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lunes, 3 de julio de 2023

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”

 


“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9, 9-13). Los escribas y fariseos tenían la errónea concepción de que ser religiosos es igual a ser santos en vida y eso no es así, porque el cristiano es, ante todo, un pecador, como lo dice la Sagrada Escritura: “El justo peca siete veces al día”, queriendo significar con esto que aun aquel -el justo- que desea vivir según la ley de Dios y según los consejos evangélicos de Jesús, aun así, comete pecados, muchos de ellos de forma inconsciente y algunos también conscientemente, eso es lo que significa “pecar siete veces al día”. Ahora bien, si esto sucede con el justo, con quien pretende vivir según la voluntad de Dios, es mucho peor la situación espiritual de quien directamente no tiene ningún cuidado de su vida espiritual y la razón es que, quien no cumple los Mandamientos de la ley de Dios, cumple los mandamientos de la Iglesia de Satanás, puesto que no hay un punto intermedio, como lo dice Jesús en el Evangelio: “El que no está Conmigo, está contra Mí”.

Jesús viene para iluminar acerca de esta concepción errónea de escribas y fariseos, demostrándoles que Dios se compadece, se apiada, de nuestras miserias, pues esto es lo que significa “misericordia”, compasión del corazón -de Dios- para con las miserias del hombre. Esa es la razón por la que Jesús “se sienta con pecadores”, porque es como Él dice: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. De esta manera, si alguien se considera -erróneamente, por supuesto- “santo” en esta vida, entonces no necesita de la Misericordia Divina, lo cual es un gran error, según San Juan: “Quien dice que no peca, miente”, por eso es que todos necesitamos de la Divina Misericordia, todos somos pecadores, mientras estemos en esta vida terrena y lo seguiremos siendo hasta el último suspiro de nuestras vidas. Al respecto, el Santo Cura de Ars decía que el peor error que se podía cometer es decirle a una persona: “Usted es un santo”, porque nadie aquí en la tierra es santo y porque esa frase puede hacer envanecer a su destinatario, haciéndolo caer en el pecado del orgullo y la soberbia.

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. Podemos decir, junto a San Agustín y en el sentido en el que lo dice San Agustín: “Bendita la culpa que nos trajo al Salvador”, es decir, bendita sea nuestra condición de pecadores, pero no por el pecado en sí, que es aborrecible, sino porque por el hecho de ser pecadores, necesitamos imperiosamente de la Misericordia Divina. Por esto mismo, nuestra vida eterna está unida a la devoción y a la unión que tengamos a Jesús Misericordioso: cuanto más pecadores seamos, más necesitamos de la Divina Misericordia.

jueves, 14 de octubre de 2021

“Estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”

 


“Estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12, 39-48). Jesús advierte que estemos preparados, porque el Hijo del hombre, es decir, Él, vendrá cuando menos se lo espere. ¿De qué venida se trata? Puede ser de dos venidas: en el día de nuestra muerte personal, que será el día en el que nos encontremos cara a cara con Nuestro Señor, para recibir el Juicio Particular, y el Día de su Segunda Venida, que será el Día del Juicio Final, en el que toda la humanidad comparecerá ante su Presencia, para que se ratifique el destino fijado en el Juicio Particular y para premiar a los buenos con el Cielo y castigar a los malos con el Infierno.

Ahora bien, ¿de qué manera prepararnos? Ante todo, teniendo en la mente y en el corazón que el encuentro personal con Cristo Nuestro Señor es una realidad que se producirá, antes o después, pero que se producirá y que es para ese encuentro para el que debemos estar preparados y para prepararnos es que debemos procurar tener dos cosas: en el alma, la gracia santificante y en las manos, obras de misericordia corporales y espirituales. Con estas dos cosas, podemos, además de mucho amor a Cristo en el corazón, podemos estar más que seguros de que estaremos correctamente preparados para encontrarnos con Nuestro Señor. Imploremos su Misericordia Divina, pidiéndole la gracia de estar preparados para cuando Él venga a buscarnos, para así poder ingresar en el Reino de los cielos y adorarlo por toda la eternidad.

viernes, 30 de octubre de 2020

Conmemoración de todos los fieles difuntos


 

         La Iglesia nos invita a recordar a los seres queridos difuntos, pero no por una simple conmemoración; es decir, no se trata de un simple recuerdo, de un simple traer a la memoria y al afecto a los seres queridos que han fallecido. Además de esto, es decir, además de dedicar un día en el año para recordarlos con cariño y afecto, la Iglesia nos invita a que elevemos la mirada de la fe y recordemos las verdades de nuestra fe, para que vivamos este día no como un mero recuerdo afectivo de quienes ya no están, sino a la luz del misterio pascual de Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

         Es decir, la Iglesia quiere que recordemos a nuestros seres queridos difuntos, pero no solo para simplemente recordarlos y dedicarles un recuerdo cargado de afecto, sino para contemplar sus vidas y sus muertes a la luz de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando hacemos esto, nos damos cuenta de que ellos ya vivieron lo que nosotros aun creemos y todavía no hemos vivido, por estar, paradójicamente, vivos y no muertos. Es decir, nuestros seres queridos difuntos ya han vivido algo que nosotros también habremos de vivir en el momento de nuestra muerte y es lo que nos espera el día en el que muramos: han vivido ya el Juicio Particular; han vivido el encuentro personal con el Hombre-Dios Jesucristo; han comprobado, por propia experiencia, que todo lo que la Iglesia nos enseña acerca de las postrimerías –muerte, juicio, purgatorio, cielo, infierno-, es realidad y no invento de la mente humana. Ante todo, entonces, han atravesado el Juicio Particular, algo que todavía nosotros no hemos experimentado, pero hemos de experimentar el día en que muramos. Sabemos que luego del Juicio Particular viene el destino eterno, decidido por la Justicia Divina, que puede ser el Cielo –para muchos, previo paso por el Purgatorio- o el Infierno. Como confiamos en la infinita Misericordia Divina, esperamos que nuestros seres queridos estén ya en el Cielo o en el Purgatorio y es por eso que elevamos oraciones por ellos y ofrecemos misas por ellos; si pensáramos que se han condenado, de nada servirían nuestras oraciones por ellos. Pero como confiamos, como hemos dicho, en la Misericordia de Dios, que es infinita y eterna, esperamos que ya estén en el Cielo y si no lo están, esperamos que al menos estén en el camino al Cielo, en el Purgatorio. Después de todo, Nuestro Señor Jesucristo murió en la Cruz y resucitó al tercer día por todos los hombres, es decir, también por nuestros seres queridos, por eso, es ocasión de no solo recordar a nuestros seres queridos difuntos, sino también de dar gracias a Nuestro Señor Jesucristo, que los amó más que nosotros, al punto de dar la vida en la Cruz por su salvación.

         Entonces, es por esta razón que la Iglesia dedica un día especial en el año a los seres queridos difuntos: no solo para que los recordemos con afecto, que debemos hacerlo, sino para que recemos por ellos, por si se diera el caso de que estuvieran en el Purgatorio y todavía no en el Cielo, para que prontamente se purifiquen e ingresen en el Reino de Dios; también la Iglesia dedica este día como una ocasión para que glorifiquemos a la Divina Misericordia, porque por la Divina Misericordia es que esperamos que se hayan salvado, es decir, que hayan evitado la eterna condenación en el Infierno.

         Por estas razones, la Conmemoración de los Fieles Difuntos no debe quedar, para el cristiano, en un mero recuerdo afectivo: debe ser un día de ayuno y oración, pidiendo por el eterno descanso de nuestros seres queridos, además de ser un día dedicado a glorificar a la Divina Misericordia. Para ambos objetivos, lo más perfecto y agradable a Dios Trino es el ofrecimiento de la Santa Misa, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, realizado por Cristo en el Calvario, para la salvación de nuestros amados difuntos.

lunes, 20 de abril de 2020

“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”




“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre” (Jn 3, 31-36). Las palabras de Juan Bautista pueden parecer duras e incluso hasta inaceptables para la mentalidad progresista y modernista que campea en nuestros días, pero son verdaderas. La razón hay que buscarla en los inicios de la humanidad, en el pecado original de Adán y Eva: desde que nuestros Primeros Padres cometieron el pecado original, pesa sobre toda la humanidad la ira de Dios, porque la Justicia Divina fue infinitamente ofendida por el hombre, tentado por Satanás. Es verdad que en esta vida prevalece la Misericordia Divina por sobre la Justicia Divina, pero esta prevalencia se termina, hasta equilibrarse, en el momento de nuestra muerte, puesto que allí actúa, de modo preeminente, la Justicia Divina por sobre la Misericordia Divina. Por esta razón, las palabras del Bautista son ciertas para toda alma que vive en esta vida, pero sobre todo, para el alma que debe atravesar el umbral de la muerte y alcanzar la vida eterna: antes de alcanzar la vida eterna, el alma debe atravesar el Juicio Particular, en donde Dios aplica su estrictísima Justicia Divina, Justicia que está pronta para descargarse, con toda su fuerza, sobre el alma que voluntaria y libremente murió en pecado mortal y sin arrepentirse por ello.
“La ira de Dios pesa sobre quien no cree el Hijo del hombre”. Para que la ira de Dios no se descargue sobre nuestras almas, es que debemos procurar vivir permanentemente en gracia, detestando el pecado, de manera tal que la hora de la muerte nos sorprenda en estado de gracia y no en estado de pecado mortal. Sólo así sobre nuestra alma se descargará, no el peso de la ira divina, sino el océano de la Misericordia Divina.

sábado, 6 de abril de 2019

“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”



(Domingo V - TC - Ciclo C – 2019)

         “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 1-11). Jesús salva a María Magdalena de ser lapidada viva, pues había sido encontrada en flagrante adulterio por los escribas y fariseos, observantes fanáticos de la ley, que la ponen a la vista de todos[1]. Además de ser una ley injusta, porque castigaba sólo a la mujer y no al hombre, era una ley bárbara, propia de épocas antiguas y atrasadas. Al ser un pecado flagrante, el adúltero, o más bien, la mujer adúltera, quedaba expuesta al escarnio público, con el agravante de que, según la ley, la mujer debía morir apedreada. Eso es lo que está sucediendo con María Magdalena y sus justicieros ocasionales cuando interviene Jesús, deteniendo al instante la acción al decir: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Antes de continuar con la lapidación, como llevaron a la mujer delante de Jesús, le preguntan a Jesús “¿Tú, que dices?”, pero no porque les importaran sus enseñanzas, sino porque querían tenderle una trampa: si decía que sí a la lapidación, lo ponían en contra de sus discípulos; si decía que no, lo ponían en contra de la Ley de Moisés. Pero Jesús no solo no cae en la trampa, sino los pone en un aprieto, haciéndolos pasar de acusadores a acusados, al llevar la cuestión al tribunal de la propia conciencia de quienes están juzgando a la mujer[2]: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Es decir, con la respuesta de Jesús, quienes están juzgando a la mujer, empiezan a ser juzgados por sus propias conciencias y cada uno toma cuenta de la hipocresía que están cometiendo: todos los que están lapidando a la mujer, todos los que tienen una piedra en la mano, inmediatamente reflexionan y se acuerdan no de uno, sino de muchos pecados que cada uno ha cometido en distintas épocas de la vida. Por lo tanto Jesús, con esta frase, los detiene en el acto, ya que cada uno sabe que no es puro sino pecador (aunque se declare exteriormente puro, como los fariseos). Esto no quiere decir que quien esté en pecado no pueda juzgar y aun condenar a un criminal, sino que pone en evidencia la hipocresía[3] de señalar el pecado del otro y condenarlo, mientras se es indulgente con el propio pecado. Como consecuencia de la intervención de Jesús la mujer pecadora, que muchos dicen que es María Magdalena, se ve libre y salva su vida.  
         “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. La frase de Jesús también se aplica para cada uno de nosotros, desde el momento en que somos rápidos y prontos para ver y acusar el pecado del prójimo, pero somos lentos, perezosos y ciegos para reconocer el propio pecado. Nuestras palabras, dirigidas contra el prójimo, cuando están cargadas de malicia, son como otras tantas piedras que lapidan a nuestros hermanos, sin darles posibilidad a defensa alguna. Cuando tengamos la tentación de criticar al prójimo en su pecado, recordemos la frase de Jesús: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, revisemos nuestra conciencia y nos daremos cuenta de que no estamos libres de pecado y que no podemos arrojar la piedra de la maledicencia sobre nuestro prójimo. Además, debemos recordar la regla de caridad para con el prójimo: “si se ha de hablar de un tercero ausente, que sean solo sus virtudes; en caso contrario, se habla de otra cosa”.
El Evangelio no se detiene en el pecado de la adúltera ni de los que la quieren apedrear puesto que el Amor de Jesús alcanza a todos: a los que la quieren apedrear, porque es una obra de misericordia hacerle ver a nuestro prójimo que está obrando mal: en este caso, les hace ver a los que quieren lapidar a la mujer, su hipocresía; a su vez, la Misericordia Divina alcanza también a la pecadora pública porque la perdona, con la condición de que “no vuelva a pecar”.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Los católicos nos reconocemos públicamente como pecadores, al inicio de cada Misa, cuando rezamos el acto penitencial, por lo que, de entrada, no podemos decir: “Yo no tengo pecado”. Además, el Apóstol Juan dice que si alguien afirma que no tiene pecado, es un mentiroso: “Si alguien dice que no tiene pecado, es un mentiroso”. Como somos pecadores, si es que queremos estar libres de pecado, pero no para apedrear a nuestro prójimo -porque a nuestro prójimo debemos ayudarlo a levantarse de su pecado, debemos ayudarlo a cargar su cruz y no hacérsela más pesada-, acudamos al Sacramento de la Penitencia, lavemos nuestras almas en la Sangre del Cordero, alimentémonos con la Carne del Cordero de Dios y entonces sí acudamos a ayudar a nuestro prójimo, que puede ser, en algunas ocasiones, hacerle ver su pecado, para que se corrija, para que él también haga el mismo itinerario que nosotros. Este itinerario debe ser el propósito de la Cuaresma, pero no sólo de la Cuaresma, sino de toda la vida, porque seremos pecadores hasta el último día de nuestra vida.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Las palabras de Jesús deben resonar en nuestras mentes y corazones para que seamos conscientes de que cuando estamos en gracia estamos ante la Presencia de Dios, para no perder la gracia y si la llegamos a perder, acudir al Sacramento de la Misericordia. De esta manera, toda la vida del cristiano debe ser una Cuaresma continua, en el sentido de que toda la vida, hasta el último instante, el cristiano debe estar examinando continuamente su alma, para que ante el menor pecado detectado, acuda al Sacramento de la Penitencia, lave allí su alma y se alimente con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía. Ése debe ser el programa de vida de todo cristiano, no solo para la Cuaresma, sino para todo el tiempo que le quede de la vida terrena, para así poder ingresar a la vida eterna.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 725.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 725.
[3] Cfr. Orchard, ibidem, 726.

viernes, 11 de marzo de 2016

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”


Jesús perdona a la mujer adúltera
(Pieter Van Lint)

(Domingo V - TC - Ciclo C – 2016)

         “Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más” (Jn 8, 1-11). Jesús, en cuanto Divino Legislador y Sumo y Eterno Juez, es también Dios de misericordia infinita, y ante el caso de la mujer adúltera, muestra cómo la misericordia prevalece sobre la Divina Justicia: “Yo tampoco te condeno”. Ahora bien, no hay que entender esta misericordia divina de modo falsificado, porque Jesús perdona a la mujer adúltera –que muchos dicen que es María Magdalena- y en esto la Misericordia triunfa sobre la justicia, pero al mismo tiempo, le advierte que no vuelva a pecar: “Vete y no peques más”. Es decir, si bien la misericordia triunfa sobre la justicia, la justicia siempre está y está dispuesta a pasar por sobre la misericordia si el alma se obstina, sin arrepentimiento, en el mal. Al decirle Jesús: “Vete y no peques más”, le está diciendo que se aleje del pecado, que viva en la gracia que acaba de recibir. Esto también les cabe a los jueces que pretenden apedrearla, porque Jesús los desenmascara y les evidencia su hipocresía: pretenden apedrear a una mujer por su pecado, cuando ellos mismos están llenos de pecado, pero esto no significa una justificación del pecado de la mujer ni mucho menos, sino que los pretendidos jueces justicieros quedan evidenciados en su hipocresía y que a ellos mismos les vale la advertencia de Jesús: “No pequen más”. Si esto no es así, entonces los jueces, por ser hipócritas, justificarían el pecado de la mujer adúltera, lo cual es falso, porque Jesús no justifica el pecado de nadie: los perdona, por su misericordia, pero al mismo tiempo advierte que no se debe volver a pecar, porque con la misericordia de Dios no se juega: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7).
La escena, real, anticipa el Sacramento de la Penitencia, en donde el penitente expone, ante la Divina Misericordia, sus pecados, pero para que estos queden destruidos por el poder de la Sangre de Jesús; ahora bien, la condición de la actuación de la misericordia de Dios, en el Sacramento de la Penitencia, es el arrepentimiento del penitente –y si es una contrición, es decir, un arrepentimiento perfecto, mucho mejor-, es decir, que el penitente tome conciencia de la malicia del pecado que anida en su corazón, de la magnitud de la ofensa que esta malicia significa hacia la bondad y la majestad divina, y también la repercusión que tiene sobre el Cuerpo real de Cristo, pues la corona de espinas, los golpes, las flagelaciones y la misma crucifixión, se deben a nuestros pecados personales, los que confesamos en el Sacramento de la Penitencia. Es requisito indispensable, para la absolución, que el penitente se arrepienta de sus pecados, para recibir la Misericordia de Dios, porque si el corazón se cierra en su pecado y se convierte en impenitente, se vuelve voluntariamente impermeable  al perdón de Dios y la Misericordia Divina nada puede hacer. Jesús le dice a la mujer pecadora: “Vete y no peques más”, le está diciendo claramente que es necesario su arrepentimiento y su propósito de enmienda y esto lo recuerda la Iglesia en la fórmula que el penitente dice al final: “Propongo firmemente no pecar más y evitar toda ocasión próxima de pecado”. Si no está esta condición, la de hacer el propósito de no volver a pecar, no están dadas las condiciones para la absolución.

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Cada vez que nos confesamos, Jesús nos repite las mismas palabras: “Vete y no peques más” y para eso es que hacemos el propósito de “evitar las ocasiones próximas de pecado”: sólo así el alma se asegura de vivir siempre en la gracia de Dios, con Jesús inhabitando en Persona en el alma.

miércoles, 25 de febrero de 2015

“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás"


“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación” (Lc 11, 29-32). ¿Qué signo representó Jonás para los ninivitas? Ante todo, fue un signo de la Justicia Divina, porque Dios, cansado de los pecados de los ninivitas, envió a Jonás para advertirles que, de no cambiar y convertir sus corazones, habrían de perecer en poco tiempo. Los ninivitas, que eran pecadores, escucharon sin embargo la voz de Dios a través de la voz de Jonás y emprendieron un duro proceso de conversión, que comprendía ayuno, penitencia, oración y cambio de vida (lo cual constituye un ejemplo para todo cristiano que quiera vivir el espíritu cristiano de la Cuaresma).
Sin embargo, Jonás fue también un signo de la Misericordia Divina, porque Dios, al ver que los ninivitas hacían penitencia, “se arrepintió” del castigo que iba a infligirles, debido a su gran misericordia. De esta manera, Jonás se convierte en signo de la Justicia Divina y de la Misericordia Divina para los ninivitas, y éste es el mismo signo que constituye Jesús en la cruz, para los hombres de “esta generación”, es decir, para la humanidad de todos los tiempos.
En la cruz, Jesús es signo de la Justicia Divina, porque es castigado duramente a causa de la Ira de Dios, justamente encendida por los pecados de los hombres, y es castigado porque Él en la cruz, con los pecados de todos los hombres sobre sus espaldas, reemplaza a todos y cada uno de los hombres y se pone en su lugar, para que el castigo que debía caer sobre la humanidad, recayera sobre Él, que de esta manera se ofrecía como Víctima Inocente por la salvación de las almas. Así, Jesús es signo de la Justicia Divina, porque Él recibe el castigo que reclamaba esta Justicia Divina, al haber, todos y cada uno de los hombres, encendida la Santa Ira de Dios con nuestros pecados, con nuestra malicia, con nuestras abominaciones de toda clase, las que llevaron a Dios un día a “arrepentirse de habernos creado” (cfr. Gn 6, 6).
Pero al igual que Jonás, Jesús es también signo de la Divina Misericordia: su mismo sacrificio en cruz, su misma muerte, su misma Sangre derramada en el Calvario, constituyen al mismo tiempo el signo más elocuente del Amor, del Perdón, de la Bondad y de la Misericordia Divina, porque si nosotros le entregamos al Padre a su Hijo muerto en la cruz, por nuestros pecados -la cruz y la muerte de Jesús es obra de nuestras manos, porque somos deicidas-, Dios, de parte suya, no nos castiga ni nos fulmina con un rayo –como lo merecemos, por haber matado al Hijo de Dios, comportándonos como los “viñadores homicidas” del Evangelio (cfr. Mt 21, 34-46)-, sino que nos entrega a este Hijo suyo que cuelga del madero, y en quien inhabita “la plenitud de la divinidad” (cfr. Col 2, 9), como signo de su Amor y de su perdón.

“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación”. Jesús, signo de la Justicia y de la Misericordia divinas, se nos ofrece en el signo de la Iglesia, la Eucaristía. Para nosotros, pecadores necesitados de la gracia de la conversión, no hay otro signo que la Eucaristía y nada más que la Eucaristía, y si buscamos “signos” en otros lados (en otras religiones, en sectas, en filosofías anticristianas, etc.), solo encontraremos la nada y la muerte eterna.

viernes, 25 de abril de 2014

Domingo in Albis o de la Divina Misericordia


(Domingo II - TP - Ciclo A - 2014)
         “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-31). Jesús resucitado se aparece en medio de sus discípulos, que se encuentran en oración, y les infunde el Espíritu Santo. El don del Espíritu Santo es el culmen de su misterio pascual de muerte y resurrección. El Amor de Dios es la respuesta de Dios al deicidio de los hombres. Los hombres habían crucificado a su Hijo, y Dios Padre responde no con ira y con su Justicia divina, sino con Amor y con Misericordia, insuflando el Espíritu Santo, el Amor Divino. Jesús insufla el Amor de Dios, el Espíritu Santo, en el cenáculo, y con esto infunde sobre la Iglesia el Amor y la Misericordia Divina, pero ya en la cruz, cuando estaba ya muerto, ya había infundido sobre la humanidad su Divina Misericordia, cuando el soldado romano traspasó su Corazón y de su Corazón traspasado brotó Sangre y Agua, porque la Sangre y el Agua, que brotaron de las profundidades del Corazón de Jesús, fueron el vehículo para portar al Espíritu Santo, el Amor de Dios.
         El Agua y la Sangre que brotaron del Corazón traspasado de Jesús llevan en sí mismos al Amor de Dios, el Espíritu Santo, y por eso mismo son la Misericordia de Dios para las almas, y es eso lo que Jesús le dice a Sor Faustina Kowalska en sus apariciones como Jesús Misericordioso, hablando de los rayos que brotan de su imagen: “Los dos rayos indican Agua y Sangre. El rayo pálido significa el Agua que hace las almas justas. El rayo rojo significa la Sangre que es la vida de las almas. Estos dos rayos salieron de las profundidades de Mi tierna Misericordia, cuando Mi corazón agonizado fue abierto por la lanza en la Cruz”.
         Esta Misericordia Divina, que se derramó sobre el mundo y la Iglesia desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz, se comunica en el tiempo y en el espacio a las almas a través de la Iglesia de muchas maneras, principalmente a través de los sacramentos y también a través de las obras de misericordia corporales y espirituales, pero también por el amor fraterno entre los miembros de la Iglesia.
         Pero hay un modo especialísimo por el cual se comunica la Misericordia Divina en estos últimos tiempos que vive la humanidad y es practicando la devoción a Jesús Misericordioso, tal como se le apareció Jesús a Sor Faustina Kowalska, una religiosa polaca en el año 1938. Jesús se le apareció en la celda de su convento a Sor Faustina diciéndole: “Pinta una imagen de acuerdo a esta visión con la frase “Jesús, en Vos confío” y quiso que la imagen fuera honrada especialmente el primer Domingo después de Pascua: “Yo quiero que esta imagen sea solemnemente bendecida el primer Domingo después de Pascua; ese Domingo ha de ser la Fiesta de Mi Misericordia” (…) Yo deseo que esta imagen sea venerada, primero en tu capilla y luego en el mundo entero. Yo prometo que el alma que venere esta imagen no perecerá. También prometo victoria sobre sus enemigos aquí en la tierra, especialmente a la hora de la muerte. Yo mismo la defenderé con mi propia gloria”.
         Pero no solo el segundo Domingo después de Pascua se derrama la Misericordia sobre la humanidad, sino todos los días, a las Tres de la tarde, la hora en que murió Jesús en la Cruz, se derrama un torrente inagotable de Misericordia Divina sobre los hombres. Solo basta que nos sumerjamos, por medio de la oración, en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y el Amor infinito que brota del Corazón traspasado de Jesús se derramará sobre nosotros, sobre nuestros seres queridos, y sobre todos los hombres. Así se lo dice Jesús a Sor Faustina: “Te recuerdo, hija mía, que tan pronto como suene el reloj a las tres de la tarde, que te sumerjas completamente en Mi Misericordia adorándola y glorificándola; invoca su omnipotencia para todo el mundo, y particularmente para los pobres pecadores; porque en ese momento la Misericordia se abrió ampliamente para cada alma” (...) “A la hora de las tres, implora Mi Misericordia, especialmente por los pecadores; y aunque sea por un brevísimo momento, sumérgete en mi Pasión, especialmente en mi desamparo, en el momento de mi agonía. Esta es la hora de gran misericordia para el mundo entero. Te permitiré entrar dentro de mi tristeza mortal. En esta hora, no rehusaré nada al alma que me lo pida por los méritos de mi Pasión”.
Todavía más, incluso fuera del día de la Divina Misericordia, y fuera de las Tres de la tarde, con solo contemplar la imagen de la Divina Misericordia, la Misericordia Divina nos alcanza, con solo contemplar la imagen con fe y con amor. Así dice Santa Faustina al contemplar la imagen de Jesús Misericordioso: “Hoy he visto la gloria de Dios que fluye de esta imagen. Muchas almas reciben gracias aunque no lo digan abiertamente”.
Además, quien recite la Coronilla de la Divina Misericordia -enseñada por Jesús en Persona a Sor Faustina- en la hora de la muerte, recibirá la gracia de la conversión y de la salvación eterna: “Alienta a las personas a recitar la Coronilla que te he dado... Quien la recite, recibirá gran misericordia a la hora de su muerte. Los sacerdotes la recomendarán a los pecadores como su último refugio de salvación. Aún si el pecador más empedernido recita esta Coronilla, al menos una vez, recibirá la gracia de mi infinita misericordia. Deseo conceder gracias inimaginables a aquellos que confían en Mí Misericordia”.
Y si la Coronilla se reza por un moribundo, Jesús en Persona se hace Presente y se interpone entre el moribundo y Dios Padre, intercediendo como Salvador misericordioso y concediendo al moribundo la gracia de la contrición perfecta del corazón y la salvación eterna: “Escribe que cuando reciten esta coronilla en presencia del moribundo, Yo me pondré entre mi Padre y él, no como Juez Justo, sino como Salvador misericordioso”.
La imagen de Jesús Misericordioso es la “última devoción para el hombre de los últimos tiempos”; es la “señal de los últimos tiempos”, es “la última tabla de salvación”[1], a la cual el hombre debe acudir para beneficiarse del “Agua y de la Sangre” que brotaron del Corazón traspasado de Jesús: “(Esta imagen) Es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de Mi misericordia, (y) se beneficien dela Sangre y del Agua que brotó para ellos”[2].
La devoción a la Divina Misericordia  es la última oportunidad para el hombre de los últimos tiempos. Si la humanidad no acude a la Misericordia Divina, morirá sin remedio en el abismo eterno. Dice Jesús: “Di a la Humanidad que esta imagen es la última tabla de salvación para el hombre de los Últimos Tiempos”[3]. (…) “Las almas mueren a pesar de Mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, es decir, la Fiesta de Mi misericordia[4]”.
Ya no habrán más devociones, hasta el fin de los tiempos, ni habrá tampoco más misericordia, una vez finalizados los días terrenos, antes del Día del Juicio Final. Dios tiene toda la eternidad para castigar, pero mientras hay tiempo, hay misericordia. Cada día que transcurre en esta tierra, es un don de la Misericordia Divina, que nos lo concede para retornemos a Dios Trino, para que nos arrepintamos de las maldades de nuestros corazones, para que dejemos de obrar el mal, e iniciemos el camino que conduce a la feliz eternidad, el camino de la cruz. El tiempo, los segundos que pasan, los minutos, las horas, los días, los años, son dones de la Misericordia Divina, que espera con paciencia nuestro regreso al Padre, por medio del arrepentimiento, la contrición, el dolor de los pecados, y el amor a Dios y al prójimo.
Mientras hay tiempo, hay misericordia, y por eso, cada día que Dios nos concede, es un regalo de la Misericordia Divina, que busca nuestro arrepentimiento y nuestro amor a Dios y al prójimo. Pero resulta que el tiempo se está terminando, y que el Día de la ira divina, en donde ya no habrá más misericordia, se está terminando, ya que está cercano el retorno de Jesús, según sus mismas palabras: “Si no adoran Mi misericordia, morirán para siempre. Secretaria de Mi misericordia, escribe, habla a las almas de esta gran misericordia Mía, porque está cercano el día terrible, el día de Mi justicia”[5] (…) “Deseo que Mi misericordia sea venerada en el mundo entero; le doy a la humanidad la última tabla de salvación, es decir, el refugio en Mi misericordia”[6] (...) “Antes del día de la justicia envío el día de la misericordia[7]. Estoy prolongándoles el tiempo de la misericordia, pero ¡ay de ellos si no reconocen este tiempo de Mi visita![8].
La Devoción a la Divina Misericordia es la última devoción concedida a la Humanidad, antes del Día del Juicio Final, y prepara a los corazones para la Segunda Venida de Jesucristo, que está próxima: “Prepararás al mundo para Mi última venida”[9].
La imagen de Jesús misericordioso es una señal de los últimos tiempos, que avisa a los hombres que está cercano el Día de la justicia: “Habla al mundo de mi Misericordia… Es señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo para que recurran, pues, a la Fuente de Mi Misericordia”[10].
No hay opciones intermedias: o el alma se refugia en la Misericordia de Dios, o se somete a su justicia y a su ira divina: “Quien no quiera pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[11].
Jesús nos advierte, con mucha insistencia, que acudamos a beber a la Fuente Inagotable de la Misericordia Divina, que es esta imagen suya, que es su Corazón traspasado, de donde brotan Sangre y Agua, porque es cierto que Jesús es Misericordia infinita, pero también es cierto que Él es también Justicia infinita, porque de lo contrario, no sería Dios Justo, sino que sería un Dios In-Justo, es decir, no sería Dios. Dios es Misericordia y Justicia, y nos ofrece su Misericordia y nosotros debemos aceptar libremente su Misericordia, pero si no queremos pasar por su Misericordia, indefectiblemente deberemos pasar por su Justicia, y para quien no quiera pasar por su Misericordia en esta vida, la Sabiduría Divina preparó el Infierno para que la Justicia Divina pudiera ejercer allí los justos castigos preparados para los que libremente eligieron morir en pecado mortal.
El mismo Jesús Misericordioso fue quien, en un determinado momento, envió a un ángel para que llevara a Sor Faustina al infierno y le hiciera contemplar las terribles torturas a las que son sometidos, para siempre, aquellos que no quisieron aprovechar las innumerables oportunidades de conversión que la Divina Sabiduría les ofrecía. El Catecismo de la Iglesia Católica, en su Compendio, en el Número 212 dice: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal”. Quien piensa que Dios es solo Misericordia pura, pero no Justicia, y cree que puede vivir en el pecado y que se arrepentirá a último momento, está equivocado. Precisamente, Jesús llevó a Sor Faustina al infierno, para que diera testimonio de que el infierno existe y de que no está vacío; por el contrario, está ocupado con todos aquellos que pensaron que podían burlar a la Justicia Divina.
         Jesús es Misericordia infinita, pero también es Justicia infinita y por eso llevó a sor Faustina al infierno, para que diera testimonio de su existencia. Dice así el tremendo testimonio de Sor Faustina, y tengamos en cuenta fue Dios quien la llevó y quien le ordenó que diera testimonio de su experiencia:
“Hoy, fui llevada por un ángel a los abismos del infierno. ¡Es un lugar de gran tortura, cómo asombrosamente grande y extenso!
Los tipos de torturas que vi:
-la primer tortura del infierno es la pérdida de Dios;
-la segunda es el remordimiento perpetuo de la conciencia;
-la tercera es que la condición de uno nunca cambiará;
-la cuarta es el fuego que penetra el alma sin destruirla, un sufrimiento terrible, ya que es un fuego completamente espiritual, encendido por la ira de Dios;
-la quinta es la continua oscuridad y un terrible olor sofocante, pero a pesar de la oscuridad, los demonios y las almas de los condenados se ven unos a otros, su propia alma y la de los demás;
-la sexta es la compañía constante de satanás;
-la séptima es la horrible desesperación, el odio a Dios, las palabras viles, maldiciones y blasfemias.
Las mencionadas antes son las torturas sufridas por todos los condenados juntos, pero que no es el fin de los sufrimientos. Hay torturas especiales destinadas para las almas en particular. Estos son los tormentos de los sentidos.
Cada alma padece sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionados con la manera en que ha pecado. Hay cavernas y hoyos de tortura donde una forma de agonía difiere de otra.
Me habría muerto con la simple visión de estas torturas si la omnipotencia de Dios no me hubiera sostenido. Que el pecador sepa que va a ser torturado por toda la eternidad, en esos sentidos que fueron usados para pecar. Estoy escribiendo esto por orden de Dios, para que ninguna alma pueda encontrar una excusa diciendo que no hay infierno, o que nadie ha estado allí, y por lo tanto nadie puede decir que no sabe.  Lo que he escrito no es más que una pálida sombra de las cosas que vi. Pero me di cuenta de una cosa: que la mayoría de las almas que hay no creen que haya un infierno. ¡Cuán terriblemente sufren las almas allí!  En consecuencia, pido aún más fervientemente por la conversión de los pecadores”[12].
Es la misma Virgen quien nos advierte de que la Segunda Venida de Jesucristo está cercana, y de que su imagen es una señal de esta venida. Pero tenemos que saber que la imagen no es una carta blanca para pecar y que con Dios y su Misericordia no se juega: la Virgen dice que quien abuse de la Misericordia Divina pasará por la ira de Dios y la ira de Dios será tan terrible, que hasta los ángeles temblarán en ese día. Así le dice la Virgen a Sor Faustina: ‘Yo he dado al mundo el Salvador; tú has de hablar de su Gran Misericordia y prepararlo para su Segunda Venida. Él vendrá, no como Salvador Misericordioso, sino como Justo Juez. Aquel día terrible será día de Justicia, día de la ira de Dios: en aquel día los mismos ángeles temblarán… Habla a los hombres de la Gran Misericordia de Jesús, mientras sea aún el tiempo para conceder la misericordia. Si ahora tú callas, en aquel día tremendo deberás dar cuentas de un gran número de almas… No temas nada; sé fiel hasta el fin’[13]”.
Finalmente, como hemos visto, Jesús asocia numerosísimas gracias asociadas a esta imagen: “Ofrezco a los hombres la vasija con la que han de seguir viniendo a la fuente de la Misericordia para recoger las gracias. Esa vasija es esta imagen con la inscripción: “Jesús, en Vos confío”. Jesús promete que quien venere esta imagen, no perecerá jamás.
Veneremos entonces, la imagen de Jesús Misericordioso, colocándola en el mejor lugar de nuestros hogares, pero sobre todo, la veneremos y la entronicemos en nuestro corazón, y la honremos obrando la misericordia para con el más necesitado, y le pidamos a la Virgen, Madre de Misericordia, que sea Ella quien la grabe en nuestros corazones con el fuego del Espíritu Santo, para que quede allí grabada, en el tiempo y por toda la eternidad[14].




[1] Diario, 998.
[2] Diario, 848.
[3] Diario, 299.
[4] Diario, 288ª.
[5] Diario, 965.
[6] Diario, 998.
[7] Diario, 965.
[8] Diario, 965.
[9] Diario, 429.
[10] Diario, 848.
[11] Diario 1146.
[12] Diario de Santa Faustina, 741.
[13] Diario 635.
[14] Cfr. http://adoremosalcordero.blogspot.com.ar/2011/04/esta-imagen-es-una-senal-de-los-ultimos.html

martes, 11 de marzo de 2014

“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre es un signo para el mundo”


“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre es un signo para el mundo” (Lc 11, 29-32). Jonás fue un signo de penitencia y de conversión enviado por Dios para los ninivitas y puesto que los ninivitas lo recibieron de buen corazón, Dios se retractó de su amenaza de justo castigo por los pecados y no los castigó. De la misma manera, Jesús elevado en la cruz, es el signo del perdón divino para toda la humanidad, para todos los hombres pecadores de todos los tiempos. Sin importar la inmensidad de los pecados que un hombre haya cometido, todo lo que un hombre necesita para que se le perdonen sus pecados, es que se arrodille ante Jesús crucificado, el signo de la Misericordia Divina, y permitir que la Sangre del Cordero caiga sobre su cabeza, para que de manera inmediata sus pecados queden borrados de la Memoria de Dios y las Puertas del Cielo le sean abiertas de par en par. Y puesto que el Santo Sacrificio de la cruz, que es el signo de la Misericordia Divina para el mundo, se perpetúa en la Santa Misa, por lo tanto, el signo de la Misericordia Divina para la humanidad pecadora que quiera salvarse, es la Santa Misa (aunque también lo es el sacramento de la confesión, porque es también allí en donde caen las gotas de Sangre del Salvador sobre el alma del penitente que se confiesa). No hay otro signo de la Divina Misericordia, para el pecador que desea salvarse, que Jesús elevado en la cruz, es decir, la Santa Misa, la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz. 
No hay otro signo del perdón, del Amor y de la Misericordia Divina, que Cristo Crucificado, que el Cordero “como Degollado”, que vierte su Sangre desde su Costado abierto, de manera ininterrumpida, desde hace veinte siglos, cada vez, en la Santa Misa, y lo seguirá haciendo, hasta el fin de los tiempos, hasta la consumación de los siglos, hasta el Último Día de la humanidad, en que dará inicio la Eternidad. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

“Zaqueo, quiero alojarme en tu casa"



(Domingo XXXI - TO - Ciclo C - 2013)
           “Zaqueo, quiero alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Jesús le manifiesta a Zaqueo que quiere “alojarse” en su casa. El pedido motiva el escándalo de muchos, puesto que Zaqueo era conocido por ser publicano, es decir, pecador público: “Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un hombre pecador”. Sin embargo, a pesar de ser un pecador público, Jesús no solo fija sus ojos en él, sino que le manifiesta su deseo de “alojarse” en su casa. Por este motivo, es conveniente detenernos en la figura de Zaqueo, para saber el motivo por el cual Jesús, haciendo caso omiso –o no- de su condición de pecador, pido alojarse en su casa. Zaqueo, que a causa de su baja estatura, estaba subido a un sicómoro, acepta gustoso el pedido y hace pasar a Jesús a su casa. Una vez allí, le convida de lo que tiene y, lo más importante, tocado por la gracia, manifiesta a Jesús que “dará de sus bienes a los pobres” y “si ha perjudicado a alguien”, le devolverá “cuatro veces más”. El fruto de la visita de Jesús a la casa de Zaqueo es la conversión del corazón, lo cual es igual a la salvación: “Hoy la salvación ha llegado a esta casa”.
         Zaqueo es pecador, pero esta condición, lejos de ser un impedimento para que Jesús fije sus ojos en él, es lo que lo atrae, porque Jesús es la Misericordia Divina encarnada; es el Amor de Dios que se compadece infinitamente del hombre pecador y es tanto su Amor y tanta su ternura, que cuantos más pecados tenga un hombre, más cerca estará de él, tal como el mismo Jesús se lo confía a Sor Faustina: “"Escribe, hija Mía, que para un alma arrepentida soy la misericordia misma. La más grande miseria de un alma no enciende Mi ira, sino que Mi Corazón siente una gran misericordia por ella”[1].
         Jesús, en cuanto Dios, mira al corazón del hombre y si hay en él pecado, busca apropiarse de él para quitarle su pecado, para lavarlo con su Sangre, para calentarlo con su Amor misericordioso, para colmarlo con su Misericordia Divina, para llenarlo de su gracia, de su luz, de su paz, de su alegría, y es esto lo que explica que Jesús dirija su mirada a Zaqueo y le pida alojarse en su casa. El pecado es un impedimento absoluto y total para entrar en el Reino de los cielos, y es por esto que Jesús desea quitarlo del corazón de Zaqueo, y es lo que hace, al concederle la gracia de la conversión.
         Pero hay otro aspecto en la figura de Zaqueo en el que debemos detenernos, porque también aquí se refleja el infinito Amor de Jesús, y es en el de su condición de “rico” de bienes materiales. Esa riqueza demuestra apego a los bienes materiales, lo cual es un impedimento para entrar al Reino de los cielos, al igual que el pecado. Al igual que como hizo con el pecado, Jesús también le concede a Zaqueo el verse libre de este impedimento para entrar al cielo, quitando de Zaqueo el apego desordenado a la riqueza material y concediéndole a cambio el deseo del Bien eterno, la gloria de Dios, el verdadero bien espiritual al que hay que apegar el corazón. Esto se ve reflejado en la declaración de Zaqueo a Jesús: “Daré la mitad de mis bienes a los pobres”; este desprendimiento de los bienes materiales se refleja también en su deseo de devolver “cuatro veces más” a quien hubiera podido perjudicar de alguna manera.
         Es muy importante detenernos en la consideración de la figura de Zaqueo, porque todos somos como él: somos “ricos”, en el sentido de estar apegados a las riquezas materiales, y somos también pecadores y lo seguiremos siendo hasta el día de nuestra muerte. Es por esto que debemos tratar de imitar a Zaqueo en su búsqueda de Jesús, yendo más allá de nuestras limitaciones, como Zaqueo, que para superar la limitación física de su baja estatura, se sube a un sicómoro con tal de ver a Jesús, pero sobre todo, debemos imitarlo en su amor a Jesús, que es lo que lo lleva a querer verlo.
         Y Jesús, viendo en nosotros la imagen misma de la debilidad y del pecado, hará con nosotros lo mismo que con Zaqueo: nos pedirá “alojarnos en nuestra casa”, para concedernos su gracia, su perdón, su Misericordia y su Amor divinos, y esto en un grado infinitamente superior a lo que hizo con Zaqueo. ¿De qué manera? A través de la comunión eucarística, porque en cada comunión eucarística, Jesús, mucho más que querer alojarse en nuestra casa material, como hizo con Zaqueo, quiere entrar en nuestros corazones, para hacer de ellos su morada, su altar, su sagrario, en donde sea adorado y amado noche y día, y desde donde pueda irradiar, noche y día, sobre nuestras almas y nuestras vidas, su Amor y su Misericordia, concediéndonos todas las gracias –y todavía más- que necesitamos para entrar en el Reino de los cielos, entre ellas, la contrición del corazón, el desapego a los bienes terrenos, y el apego del corazón a los verdaderos bienes, la vida eterna. En cada comunión eucarística, Jesús derrama sobre nuestras almas y corazones torrentes inagotables de Amor Divino, en una medida inconmensurablemente mayor a la que le concedió a Zaqueo, porque con Zaqueo, Jesús entró en su casa material, pero no se le dio como alimento con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, como lo hace con nosotros en la Eucaristía.
Si queremos imitar a Zaqueo en su amor de correspondencia a Jesús, debemos preguntarnos: ¿somos capaces de dar la mitad de nuestros bienes a nuestros hermanos más necesitados? Si hemos perjudicado a alguien, ¿somos capaces de devolver “cuatro veces más” a quien hayamos perjudicado? Y esto, no solo referido a bienes materiales, sino también, y sobre todo, al perjuicio y escándalo que hemos provocado en nuestros hermanos, toda vez que no hemos sido capaces de dar testimonio del Amor de Dios con nuestro ejemplo de vida.
 En otras palabras, ¿somos capaces de obrar las obras de misericordia corporales y espirituales, como nos pide Jesús, para así poder entrar en el Reino de los cielos?




[1] Diario, 1739.

miércoles, 10 de abril de 2013

“El que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas de la tierra”


“El que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas de la tierra” (cfr. Jn 3, 31-36). Jesús revela su origen divino, porque Él es el que “viene de lo alto”, el que “viene del cielo”, el que “Dios envió”, a quien “Dios le da el Espíritu sin medida”, porque Él es Dios Hijo que procede del seno del Padre desde la eternidad y del Padre recibe su Ser divino trinitario, su Amor y su Poder: “el Padre ama al Hijo –le da el Espíritu Santo- y ha puesto todo en sus manos” –le da su omnipotencia divina-. En Él y sólo en Él está la plenitud de la salvación, porque sólo Él da “la Vida eterna” a quien cree en Él. Por este motivo, quien no cree en Él no puede salvarse de ninguna manera, puesto que desprecia la Misericordia Divina manifestada en Él, haciéndose merecedor de la “ira divina”.
Al revelar su origen divino y su condición de Dios Hijo, Jesús les hace ver a sus discípulos que sus enseñanzas no son las enseñanzas de ningún maestro terreno; sus revelaciones no son inventos de la razón humana; sus milagros no se deben a un despliegue desconocido de las fuerzas de la naturaleza humana. Jesús “viene del cielo” no como un enviado o un profeta más entre tantos, ni como un hombre santo, sino como el Hombre-Dios, como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y esta es la razón por la cual sus palabras y sus obras no son las del mundo, sino que dan testimonio de lo que Él “ha visto y oído” en la eternidad, y lo que Él ha visto y oído es que Dios es Uno y Trino, que ha enviado a su Hijo Jesús a encarnarse y morir en Cruz, para que todo aquel que crea en Él tenga “Vida eterna”.
“El que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas de la tierra”. Un cristiano, es decir, alguien que ha recibido la gracia de ser hijo de Dios  por el bautismo –“el don más grande del misterio pascual”, como dice el Santo Padre Francisco[1]-; que se alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía; que ha recibido los dones del Espíritu Santo y al Espíritu Santo mismo en el sacramento de la Confirmación, no puede poseer el espíritu del mundo, espíritu que es radicalmente contrario al Espíritu de Dios.
Al igual que Cristo, cada bautizado puede decir que “viene del cielo” porque “ha nacido de lo alto” por el bautismo; al igual que Cristo, el bautizado también puede decir que  “contempla y oye las cosas del cielo”, porque por la gracia y la fe ha aprendido en el Catecismo y en el Credo las verdades celestiales y sobrenaturales de Jesucristo Hombre-Dios; al igual que Cristo, el bautizado “da testimonio” –o al menos debe darlo- de esas realidades celestiales que ha visto y oído en el Catecismo y en el Credo; al igual que Cristo, que no es de este mundo porque es del cielo, el cristiano “está en el mundo”, en la tierra, pero “no es del mundo” (cfr. Jn 15, 16), y por eso no puede “hablar cosas de la tierra”, no puede mundanizarse. Un cristiano mundanizado, es decir, un cristiano que consiente con lo que el mundo ofrece: sensualidad, materialismo, hedonismo, relativismo moral, agnosticismo, gnosticismo, ateísmo, paganismo, es un cristiano que ha traicionado su origen, que ha olvidado que es hijo de Dios y, mucho más grave todavía, es un cristiano que se ha convertido, por libre decisión, en un hijo de las tinieblas.