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lunes, 10 de julio de 2023

“Id a las ovejas descarriadas de Israel y proclamad que el Reino de los cielos está cerca”

 


“Id a las ovejas descarriadas de Israel y proclamad que el Reino de los cielos está cerca” (cfr. Mt 10, 1-7). Es muy importante reflexionar en la doble misión que Jesús encarga a sus discípulos: una, que anuncien que “el Reino de los cielos está cerca”; la segunda, que ese anuncio no se haga por el momento a los paganos, sino “a las ovejas descarriadas de Israel”. Esto llama un poco la atención: ¿porqué les dice “ovejas descarriadas” a los integrantes del Pueblo Elegido? ¿No eran acaso ellos los únicos que, en la Antigüedad, eran los depositarios de la revelación de Dios como Uno y por eso eran el único pueblo monoteísta de ese tiempo? Es verdad que luego Jesús revela que ese Dios Uno que conocen y adoran los judíos, es además Trino, es decir, Uno en naturaleza y Trino en Personas, pero hasta el momento, eran los únicos que habían recibido el don, la gracia, de saber que no había muchos dioses, sino un solo Dios verdadero. Entonces, si eran depositarios de la Verdad Revelada hasta ese momento, ¿Por qué Jesús los llama “ovejas descarriadas”?

Los llama así porque sus jefes religiosos, los fariseos, los doctores de la ley, los escribas, habían tergiversado de tal manera la ley de Dios, que habían pervertido la esencia de la religión y en vez de hacerla consistir en la adoración a Dios Uno y en el amor al prójimo como a sí mismo, como lo afirmaba la ley, sostenían erróneamente que la justificación estaba en el mero cumplimiento externo de mandamientos puramente humanos, como por ejemplo, daban más importancia a la ablución de manos y objetos, antes que la piedad para con Dios y el amor al prójimo. Los jefes religiosos habían distorsionado a tal grado la religión, que literalmente no les importaba dejar sin comer a viudas y huérfanos, siempre y cuando se cumplieran los preceptos externos de la ley, preceptos por otra parte, en su inmensa mayoría, inventados por ellos mismos. Habían cambiado el corazón de carne por un corazón de piedra, un corazón frío, insensible ante el dolor humano, incapaz de obrar la caridad e incapaz por lo tanto de amar sinceramente al Dios verdadero, porque quien no ama al prójimo, no ama a Dios, ya que el prójimo es la imagen viviente y visible del Dios Viviente e invisible: el prójimo está puesto por Dios para que sepamos la medida real de nuestro amor para con Dios: así como tratamos al prójimo, así tratamos a Dios en la realidad.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel y proclamad que el Reino de los cielos está cerca”. El Nuevo Pueblo Elegido somos los integrantes de la Iglesia Católica; por esto mismo, si no prestamos atención, también nosotros podemos caer en la misma tentación de escribas y fariseos: endurecer el corazón para con el prójimo, con lo cual, ni tenemos caridad cristiana para con el prójimo, ni amamos a Dios Uno y Trino como Él merece ser amado, servido y adorado.

sábado, 23 de octubre de 2021

“¿Está permitido curar en sábado o no?”


 

“¿Está permitido curar en sábado o no?” (Lc 14, 1-6). Jesús, Médico Divino, cura con su omnipotencia y con su Divino Amor a un enfermo de hidropesía. Este milagro de curación corporal es muy frecuente a lo largo de los Evangelios pero en este caso, tiene una particularidad: es realizado en día sábado y delante de los fariseos y este hecho es importante porque para los fariseos, estaba prohibido realizar cualquier tipo de trabajo en día sábado. La razón de esta prohibición es que debían mantener el sábado como día sagrado, por lo cual no se podía trabajar. De hecho, en la actualidad, los judíos tienen tantas reglas y sub-reglas para el sábado, que está prescripto cuántos pasos se debe dar en sábado y cuántas palabras se puede escribir[1].  Al curar al enfermo de hidropesía delante de los fariseos y en día sábado, Jesús no solo anula la ley sabática farisaica, sino que establece una nueva ley, en la que el Domingo reemplazará al sábado como Día del Señor, porque el Domingo será el Día de la Resurrección y además, en esta ley la caridad estará por encima del cumplimiento meramente exterior de los Mandamientos. El exceso de reglas y sub-reglas tiene como consecuencia el centrar los esfuerzos espirituales en cumplir este exceso de mandamientos humanos, al mismo tiempo que se descuida lo esencial de la religión: el amor y la piedad a Dios y la caridad con el prójimo. Jesús cura en sábado y así quebranta deliberadamente el sistema de reglamentación elaborado por los fariseos; de esa manera, les enseña en primera persona que lo que Dios quiere del hombre es amor, compasión, caridad y no cumplimiento exterior de leyes meramente humanas.

 



[1] “Para seguir el reglamento de no trabajar en sábado, hay literalmente miles de sub-reglas a seguir, incluyendo la cantidad de pasos que puedes tomar, y el número de letras que puedes escribir en el día de reposo”. Cfr. https://www.buscadedios.org/el-reglamento-de-los-fariseos/

sábado, 5 de mayo de 2018

“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”



(Domingo VI - TP - Ciclo B – 2018)

“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Jesús deja un mandamiento nuevo que, en cuanto tal, debe agregarse a los mandamientos de la Antigua Alianza. Si es nuevo, entonces debemos preguntarnos en qué consiste la novedad y cuál es la autoridad de Jesús para dejar un mandamiento nuevo. Con respecto a la autoridad de Jesús para dejar un mandamiento nuevo, está en todo su derecho, puesto que es Dios, el mismo Dios que estableció los mandamientos de la Ley Antigua y su condición divina está debidamente probada en los Evangelios por los “signos” y “obras” -es decir, milagros- que hace Jesús y que demuestran que Él es quien dice ser: Dios Hijo encarnado: “Si no me creéis a Mí, creedme al menos por mis obras”. En otras palabras, es evidente que Jesús hace milagros que sólo Dios puede hacer y por lo tanto, Jesús es Dios: es el mismo Dios que en el Antiguo Testamento promulgó los Diez Mandamientos a través de Moisés.
Con respecto a la segunda pregunta, acerca de que en qué consiste la novedad de este “mandamiento nuevo”, la respuesta es que la novedad del mandamiento nuevo de Jesús radica no tanto en la formulación, sino en la cualidad del amor con el que debe ser vivido. Es decir, en el Antiguo Testamento, el mandamiento central era el primero y estaba basado en el amor, por lo que para cumplir la Ley de Dios, había que amar en tres direcciones: a Dios, al prójimo y a uno mismo. Pero se trataba de un amor natural, puesto que todavía no estaba la gracia santificante, al no haber sido cumplido el misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo. En el Antiguo Testamento se cumplía el Primer Mandamiento con amor meramente humano, natural. Pero una vez que el misterio pascual de Jesucristo se cumple, Jesucristo adquiere, por mérito suyo en la cruz y gratuitamente para nosotros, la gracia santificante, la cual nos hace participar en la vida de Dios. Esto quiere decir que el hombre, por la gracia, participa de la naturaleza divina, con lo cual comienza a vivir con la vida misma de la Trinidad. Ama y conoce como Dios ama y conoce. Es decir, no significa que el hombre adquiere una capacidad infinita de amar y conocer al modo humano: por la gracia, adquiere una nueva capacidad, que antes no poseía, y es el amar y conocer al modo divino. Por la gracia, el ser humano ama y conoce como Dios ama y conoce. Es la gracia la que hace que el mandamiento dado por Jesús, sea verdaderamente nuevo, porque la cualidad del amor con el cual hay que vivir ese mandamiento es substancialmente distinta al amor humano e incluso angélico, porque es el Amor de Dios. En efecto, Jesús dice: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. Si tenemos que amarnos los unos a los otros “como Él nos ha amado”, entonces la pregunta es: ¿cómo nos ha amado Jesús? La respuesta a esta pregunta nos dará la clave de cómo tenemos que vivir el mandamiento nuevo de Jesús. Y la respuesta es que nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón y ese Amor es el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad: significa que debemos amar al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y no con nuestro simple amor humano, como en el Antiguo Testamento. La otra parte de la respuesta es que Jesús nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, pero no de cualquier manera, sino con la muerte dolorosísima y humillante de la cruz. Para darnos una idea de lo que implica “amar hasta la muerte de cruz”, que es como debemos amar al prójimo, es necesario contemplar a Jesucristo crucificado, con su cabeza coronada de espinas, sus manos y pies traspasados y su Costado atravesado por la lanza. Jesús no nos ama hasta un cierto límite, pasado el cual nos dice: “Perdóname, pero mi amor por ti llega hasta aquí nomás”; Jesús nos ama con un amor ilimitado, infinito, pero también eterno, porque es celestial, divino, sobrenatural. Es un Amor que surge del Acto de Ser –Actus Essendi- divino trinitario como de una fuente inagotable; es un Amor del cual no podemos hacernos sino palidísimas comparaciones, haciendo analogías con los amores humanos más nobles que conocemos – el amor materno, paterno, esponsal, filial, de amistad-, pero se trata de analogías y comparaciones que son sumamente limitadas porque no alcanzan a expresar, ni siquiera mínimamente, el grado, la magnitud, la majestuosidad, del Amor divino con el cual Jesús nos ama.
Pero esto no significa que nos ame y que permanezca indiferente a nuestra indiferencia o malicia. Con la misma fuerza con la que nos atrae desde la cruz, con el Amor de su Sagrado Corazón, con esa misma fuerza, nos rechazará si nosotros permanecemos obstinados y cerrados a su amor. Dios actuará como un amante despechado, que se cansa de ofrecer su amor a su creatura que lo rechaza una y mil veces. Dios nos seguirá amando por la eternidad, pero al mismo tiempo respetará la libertad de quien no quiera amarlo y no quiera estar con Él por la eternidad.
“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. En esta doble condición –el Amor del Espíritu Santo y amar hasta la muerte de cruz- radica entonces la novedad del mandamiento de Jesús: es nuevo por su formulación, pero sobre todo por la cualidad del amor con el que debemos amarnos unos a otros y es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, siendo además nuevo por el modo de demostrar el amor, que es hasta la muerte de cruz. Sólo así se explica que, entre los prójimos a los que debemos amar, estén en primer lugar aquellos que son nuestros enemigos, porque solo con el Amor de Dios y el Amor de la cruz es que el alma se hace capaz de amar al enemigo –no significa complacencia con la injusticia que nos comete- y de perdonar setenta veces siete, porque así imita a Jesús, que nos ama siendo nosotros sus enemigos y nos perdona con un perdón infinito desde la cruz.


viernes, 8 de septiembre de 2017

“Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado"


(Domingo XXIII - TO - Ciclo A – 2017)
“Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado (…) (Mt 18, 15-20).  Jesús nos enseña tres caminos para la santidad: la corrección fraterna –necesita de sabiduría celestial quien la hace, además de caridad, y de humildad extrema quien la recibe, para reconocer sus errores y corregirlos-; la necesidad de la confesión sacramental -todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo-, y el poder de la oración y la realidad de su Presencia en medio de quienes se reúnen en su Nombre a rezar: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”.
Con respecto a la corrección fraterna, es una advertencia que el cristiano dirige a su prójimo para ayudarle en el camino de la santidad[1], porque ayuda a conocer los defectos personales –que pasan inadvertidos por las propias limitaciones o son enmascarados por el amor propio-, al tiempo que son una ocasión para enfrentarnos a esos defectos y, con la ayuda de Dios, progresar en la imitación de Cristo. El mismo Jesús corrige a sus discípulos, como cuando reprende a Pedro con firmeza porque su modo de pensar no es el de Dios sino el de los hombres. A partir de la enseñanza y del ejemplo de Jesús, la corrección fraterna ha pasado a ser como una tradición de la familia cristiana vivida desde el inicio de la Iglesia: por ejemplo, San Ambrosio escribe en el siglo IV: “Si descubres algún defecto en el amigo, corrígele en secreto (...) Las correcciones, en efecto, hacen bien y son de más provecho que una amistad muda. Si el amigo se siente ofendido, corrígelo igualmente; insiste sin temor, aunque el sabor amargo de la corrección le disguste. Está escrito en el libro de los Proverbios las heridas de un amigo son más tolerables que los besos de los aduladores (Pr 27, 6)”. Y también San Agustín advierte sobre la grave falta que supondría omitir esa ayuda al prójimo: “Peor eres tú callando que él faltando”[2].
El fundamento natural de la corrección fraterna es la necesidad que tiene toda persona de ser ayudada por los demás para alcanzar su fin, pues nadie se ve bien a sí mismo ni reconoce fácilmente sus faltas. De ahí que esta práctica haya sido recomendada también por los autores clásicos como medio para ayudar a los amigos. Corregir al otro es expresión de amistad y de franqueza, y es lo que distingue al adulador del amigo verdadero[3]. A su vez, quien recibe la corrección fraterna, debe dejarse corregir, para lo cual se necesita mucha humildad, tanto para reconocer los errores, como para aceptar la corrección. Quien acepta la corrección fraterna, da una gran señal de madurez y de fortaleza espiritual, al punto de llegar a agradecer a aquel que lo corrige: “el hombre bueno se alegra de ser corregido; el malvado soporta con impaciencia al consejero”[4]. Quien no tolera una corrección fraterna, solo demuestra que, lejos de humildad, lo que hay en él es una gran soberbia y su camino está errado, como dice la Escritura: “Va por senda de vida el que acepta la corrección; el que no la admite, va por falso camino”[5].
 El que corrige debe estar movido por la caridad, es decir, por el amor sobrenatural con el que amamos a Dios y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Es un ejercicio de santidad, tanto para quien la hace, como para quien la recibe: a quien la hace, le da la oportunidad de vivir el mandamiento del Señor: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado”; al que la recibe, le proporciona las luces necesarias para renovar el seguimiento de Cristo en aquel aspecto concreto en que ha sido corregido.
“La práctica de la corrección fraterna –que tiene entraña evangélica– es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives”[6]. La corrección fraterna no brota de la irritación ante una ofensa recibida, ni de la soberbia o de la vanidad heridas ante las faltas ajenas; sólo el amor puede ser el genuino motivo de la corrección al prójimo, tal como enseña San Agustín, “debemos, pues, corregir por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos muy bien el precepto: “si tu hermano pecare contra ti, repréndelo estando a solas con él”. ¿Por qué lo corriges? ¿Porque te ha molestado ser ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras excelentemente”[7].
La corrección fraterna es un deber de justicia y así nos lo enseña el mismo Dios en el Antiguo Testamento, cuando le advierte a Ezequiel: “A ti, hijo de hombre, te he puesto como centinela sobre la casa de Israel: escucharás la palabra de mi boca y les advertirás de mi parte. Si digo al impío: “Impío, vas a morir”, y no hablas para advertir al impío de su camino, este impío morirá por su culpa, pero reclamaré su sangre de tu mano. Pero si tú adviertes al impío para que se aparte de su camino y no se aparta, él morirá por su culpa pero tú habrás salvado tu vida”[8]. San Pablo considera la corrección fraterna como el medio más adecuado para atraer a quien se ha apartado del buen camino: “Si alguno no obedece lo que decimos en esta carta [...] no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a un hermano”[9]. Ante las faltas de los hermanos no cabe una actitud pasiva o indiferente. Mucho menos vale la queja o la acusación destemplada: “Aprovecha más la corrección amiga que la acusación violenta; aquella inspira compunción, esta excita la indignación”[10].
Si todos los cristianos necesitan de esa ayuda, existe un deber especial de practicar la corrección fraterna con quienes ocupan determinados puestos de autoridad, de dirección espiritual, de formación, etc. en la Iglesia y en sus instituciones, en las familias y en las comunidades cristianas. Del mismo modo, los que desempeñan tareas de gobierno o formación adquieren una responsabilidad específica de practicarla. En este sentido enseña San Josemaría: “Se esconde una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son verdaderos pecados”[11].
Por último, ¿cómo hacer y cómo recibir la corrección fraterna?
Las características son: visión sobrenatural, humildad, delicadeza y cariño. Como tiene un fin sobrenatural, que es la santidad de aquel a quien se corrige, conviene que el que corrige discierna en la presencia de Dios la oportunidad de la corrección y la manera más prudente de realizarla (el momento más conveniente, las palabras más adecuadas, etc.) para evitar humillar al corregido. Pedir luces al Espíritu Santo y rezar por la persona que ha de ser corregida favorece el clima sobrenatural necesario para que la corrección sea eficaz[12]. También el que corrige debe antes considerar con humildad en la presencia de Dios su propia indignidad y se examine sobre la falta que es materia de la corrección. San Agustín aconseja hacer ese examen de conciencia, porque es muy frecuente que seamos capaces de advertir hasta los más pequeños defectos de los demás, pero somos muy indulgentes con los nuestros propios defectos: “Cuando tengamos que reprender a otros, pensemos primero si hemos cometido aquella falta; y si no la hemos cometido, pensemos que somos hombres y que hemos podido cometerla. O si la hemos cometido en otro tiempo, aunque ahora no la cometamos. Y entonces tengamos presente la común fragilidad, para que la misericordia, y no el rencor, preceda a aquella corrección”[13]. Es decir, si vamos a corregir, que nos mueva el amor a Dios y al prójimo, y la humildad de saber que nosotros somos tanto o más pecadores que aquel hermano a quien vamos a corregir. Si la corrección fraterna no tiene delicadeza y cariño, pierde todo su sentido cristiano y pasa a convertirse en un amargo, egoísta y soberbio reproche por los defectos o pecados ajenos. Para evitar este error y para asegurarnos de que la advertencia es expresión de la caridad auténtica, es sumamente importante preguntarnos antes: ¿cómo actuaría Jesús en esta circunstancia con esta persona? Jesús lo haría no sólo con prontitud y franqueza, sino también con amabilidad, comprensión y estima. San Josemaría enseña en este sentido: “La corrección fraterna, cuando debas hacerla, ha de estar llena de delicadeza —¡de caridad!— en la forma y en el fondo, pues en aquel momento eres instrumento de Dios”[14].
La virtud de la prudencia exige pedir consejo a una persona sensata (el director espiritual, el sacerdote, el superior, etc.) sobre la oportunidad de hacer la corrección, y hará también que no se corrija con excesiva frecuencia sobre un mismo asunto, pues debe contarse con la gracia de Dios y con el tiempo para la mejora de los demás.
Las materias que son objeto de corrección fraterna abarcan todos los aspectos de la vida del cristiano, pues todos ellos constituyen su ámbito de santificación personal y del apostolado de la Iglesia. Cabe señalar de modo general los siguientes puntos: 1) hábitos contrarios a los mandamiento de la ley de Dios y a los mandamientos de la Iglesia; 2) actitudes o comportamientos que chocan con el testimonio que un cristiano está llamado a dar en la vida familiar, social, laboral, etc.; 3) faltas aisladas cometidas, en el caso de constituir un grave menoscabo para la vida cristiana del interesado o para el bien de la Iglesia. Algunos ejemplos concretos: un cristiano que, sin saberlo, practica yoga y asiste a misa, o consulta a los chamanes, o rinde culto a ídolos demoníacos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte, etc. En todos estos casos, es un acto de caridad y de justicia hacer la corrección fraterna, indicándole, con caridad pero con firmeza, que no es posible rendir culto a Dios y al Demonio, representado en sus ídolos.
Al recibir la corrección, la persona corregida debe aceptar la corrección con agradecimiento, sin discutir ni dar explicaciones o excusas, pues ve en el que corrige a un hermano que se preocupa por su santidad. Es un caso similar al del médico que aconseja hábitos saludables de vida: hacer ejercicio físico, evitar el sedentarismo, disminuir el sobrepeso, etc. Sería muy mal paciente quien, ante el médico, se ofendiera al recibir estos consejos que son sumamente valiosos para su salud. Si alguien no tolera la corrección fraterna, es señal de gran soberbia en el alma, como dice San Cirilo: “La reprensión, que hace mejorar a los humildes, suele parecer intolerable a los soberbios”[15].
Son numerosos los beneficios que se siguen de la corrección fraterna, como numerosos los males en caso de no practicarla. Como acción concreta de la caridad cristiana tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia; supone el ejercicio de la caridad, la humildad, la prudencia; mejora la formación humana haciendo a las personas más corteses; facilita el trato mutuo entre las personas, haciéndolo más sobrenatural y, a la vez, más agradable en el aspecto humano; encauza el posible espíritu crítico negativo, que podría llevar a juzgar con sentido poco cristiano el comportamiento de los demás; impide las murmuraciones o las bromas de mal gusto sobre comportamientos o actitudes de nuestro prójimo; fortalece la unidad de la Iglesia y de sus instituciones a todos los niveles, contribuyendo a dar mayor cohesión y eficacia a la misión evangelizadora; garantiza la fidelidad al espíritu de Jesucristo; permite a los cristianos experimentar la firme seguridad de quienes saben que no les faltarán la ayuda de sus hermanos en la fe: “El hermano ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada”[16].
“Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado (…)”. Si de veras amamos a nuestro prójimo por amor a Dios, haremos la corrección fraterna con toda la caridad posible, y si somos nosotros los que recibimos la corrección, debemos pedir la gracia de aceptarla y agradecerla con la mansedumbre y la humildad de los Sagrados Corazones de Jesús y María.



[1] Cfr. http://www.collationes.org/de-vita-christiana/quibusdam-spiritum-operis-dei/item/396-la-correcci%C3%B3n-fraterna-juan-alonso
[2] San Agustín, Sermo 82, 7.
[3] Cfr. Plutarco, Moralia, I.
[4] Séneca, De ira, 3, 36, 4.
[5] Pr 10, 17.
[6] San Josemaría, Forja, n. 566.
[7] San Agustín, Sermo 82, 4.
[8] Ez 33, 7-9.
[9] 2 Ts 3, 4- 5; cfr. Ga 6, 1.
[10] San Ambrosio, Catena Aurea, VI.
[11] San Josemaría, Forja, n. 577.
[12] Cfr. Juan Alonso, passim.
[13] San Agustín, Sobre el Sermón de la Montaña, 2.
[14] San Josemaría, Forja, n. 147.
[15] San Cirilo, Catena Aurea, vol. VI.
[16] Pr 18, 19.

viernes, 22 de abril de 2016

“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”


(Domingo V - TP - Ciclo C – 2016)

         “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 13, 31-33a).  Ante las palabras de Jesús en la Última Cena, surgen estas preguntas: ¿puede Jesús dar un “mandamiento nuevo”, que se agrega, como tal, a los Diez Mandamientos de Moisés? ¿No es una prerrogativa de Dios dar Mandamientos a los hombres? Si es verdaderamente un Mandamiento nuevo, ¿en qué consiste?
         Hay que responder que, por un lado, sí es prerrogativa de Dios dar Mandamientos a los hombres, pero puesto que Jesús es Dios, puede hacerlo, en cuanto Dios que Es; es decir, sí es su prerrogativa. Pero para entender un poco mejor este Mandamiento Nuevo de Jesús, hay que compararlo con el Mandamiento anterior y ver cuál es la diferencia, es decir, en qué consiste la novedad. Antes de este Mandamiento Nuevo, también existía el mandamiento del amor, puesto que el Primer Mandamiento mandaba “amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, pero este mandamiento tenía diferencias: Dios era sólo Uno y no Trino, porque todavía no estaba revelado que en Dios Uno hubiera una Trinidad de Personas divinas; por otro lado, el amor con el que se mandaba amar, era sólo el amor humano, con todos los límites que tiene el amor humano –a menudo, es superficial, se deja llevar por las apariencias, es débil, entre otras carencias-; por último, se consideraba “prójimo” sólo a quien perteneciera a la misma raza o a quien profesara la misma religión; para el resto, es decir, para los gentiles, se aplicaba la ley del Talión: “Ojo por ojo y diente por diente”. Éste era el mandamiento del amor según la Ley de Moisés.
A partir de Jesús, que es quien da el nuevo mandamiento -“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado” -, hay que decir que este Nuevo Mandamiento, por un lado, no se contradice con el mandamiento del amor dado por Él mismo en el Sinaí, a Moisés, sino que se continúa en la misma dirección, que es la dirección del amor, pero ahora este mandamiento es verdaderamente nuevo, por varias razones. Por un lado, porque se trata de amar al prójimo –y a Dios, por supuesto, que ahora se revela como Trinidad de Personas-, con un nuevo amor, con una fuerza nueva, la fuerza del Divino Amor del Sagrado Corazón de Jesús; por otro lado, al ser un Amor que no es el amor meramente humano, adquiere nuevos límites y este límite nuevo no es ya el límite del amor propio de la naturaleza humana, como en sucedía en el mandamiento del Antiguo Testamento, sino que es el límite ilimitado –valga la paradoja- del Amor Divino –y, por lo tanto, infinito y eterno- con el que Jesús nos ha amado desde la cruz, ya que esto es lo que dice Jesús explícitamente: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”, y Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz. Por último, el amor con el que se debe amar al prójimo, no se circunscribe al amor del prójimo que es “amigo”, sino que se extiende a todo prójimo, empezando por aquel que, por motivos circunstanciales, es nuestro enemigo, porque el mandato de la caridad implica este amor: “Ama a tu enemigo” (cfr. Mt 5, 44).

“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”. A partir del Mandamiento nuevo, la Ley del Talión queda abolida para dar lugar a la Ley de la Caridad, del Amor sobrenatural de Dios, que exige amar a nuestro prójimo –incluido el enemigo- con el mismo Amor con el que nos amó el Sagrado Corazón de Jesús desde la cruz, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es en esto en lo que radica el “mandamiento nuevo” que nos da Jesús. Por último, ¿dónde conseguir este Amor de Jesús, que nos permita cumplir el mandamiento nuevo, de amar al prójimo, incluido el enemigo, hasta la muerte de cruz? En dos lugares: arrodillados ante Jesús crucificado, y en la Eucaristía, recibiendo en gracia a Jesús Sacramentado.

viernes, 19 de febrero de 2016

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”



“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús nos advierte –a todos los cristianos- que, a partir de Él, rige una Nueva Ley, la ley de la Caridad, esto es, el amor sobrenatural –que es el Amor de Dios y no el amor meramente humano- que el hombre debe a Dios y a su prójimo. Hasta antes de Jesús, regía el mandato de la Antigua Ley, que mandaba amar al prójimo y a Dios, pero el amor con que se cumplía esta ley era un amor meramente humano, lo cual quiere decir limitado, escaso, de corto alcance. Tanto el amor a Dios como al prójimo, estaba estrechamente comprendido en los límites del amor humano; tanto es así, que se consideraba “prójimo” sólo a quien compartía la raza y la religión hebreas. Para ser “justos”, bastaba únicamente con “no matar”; a partir de Jesús, ya no basta con simplemente “no matar” al prójimo para ser agradables a Dios: ahora, un leve enojo –la irritación- merece la “condena del tribunal”; el insulto, “el castigo del Sanedrín”, y quien muere maldiciendo a su hermano, merece “la Gehena del fuego”, es decir, el infierno. El cristiano, para poder entrar en el Reino de los cielos, debe ejercer “una justicia superior a la de los fariseos”, porque el nuevo paradigma de amor a Dios y a los hombres es Jesús crucificado, quien da la vida no sólo por sus amigos, sino por sus enemigos, es decir, nosotros, que éramos enemigos de Dios a causa de nuestros pecados y, sin embargo, Jesús no sólo no nos condenó por quitarle nosotros su vida en la cruz, sino que nos perdonó y el signo de ese perdón divino es su Sangre derramada en el Calvario. La “justicia superior a la de los escribas y fariseos” es la caridad, el amor sobrenatural perfecto a Dios y a los hombres, y de entre los hombres, a los enemigos, porque Jesús murió por nosotros, que éramos sus enemigos. Así dice el Beato Elredo: “La perfección de la caridad consiste en el amor a los enemigos. A ello nada nos anima tanto como la consideración de aquella admirable paciencia con que el más bello de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda a los azotes; su cabeza, venerada por los principados y potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad. En resumen, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”[1]. Jesús es el ejemplo perfectísimo de amor a Dios y a los hombres, es decir, de una justicia “superior a la de fariseos y escribas”. Pero no es sólo ejemplo de caridad, sino ante todo, es Fuente de caridad, porque de su Sagrado Corazón, inhabitado por el Espíritu Santo, fluye este Divino Espíritu de Amor con su Sangre, cuando su Corazón es traspasado por la lanza del soldado romano y ésa es la razón por la que, todo aquel sobre el que cae la Sangre del Cordero, ve su corazón encendido en el Fuego del Divino Amor. Y un corazón así encendido en el Fuego del Divino Amor, se vuelve una copia viviente del Sagrado Corazón y se vuelve, por lo tanto, capaza de amar a los enemigos de la misma manera y con el mismo Amor con el que lo amó y perdonó Jesús desde la cruz, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.



[1] Cfr. Espejo de caridad, Libro 3, cap. 5: PL 195, 582.

martes, 9 de febrero de 2016

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres”


“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres” (Mc 7, 1-13). Jesús culpa a los fariseos y escribas de tergiversar la religión, vaciándola de su contenido, que es la caridad. Jesús les dice que “Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres” y da un ejemplo concreto: el mandamiento de Dios que dejan de lado –entre otros tantos- es el Cuarto, que manda “Honrar padre y madre”, y lo dejan de lado, por cumplir “los mandamientos de los hombres”, es decir, las disposiciones de la ley farisaica, según las cuales, si se dejaba lo que se poseía en el altar del templo, entonces ya no había obligación para con los padres. Sin embargo, esto último es un acto de malicia porque, amparándose en una ley religiosa, los fariseos y escribas, lo que hacían, era desentenderse del amor debido a los padres. Por otra parte, lo que se depositaba ante el altar, lo recolectaban ellos mismos, con lo cual su ganancia era óptima: se desentendían del deber de caridad y justicia para con los padres, se quedaban con todo el dinero –con el cual deberían haber ayudado a sus padres, además de auxiliar al templo- y tranquilizaban sus conciencias citando la ley, un “mandamiento de hombres”, como les dice Jesús, poniéndolo por encima del “mandamiento de Dios”, que mandaba “honrar padre y madre”.
Obrando de esta manera, los fariseos y escribas vacían a la religión de su contenido esencial, la caridad, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, amor que impide cualquier acto de impiedad hacia Dios y de injusticia hacia el prójimo. Es por eso que, cuando no hay caridad en un acto de religión, sólo queda lo externo, el mero cumplimiento ritual, exterior, visible a los ojos de los hombres, pero inútil a los ojos de Dios. La caridad, esencia del acto religioso, impide la impiedad y la injusticia, volviendo al acto religioso piadoso para con Dios y justo para con el prójimo. Jesús desenmascara a los fariseos y escribas, haciéndoles ver que se han olvidado de la caridad y por lo tanto, son injustos para con el prójimo, al tiempo que inmediatamente se vuelven impiadosos para con Dios, porque no puede haber verdadera piedad para con Dios, si hay falta de caridad para con el prójimo.

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios, para seguir los de los hombres”. Tengamos en cuenta las palabras de Jesús, para no solo no reemplazar nunca los Mandamientos de la Ley de Dios, por preceptos humanos, sino ante todo para que vivamos los Mandamientos divinos con la perfección sobrenatural de la caridad cristiana, es decir, para que cumplamos los Mandamientos de Dios con amor sobrenatural en el corazón, con actos religiosos plenos de caridad y piedad.

sábado, 30 de enero de 2016

“Todos estaban admirados por sus palabras de gracia (…) Se enfurecieron y quisieron despeñarlo”



(Domingo IV - TO - Ciclo C – 2016)
         
     “Todos estaban admirados por sus palabras de gracia (…) Se enfurecieron y quisieron despeñarlo” (Lc 4, 21-30).
         Sorprende el cambio radical de sentimientos y de actitud por parte de aquellos a quienes predica Jesús. En un primer momento, todos están “admirados” por su sabiduría; en un segundo momento, “todos se enfurecen” y de tal manera, que quieren matar a Jesús, arrojándolo por el precipicio.
         ¿Cuál es la causa de este cambio radical en sus ánimos e intenciones?
         Para entender el porqué del cambio radical de ánimo –de la admiración por sus palabras al deseo de quitarle la vida- hay que reflexionar en los episodios de los profetas Elías y Eliseo que recuerda Jesús: en ambos casos, los profetas son enviados, no a los miembros del Pueblo Elegido -es decir, a los que creían en un Único Dios-, sino a los paganos, la viuda de Sarepta y el leproso llamado Naamán el sirio. Ambos paganos, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, se comportan con caridad –la viuda de Sarepta, porque auxilia al profeta- y con piedad –el leproso, porque cree en la palabra del enviado de Dios-, con lo cual, como dice Jesús, se vuelven merecedores de los favores de Dios.
         Lo que Jesús les quiere decir -si bien indirectamente- a quienes lo escuchan, miembros del Pueblo Elegido, al traer a la memoria ambos episodios, es precisamente este hecho, el de haber recibido, de parte de Dios, un amor de predilección al haberlos elegido para que formen parte del Pueblo de Dios, pero ellos han sido infieles a este Amor de Dios, al endurecer sus corazones, faltos de caridad y de piedad, que es lo que sí demostraron tener los paganos, la viuda de Sarepta y el leproso Naamán el sirio. Esta dureza de corazón es lo que hace que no sean gratos a los ojos de Dios y que por lo tanto, no reciban de Él sus favores, como sí lo recibieron los paganos.
En otras palabras, lo que Jesús les quiere decir es que no es la pertenencia formal al Pueblo Elegido, lo que les vale el favor de Dios, sino esa pertenencia, más la caridad y la piedad, como los paganos, la viuda y el leproso. Dios da sus favores a estos últimos porque demostraron con sus obras ser verdaderamente hombres de religión: la viuda de Sarepta que ayudó a Elías y el leproso curado, demostraron caridad y piedad, respectivamente, que forman parte de la  virtud de la religión y es en lo que constituye la esencia del acto religioso. Sin caridad y sin piedad, la religión y los actos religiosos –y la persona que se dice religiosa- se vuelven vacíos, duros, fríos, y no son agradables a Dios. Todavía más, reaccionar con enojo frente a la corrección de algo que estamos haciendo mal, como lo hacen los que escuchan a Jesús en el pasaje del Evangelio, es índice muy claro de ausencia del Espíritu Santo en un alma, y es señal también de un alto grado de soberbia. La humildad y la mansedumbre del corazón son, por el contrario, señales de un corazón similar al Corazón de Jesús, manso y humilde.

         No debemos pensar que Jesús habla solamente a quienes lo escuchaban en ese momento: también nos hace a nosotros el mismo reproche; no tenemos que pensar que, por pertenecer a la Iglesia Católica, por estar  bautizados y por asistir a Misa, somos gratos a Dios: esto, sí, es sumamente necesario, pero es igualmente necesario poseer la caridad –el amor sobrenatural a Dios y al prójimo- y la piedad. Sólo siguiendo el ejemplo de los paganos citados por Jesús, la viuda de Sarepta y el leproso Naamán, el sirio, sólo así, nos aseguraremos de ser gratos a Dios y de ser merecedores de su favor. 

lunes, 25 de agosto de 2014

¡Ay de ustedes, fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…) mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno!


¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…), mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, y así también quedará limpia por fuera” (Mt 23, 23-26). En su enfrentamiento con los fariseos, Jesús utiliza la imagen de una copa, la cual está sucia por fuera y por dentro: los fariseos y los escribas cometen el error de limpiar la copa solo por fuera, mientras que la dejan completamente sucia por dentro. La simbología de la figura se entiende si se la aplica al hombre: el hombre, con su cuerpo y alma, es la copa que debe ser limpiada, por fuera -cuerpo- y por dentro -alma-. La simbología se completa con el elemento con el que se limpia la copa, y es la religión, la cual, en el caso de la Ley nueva de Jesús, será la gracia. 
Entonces, la simbología utilizada por Jesús queda de esta manera: la copa es el hombre: el cuerpo es lo de afuera, el alma es lo adentro; ambos aspectos necesitan una limpieza periódica: el cuerpo se limpia con el baño corporal; el alma, se limpia –en tiempos de Jesús, es decir, en el momento en el que es pronunciada la frase- con la bondad, la justicia, la compasión, la misericordia, además del cumplimiento de lo que prescribe la Ley, o en otras palabras, con la religión; en nuestros tiempos, el alma se limpia con la misericordia, la justicia, la compasión, pero también y sobre todo, con la gracia sacramental, proporcionada principalmente por el Sacramento de la penitencia.            De esta manera, “la copa”, es decir, el hombre, queda limpio “por dentro y por fuera”, por el baño corporal, por fuera, y por la gracia sacramental y por las obras de misericordia, queda limpia su alma, por dentro. Es en esto en lo que consiste la práctica de la verdadera religión, y no en la mera práctica externa, como hacen los fariseos y los escribas. Jesús quiere que limpiemos nuestra alma con la gracia santificante y que seamos misericordiosos, compasivos y caritativos para con nuestros prójimos, porque esa es la esencia de la religión, porque la religión es la “re-ligación” -si se puede decir así, con este neo-logismo-, del hombre con Dios, es el lazo que re-une al hombre con Dios, pero como “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8), no puede el hombre unirse a Dios de cualquier manera: no puede unirse sin Amor; por lo tanto, una religión vacía, sin amor, que consista en la sola exteriorización, es una religión incapaz de cumplir su finalidad, y este es el error en el que caen los fariseos y los escribas. Jesús se lamenta por los fariseos y los escribas, porque llamándose “religiosos”, vacían a la religión del Amor de Dios, con lo cual hacen que la religión pierda todo su valor y toda su capacidad de re-ligar, de re-unir al hombre con Dios, desde el momento en que no le proporciona al hombre capacidad de amar.

¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…), mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro -"Confiésate, sé bueno y misericordioso con tu prójimo", nos dice Jesús-, y así también quedará limpia por fuera -"Y así tu corazón será agradable a los ojos de Dios-”. También nosotros somos fariseos ciegos, toda vez que olvidamos que la religión es Amor de Dios y que nuestra alma debe quedar limpia por la gracia y que debe reflejar la misericordia de Jesús. El encuentro con nuestro prójimo más necesitado es la ocasión que Dios nos da para que pongamos por obra la verdadera religión, la religión del Amor de Jesús, el Amor que brota de la Cruz de Jesús, Amor que se dona a sí mismo, sin reservas, en la totalidad de su Ser trinitario, en cada comunión eucarística.

jueves, 17 de julio de 2014

“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado”


“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado” (cfr. Mt 12, 1-8). Al pasar por un campo de trigo en un día sábado, los discípulos de Jesús, sintiendo hambre, arrancan las espigas y comen, con lo cual cometen, a los ojos de los fariseos, una falta legal, debido a que en día sábado estaba prohibido, según la casuística farisaica, realizar tareas manuales, y esto les vale un reproche por parte de los fariseos.
Sin embargo, Jesús, lejos de darles la razón, les responde trayendo a colación otra falta legal, esta vez, la del rey David y sus compañeros, los cuales cometieron una falta, si se quiere, tal vez mayor: también sintiendo hambre, no arrancaron espigas del campo, sino que entraron “en la Casa de Dios” -como les remarca Jesús, para hacerles notar que la falta legal es mayor-, y comieron los panes de la ofrenda, algo que solo podían hacer los sacerdotes.
Lo que persigue Jesús, en su respuesta a los fariseos, es hacerles ver que, bajo el pretexto de la religiosidad, lo único que han hecho, es vaciar a la religión de su esencia, que es la caridad, que es el mandato divino, reemplazándola por una multiplicidad de mandatos humanos, inútiles, vacíos y carentes de todo sentido. Los fariseos han convertido a la religión en una cáscara vacía, carente de contenido, porque la han vaciado del Amor de Dios, y la han reemplazado por mandatos humanos, inútiles e inservibles, que olvidan por completo la caridad, la misericordia y la compasión, y todo bajo el pretexto y  la máscara de la religión.
Es esto lo que Jesús les quiere decir cuando les dice: “Si hubierais comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios”. “Sacrificio”, en este caso, es la norma legal, y los fariseos, por cumplir la norma legal, es decir, el mandato humano, el mandato inventado por ellos –el no arrancar espigas el día sábado- olvidan la misericordia, la compasión, el Amor –dar de comer al hambriento, el permitir comer a quien, por predicar el Evangelio, tiene hambre-. Por cumplir un mandato humano, los fariseos olvidan la misericordia, y es en esto en lo que consiste su error capital, porque de esa manera, falsifican por completo la verdadera religión, porque la religión verdadera, aquella establecida por el Dios Único y Verdadero, es la del Amor de caridad y de misericordia.
La ceguera espiritual de los fariseos –originada en su soberbia y orgullo- les impide distinguir entre lo que es principal, la misericordia –en estos casos, satisfaciendo el hambre, ya sea arrancando espigas, o comiendo los panes de la proposición-, y lo accesorio y hasta inútil, el precepto humano – el no incumplimiento de las leyes del sábado. Por cumplir el sacrificio, es decir, la norma legal, los fariseos olvidan la misericordia, y es ese su error más grande y principal, que los conduce a la ceguera espiritual. Por su ceguera, no son capaces de distinguir entre lo que es principal y lo que es secundario: lo principal es, y lo secundario el precepto de no realizar acciones el sábado. Lejos de aprobar el legalismo vacío de los fariseos, Jesús les recrimina por su falta de misericordia y de compasión y por la dureza de sus corazones y sirven a la vez de aviso para que el cristiano no cometa el mismo error de los fariseos, porque también el cristiano puede vaciar de contenido a su religión y convertirla en una cáscara vacía de toda caridad y compasión.
“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado”; David y sus compañeros, los panes de la ofrenda; estos dos episodios prefiguran y anticipan lo que habría de suceder en la Iglesia, una vez cumplido el misterio pascual de Muerte y Resurrección de Jesús: en la Iglesia, los discípulos habrían de alimentarse no con trigo ni con panes bendecidos, sino con la Eucaristía, un Pan hecho con harina de trigo, pero que después de la consagración, contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hombre-Dios Jesucristo, y con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, todo su Amor, el Amor que envuelve con sus llamas a su Sagrado Corazón Eucarístico, Amor que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para que todo aquel que coma de este Pan no padezca nunca más de hambre del Amor de Dios.


lunes, 16 de junio de 2014

“Amen a sus enemigos”


“Amen a sus enemigos” (Mt 5, 43-48). Antes de Jesús, la relación de justicia en el Pueblo Elegido se regía por la Ley del Talión, que establecía una estricta equidad frente al daño infligido por el enemigo: “ojo por ojo y diente por diente”. A partir de Jesús, la ley que rige ya no es más la del Talión, sino la ley de la caridad, es decir, la ley del Amor divino, porque Jesús es el Amor de Dios encarnado, la Misericordia Divina materializada, que viene a comunicar a los hombres la vida misma de Dios, puesto que Dios no es otra cosa que Ser perfectísimo, que emana el Amor Perfecto y Puro. Esto significa que a partir de Jesús, los hombres no se rigen ya por principios naturales, sino por la gracia divina, que hace participar de la vida misma de Dios, es decir, del Amor de Dios, y es esto lo que explica la suplantación de la ley del Talión por el mandato de la caridad. El cristiano, al alimentarse de la Eucaristía, se alimenta de la vida misma de Dios, y de esta manera, vive en Dios y Dios vive en Él; esto quiere decir que es el Amor de Dios el que se convierte en su principio vital y guía su ser y su obrar, dotándolo con una capacidad nueva, que antes no poseía, la del Amor sobrenatural, el Amor mismo de Dios, el Amor con el que Jesús nos ama desde la cruz, el único Amor con el cual es posible amar a los enemigos.

“Amen a sus enemigos”. Jesús reemplaza la ley del Talión por la ley de la caridad, y para que seamos capaces de cumplir esta nueva ley de la caridad, que exige amar al enemigo con un amor que supera nuestras fuerzas naturales, nos alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo, su Sagrado Corazón Eucarístico, en donde arde la Llama del Amor Divino. 

martes, 22 de abril de 2014

Miércoles de la Octava de Pascua



(Ciclo A - 2014)
“Estando a la mesa bendijo el pan (entonces) los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron” (Lc 24, 35-48). Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús solo después de la fracción del pan. Hasta ese momento, habían estado conversando con Jesús, pero lo habían confundido con un extranjero. Muchos autores piensan que la cena que comparten con Jesús y en la cual lo reconocen al partir el pan, es en realidad la celebración de la Misa, con lo cual la fracción del pan sería un acto sacramental, aunque otros lo niegan. De todos modos, se trate o no de la celebración de una Misa, es indudable que en ese momento, en la fracción del pan, Jesús infunde el Espíritu Santo sobre los discípulos, con lo cual estos adquieren la capacidad sobrenatural de reconocerlo. Esta capacidad sobrenatural de reconocer a Jesús se acompaña de un ardor que experimentan en sus corazones, fruto de la caridad o amor celestial que los inunda por la Presencia de Jesús entre ellos.

A pesar de que los discípulos de Emaús caminan al lado de Jesús y hablan con Él, no lo reconocen, porque hay en ellos un misterioso impedimento que no les permite reconocerlo: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Este impedimento desaparece con la efusión del Espíritu por parte de Jesús en el momento de la fracción del pan. También a nosotros nos pasa como a los discípulos de Emaús: somos discípulos de Jesús; lo conocemos, hablamos con Él en la oración, caminamos con Él día a día, lo invitamos a nuestros aposentos, a que cene con nosotros, es decir, lo recibimos en nuestros corazones, en la comunión eucarística, pero en el fondo, no dejamos de tratarlo como a un forastero, como a un extranjero, como a un desconocido, como a uno a quien vemos por primera vez en la vida, como a uno a quien no conocemos. Es necesario, por lo tanto, que Jesús nos infunda su Espíritu Santo, para que abra nuestros ojos del alma, para que lo podamos ver y verdaderamente conocer no como a un forastero, sino como a nuestro Dios, como a nuestro Salvador, como a nuestro Redentor, como al Hombre-Dios, que entregó su vida por nosotros en la cruz. Y entonces sí arderá nuestro corazón con el fuego del Amor del Espíritu Santo y le diremos: “Quédate con nosotros, Jesús, porque es tarde y el día se acaba; quédate con nosotros, y no te vayas nunca”.

miércoles, 26 de marzo de 2014

“El que no está conmigo está contra Mí”


“El que no está conmigo está contra Mí” (Lc 11, 14-23). Jesús expulsa a un demonio mudo, que luego comienza a hablar. Los fariseos acusan falsamente a Jesús de obrar con el poder de Belzebul, al mismo tiempo que blasfeman contra el Espíritu Santo: “Éste expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios”. Los fariseos intentan desacreditar los milagros de Jesús, presentándolo como un instrumento de Satanás, y esto es lo que explica las fuertes defensas que hace Jesús, porque en las acusaciones hay verdaderas blasfemias contra el Espíritu Santo.
El hecho de que el hombre se enferme –y muera por la enfermedad- y sea poseído por el demonio, son consecuencias de la caída de Adán y Eva a causa del pecado original. No hay ningún error teológico en atribuir toda enfermedad del hombre al demonio, porque al consentir al pecado, el hombre se somete al dominio de Satán[1], que incluye la enfermedad, la muerte y la posesión demoníaca, además del riesgo de la eterna condenación en el infierno. Jesús, el Verbo de Dios, se encarna para destruir las obras del demonio -la enfermedad y la posesión demoníaca- y para restablecer el reinado de Dios en la tierra. Si los fariseos le piden a Jesús una señal para que manifieste que obra por medio del Espíritu de Dios y no por medio de Satanás, significa que están acusando a Jesús de estar poseído por un espíritu maligno, lo cual es una blasfemia contra el Espíritu Santo, porque es atribuirle malicia al Espíritu de Dios. Por eso es que Jesús les responde duramente, acusándolos a su vez, de estar ellos del lado de Satanás, porque Él ha expulsado efectivamente a un demonio, y ellos han demostrado estar en contra suya: “El que no está conmigo, está contra Mí”.
“El que no está conmigo está contra Mí”. Cuidémonos de caer en el fariseísmo como de la misma peste, porque muchos en la Iglesia, aparentando ser cristianos, demuestran sin embargo, con sus obras faltas de caridad y misericordia, que están en contra de Jesucristo y que pertenecen a Satanás.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1953, 613.

miércoles, 26 de febrero de 2014

“Si tu mano, ojo, pie, son ocasión de pecado, córtatelos; más vale entrar manco, tuerto, cojo, en el cielo, que entero en el infierno”


“Si tu mano, ojo, pie, son ocasión de pecado, córtatelos; más vale entrar manco, tuerto, cojo, en el cielo, que entero en el infierno” (Mc 9, 41-50). Jesús desea la felicidad eterna del hombre, y es por eso que nos pide la mortificación de los sentidos corporales en esta vida, de modo de poder salvar el alma y el cuerpo. Para ello, es necesaria una estricta vigilancia sobre los sentidos y el estar dispuestos a sacrificarlos, en vistas de ganar el Reino de los cielos. La disposición al sacrificio debe ser tal, que no se debe dudar en amputarlos –en un sentido figurado, por supuesto-, con tal de no perder la vida de la gracia. Sin embargo, ha habido santos en la vida de la Iglesia que han entendido en un sentido literal esta frase, y es así, por ejemplo, que Santo Domingo Savio, el día de su Primera Comunión, hizo el propósito de “perder la vida antes de cometer un pecado mortal”. Y en realidad, cuando nos confesamos, en la fórmula de la confesión sacramental, nos lamentamos ante Dios el no haber perdido la vida antes de haber pecado (antes de haber cometido un pecado mortal o venial deliberado): “antes querría haber muerto que haberos ofendido”). Es decir, todos deberíamos estar dispuestos, más que a perder un ojo, una mano o un pie, antes que pecar, a perder la vida terrena, antes que pecar mortal o venialmente, porque nadie se condena por morirse, pero sí por pecar mortalmente, y el pecado venial deliberado es un severo enfriamiento de la caridad.
“Si tu mano, ojo, pie, son ocasión de pecado, córtatelos; más vale entrar manco, tuerto, cojo, en el cielo, que entero en el infierno”. Por drástico que pueda parecer el consejo de Jesús, ante la gravedad de lo que está en juego –la salvación eterna-, más drástica es la realidad de quienes se precipitan en el infierno con sus cuerpos intactos para padecer con ellos por toda la eternidad.
No es vana la advertencia de Jesús acerca de la mutilación –figurada, obviamente- del cuerpo si es que este es ocasión de pecado, porque el cuerpo resucitará en su totalidad, tanto para la gloria del cielo, como para la condenación del infierno. Es más bien un acto de caridad, porque es una verdad de fe que el cuerpo resucitará, pero si bien será glorificado y participará de la alegría y de los gozos del alma llena de la gloria divina de aquel que se haya salvado, es verdad también que, en aquel que se haya condenado, participará de los dolores inenarrables en los que estará sumergida el alma en el Infierno.
En una visión acaecida a la vidente Amparo Cuevas en Prado Nuevo[1], Madrid, la vidente se sorprende del hecho de que los cuerpos que se encuentran en el Infierno están mutilados y de las brutales heridas mana abundante sangre. En la misma visión, la vidente tiene el conocimiento de que eso se debe a que en la otra vida es el mismo cuerpo el que resucita, solo que en el infierno, ya no se verá libre del dolor, como en el cielo, sino que, por el contrario, comenzará a sufrir terriblemente, sin descanso, para siempre, y sufrirá de modo particularmente intenso según el órgano con el cual haya cometido el pecado mortal que le valió la condenación eterna.
“Si tu mano, ojo, pie, son ocasión de pecado, córtatelos; más vale entrar manco, tuerto, cojo, en el cielo, que entero en el Infierno”. Cuando Jesús nos hace esta advertencia, no nos está obligando a nada, nos está advirtiendo, porque desea nuestra eterna felicidad; solo nos pide que mortifiquemos nuestros sentidos por un breve período de tiempo, el tiempo que dure nuestra vida terrena, para que luego gocemos, con nuestro cuerpo glorificado y con nuestra alma glorificada, por toda la eternidad. Contrariando el consejo de Jesús, el mundo hedonista, relativista, materialista y ateo de nuestros días, exalta la sensualidad y el desenfreno de las pasiones, prometiéndonos una falsa felicidad, que finaliza con esta vida terrena y que apenas finalizada da inicio a una eternidad de dolores en los que participarán tanto el cuerpo como el alma, dolores que se comunicarán el uno al otro, sin finalizar nunca jamás.
“Si tu mano, ojo, pie, son ocasión de pecado, córtatelos; más vale entrar manco, tuerto, cojo, en el cielo, que entero en el infierno”. Cuando Jesús nos da un consejo, no nos obliga, y tampoco lo da en vano.



[1][1] Se trata de apariciones aprobadas por la Iglesia en España; cfr. Apariciones de Prado Nuevo del Escorial, http://pradonuevo.tripod.com/81.htm.