martes, 30 de octubre de 2018

“Maestro, que pueda ver”



(Domingo XXX - TO - Ciclo B – 2018)

         “Maestro, que pueda ver” (Mc 10, 46-52). Jesús sale de Jericó y un ciego, llamado Bartimeo, hijo de Timeo, al “oír que era el Nazareno”, se puso a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Jesús lo hace llamar y le pregunta qué es lo que quiere que haga por él y el ciego le pide que le devuelva la vista: “Maestro, que pueda ver”. En el mismo instante, Jesús le concede lo que le pide, haciéndole recobrar la vista y diciéndole: “Ve, tu fe te ha curado”.
         En este pasaje podemos meditar en dos elementos: por un lado, el milagro en sí mismo; por otro lado, lo que el milagro simboliza. En cuanto al milagro en sí mismo, se trata de un milagro de curación corporal, por medio del cual Jesús le devuelve la vista a un ciego. No se dice si era ciego de nacimiento o no; pero sí que era ciego, es decir, que no podía ver a causa de graves lesiones en su aparato ocular. Con su poder divino, Jesús cura al instante la ceguera, restableciendo todos los tejidos dañados del aparato ocular y permitiendo al ciego tener una visión normal. Algo que se destaca en el ciego es su fe en Jesús: ya había oído hablar del Nazareno, de sus milagros y había deducido que si Jesús no fuera Dios en Persona, no podría hacer los milagros que hacía. Movido por esta fe, es que acude a Jesús y es esta fe pura en Jesús en cuanto Dios, lo que lo ayuda a obtener lo que desea, la visión corporal, tal como se lo dice Jesús: “Ve, tu fe te ha curado”. En agradecimiento, el Evangelio dice que el ciego, desde ese momento, se hizo cristiano, es decir, comenzó a seguir a Jesús. El otro aspecto que podemos ver en el milagro es su simbolismo: el ciego, el que vive en tinieblas, representa a la humanidad caída en el pecado original y por lo tanto, envuelta en tres tipos de tinieblas distintas: las tinieblas del pecado, las tinieblas de la ignorancia y las tinieblas vivientes, los ángeles caídos. Estas tinieblas son las descriptas por el Evangelista Lucas, en el Cántico de Simeón y son las tinieblas que serán disipadas por el Mesías: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas, en sombras de muerte”. Las tinieblas son el pecado, la ignorancia y las “sombras de muerte”, es decir, las tinieblas vivientes, los demonios. El hombre caído en el pecado original, sin la gracia santificante que le comunica la vida y la luz de Dios, vive inmerso en estas tinieblas y vive en estas tinieblas hasta el momento en que Jesús, el Dios que es la Lámpara de la Jerusalén celestial, lo ilumina con su luz divina. Mientras Jesús no ilumina al alma, esta permanece, irremediablemente, envuelta en “tinieblas y sombras de muerte”. El único que puede disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado y derrotar para siempre a las tinieblas del Infierno, es Cristo Jesús quien, en cuanto Dios, es Luz divina, tal como Él se auto-proclama: “Yo Soy la luz del mundo”. Puesto que Jesús es la Luz divina que vence a las tinieblas en las que estamos inmersos –aun cuando seamos capaces de ver con los ojos corporales-, es a Él y sólo a Él a quien debemos recurrir si queremos recuperar la visión sobrenatural de los misterios de la fe, además de vernos libres de las tinieblas del pecado, del mal y de la ignorancia. Y puesto que Jesús está en la Cruz y en la Eucaristía, es a la Cruz y a la Eucaristía adonde debemos acudir, postrados de rodillas y con el corazón contrito, para ser iluminados por el Cordero, la Lámpara de la Jerusalén celestial.
         “Maestro, que yo pueda ver”. Lo mismo que le pide el ciego Bartimeo, le pedimos nosotros a Jesús: “Jesús, Luz de Dios, disipa las tinieblas espirituales en las que estoy inmerso y haz que pueda ver, con los ojos del alma, el misterio de tu Presencia Eucarística, de manera que pueda seguirte por el Camino Real del Calvario en esta vida y así alcanzar el Reino de Dios en la vida eterna”.

sábado, 20 de octubre de 2018

“¿Sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber?”



(Domingo XXIX - TO - Ciclo B – 2018)

         “¿Sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber?” (Mc 10, 35-45). Santiago y Juan quieren beber del cáliz de la amargura de la Pasión; no quieren el poder político; no ven a Jesús como el líder mesiánico de una facción política que está en busca de un poder humano: ven a Jesús como al Mesías, que no necesita buscar poder humano porque Él es el Dios Omnipotente, Todopoderoso. Pero saben bien que estar al lado de Jesús significa estar al pie de la Cruz, porque Jesús está en la Cruz. Es en la Cruz, cuando en apariencia muestra la máxima debilidad, donde en realidad Jesús muestra su omnipotencia divina, venciendo para siempre al Demonio, al Pecado y a la Muerte. Es en la Cruz, cuando parece vencido a los ojos de los hombres, cuando Jesús triunfa, de una vez y para siempre, sobre los poderosos enemigos del hombre. Es en la Cruz, cuando es elevado en la Cruz, que Jesús atrae, con la fuerza omnipotente de su Divino Amor, a todos los hombres: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia Mí”, pero los atraerá con la fuerza del Amor, no con la fuerza de la violencia, de la tiranía, del despotismo, del autoritarismo, como hacen los hombres. Los hombres buscan el poder, pero para dominar tiránicamente sobre sus prójimos: Jesús ejerce el poder de su Amor, del Amor de su Sagrado Corazón, que brota de su Corazón traspasado en la Cruz, el poder del Espíritu Santo. Es la fuerza del Espíritu Santo la que atrae, con la fuerza del Divino Amor, a los hombres. Esto lo han entendido Santiago y Juan y porque aman a Jesús, es que quieren beber del cáliz de su amargura, quieren estar con Él al pie de la Cruz en esta tierra, y contemplándolo cara a cara en el Cielo y eso es lo que Jesús les asegura: “Ustedes han de beber el cáliz que Yo he de beber”. Con su pedido de estar al lado de Jesús y de beber su cáliz, Santiago y Juan demuestran que han entendido quién es Jesús y que su omnipotencia es la omnipotencia de un Dios que es Amor y Justicia infinitos.
         Los que no han entendido nada acerca del misterio pascual de muerte y resurrección, son el resto de los Apóstoles, porque se enojan con Santiago y Juan cuando se enteran que estos han pedido a Jesús estar a su lado. Se imaginan que Jesús es un líder al estilo de los líderes humanos, que buscan el poder económico, militar, político, social, para ejercer de forma tiránica este poder. No han entendido que Jesús es Dios y que Él no gobierna como lo hacen los hombres, con injusticia y tiranía, sino que gobierna con la fuerza del Amor de su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo. El resto de los Apóstoles ve de forma mundana y quieren el poder mundano; no les interesa ni la Cruz ni el cielo, sino el poder terreno y por eso quieren estar al lado de Jesús. Por eso es que Jesús tiene que aclararles que Él no es como los líderes humanos, que ejercen tiránicamente su poder: Él es Dios omnipotente y gobierna con la fuerza de su Amor, pero Él no está en un cómodo sillón de emperador, sino clavado y crucificado en la Cruz y quien quiera reinar con Él, debe reinar, como Él, desde el madero.
         Muchos en la Iglesia están como los Apóstoles antes de su conversión: buscan estar en la Iglesia, pero no para participar de la Cruz de Jesús, sino para obtener prestigio, poder e incluso hasta dinero. Otros, pocos, muy pocos, están en la Iglesia como Santiago y Juan en este Evangelio: quieren estar con Jesús crucificado, quieren beber del cáliz amargo de su Pasión, porque quieren salvar sus almas y las de sus hermanos, viviendo en el Reino de Dios para siempre, en la otra vida. Cada uno de nosotros es libre para elegir de qué lado queremos estar: si del lado del poder mundano, tiránico y autoritario, sin Dios, que busca sólo el beneficio propio, o del lado de la Cruz de Jesús, en la cima del Monte Calvario, antesala del Reino de los cielos. Como hijos de la Virgen, estemos donde está la Virgen: al pie de la Cruz, en la cima del Monte Calvario.

sábado, 13 de octubre de 2018

“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos”



(Domingo XXVIII - TO - Ciclo B – 2018)

         “Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos” (Mc 10, 17-27). En el Evangelio se establece un diálogo entre Jesús y un hombre rico que le pregunta qué es lo que tiene que hacer para ganar la vida eterna. Jesús le dice que debe cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y como el hombre le contesta que eso él ya lo cumple, Jesús agrega que, para entrar a la vida eterna, debe “vender todo lo que tiene y dárselo a los pobres”. El hombre, dice el Evangelio, “se retiró entristecido” porque “tenía muchos bienes”. Es decir, el hombre era un hombre bueno, puesto que conocía la Ley de Dios y la cumplía, pero tenía su corazón apegado a los bienes terrenos, tal como lo manifiesta con su tristeza, cuando Jesús le dice que debe venderlos para adquirir un tesoro celestial ye entrar en el Reino de Dios. Para completar su enseñanza, Jesús utiliza una figura, la de un camello que no puede entrar por el ojo de una aguja. Ahora bien, “el ojo de una aguja” es, en realidad, la puerta estrecha y angosta, ubicada en la muralla de Jerusalén, destinada a las ovejas. El camello, que es un animal alto y además va cargado con muchas mercaderías, no puede pasar por la puerta de las ovejas, ya que esta es baja y estrecha. Por su altura y porque va cargado de mercaderías, el camello no puede pasar por “el ojo de una aguja”, es decir, la puerta de las ovejas, aunque sí hay una única forma para el camello de poder atravesar la puerta: la única manera de hacerlo es que el camello se despoje de sus mercaderías y que se arrodille y así podrá pasar. Es decir, aliviado de la carga y disminuida su altura, podrá atravesar la puerta estrecha y angosta de las ovejas. La imagen utilizada por Jesús –camello, puerta de las ovejas- se entiende mejor cuando aplicamos a las imágenes una transposición: así como el camello no puede pasar, cargado de riquezas y por su altura, así tampoco el rico de bienes materiales –y también de males espirituales- no puede entrar en el Reino de Dios.
         En esta imagen que proporciona Jesús, debemos vernos a nosotros mismos, en este sentido: el camello somos nosotros, que vamos por la vida cargados, ya sea de bienes materiales, a los que estamos apegados a esta vida, o de males espirituales, como la soberbia, el orgullo, la ira, la gula, la pereza, la envidia y muchos otros más. Todos estos bienes materiales y los males espirituales, hacen que seamos incapaces de ingresar por la puerta estrecha de las ovejas. A primera vista, parece imposible que ingresemos así en el Reino de Dios. Sin embargo, hay un modo en que, a pesar de la altura y la carga que portamos, seamos capaces de ingresar por la puerta de las ovejas. Lo que debemos tener en cuenta que la puerta de las ovejas es Jesús y su Santa Cruz, según sus propias palabras: “Yo Soy la Puerta” (Jn 10, 9): Jesús no solo es el Buen Pastor, sino que es la “Puerta de las ovejas”, es decir, el lugar por donde las ovejas pasan para ingresar al seguro redil. Jesús crucificado y Jesús Eucaristía es la Puerta de las ovejas y el ingreso al Reino de Dios. Entonces, hay una forma por la cual podemos ingresar en esta puerta: sólo si nos hacemos más pequeños, dejando de lado nuestra soberbia y orgullo y ayudados por la gracia, nos arrodillamos ante la Cruz de Jesús y solo si nos despojamos de la pesada carga de los bienes materiales –reales o imaginarios, pero a los cuales estamos apegado-, seremos capaces de ingresar por la Puerta de las ovejas, Cristo crucificado y también Jesús en el sagrario. En otras palabras, solo el que, con un corazón contrito y humillado –despojado de su soberbia, orgullo y apego a las riquezas- y solo quien por la gracia se vea despojado de sus males espirituales, podrá arrodillarse ante Jesús crucificado y ante Jesús Eucaristía; solo quien se postre de rodillas, con el corazón contrito y humillado podrá entrar por la puerta estrecha, la Cruz de Jesús y así será capaz de ingresar en el Reino de los cielos. Puesto que es gracia de Dios, debemos pedirlo en la oración, porque si nos parece imposible que entremos en el Reino de Dios a causa de nuestros pecados, sí podremos entrar en el Reino de Dios por medio de la gracia que obra en nosotros destruyendo el pecado. Así, se cumplen las palabras de Jesús: “Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios”.

sábado, 6 de octubre de 2018

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”



(Domingo XXVII - TO - Ciclo B – 2018)

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 2-16). Los fariseos le preguntan a Jesús acerca de la licitud del divorcio, basándose en el permiso de divorcio que Moisés les había otorgado. Jesús les responde con una negativa, afirmando implícitamente que Él viene a restaurar el antiguo orden creado por Dios: Dios ha querido, desde la eternidad, que el matrimonio esté constituido por el varón y la mujer de forma tal que “formen una sola carne”, es decir, que sean una sola cosa indisoluble o, dicho de otras maneras, uno con una y para siempre. Jesús les aclara que si Moisés había dado permiso para el divorcio, eso era “por la dureza de sus corazones”, pero eso ahora forma parte del pasado porque ahora Él, que es Dios, viene para otorgar la gracia santificante, la cual hará realidad el designio y el diseño de Dios para el matrimonio: que el matrimonio sea entre el varón y la mujer y sea indisoluble.
Jesús, que es el Dios que creó al varón y a la mujer para que se unieran en matrimonio indisoluble ahora viene, encarnado, para prohibir el divorcio y, por medio de la gracia sacramental, restituir el matrimonio al orden querido por Dios desde el inicio: el varón debe unirse a la mujer y entre ambos constituir un vínculo indisoluble, que se disuelve sólo con la muerte de uno de los cónyuges. Es decir, la indisolubilidad del matrimonio y la característica del matrimonio de ser la unión entre el varón y la mujer, provienen de Dios, no es un invento ni del hombre ni de la Iglesia, sino que es Dios quien quiso, desde toda la eternidad -cuando ideó crear al género humano-, que la unión entre ambos fuera indisoluble y fuera entre el varón y la mujer. Cualquier otra unión que no respete estas características, se encuentra fuera de los planes divinos y es por lo tanto pecaminosa.
Ahora bien, Jesús viene a hacer algo todavía más grandioso que el simple hecho de restaurar el orden querido por Dios desde siempre –la indisolubilidad matrimonial y la característica de estar formado por la unión entre el varón y la mujer-: viene a darle al matrimonio una dignidad que antes de su Encarnación no la tenía y esa dignidad consiste en ser el matrimonio de los esposos católicos una imagen del matrimonio místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. En efecto, desde su Encarnación Él, en cuanto Hombre-Dios, se une a la Iglesia, su Esposa, constituyendo así la unión esponsal, mística y sobrenatural entre el Cordero y la Iglesia Esposa, formando lo que San Pablo llama “gran misterio” (cfr. Ef 5, 2. 21-33).
Ahora, por medio del sacramento del matrimonio, los esposos católicos quedarán unidos de tal manera a este matrimonio místico entre Cristo y la Iglesia, que el matrimonio será la prolongación, en el tiempo y en el espacio, ante la historia y los hombres, del matrimonio místico, sobrenatural, entre Él y la Iglesia: el esposo participará de la esponsalidad de Cristo Esposo y la mujer de la esponsalidad de la Iglesia Esposa. Cristo es el Esposo de la Iglesia Esposa y este desposorio místico existe antes que cualquier matrimonio humano y a partir de Él, en virtud de la unión de los esposos por el sacramento del matrimonio, todo matrimonio entre los esposos católicos será una prolongación y una imagen visible de este matrimonio entre el Cordero y su Esposa. Por eso Jesús eleva al matrimonio entre el varón y la mujer a una dignidad superior a la de los ángeles y es lo que da el fundamento sobrenatural acerca de la indisolubilidad matrimonial y acerca de la fecundidad esponsal, porque así como Jesús es fiel a su Esposa y la Iglesia es fiel a su Esposo Jesús, así los esposos católicos deben ser fieles entre sí y así como la unión esponsal entre Cristo y la Iglesia es fecunda, porque se incorporan hijos de la Iglesia por el bautismo sacramental, así los esposos cristianos deben ser fecundos en su prole.
“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. La unión esponsal sacramental entre el varón y la mujer va mucho más allá de sus características naturales, la indisolubilidad, la fidelidad y la fecundidad: cada matrimonio católico es un misterio que hace referencia a un misterio insondable, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, siendo los esposos una prolongación, hacia la sociedad y la historia, de la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Ésa es la razón de la altísima dignidad e importancia del sacramento del matrimonio, dignidad e importancia que no son ni comprendidos ni valorados por el hombre que vive sin Dios. Pero no es el mundo sin Dios el que debe comprender, valorar y vivir esta sublime realidad del matrimonio católico, sino los mismos esposos católicos y el modo de hacerlo es viviendo en la santidad esponsal, único modo de responder a la grandeza y majestad con la que Cristo ha dotado al matrimonio sacramental católico.