización de la fe, es decir, en el adecuar –o intentar adecuar, porque es imposible- lo sobrenatural, lo que es propio de Dios, de su Ser y de su obrar, a los estrechos límites de la razón humana. La multitud conocía a Jesús, pero lo conocía como se conoce a cualquier persona humana y cuando lo escuchan en su sabiduría divina y cuando lo ven obrar milagros, con lo cual queda demostrado que Jesús es quien dice ser, la Persona Divina del Hijo de Dios, en vez de abrir sus mentes y sus corazones a la gracia, que habría de concederles la fe sobrenatural en Jesús, deciden, libremente, cerrarse a la gracia y empecinarse en sus razonamientos y en sus vivencias humanas: “¿No es éste el carpintero, el hijo de María?”. De esta manera, se cierran a sí mismos al misterio sobrenatural de Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo para salvar a los hombres por el sacrificio redentor de la cruz; por seguir sus pobres razonamientos humanos, y por elegir libremente cerrarse a la gracia, se cierran a sí mismos la salvación y el acceso al Reino de los cielos.

“¿No es éste el carpintero, el hijo de María?”. Análogamente, hoy también, dentro del Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, hay quienes continúan racionalizando la fe, cerrando sus mentes y sus corazones al misterio sobrenatural del Hombre-Dios Jesucristo, quien actualiza su misterio pascual de Muerte y Resurrección por medio de la liturgia eucarística. Hoy también, al igual que en épocas de Jesús, aquellos más cercanos a Él y que deberían dar testimonio de su Presencia Eucarística, niegan esta Presencia real en la Eucaristía, confundiendo a la Eucaristía con un poco de pan bendecido, sin creer que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy también muchos, en la Iglesia, reducen el misterio eucarístico a los estrechos límites de sus pobres razonamientos humanos y, continuando la incredulidad de los compatriotas de Jesús, dicen: “¿Este es Jesús, el Hijo de Dios, Presente en la Eucaristía? ¿No es la Eucaristía nada más que un poco de pan bendecido? ¿De dónde se puede decir que no sea otra cosa que un poco de trigo y agua, si hemos visto cómo se amasa el pan sin levadura, por lo que no puede ser otra cosa que pan sin levadura?”. Quienes así piensan, se cierran al influjo de la gracia que proviene de Jesús Eucaristía y Jesús Eucaristía, con todo su poder divino, no puede hacer sin embargo ningún milagro en sus corazones.

martes, 5 de febrero de 2013

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”



“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Las palabras de los vecinos de Jesús reflejan lo que constituye uno de los más grandes peligros para la fe: la incredulidad, consecuencia del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, lo grandioso, lo desconocido, lo que viene de Dios. Tienen delante suyo al Hombre-Dios, a Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que obra milagros, signos y prodigiosos portentosos, jamás vistos entre los hombres, y desconfían de Jesús; tienen delante suyo a la Sabiduría encarnada, a la Palabra del Padre, al Verbo eterno de Dios, que ilumina las tinieblas del mundo con sus enseñanzas, y se preguntan de dónde le viene esta sabiduría, si no es otro que “Jesús el carpintero, el hijo de María”.
El problema del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, es que está ocasionado por la necedad, y la necedad, a su vez, no deja lugar para el asombro, que es la apertura de la mente y del alma al don divino: el necio no aprecia lo que lo supera; el necio desprecia lo que se eleva más allá de sus estrechísimos límites mentales, espirituales y humanos; el necio, al ser deslumbrado por el brillante destello del Ser divino, se molesta por el destello en vez de asombrarse por la manifestación y en vez de agradecerla, trata de acomodar todo al rastrero horizonte de su espíritu mezquino.
“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”. La pregunta refleja el colmo de la necedad, porque en vez de asombrarse no solo por la Sabiduría divina de las palabras de Jesús, sino por el hecho de que la Sabiduría se haya encarnado en Jesús, se preguntan retóricamente por el origen de Jesús, como diciendo: “Es imposible que un carpintero, ignorante, como es el hijo de María, pueda decir estas cosas”.
Lo mismo que sucedió con Jesús, hace dos mil años, sucede todos los días con la Eucaristía y la Santa Misa: la mayoría de los cristianos tiene delante suyo al mismo y único Santo Sacrificio del Altar, la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, y continúan sus vidas como si nada hubiera pasado; asisten al Nuevo Monte Calvario, el Nuevo Gólgota, en donde el Hombre-Dios derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía, y siguen preocupados por los asuntos de la tierra; asisten al espectáculo más grandioso que jamás los cielos y la tierra podrían contemplar, el sacrificio del Cordero místico, la muerte y resurrección de Jesucristo en el altar, y continúan preocupados por el mundo; asisten, junto a ángeles y santos, a la obra más grandiosa que jamás Dios Trino pueda hacer, la Santa Misa, y están pensando en los afanes y trabajos cotidianos.
El acostumbramiento a la Santa Misa hace que se pierda de vista la majestuosa grandiosidad del Santo Sacramento del Altar, que esconde a Dios en la apariencia de pan, y es la razón por la cual los niños y los jóvenes, apenas terminada la instrucción catequética, abandonen para siempre la Santa Misa; es la razón por la que los adultos se cansen de un rito al que consideran vacío y rutinario, y lo abandonen, anteponiendo a la Misa los asuntos del mundo.
“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”, preguntan neciamente los contemporáneos de Jesús, dejando pasar de largo y haciendo oídos sordos a la Sabiduría divina encarnada. “¿No es acaso la Misa, la de todos los domingos, la que no sirve para nada?”. Se dicen neciamente los cristianos, dejando a la Sabiduría encarnada en el altar, haciendo vano su descenso de los cielos a la Eucaristía.
Para no caer en la misma necedad, imploremos la gracia no solo de no ser necios, sino ante todo del asombro ante la más grandiosa manifestación del Amor divino, la Eucaristía.