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miércoles, 4 de agosto de 2021

“Donde dos o tres se reúnen en mi Nombre, ahí estoy yo en medio de ellos’’

 


“Donde dos o tres se reúnen en mi Nombre, ahí estoy yo en medio de ellos’’ (Mt 18, 15-20). Ocurre con mucha frecuencia que los cristianos se sienten solos y como consecuencia de esa soledad, sobrevienen muchas tribulaciones, como la angustia, el miedo, e incluso la desesperación, en los casos extremos. Y estas situaciones se agravan en momentos como el que vivimos, en el que con el pretexto de una crisis sanitaria, los gobiernos toman decisiones autoritarias, propias de una dictadura, como por ejemplo los estados de sitio o los confinamientos prolongados a gente sana, algo que por otra parte es contrario a la ciencia y al sentido común. Todo esto incrementa el sentimiento de soledad, de angustia, de encierro, de soledad.

Ahora bien, en este Evangelio, Jesús nos anima a hacer oración y nos da un estímulo para hacerlo: cuando hacemos oración, sobre todo con el prójimo, Él está con nosotros. No sabemos de qué forma, pero con toda certeza está, Él, Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios, cuando hacemos oración y esto es un gran estímulo para hacer oración.

¿Qué oración hacer? El Santo Rosario, la Adoración Eucarística y la Santa Misa. Si esto hacemos, jamás experimentaremos la soledad; por el contrario, experimentaremos la Presencia amorosa de Nuestro Salvador Jesucristo. Es por esto que, para el cristiano, no existe la soledad y mucho menos la desesperación, porque Jesús está con nosotros, nunca nos deja solos. Somos nosotros los que lo dejamos solo, cuando no hacemos oración; hagamos oración y experimentaremos la Dulce Presencia del Señor Jesús.

 

viernes, 25 de octubre de 2013

“¡Hipócritas! Saben discernir el clima pero no los signos de los tiempos”


“¡Hipócritas! Saben discernir el clima pero no los signos de los tiempos” (Lc 12, 54-59). El llamado de atención de Jesús a sus discípulos, es actual y es también para nosotros: hoy más que nunca, se pueden predecir los cambios climatológicos con suma precisión, mucho más que en la Antigüedad, pero al mismo tiempo, no sabemos –o no queremos- discernir los signos de los tiempos. Jesús nos reprocha que, si vemos que hay nubes oscuras en el cielo y comienza a soplar viento, sabemos que se acerca una tormenta, pero no sabemos discernir las señales que nos avisan acerca de lo que sucede en el mundo espiritual, y seguimos como si nada. Si alguien supiera que se acerca un huracán o un terremoto, y no hace nada por alertar a sus hermanos, ese tal sería considerado como insensible ante lo que se avecina, y eso es lo que Jesús nos quiere decir.
¿Cuáles son estos “signos de los tiempos”? Un primer signo, es el crecimiento de la secta Nueva Era o Conspiración de Acuario o New Age, cuyo objetivo declarado es la iniciación luciferina y la consagración a Satanás de la humanidad, y el terreno está siendo preparado a través de películas y series de televisión que presentan al ocultismo, el satanismo y la brujería como algo inocente, divertido y bueno. Otro signo es el gnosticismo, que lleva a considerar que no es necesario un Salvador y mucho menos los sacramentos y la gracia divina, porque el hombre puede salvarse por sí mismo, con sus propios conocimientos; otro signo es el relativismo, que lleva a considerar que cada uno tiene su propia verdad, por lo cual no hay ninguna Iglesia que pueda ser considerada como verdadera, y así cada uno cree lo que quiere y como quiere; otro signo es el materialismo como sistema de vida, que considera a esta vida como la única existente y que por lo tanto hay que “disfrutar” y pasarla bien, es decir, conduce al hedonismo y al egoísmo. Otro signo es la disminución de fieles practicantes, como signo del descreimiento en los dogmas de la religión católica, la religión revelada por el Hombre-Dios Jesucristo. Otro signo es el desprecio por la vida humana, reflejado en el aborto y la eutanasia.

“¡Hipócritas! Saben discernir el clima pero no los signos de los tiempos”. Jesús nos advierte para que tomemos conciencia de las negras nubes que se acercan en el horizonte, presagio de grandes tormentas espirituales, para que pongamos remedio y no estemos desprevenidos, y lo único que puede protegernos en esta gran tormenta espiritual, es la Cruz de Jesucristo, el Santo Rosario, la Confesión sacramental, la Eucaristía y el obrar la misericordia.

domingo, 20 de octubre de 2013

“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”


“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas” (Lc 12, 13-21). Con la parábola de un hombre rico que se despreocupa por su destino eterno, Jesús nos advierte acerca del peligro que significa apegar el corazón al dinero y a las riquezas terrenas: puesto que estas riquezas materiales proporcionan una falsa sensación de seguridad, llevan a la persona a olvidarse de que esta vida se termina pronto y que luego habrá de dar cuentas a Dios, Juez Supremo, sobre el uso que dio a dichos bienes. La avaricia, la acumulación excesiva e inútil de riquezas terrenas, conlleva el peligro de la muerte eterna, porque hace despreocuparse al hombre acerca de su Juicio Particular, y esta es la razón por la cual Jesús nos pide que no pongamos nuestro corazón en estas riquezas.
“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Jesús nos advierte que la avaricia nos lleva a apegar el corazón a los bienes materiales y que esto es un grave impedimento para entrar en el cielo, pero al mismo tiempo nos hace ver que hay otras riquezas a las que sí tenemos que apegar el corazón, riquezas de las cuales sí tenemos que ser “sanamente avaros”, y son las riquezas espirituales, riquezas que son tesoros inestimables que sí tenemos que “acumular en el cielo”, donde “ni la polilla ni el orín corrompen y donde los ladrones no minan ni hurtan” (Mt 6, 19-20); Jesús nos pide que apeguemos nuestro corazón no a las riquezas terrenas, sino a las riquezas del cielo, porque “allí donde esté nuestro tesoro, allí estará nuestro corazón” (Mt 6, 21). Para quien desea acumular bienes con avaricia, que acumule bienes sí, pero espirituales en el cielo, y no los bienes materiales en la tierra, porque Jesús vendrá a buscarnos de improviso y para ese día tenemos que tener los bolsillos vacíos de dinero –llamado “el excremento del demonio” por los santos y por el Papa Francisco recientemente-, y el corazón lleno de tesoros celestiales, el primero de todo, la gracia santificante.
“Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. La vida terrena de un hombre no está asegurada por las riquezas materiales, pero sí está asegurada su vida eterna por sus riquezas espirituales: su amor a Dios y al prójimo; su caridad manifestada en obras; su mortificación; su fe; sus obras de misericordia; sus asistencias a Misa como si estuviera yendo al Calvario; sus comuniones sacramentales y espirituales hechas con amor y devoción; sus rezos diarios del Santo Rosario; su consagración diaria al Inmaculado Corazón de María; su ofrecimiento diario en la Santa Misa como víctima de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, a favor de sus hermanos; su oración y mortificación constante pidiendo la propia conversión, la de los seres queridos y la de todo el mundo.

Es esto entonces lo que nos dice Jesús, con relación a las riquezas: “Cuídense de toda avaricia porque la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas; atesoren, en cambio, tesoros en el cielo, porque esas riquezas les procurarán la eterna bienaventuranza”. 

viernes, 18 de octubre de 2013

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”


(Domingo XXIX - TO - Ciclo C – 2013)
         “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1-8). En este Evangelio, Jesús no solo nos dice que es necesario orar, sino que se debe orar “sin desanimarse”, “insistentemente”, como el ejemplo de la viuda que acude al juez y logra que este, a pesar de que no quiere ocuparse de su asunto, lo haga finalmente, con tal de que lo deje en paz. Con esta parábola, Jesús nos enseña que la oración debe ser insistente y que esa insistencia debe estar basada en la confianza de que Dios escuchará nuestros ruegos, y aquí está la otra enseñanza que nos da Jesús en este Evangelio: notemos que el evangelista dice: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”, lo cual quiere decir, claramente, que a pesar de que oremos, nuestra oración parecerá no ser escuchada y de tal manera parecerá que Dios no la escucha, que sobrevendrá la tentación del desánimo: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Al rezar, debemos tener presente que el camino es largo y que la tentación del desánimo se hará presente con mucha fuerza, pero que no debemos ceder a esta tentación; todo lo contrario, al estar avisados contra el desánimo, emprendemos la oración con la intención de vencerlo, porque una vez vencido el desánimo, Dios no tardará en responder a nuestras oraciones.
La oración no es nunca algo pasivo, sino algo dinámico, un movimiento que desde el hombre se eleva a Dios y de Dios se abaja hasta el hombre. La naturaleza de la oración está graficada en la imagen antropomórfica que de Dios hace la Sagrada Escritura, como se puede ver en el Salmo 86 (bis): allí, se describe a Dios como si fuera un hombre que “inclina el oído a la plegaria”; es un Ser que “habita en el cielo”, y al cual con la oración “se eleva el alma”.
De parte de nosotros, el movimiento en la oración consiste en “elevar el alma” a Dios, que “habita en el cielo”; de parte de Dios, consiste en abajarse desde el cielo, “inclinando el oído”, como hace un hombre cuando quiere escuchar con atención lo que otro le dice, y en esto radica la confianza que debe estar en la base de toda oración, porque nos dirigimos a un Dios que nos escucha siempre, que incluso, para escucharnos, se abaja desde el cielo y presta su oído a nuestras plegarias, y esto lo hace movido por su gran Amor, porque si Dios no nos amara, no se molestaría en escucharnos. Es a esta oración confiada, insistente, basada en el amor y en la certeza indudable de que Dios nos ama con Amor infinito, es que Jesús nos dice que la oración debe ser constante e insistente.
Ahora bien, cuando se habla de oración, algo que los católicos debemos tener en cuenta -a juzgar por lo poco que se reza-, es qué cosa es la oración, y qué cosa no es la oración: ante todo, la oración no es “un pasatiempo piadoso de una persona devota”; la oración no es algo que tengo que hacer por obligación si me sobra tiempo; la oración no es una expresión de la sensiblería, que si “no la siento, no la hago”, y “si la siento, la hago”, es decir, el requisito para hacer oración no es “sentir” nada; la oración no es algo reservado para los sacerdotes, los niños de Primera Comunión y las señoras que por su edad ya se jubilaron y “no tienen nada que hacer” en sus casas, y se ponen a rezar porque “les sobra tiempo”; la oración no es enemiga de la juventud, todo lo contrario, porque la oración es hablar con Dios eternamente joven, que comunica de la juventud perfectísima de su Ser trinitario por medio de la oración; la oración no es repetir palabras mecánicamente a un ser inanimado, como cuando se dirige una orden a un dispositivo electrónico, como una computadora o una “tablet”: es hablar, con palabras que salen de lo más profundo del corazón, con un Dios que es Persona, que es Trinidad de Personas, y que por lo tanto, como toda persona, ve, habla, escucha, entiende, piensa, ama, y obra movido por la perfección infinita de su Ser trinitario y por su Amor eterno.
¿Con qué se puede comparar a la oración? Con el alimento del cuerpo: la oración es al alma y a su vida como el alimento al cuerpo: así como un cuerpo recibe del alimento los nutrientes que le permiten continuar con su actividad vital, así el alma recibe de la oración el flujo vital que desciende del mismo Dios. Pero en la oración el alma recibe todavía más que lo que recibe el cuerpo con la alimentación, porque mientras el cuerpo se alimenta con los nutrientes del alimento para seguir siendo solamente cuerpo, el alma que se alimenta de la oración recibe el influjo de vida divina que convierte a su alma en algo nuevo, distinto, impensado, de origen sobrenatural, y es el verse desaparecer en su “yo”, en su ser viejo y contaminado por el pecado y la concupiscencia de la vida, para ser convertido en una imagen viviente de Jesucristo. Y aquí radica la importancia de la oración, en su efecto en el alma: cuanto más el alma reza, más se acerca a Dios, pero como “Dios es Amor” eterno, Luz indefectible, Fortaleza divina, Sabiduría celestial, Vida Increada, Alegría infinita -y muchísimos atributos más, tantos que no alcanzarían mil eternidades juntas para empezar a describirlos-, y como Él transforma al alma que se le acerca por la fe, el amor y la oración, en una imagen viviente suya, como consecuencia de la oración, el alma se ve transformada en una imagen viviente de Jesucristo y puede decir, con San Pablo: “Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí”. Como vemos, lejos de ser un pasatiempo piadoso, un hablar a la pared, un modo de ocupar el tiempo de quien le sobra el tiempo, por no decir una ocupación inútil, como el mundo progresista y modernista lo dice, se trata de una operación vital que define la vida eterna de la persona que reza, al abrirle las puertas del cielo, porque Dios Padre, al ver en el alma que reza la imagen viva de su Hijo, “creerá” que esa alma es su Hijo, y la hará pasar al cielo, para que disfrute de su Visión y Presencia para siempre.
Habiendo visto la importancia vital de la oración, hay que saber luego que existen dos oraciones centralísimas en la vida de un católico, oraciones sin las cuales el alma perece irremediablemente: la Santa Misa y el Santo Rosario.
La Santa Misa, porque Dios ha querido comunicársenos a través de los sacramentos, el primero de todos la sagrada Eucaristía, y si no recibimos la Eucaristía dominical, cortamos el flujo de vida divina que del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús fluye sin medida hacia el alma que lo recibe. Por este motivo, el católico que piensa que es lo mismo venir a Misa el Domingo o no venir, está tan equivocado como aquel que pensara que da lo mismo pasarse una semana entera, con sus días y sus noches, sin probar bocado alguno. Es Dios mismo quien ha elegido comunicársenos a través del sacramento de la Eucaristía y por eso quien no recibe la Eucaristía dominical –en estado de gracia, obviamente- no recibe la vida de Dios, y por eso su alma está muerta a la vida de la gracia, y es lo que explica que faltar a Misa el Domingo sea pecado mortal. No es pecado mortal por una disposición extrínseca de algún legislador eclesiástico: es pecado mortal por la naturaleza misma de la cosa: si no recibo la Eucaristía el Domingo, no recibo la vida de Dios que se me comunica en la Eucaristía, y mi alma muere a la vida de la gracia; está muerta espiritualmente, aunque yo camine, hable, y me mueva.
         Con el Santo Rosario pasa lo mismo: Dios posee en sí mismo y quiere darnos sin límites todas las gracias que necesitamos para nuestra salvación eterna, pero al mismo tiempo, ha elegido a su Madre, la Virgen María, para ser Dispensadora y Medianera de todas las gracias que necesitamos para salvarnos, y por este motivo, quien se acerca a la Virgen, recibe de sus manos maternales todas las gracias que Dios quiere darnos, pero al revés también es verdad: quien no se acerca a la Virgen, quien no reza el Rosario, ve dificultada, por propia decisión, la consecución de lo que necesita para salvarse, porque Dios Hijo ha elegido que recibamos esas gracias sólo por manos de su Madre, la Virgen. De esto se sigue que, quien le reza a la Virgen, Medianera de todas las gracias y Corredentora, más que tener la posibilidad de ser escuchados por Dios, tiene la certeza absoluta de que es escuchado por Dios y que su petición será escuchada. Pero también al revés es cierto, es decir, quien no reza a la Virgen, ve disminuidas y reducidas casi a la nada sus posibilidades de ser escuchados por el Sagrado Corazón de Jesús.
Por último, cuando recemos, no debemos solo pedir, o al menos solo pedir beneficios, por buenos que estos sean; también debemos pedir ser víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia; debemos pedir ser tenidos como malditos en favor de nuestros hermanos (cfr. Rm 9, 3); debemos pedir participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma, como se reza en la Liturgia de las Horas; debemos pedir recibir su corona de espinas, como lo pidió Santa Catalina de Siena; debemos pedir sentir sus mismas penas, como la Beata Luisa Piccarretta; debemos pedir beber del cáliz de sus amarguras; debemos pedir los ojos de la Virgen para ver a Jesús, en la Cruz, en la Eucaristía y en el prójimo; debemos pedir el Corazón de la Virgen y su Amor, para amar a Jesús como lo ama la Virgen; debemos pedir, como lo hacían los santos, ser puestos a la entrada del Infierno, para que nadie más caiga ahí. Eso es lo que debemos pedir, y no solo salud, prosperidad y dinero, porque eso -que no está mal pedirlo-, no nos configura con Cristo crucificado.

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Si la oración es hablar a Dios con el corazón, entonces que cada latido del corazón sea una oración que diga: “Jesús, Dios de la Eucaristía, Señor de la Eucaristía, te amo”; si para orar necesitamos un templo, un altar, un sagrario, que además de la Iglesia en la que celebramos la Santa Misa, nuestros corazones sean otros tantos templos en donde habite el Espíritu Santo; que sean otros tantos altares, en donde se escuchen cantos de alabanza a Cristo Eucaristía; que sean otros tantos sagrarios, otras tantas moradas en donde habite y se adore Cristo Eucaristía en todo lo que resta de nuestra vida terrena, como anticipo de la adoración que, por su Misericordia Divina, esperamos y deseamos tributarle por toda la eternidad, por los siglos sin fin.

sábado, 21 de julio de 2012

Vengan al sagrario a rezar; allí los espero para darles mi Espíritu de Amor



“Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco” (Mc 6, 30-34). Jesús invita a sus Apóstoles a que se retiren a “un lugar desierto”, para “descansar un poco”. Acaban de volver de la misión, y según el relato del evangelista, es tanta la gente que los acompaña, que “no tienen tiempo ni para comer”.
El episodio, real, podría darse en cualquier grupo humano que realiza una actividad que, al verse desbordados por la cantidad de gente que ha acudido al evento que realizaban, necesitan retirarse a solas para poder descansar y continuar las tareas. Sin embargo, en el caso de Jesucristo, adquiere un trasfondo sobrenatural: se trata de la invitación, por parte de Jesús, a su Iglesia, a los miembros de su Iglesia, no tanto a “descansar” para reparar las fuerzas físicas, sino ante todo para hacer oración, puesto que el activismo –es decir, el apostolado sin oración- es sinónimo de fracaso seguro.
En otras palabras, en la invitación de Jesús a sus discípulos a retirarse a un lugar desierto para descansar, lejos de la presencia de la muchedumbre, hay una invitación a toda la Iglesia, a cada bautizado, a hacer lo mismo: a buscar una pausa en medio de la agitación cotidiana, para estar a solas con Jesús, en ese “desierto” que es la oración.
¿Por qué decimos que la oración es un “desierto”? Porque comparada con los atractivos sensibles del mundo, que estimulan los sentidos y exaltan las pasiones, la oración se presenta como algo árido, ya que no hay nada que estimule los sentidos o exalte las pasiones. Por el contrario, la mejor oración es aquella en la que los sentidos están recogidos y las pasiones controladas y olvidadas, ya que solo así el alma se sumerge en la calma y en la quietud de Dios.
Por esto mismo, al llamar Jesús a sus Apóstoles –y a la Iglesia toda- a la oración, Jesús está haciendo un gran don a las almas, al sustraerlas de la vorágine de la actividad cotidiana, pero lo que Jesús busca no es tanto el descanso físico, que es necesario, sino ante todo el reposo del alma, que encuentra solaz y es reconfortada en la oración, porque al hacer oración, el alma recibe todo lo que en sí misma no tiene, y que solo de Dios puede recibir: paz, luz, alegría, amor, serenidad, fortaleza. Puede decirse que absolutamente todo lo que el alma necesita, en cada momento y según su estado de vida, lo recibe en la oración.
“Dios es Amor”, dice el evangelista Juan; “Dios es luz”, dice la Escritura, “Dios es paz”, dice Jesús: “Les doy mi paz, no como la da el mundo”; “Dios es Alegría y amor”, dicen los santos, como Santa Teresa de los Andes, y esto es así, porque el Ser divino es la fuente inagotable de todo Amor, de toda Verdad, de toda paz, de toda alegría, y es la razón por la cual, cuanto más se acerca el alma a Dios, más obtiene de Él lo que Él es y da sin medida: Amor, luz, paz, alegría. Y al revés, cuanto más el alma se aleja de Dios –al no hacer oración, al no frecuentar los sacramentos, al no obrar la misericordia para con el prójimo-, menos recibe de Dios todo lo que Dios puede y quiere dar, al mismo tiempo que se sumerge en la oscuridad, en la tristeza, en la falta de amor y de alegría. ¡Cuántos casos de depresión –por no decir el ciento por ciento- se originan no en las situaciones externas, que son causa secundaria, sino en el alejamiento del alma de Dios, por no hacer oración! Si el alma no se acerca a Dios, fuente de amor, de paz, de alegría, de fortaleza, ¿cómo puede luego pretender enfrentar los problemas cotidianos sin caer en la depresión?
“Vengan a un lugar desierto”, les dice Jesús a sus Apóstoles, y por eso nos preguntamos: ¿cuál es ese “lugar desierto” al que también nosotros nos debemos retirar? Ese lugar desierto, es, ante todo, el propio corazón, y es desierto en el sentido de que sin Dios y su gracia, el corazón es un lugar árido, yermo, en donde arde el sol del mediodía de las pasiones sin control, y así como en el desierto, por las noches, la temperatura desciende a bajo cero, así también el corazón humano, sin el fuego del Amor divino, se vuelve frío y despiadado, como si fuera un trozo de hielo. El corazón es un desierto porque, sin Dios, habitan en él los demonios, que son peores que las alimañas del desierto, los escorpiones y las víboras, porque inyectan en el alma el veneno de la lascivia, de la avaricia, del egoísmo, de la pereza, de la ira y de la soberbia.
Pero el desierto al que Jesús nos llama es también el sagrario, porque comparado con los elementos de distracción del mundo moderno, la televisión, la computadora, Internet, el cine, los celulares, la Play Station, y tantas cosas más, el sagrario se presenta verdaderamente como un desierto para los sentidos. ¡Cuánto tiempo pasan los cristianos delante del televisor, y cuán poco es el tiempo que le dedican a Jesucristo en el sagrario! Los cristianos son capaces de pasar horas y horas delante del televisor, de la computadora, de la Play Station, pero son incapaces de hacer cinco minutos de adoración eucarística frente al sagrario. Los cristianos son capaces de atiborrar sus sentidos y sus cerebros con imágenes de todo tipo: violentas, macabras, lascivas, cómicas, pero son incapaces de llenar los ojos del alma con la blanca imagen de la Eucaristía; los cristianos son capaces de hablar horas sin parar de temas banales y de los ídolos del mundo, buscando imitarlos, pero no son capaces de rezar el santo Rosario, por medio del cual la Virgen hace partícipe al alma de la vida de su Hijo, al tiempo que esculpe en los corazones su imagen viva; los cristianos son capaces de defenestrar a su prójimo, lapidándolo con su lengua y mascullando enojo, antipatía, rencor, cuando no venganza, y no son capaces de ir a hablar, de ese mismo prójimo, a Jesús en el sagrario, pidiendo misericordia para el prójimo y para sí mismo.
Por último, el fruto de la oración –santo Rosario, adoración eucarística, Santa Misa, y todas las múltiples formas de oración que existen en la Iglesia- es algo que no lo pueden dar ninguno de los múltiples ídolos del mundo, que en sí mismos solo vacío y malicia esconden; el fruto de la oración es la Presencia de Dios Uno y Trino en el alma, presencia que concede paz, alegría, amor, y hasta salud corporal y mental. ¡Cuántas consultas psiquiátricas se evitarían, cuántos vidas jóvenes, truncadas por la droga y el alcohol, dejarían de perderse, cuántos adultos tendrían paz en el corazón, aún en medio de las tribulaciones, si los bautizados hicieran oración!
Entonces, si alguien no se mueve a rezar por amor a Dios, al menos tendría que rezar para obtener de Él lo que el mundo no puede dar y no dará jamás. Si los cristianos –niños, jóvenes, adultos, ancianos- hicieran oración todos los días, muy distinto sería este mundo, ya que se convertiría en un adelanto del Paraíso. Pero mientras aquellos que han sido llamados a rezar a la Virgen, sobre todo con el Rosario, y a estar a solas con Jesús en el sagrario, prefieran entretenerse hora tras hora con el televisor y la computadora, no solo nada cambiará, sino que todo continuará de mal en peor.
“Vengan a un lugar desierto, para descansar un poco”. Jesús nos invita a la oración, no solo para descansar de las actividades del mundo, sino para ser conocidos por Dios Padre, para que Dios Padre nos ilumine con su gracia, para así transformar el mundo para Cristo: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6). Hagamos el propósito no solo de no dedicar tanto tiempo a la televisión y a internet, sino de hacer oración, para ser conocidos por Dios Padre, y para recibir su recompensa, que es su Hijo Jesús.

sábado, 14 de abril de 2012

Domingo de la Divina Misericordia


El Evangelio nos muestra a Jesús resucitado que se aparece a los discípulos como Hombre-Dios, con su Cuerpo glorioso, lleno de la luz y de la vida de Dios, y les dona su Espíritu de Amor, el Espíritu Santo, descubriéndoles a ellos, a la Iglesia y al mundo entero, los insondables abismos de misericordia de su Sagrado Corazón.

Precisamente, encargará a Sor Faustina Kowalska, siglos después, que "hable al mundo" acerca de su infinita misericordia: “Hija Mía, habla al mundo entero de Mi insondable Misericordia (...) Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de Misericordia”.

¿Dónde encontramos este amor misericordioso de Dios? En el Sagrado Corazón de Jesús. La fuente de la Divina Misericordia es el Corazón de Jesús, de donde salen Sangre y Agua al ser traspasado, como lo dice el mismo Jesús: “De todas Mis llagas, como de arroyos, fluye la misericordia para las almas, pero la herida de Mi Corazón es la fuente de la Misericordia sin límites, de esta fuente brotan todas las gracias para las almas. Me queman las llamas de compasión, deseo derramarlas sobre las almas de los hombres” . De ese corazón Santa Faustina, vio salir dos rayos de luz que iluminan el mundo: Estos dos rayos, le explicó Jesús, representan la sangre y el agua que brotaron de su Corazón traspasado.

Ahora bien, esta Misericordia Divina, representada en los rayos rojos y blanco, que a su vez representan el Agua y la Sangre del Sagrado Corazón de Jesús, se extiende para todos los hombres, en el tiempo y en el espacio, de un modo muy concreto y especial: a través del sacramento de la confesión. En otras palabras, el Amor misericordioso de Dios, efundido una vez y para siempre en el momento en que fue traspasado el Sagrado Corazón en la Cruz, se derrama sobre las almas de los pecadores por medio de este sacramento, de modo tal que el alma deseosa del perdón y del amor divino no debe emprender largos caminos y peregrinaciones, sino acercarse con confianza a un representante de Jesucristo, el sacerdote ministerial.

Es esto lo que Jesús le dice a Sor Faustina: “Escribe, habla de mi Misericordia. Di a las almas dónde deben buscar el consuelo: en el tribunal de la Misericordia, donde se realizan y se repiten incesantemente los más grandes milagros. Para aprovecharse de este milagro no es necesario emprender largas peregrinaciones o llevar a cabo algún difícil rito externo: basta acudir con fe a los pies de mi representante, descubrirle tu miseria y el milagro de la Divina Misericordia se realizará plenamente. Aun cuando un alma fuese semejante a un cadáver en descomposición, de manera que humanamente no hubiera ninguna esperanza de reavivarlo y todo estaría perdido, para Dios no es así. El milagro de la Divina Misericordia resucita a tal alma. ¡Infelices de aquellos que no se aprovecharen de este milagro de la Divina Misericordia! Un día la llamaréis en vano, porque será demasiado tarde” (1448).

Además del sincero arrepentimiento de sus pecados, el pecador debe acercarse al sacramento de la Confesión (como a todos los demás sacramentos) con una Fe grande y una confianza ilimitada en el Amor Misericordioso de Jesús, y que es Jesús, la Persona Divina de Dios Hijo quien, a través de la persona humana del sacerdote ministerial, perdona los pecados: “Hija, cuando vas a la Confesión, a esta fuente de Mi Misericordia, la Sangre y Agua, que brotaron de mi Corazón, se derraman sobre tu alma y la ennoblecen. Cada vez que te vas a confesar, sumérgete totalmente en Mi Misericordia, con gran confianza, para que pueda yo derramar sobre tu alma la abundancia de mi gracia. Cuando te acerques al confesionario debes saber que Yo mismo te estoy esperando. Yo estoy como escondido en el sacerdote, ya que soy Yo mismo quien actúa en tu alma. Ahí la miseria del alma se encuentra con la Misericordia de Dios. Di a las almas que sólo con el recipiente de la confianza pueden obtener gracias de esta fuente de Misericordia. Si su confianza es grande, Mi generosidad no tiene límites. Torrentes de gracias inundan a las almas humildes, mientras que los soberbios permanecen en su pobreza y miseria, porque mi gracia se aparta de ellos para darse a los humildes” (1602).

Acudir a la Confesión es también necesaria para ser merecedor de la gran promesa del perdón total de los pecados y de las penas temporales por ellos merecidos, que se ofrece en la Fiesta de la Divina Misericordia .

Entonces, si bien la Divina Misericordia se manifiesta a lo largo de toda la vida de Jesús, desde su Encarnación, pasando por la Epifanía o manifestación como un débil Niño recién nacido, hasta la muerte Cruz, en donde se nos manifiesta como un hombre que, en apariencia, ha sido vencido, derrotado -aunque Él sea en verdad el Vencedor de los tres grandes enemigos del hombre: el demonio, el mundo y la carne-, en donde se manifiesta con mayor intensidad su infinita misericordia es en los sacramentos, principalmente la Confesión sacramental y la Eucaristía. La confesión sacramental, porque es un Río de Gracias infinito que lo único que necesita para inundar al alma del perdón divino, es la disposición y el deseo del alma de recibir dicho perdón. La Eucaristía, porque en cuanto es el mismo Sagrado Corazón en Persona, es un Océano de Amor -un océano sin fondo y sin playas- que sumerge al alma en Corazón mismo del Hombre-Dios, haciéndolo partícipe de las delicias del Ser divino trinitario.

¿Quiere esto decir, entonces, que si Dios es misericordioso, cada uno puede hacer lo que quiera, y obrar el mal, puesto que el perdón divino está garantizado de antemano por su infinita misericordia? No es así.

Es verdad que Jesús nos ofrece a todos su misericordia y que a nadie la niega, pero también nos dice: “Antes de venir como Juez justo, abro de par en par las puertas de mi Misericordia. Quien no quiera pasar por la puerta de mi Misericordia, deberá pasar por la puerta de mi Justicia”. Esto es así porque Dios es Amor infinito, pero también es Justicia infinita, y precisamente, porque Dios es infinitamente misericordioso e infinitamente justo, es que premia a los buenos y castiga a los malos: para los buenos, el cielo; para los malos, para los que no quisieron aprovechar su misericordia, el infierno.

Aunque, si se mira bien, más que castigar, lo que hace Dios se dar a cada uno lo que cada uno quiere: el cielo, para los buenos -los pecadores que, reconociendo que eran malos, se arrepintieron, se confesaron y obraron el bien- que aprovecharon la Misericordia; para los malos -es decir, para los pecadores que no reconocieron su pecado, no se arrepintieron de obrar el mal y siguieron siendo malos hasta el último segundo de su vida, sin pedir perdón a Dios-, el infierno.

Entonces, que Dios sea infinitamente misericordioso, no quiere decir que perdonará a todos, incluido aquellos que no tienen el propósito o la intención de enmendarse y de obrar el bien. Dios no quiere la muerte del impío, pero tampoco violenta la libertad del hombre, obligándolo a ir contra su voluntad, y si la voluntad del hombre es la de apartarse de Él, Dios respeta el libre albedrío humano.

En otras palabras, Dios sí va a perdonar a todos, pero a todos aquellos que se arrepientan de sus pecados y de sus malas obras, y acudan al Río de gracias que es la confesión sacramental, reciban en sus corazones ese Océano sin fondo y sin playas que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Pero también hay otra cosa más que deben hacer los pecadores arrepentidos, para demostrar que desean amar a Dios y recibir su misericordia: después de recibir ellos mismos un amor sin medida, y sin mérito alguno, en el sacramento de la confesión y en el sacramento de la Eucaristía, deben comunicar de este amor recibido a sus prójimos, con obras de misericordia, las catorce obras que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, dentro de las cuales, una de las más grandes, es orar y hacer sacrificios por los pecadores, como lo pide también la Virgen en Fátima.

Que haya que obrar la misericordia, y sobre todo la espiritual, rezando por los moribundos con la Coronilla de la Divina Misericordia, es un deseo expreso de Jesús. Nos lo dice así Sor Faustina, al describir una visión del 13 de septiembre de 1935: "Vi un Ángel, ejecutor de la ira de Dios. Estaba por castigar la tierra. Cuando lo vi en esta actitud empecé a implorarle que esperara un poco, para que el mundo hiciera penitencia, pero mis oraciones fueron impotentes frente a la ira de Dios. En ese momento sentí en mi alma el poder de la gracia de Jesús que habita en ella. Me vi transportada ante el trono de Dios pidiendo Misericordia para el mundo con las palabras que oí en mi interior. Cuando oraba de esta manera, vi que el Ángel era impotente para llevar a cabo el justo castigo. Nunca antes recé con tanta fuerza interior como entonces. Las palabras con las que supliqué a Dios, fueron: “Eterno Padre, yo te ofrezco el Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad de tu muy amado Hijo y Señor Nuestro Jesucristo, en expiación de nuestros pecados y de los de todo el mundo”. A la mañana siguiente, al entrar en la capilla, oí interiormente estas palabras: “Esta oración servirá para apaciguar mi ira. Recítala durante nueve días sirviéndote del Rosario de la siguiente manera: primero reza un Padrenuestro, un Ave María y el Credo. Después dirás una vez las siguientes palabras: “Por su dolorosa Pasión, ten Misericordia de nosotros y del mundo entero”. Para concluir (al llegar a las tres últimas cuentas del Rosario, antes de la Cruz) dirás tres veces las siguientes palabras: Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros y del mundo entero”» (476).

Así es como nació la Coronilla de la Divina Misericordia, la única obra de misericordia espiritual a la cual Jesús unió grandes promesas, como por ejemplo: “Incesantemente reza este pequeño rosario que te he enseñado. Quien lo recite recibirá gran Misericordia a la hora de la muerte. Que los sacerdotes lo recomienden a los pecadores como su última esperanza de salvación. Aún cuando se tratase del pecador más endurecido, si recitare, aunque sea una sola vez, este pequeño rosario, recibirá la gracia de Mi Misericordia infinita. Deseo que todo el mundo conozca Mi infinita Misericordia. Deseo conceder gracias inimaginables a aquellas almas que confían en Mi Misericordia.” (687).

La Misericordia de Jesús es infinita, lo que “no sabe” –por decirlo así– es cómo convencer a los hombres de que deben confiar en ella, cualquiera sea su miseria espiritual. Así Jesús promete una asistencia especial a los moribundos por medios de esta Coronilla: “A la hora de la muerte Yo defenderé como a Mi propia gloria a toda alma que rezare este pequeño rosario y, si otros lo rezaren por un moribundo, el favor será el mismo. Si este rosario se reza al lado de un moribundo la ira de Dios se aplaca y la insondable Misericordia envuelve al alma” (181).

Recordemos entonces siempre y meditemos en las palabras de Jesús Misericordioso a Sor Faustina: “Hija Mía, habla al mundo entero de Mi insondable Misericordia (...) Antes de venir como el Juez Justo, vengo como el Rey de Misericordia”. Acudamos a ese Río de Gracia infinita que es la Confesión sacramental, para recibir el Amor infinito de Jesús misericordioso que se nos dona en cada Eucaristía. Y luego de recibir tanto amor de parte del Hombre-Dios, demos amor a nuestro prójimo, sobre todo a los más necesitados, obrando las obras de misericordia corporales y espirituales con los más necesitados, y rezando sobre todo la Coronilla de la Divina Misericordia y el Santo Rosario. Si obramos así en el tiempo de nuestra vida terrena, como dice el Salmo, "cantaremos eternamente" a la Divina Misericordia, en los cielos.



jueves, 1 de marzo de 2012

Pidamos el Espíritu Santo al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús



“Pidan, se les dará; busquen, encontrarán; llamen, se les abrirá” (cfr. Mt 7, 7-12). Jesús nos dice cómo tiene que ser nuestra oración en Cuaresma –y en todo momento, no solo en Cuaresma-, exhortándonos a hacer una oración fervorosa, constante, confiada, seguros de que obtendremos lo que pedimos. En otro pasaje, también con respecto a la oración: “Cuando oren, crean que lo recibirán, y lo obtendrán” (Mt 11, 24). 
El fundamento de esta clase de oración es la bondad de Dios, que supera infinitamente a la bondad natural del hombre. Si el hombre, que tiene tendencia al mal, a causa del pecado original, sabe dar cosas buenas, y si nadie, entre los hombres, cuando un hijo pide pan, le da una piedra, o si pide pez, le da una serpiente, cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a los que se las pidan.
Al rezar, entonces, debemos pensar que ya tenemos lo que pedimos, y que lo que pedimos lo obtenemos porque Dios es infinitamente bueno. No hay que escatimar al momento de pedir, y aquí viene una pregunta: si estamos ciertos de que obtendremos lo que pedimos, ¿qué cosas pedir? Porque es cierto también que “no sabemos pedir” lo que nos conviene y lo que es necesario para la salvación. El mismo Jesús nos dice qué debemos pedir, con la certeza de que lo obtendremos: el Espíritu Santo (Lc 11, 13): "Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?".
“Pidan, se les dará; busquen, encontrarán; llamen, se les abrirá”.
¿Cómo pedir? Con la Santa Misa, la Adoración Eucarística y el Santo Rosario.
¿Qué pedir, qué buscar, qué es lo que encontraremos en la oración? Al Espíritu Santo.
¿Dónde pedir, dónde buscar, dónde encontraremos? En el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y en el Inmaculado Corazón de María.