sábado, 27 de junio de 2020

“Tus pecados están perdonados”


Ilustración de Jesús Sana Al Paralítico Grabar En Madera Publicado ...

“Tus pecados están perdonados” (Mt 9, 1-8). El paralítico a quien Jesús le perdona sus pecados y le sana su parálisis, es un ejemplo para todo cristiano en todo tiempo. Una primera razón es que el paralítico va en busca de Jesús, pero no para que le cure su enfermedad corporal, su parálisis, sino que va en busca de Jesús para que Jesús le perdone sus pecados. Es decir, al paralítico le importa más su salud espiritual que corporal, por eso es que Jesús le dice: “Tus pecados te son perdonados”; sólo en un segundo momento, luego de que los escribas lo calumniaran de blasfemo, es que Jesús le cura su enfermedad corporal. De esta manera, el paralítico nos hace ver cómo es más importante la salud espiritual que la corporal: lo que él quiere de Jesús es el perdón de los pecados, no la curación de su enfermedad corporal, la cual le viene sobreañadida por la Misericordia de Jesús. La segunda razón por la cual el paralítico es ejemplo para los cristianos, es porque tiene fe sobrenatural en Jesús: él sabe que puede curar el cuerpo, pero sabe también que Jesús es Dios y que en cuanto tal, tiene la fuerza espiritual divina necesaria para realizar prodigios asombrosos, como resucitar muertos, expulsar demonios, o quitar los pecados del alma.
Por último, el episodio evangélico es una prefiguración del Sacramento de la Confesión: en el paralítico están representadas las almas que han sido heridas espiritualmente por el pecado y van en busca de la salud espiritual, pidiendo el perdón de los pecados por medio del Sacramento de la Penitencia.
“Tus pecados están perdonados”. En todo momento tengamos presente tanto el ejemplo del paralítico, que busca en Jesús no la curación física, sino la curación del alma, el perdón de los pecados, y tengamos también siempre presente a la Divina Misericordia, que por medio del Sacramento de la Penitencia nos quita aquello que paraliza nuestras almas, el pecado, y nos devuelve la salud espiritual, nuestra condición de hijos de Dios por la gracia.


miércoles, 24 de junio de 2020

“Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”




(Domingo XIV - TO - Ciclo A – 2020)


          “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11, 25-30). Es un hecho que se puede constatar por la experiencia, que la vida humana, tanto a nivel de personas individuales como de la humanidad en sí misma, está llena de tribulaciones, pesares y dolores. Esto se puede constatar fácilmente cuando se hace un repaso de la Historia general de la humanidad, como cuando se hace un repaso de la historia personal de cada uno. Nadie está exento de la tribulación, del dolor, de la aflicción. Esto tiene una causa y es el pecado original, pecado cometido por Adán y Eva y que se transmite, con todas las consecuencias de la pérdida de la gracia -la enfermedad, el dolor y la muerte- a todos los seres humanos sin excepción. Jesús viene a darnos un remedio para esta situación de aflicción, agobio y tribulación y para que esto suceda, son necesarias dos condiciones: por un lado, que el alma atribulada y afligida se acerque a Él: “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”; por otro lado, que el alma atribulada y afligida “cargue su yugo”, que es la Cruz y así aprendan de Él, que es “manso y humilde de Corazón”: “Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
          Parece una paradoja y también algo imposible de cumplir, el que Jesús nos alivie la aflicción y el agobio, porque Él mismo está afligido y agobiado en la Cruz: al contemplarlo crucificado, con sus heridas abiertas y sangrantes, con su dolorosísima agonía y su indefensión frente a sus enemigos, no se ve, humanamente hablando, cómo puede Jesús quitarnos el agobio, si Él mismo, como lo podemos contemplar, está “afligido y agobiado”. Sin embargo, la realidad es que Él nos da alivio en la aflicción y el agobio, si se cumple una condición todavía más paradójica: si, acercándonos a Él, tomamos nosotros su Cruz y la cargamos y esto sucede porque su Cruz, que parece pesada y dura -y en realidad lo es- y que es lo que Jesús nos pide que carguemos, en realidad la carga Él en Persona, aliviándonos así el peso de la Cruz de cada uno. De modo misterioso, pero real, Jesús toma sobre Sí, en su Cruz, la Cruz de cada uno de nosotros y la lleva hasta el Calvario por nosotros, aliviándonos de esta manera el peso de la Cruz que, de otra forma, es imposible de llevar. La aflicción, el agobio, la tribulación, sobrevienen en el alma no sólo por consecuencia del pecado original, sino por no acercarse a Jesús crucificado -y a Jesús Eucaristía- y por no cargar consigo el yugo liviano de Jesús, su Santa Cruz. Cuando el alma hace esto, de inmediato ve aliviados sus dolores, sus aflicciones y tribulaciones.
          “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”. Frente al agobio de las tribulaciones, penas y dolores que se puedan presentar a lo largo de nuestra existencia terrena, los cristianos no estamos solos y no tenemos motivo alguno para desesperar de nuestra situación, por difícil que sea: el Hombre-Dios nos espera en la Cruz y en la Eucaristía y para ser aliviados de aquello que nos aflige, solo tenemos que arrodillarnos ante la Cruz y postrarnos ante la Eucaristía.

Jesús expulsa a los demonios a la piara de cerdos


Lucas, un evangelio universal (XXII): Jesús domina a los demonios ...

Jesús expulsa a los demonios a la piara de cerdos (Mt 8, 28-34). Al llegar Jesús a la región llamada “de los gadarenos”, le salen al encuentro dos endemoniados. Jesús, con el solo poder de su palabra, los expulsa inmediatamente de los cuerpos a los que habían poseído y los envía a una piara de cerdos, los cuales se precipitan en el mar y se ahogan.
La escena del Evangelio nos muestra, entre otras cosas, dos elementos: por un lado, la existencia de los ángeles caídos y cómo estos ángeles caídos buscan y logran, efectivamente, poseer los cuerpos de los seres humanos. Es decir, el Evangelio nos muestra la realidad de la posesión demoníaca, hecho preternatural por el cual los demonios se apoderan de los cuerpos de los hombres, aunque no de sus almas, las cuales permanecen libres. En la posesión demoníaca, el demonio toma el control -de manera injusta e inclemente- del cuerpo del hombre, como un remedo de la inhabitación trinitaria en el alma del justo. Es decir, así como Dios inhabita en el alma del que está en gracia, así el demonio toma posesión, para controlarlo a su antojo, del cuerpo del hombre. Entonces, mientras Dios Trino inhabita en el alma, el demonio se apodera del cuerpo. La diferencia no es sólo el lugar en el que están Dios y el demonio en relación al hombre -Dios en el alma y el demonio en el cuerpo-, sino en que, cuando Dios Trino inhabita en el alma del justo, lo hace con todo derecho y justicia, puesto que Dios es el Creador, el Redentor y el Santificador del hombre, por lo que su inhabitación es un derecho divino; la diferencia con la posesión demoníaca es que el demonio toma, a la fuerza y sin derecho alguno, el cuerpo del hombre, para imitar la inhabitación trinitaria en el alma. Esto lo hace por que el demonio es “la mona de Dios”, como dicen los santos, y así como el simio imita al hombre sin saber lo que hace, así el demonio imita a Dios Trino poseyendo el cuerpo del hombre, pero no para colmarlo de dicha y felicidad, como en el caso de Dios, sino para someterlo a toda clase de sufrimientos, con el doble objetivo de ser adorado por el hombre poseído y luego llevarlo con él al infierno eterno.
La otra verdad que nos muestra este Evangelio es la condición de Jesús de ser Dios en Persona, porque sólo Dios en Persona, que es el Creador de los ángeles, tiene la fuerza necesaria para expulsar al demonio del cuerpo de un hombre con el solo poder de su voz. En la voz de Jesús de Nazareth, los demonios reconocen la voz del Dios que los ha creado y que ahora los expulsa de los cuerpos que ellos ilegítimamente han poseído.
Entonces, la posesión demoníaca existe y no debe ser confundida con una enfermedad psiquiátrica -quien hace esto desconoce tanto la posesión demoníaca como la ciencia de la psiquiatría médica- y, por otro lado, el Único que puede librar al hombre de la esclavitud del demonio, es Cristo Dios. Y también su Madre, la Virgen, quien por designio divino participa de la omnipotencia divina y, en vez de expulsar a los demonios a una piara de cerdos, les aplasta la cabeza con su talón y es por esto que los demonios y el infierno entero, ante el nombre de María Santísima, se estremecen de terror.

“¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”


Grabado al acero de 1857, jesús calma la tempes - Vendido en Venta ...

“¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mt 8, 23-27). Mientras los discípulos se encuentran en la barca, con Jesús durmiendo en la cabecera, se desencadena una tormenta tan intensa, que amenaza con hundir la nave. Esto lleva a los discípulos a despertar a Jesús, para pedirle que los salve de una muerte inminente; Jesús se despierta, increpa al mar y al viento y la tormenta se calma en un instante. Por este milagro de Jesús, los discípulos se preguntan entre sí acerca de Jesús: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”. Ésta es la gran pregunta que ha dividido a la humanidad e incluso hasta los mismos cristianos: quién es Jesús, cuál es su verdadera identidad, porque hace obras, signos, milagros y prodigios que sólo Dios puede hacer. Muchos han respondido que es un hombre santo, a quien Dios acompaña con sus obras; otros han respondido que es un hombre más entre tantos, que gradualmente fue descubriendo su verdadera identidad de ser quien despierte las conciencias de los hombres. Todas estas respuestas acerca de la identidad de Jesús son falsas; sólo la Iglesia Católica tiene la verdadera respuesta, ya que a Ella, como a Esposa Mística del Cordero, le ha sido revelada la verdadera identidad de Jesús. En el Magisterio de la Iglesia Católica, Jesús no aparece como un hombre santo ni como alguien que comprendió gradualmente su papel; para la Iglesia Católica, Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana, la naturaleza de Jesús de Nazareth, razón por la cual tiene una sola Persona divina, la Persona Segunda de la Trinidad, el Hijo de Dios, y dos naturalezas, una humana y otra divina, que actúan sin mezcla ni confusión entre ambas.
“¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”. La respuesta correcta a esta pregunta es trascendental, pues tiene consecuencias en la doctrina eucarística: si Jesús es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es el mismo Jesús que es Dios y por lo tanto la Eucaristía debe ser adorada, así como Jesús, que es Dios, debe ser adorado. Por eso nosotros, parafraseando a los discípulos, nos preguntamos también: “¿Quién está en la Eucaristía, que tantos milagros hace?”. Y la respuesta es la respuesta de la Iglesia sobre Jesucristo: la Eucaristía es Cristo Dios en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Y entonces, como los discípulos, debemos postrarnos en adoración ante Jesús Eucaristía.

viernes, 19 de junio de 2020

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”



(Domingo XIII - TO - Ciclo A – 2020)

         “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí” (Mt 10, 37-42). Entre los hombres, sucede con frecuencia que un discípulo es digno de su maestro si, por ejemplo, ha leído todas sus obras, en el caso de que sea un escritor. En el caso de Cristo, es digno de Cristo sólo quien toma su cruz de cada día y lo sigue. No hay libros para leer para ser discípulos dignos de Cristo, o, en todo caso, sí hay un libro y ése libro es el Libro de la Cruz -Libro en el que está contenido otro libro, la Sagrada Escritura-, en donde se encuentra escrito, con la Sangre de Cristo que empapa el madero de la Cruz, todo lo que se necesita saber para entrar en el Reino de los cielos, para salvar el alma y evitar la eterna condenación. Es decir, así como entre los hombres, un discípulo se vuelve digno de su maestro, tanto más cuanto más lee y profundiza en sus obras, así el cristiano se vuelve tanto más digno de Cristo cuanto con más amor abrace la cruz, pero no un día ni dos, sino todos los días; además, no basta con abrazar la cruz, sino “seguir” a Cristo, tal como lo dice el mismo Cristo: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”.
         La razón última es que Cristo es inseparable de la cruz, así como la cruz es inseparable de Cristo. No se puede concebir a un Cristo sin cruz, como tampoco se puede concebir a una cruz sin Cristo. La cruz de Cristo y Cristo en la cruz es el Camino Único para llegar más allá del Reino de los cielos, el seno de Dios Padre. Es por esto que quien no abraza la cruz y sigue a Cristo, no puede, de ninguna manera, alcanzar la bienaventuranza eterna. No es fácil ni sencillo tomar la cruz, abrazarla con amor y seguir en pos de Cristo: como Jesús mismo le dice a Santa Margarita María de Alacquoque, la cruz es primero un lecho de flores para las almas castas que lo siguen, pero esas flores luego caen para dejar al descubierto las espinas, que hacen que el alma que ama verdaderamente a Cristo participe de sus dolores, padecimientos y sufrimientos en la cruz. La cruz, en definitiva, no es entonces un lecho de flores, sino un madero pesado, cubierto de espinas y empapado en la Sangre del Cordero y es a esta cruz  a la que hay que tomar cada día para ser dignos de Cristo Jesús. Pero como dijimos, no basta solo con tomar la cruz: hay que abrazarla con amor, como Jesucristo la abrazó con amor y hay que seguir en pos de Cristo, puesto que Cristo marcha delante nuestro, señalando con sus pasos ensangrentados, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, que nos lleva a algo infinitamente más grande y hermoso que el mismo Reino de los cielos y es el seno de Dios Padre.
         “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí”. Así como no hay Cristo sin cruz y así como no hay cruz sin Cristo, tampoco hay cristianos sin Cristo crucificado. Un cristiano que no abrace la cruz en la que está Cristo crucificado, no es cristiano; lo es sólo de nombre, pero no en la realidad. Es necesario, de necesidad absoluta, para ser cristiano, el abrazar la cruz, el abrazar a Cristo que está en la cruz, para compartir con Él sus dolores, sus penas y sus lágrimas, con las cuales redimió al mundo. Sólo de esta manera, sólo abrazando, adorando y amando la cruz y a Cristo crucificado, se es digno discípulo del Hombre-Dios.

“Señor, si quieres, puedes limpiarme”




“Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mt 8, 1-4). Un leproso se acerca a Jesús, se arrodilla ante Él y le pide que, si es su deseo, lo sane. Jesús, compadecido por su sufrimiento, lo cura al instante, con el solo poder de su palabra. Algo que podemos rescatar de la escena, es la actitud del leproso: ante todo, el leproso tiene fe en Jesús en cuanto Dios, porque sabe que con sólo quererlo, Jesús puede curarlo; esta fe en Jesús como Hombre-Dios se demuestra exteriormente con el gesto de postrarse ante Jesús, ya que la postración es signo exterior de la adoración interior que el alma tributa a Dios; el leproso confía en la misericordia del Corazón de Jesús, se abandona a su bondad, por eso es que le dice: “Si quieres”; el leproso sabe que Jesús, en su infinita misericordia, se compadecerá de él y lo curará. Es necesario reflexionar sobre la actitud del leproso, porque en cierta manera, todos estamos representados en él, desde el momento en que la lepra es figura del pecado y por esto, puesto que todos tenemos pecados, todos estamos representados en el leproso.
Por esta razón, debemos imitar al leproso en su relación con Jesús: como él, debemos reconocer en Jesús al Hombre-Dios; como el leproso, debemos tener una confianza ilimitada en la Misericordia Divina; como el leproso, debemos estar seguros de que Cristo Dios quitará esa lepra espiritual que es el pecado, mediante la confesión sacramental; como el leproso, debemos postrarnos ante la Presencia Sacramental de Jesús, la Sagrada Eucaristía, y esperar confiados en la acción omnipotente de su Palabra divina.

“Un hombre prudente edificó sobre roca; un hombre necio sobre arena”




“Un hombre prudente edificó sobre roca; un hombre necio sobre arena” (Mt 7, 21-29). Con la parábola de los hombres que edifican sus respectivas casas sobre roca y sobre arena, Jesús quiere hacernos ver cuán distintas son las consecuencias espirituales de elegir la Cruz o de rechazarla. En efecto, el hombre prudente que edifica su casa sobre roca, es el hombre que basa su espiritualidad en Cristo Dios y en su Cruz; es el hombre para quien Cristo es Dios, está Presente en la Eucaristía de forma real, verdadera y substancial y sus Mandamientos son su alimento espiritual cotidiano. El que edifica sobre roca es el que edifica su edificio espiritual sobre la Roca que es Cristo y toda su espiritualidad está basada en la espiritualidad de la Iglesia Católica, que es la espiritualidad de los Padres del Desierto, los Padres de la Iglesia y los miles de santos, doctores, vírgenes, mártires, que la Iglesia ha donado al mundo a lo largo de los siglos.
Por el contrario, el hombre necio que edifica sobre arena es el que se construye una espiritualidad a su manera; es el que dice: “espiritualidad sí, religión no”; es el que dice: “Cristo sí, Eucaristía no”; es el que dice “todas las religiones conducen a Dios, menos la religión católica”; es el hombre que, en vez de rezar el Rosario y utilizar los Sacramentos y sacramentales de la Iglesia Católica, consulta a magos, hechiceros y brujos. En definitiva, es el hombre que practica la espiritualidad falsa de la Nueva Era, una espiritualidad que, al no estar basada en Cristo Dios y sus Mandamientos, cede ante los primeros embates de las penas y tribulaciones de la vida, dejándolo en desolación y confusión espiritual.
“Un hombre prudente edificó sobre roca; un hombre necio sobre arena”. No seamos como el hombre necio de la parábola; edifiquemos nuestro edificio espiritual sobre la Roca sólida, que es Cristo Dios en la Eucaristía.

“Entrad por la puerta estrecha”




“Entrad por la puerta estrecha” (Mt 7, 6.12-14). Jesús nos indica por dónde se entra al Reino de los cielos: por la “puerta estrecha”. Jesús nos ayuda a elegir y a elegir bien nuestro destino eterno, porque en realidad, al llegar al momento de la muerte, nos encontramos como cuando alguien va por un sendero y, en un determinado momento, este se bifurca. En el sendero de la vida, se pueden tomar dos direcciones: una, que conduce al Reino de los cielos y es la puerta estrecha; la otra dirección que se puede tomar es un sendero ancho y espacioso, pero que lleva a la eterna condenación. Sólo quien elija el sendero que conduce a la puerta estrecha, entrará en el Reino de los cielos.
¿En qué consiste la puerta estrecha? La puerta estrecha de la que nos habla Jesús, y que es la que debemos elegir si queremos entrar en el Reino de los cielos, no es otra cosa que su Cruz y el seguimiento que de Él debemos hacer por el Camino del Calvario, el Via Crucis. La puerta estrecha es la Cruz de Jesús; sólo quien se abrace a la Cruz todo el día, todos los días, podrá entrar en el Reino de Dios, porque sólo la Cruz lleva al Cielo. Quien elija el sendero ancho y espacioso, elegirá un camino fácil, que va en declive; es un camino en el que todo es risotadas y carcajadas; es un camino en el que no es necesario cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios; es un camino en el que la mentira, el error, la herejía y la apostasía son la regla común; es un camino en el que no hay Cruz para cargar; es un camino que parece fácil al inicio, pero que al final termina en la eterna condenación, porque el final de este camino son las puertas del Infierno.
“Entrad por la puerta estrecha”. Si queremos entrar en el Reino de los cielos, abracemos la Cruz de cada día y marchemos en pos del Señor Jesús, que va delante nuestro, señalándonos el Camino Real de la Cruz, el único camino que lleva al Cielo, el Via Crucis.

lunes, 15 de junio de 2020

“Si alguien me niega delante de los hombres (…) si alguien me reconoce delante de los hombres”



(Domingo XII - TO - Ciclo A – 2020)

          “Si alguien me niega delante de los hombres (…) si alguien me reconoce delante de los hombres” (Mt 10, 26-33). Jesús da una clara advertencia acerca de lo que ocurre si negamos a Jesús delante de los hombres o si, por el contrario, damos testimonio de Él: en el primer caso, Él nos negará delante de su Padre; en el segundo caso, Él nos reconocerá delante de su Padre como discípulos suyos. Esto no es de menor importancia, porque el reconocimiento o no de Jesús delante del Padre, en el Día del Juicio Final, determinará nuestro destino eterno: si lo negamos, nuestro destino será la eterna condenación; si lo reconocemos, nuestro destino será la eterna salvación en la bienaventuranza del Reino de los cielos.
          ¿De qué manera lo reconocemos o lo negamos? Lo negamos cuando, movidos por demasiados respetos humanos, callamos cuando su Ley divina es pisoteada, o cuando su Nombre es blasfemado, o cuando su Persona divina es ultrajada. Por ejemplo, hace unos días, salió una noticia según la cual una obra de teatro representaría a Jesús como travesti; día a día, abundan las noticias acerca de las profanaciones a templos católicos o rupturas o decapitaciones de imágenes sagradas; todos los días, salen leyes o proyectos de leyes que propician el aborto; todos los días el criminal régimen comunista chino persigue a la Iglesia clandestina y a los verdaderos católicos  y así podríamos seguir con innumerables ejemplos, que suceden no un día ni un dos, sino todos los días. Si callamos frente a estos atropellos cometidos contra Dios, contra sus templos, contra sus fieles, entonces estamos negando a Dios delante de los hombres por, más que excesivos respetos humanos, por temor y cobardía frente a los hombres. Si así obramos, Jesús nos negará delante de su Padre el Día del Juicio Final. Por el contrario, si hacemos frente a estos atropellos cometidos contra Dios y su Mesías y los denunciamos ante los hombres, reconociendo que el Único Salvador y Mesías es Cristo Dios encarnado, entonces Jesús nos reconocerá delante de su Padre en el Juicio Final y nos haremos merecedores del Reino de los cielos. Debemos estar convencidos que el ser cristianos implica estar dispuestos a abandonar -tal vez para siempre, en lo que queda de nuestra vida terrena-, la cómoda posición burguesa que consiste en creer que ser cristianos consiste en asistir a Misa los domingos y dar limosna de vez en cuando. No, ser cristianos implica el estar dispuestos a arriesgar la vida propia en defensa del Nombre de Cristo, si esto es necesario.

domingo, 14 de junio de 2020

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa



          La oración del Padrenuestro es especial no sólo por el hecho de haber sido enseñada por Nuestro Señor Jesucristo en Persona, sino también porque se vive en la Santa Misa. En efecto, cada petición del Padrenuestro se cumple en cada Santa Misa.
          Veamos:
          “Padre nuestro que estás en el Cielo”: en el Padrenuestro nos dirigimos a Dios, nuestro Padre, que está en el Cielo; en la Santa Misa, Dios Nuestro Padre está Presente en Persona porque el altar, por la liturgia eucarística, se convierte en el Cielo, donde está Dios Nuestro Padre.
          “Santificado sea Tu Nombre”: si en el Padrenuestro pedimos que el Nombre de Dios sea santificado, en la Santa Misa el Nombre Tres veces Santo de Dios es santificado y glorificado por Dios Hijo en Persona, al ofrecerse por la salvación de los hombres en su sacrificio en cruz, renovado incruentamente sobre el altar.
          “Venga a nosotros tu Reino”: en la Misa se cumple esta petición porque el altar se convierte en el Cielo, pero además, la petición está extra-colmada, porque además de convertirse el altar en el Cielo donde mora Dios, viene al altar eucarístico el Rey del Reino de los cielos, Jesús Eucaristía.
          “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo”: en la Santa Misa se cumple esta petición a la perfección, porque la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y por la Misa, Jesucristo renueva incruenta y sacramentalmente el Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual somos salvados, al ser derramada sobre nuestras almas la Sangre del Cordero.
          “Danos hoy nuestro pan de cada día”: por la Santa Misa esta petición se cumple doblemente, porque por un lado, pedimos a Dios el pan material, que Dios nos concede diariamente en su Providencia; por otro lado, Dios nos da otro pan, un Pan celestial, el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía.
          “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en la Misa, esta petición se cumple anticipadamente, porque la razón de ser de la Misa es el perdón de nuestros pecados, los cuales quedan perdonados por la Sangre del Cordero derramada en la Cruz y recogida en el Cáliz; además, por la Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón de Jesús y al Amor de Dios que en Él inhabita, Amor que nos concede el amor necesario para perdonar a quienes nos ofenden.
“No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”: en la Santa Misa se cumple esta petición porque por un lado, recibimos a Cristo Dios en la Eucaristía, quien nos comunica de su Fuerza divina, más que suficiente para rechazar cualquier tentación; por otro lado, por el Santo Sacrificio de la Cruz, renovado incruenta y sacramentalmente sobre el altar, el pecado queda destruido, la muerte aniquilada y el mal en persona, el Ángel caído, queda vencido para siempre y así nos vemos libres de todo mal.
Por todas estas razones, el Padrenuestro se vive en la Santa Misa.

“Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”




“Cuando hagas limosna, cuando reces, cuando ayunes, no lo hagas delante de todos, sino en lo secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 1-6.16-18). Al expresarse de esta manera, Jesús da a entender cómo la religión cristiana, si bien tiene actitudes y obras externas, es eminentemente interior y espiritual. Dar limosna, rezar, ayunar, son todas acciones exteriores, que pueden ser vistas por los demás y de hecho son vistas, pero además de eso, pueden ser obras hechas no con buena intención, sino con la intención, precisamente, de que sean vistas por los demás. Quien obra de esta manera, lo hace para ser admirado y recompensado por los hombres y no por Dios. Así, puede haber alguien que dé generosas limosnas, que rece mucho, y que también ayune mucho, pero si lo hace sólo para aparentar bondad a los demás, no lo hace con recta intención. Por otra parte, parafraseando a Jesús, estas obras así hechas, con el propósito de ser halagados por los demás, son obras que no son “vistas” por Dios, porque Dios “ve en lo secreto”, es decir, ve en lo más profundo del alma; Dios ve en la raíz del ser del hombre y ve con qué intención hace el hombre las obras que hace. Dios sabe si el hombre da limosnas, reza y ayuna para solamente ser considerado bueno por los demás hombres, o si lo hace para agradarlo a Él.
“Cuando hagas limosna, cuando reces, cuando ayunes”, no lo hagas delante de todos, sino en lo secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. Podemos engañar a los hombres, pero no a Dios, puesto que “de Dios nadie se burla”. Entonces, cuando demos limosna, cuando recemos, cuando ayunemos, que no nos importen las adulaciones de los hombres y lo hagamos en secreto, porque así obtendremos recompensa de parte de Dios, que “ve en lo secreto”.

“Amad a vuestros enemigos”




“Amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 43-48). Hasta antes de Jesús y en relación al prójimo convertido en enemigo por alguna circunstancia, el trato dado a dicho prójimo dependía de la llamada “ley del Talión”: ojo por ojo, diente por diente. Es decir, mandaba amar al prójimo, pero si ese prójimo se convertía en enemigo por alguna circunstancia, se lo aborrecía y se aplicaba esta ley del Talión, por la cual se pretendía un cierto resarcimiento o justicia frente al mal infligido por el prójimo. Pero a partir de Jesús, esta ley del Talión deja de tener validez y es reemplazada por la ley de la caridad que establece Jesucristo: a partir de Él, no sólo se debe amar al prójimo con el que se tiene amistad, sino que se debe amar al prójimo con el que se tiene enemistad: “Amad a vuestros enemigos”. La razón de esta nueva ley hay que buscarla en el sacrificio de Cristo en la cruz: Él muere y da su vida por la salvación de nuestras almas y lo hace cuando nosotros éramos enemigos de Dios por el pecado. Es decir, Jesús manda amar al enemigo porque Él nos amó a nosotros, siendo nosotros sus enemigos, los enemigos de Dios, a causa del pecado. Lo que Jesús nos manda es en realidad a imitarlo a Él, porque Él nos amó primero y nos amó siendo nosotros sus enemigos. Quien ama a su enemigo y cumple lo que Jesús manda, en realidad lo está imitando a Él, que dio su vida en la cruz por los hombres, que éramos enemigos de Dios por el pecado.
“Amad a vuestros enemigos”. Cuando se presente alguna ocasión en la que un prójimo nuestro se convierte en enemigo, antes de ceder al impulso de la venganza o el rencor, elevemos la mirada a Jesús crucificado y recordemos que Él predicó con su vida el amor a los enemigos; recordemos que Él nos perdonó y nos dio la vida eterna siendo nosotros sus enemigos y entonces, busquemos de imitarlo, amando a nuestros enemigos como Él nos amó desde la cruz.

jueves, 4 de junio de 2020

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo


Relicario que conserva un trozo de marmol con el sello del milagro. Basílica de Santa Cristina. Bolsena (Italia)

Relicario del Milagro Eucarístico de Bolsena.

(Ciclo A – 2020)

          El Cuerpo y la Sangre de Cristo son tan esenciales a la vida de la Iglesia, como lo es el alma para el cuerpo: sin el Cuerpo y la Sangre de Cristo -esto es, la Eucaristía-, la Iglesia no tiene ni alma ni vida; es un organismo inerte, humano, sin vida celestial, divina y sobrenatural. Para que nosotros nos formemos una idea y además nuestra fe sobre la Eucaristía se acreciente y fortalezca, es que la Santísima Trinidad realizó, hace siglos, un milagro eucarístico asombroso, que fue el que dio origen a la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo que la Iglesia celebra desde entonces.
          La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo se originó por un milagro eucarístico ocurrido en la iglesia de Santa Cristina, en la localidad de Bolsena, Italia, en el año 1263[1]. Sucedió que un sacerdote, Pedro de Praga, se encontraba fuertemente atacado por dudas de fe, en lo relativo a la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Estando este sacerdote celebrando la Santa Misa, luego de pronunciar las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, vio con asombro cómo la Hostia recién consagrada se convertía en un trozo de músculo cardíaco vivo, del cual manaba abundante sangre, la cual era tanta, que se vertió sobre el cáliz y lo rebasó, manchando el corporal. El sacerdote, conmocionado por el milagro, envolvió el músculo cardíaco sangrante con el corporal, para llevarlo a la sacristía y en el hecho, se derramó un poco de sangre sobre el pavimento de mármol, impregnándose el mismo con la sangre, convirtiéndose en una de las reliquias del milagro que aun hoy pueden observarse. Otro fenómeno que ocurrió dentro del milagro, fue que se convirtió en músculo cardíaco sangrante la parte de la Hostia consagrada que no estaba tocando con los dedos el sacerdote; la parte que tocaba el sacerdote con sus dedos, permaneció como pan, y esto para hacernos ver que la Hostia consagrada es el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. A partir de este maravilloso milagro, con el que el Cielo nos confirmó que lo que la Iglesia enseña -esto es, que por el milagro de la transubstanciación, producido en la consagración, la substancia del pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y la substancia del vino en su Sangre-, es total y absoluta verdad.
          Ahora bien, no necesitamos un nuevo milagro eucarístico, que sea observable sensible y visiblemente, como el de Bolsena, para que creamos que en cada Santa Misa el pan se convierte en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo: es suficiente con que haya ocurrido una vez en la historia, para que nuestra fe en la Eucaristía no sólo no decaiga, sino que se haga cada vez más fuerte y esto implica saber y creer que en cada Santa Misa, aunque no lo veamos sensiblemente, ocurre el milagro de la transubstanciación, milagro por el cual el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Pidamos la gracia de que nuestros corazones sean como el pavimento de la Iglesia del milagro, el cual quedó impregnado con la sangre del milagro: que al comulgar la Sagrada Eucaristía, esto es, al consumir el Sacratísimo Cuerpo del Señor y al beber su Preciosísima Sangre, se impregne nuestra alma y todo nuestro ser con el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

“Si tu ojo o tu mano son ocasión de pecado, córtatelos”




“Si tu ojo o tu mano son ocasión de pecado, córtatelos” (cfr. Mt 5, 27-32). Es obvio que cuando Jesús dice que si el ojo es ocasión de pecado hay que arrancarlo, o que si la mano es ocasión de pecado, hay que cortarla, no lo está diciendo en forma literal, sino figurada, metafórica. Lo que Jesús nos quiere hacer ver es la importancia negativa que tiene el pecado, porque no solo nos impide la entrada en el Reino de los cielos, sino que nos abre las puertas del Infierno. En efecto, el que peca, no sufre ningún daño en sus miembros, pero va con todo su cuerpo y toda su alma al Infierno, a la eterna condenación. En cambio, el que mortifica la mirada, por ejemplo –a esta mortificación de la vista se refiere Jesús cuando dice que “si el ojo es ocasión de pecado, arráncatelo”-, luego va con su vista mortificada al Cielo, en donde gozará por la eternidad de un cuerpo glorioso, resucitado y perfecto.
“Si tu ojo o tu mano son ocasión de pecado, córtatelos”. El consejo de Jesús, por fuerte que pueda parecer y en efecto lo es, tiene por objetivo el advertirnos acerca de las gravísimas consecuencias que tiene el pecado para la vida eterna, pues una vista o una mano que se entregan al pecado, son la puerta abierta para la eterna condenación en el Infierno. Al mismo tiempo, la advertencia de Jesús nos hace ver cuán valiosa es, tanto la mortificación -mortificar la vista, privándonos de ver cosas pecaminosas-, como la realización de obras buenas, ya que una mano que se dedica a obrar la misericordia y no a cometer el mal, irá con todo el cuerpo al Reino de los cielos. Por esta razón, mortifiquemos la vista, y una forma de hacerlo es no solo no mirar cosas malas, sino mirar cosas buenas, como alguna imagen de la Pasión, por ejemplo; además, no nos limitemos a solamente no obrar el mal con las manos, sino que utilicemos las manos para obrar la misericordia, empezando con los más necesitados. De esta forma, iremos con todo nuestro cuerpo y con toda nuestra alma, al Reino de Dios, por toda la eternidad. Por una breve mortificación en el tiempo -lo que dure nuestra vida terrena-, nos ganaremos una eternidad de felicidad celestial.

“Proclamad que el reino de los cielos está cerca”


          


         “Proclamad que el reino de los cielos está cerca” (Mt 10, 7-13). Un mandato de Jesús para sus discípulos es la proclamación de que el Reino de los cielos está cerca. Es una novedad absoluta y una doble novedad: por un lado, que hay un Reino de los cielos; por otro, que ese Reino “está cerca”. El Reino de los cielos es algo novedoso porque precisamente no se trata de un reino terreno, sino celestial, divino, sobrenatural; por esta razón, no se encuentra localizado en ningún punto geográfico, ya que no es material, sino celestial. Es un reino substancialmente distinto a los reinos conocidos terrenales, cuyas existencias pueden servir sólo de lejana referencia para que nos demos una idea de cómo es el Reino de los cielos, haciendo un paralelismo o una comparación entre los reinos terrenos conocidos y el Reino de los cielos, desconocido. A partir de Jesús, se revela la existencia de este Reino celestial, cuyo Rey es Jesucristo y cuya Reina es su Madre, María Santísima. Este Reino celestial debe ser proclamado en su existencia y para que su anuncio tenga credibilidad, Jesús dota a sus discípulos y a su Iglesia toda, de poderes sobrenaturales, el poder de la gracia, por medio de la cual curarán enfermos, resucitarán muertos y expulsarán demonios: “Curad enfermos, resucitad muertos, echad demonios”. Ahora bien, estas obras de la Iglesia, con las cuales anuncia la existencia del Reino -curar enfermos, resucitar muertos, expulsar demonios-, no son el Reino en sí mismo, sino sólo los prolegómenos del Reino, los anuncios del Reino. La Iglesia hace estas obras no como un fin en sí mismas, sino como parte del anuncio del Reino de los cielos.
          El discípulo -y la Iglesia- debe anunciar, primero, la existencia del Reino, y luego, que ese Reino “está cerca”. ¿Cuán cerca está ese Reino? Está cerca en dos maneras: por un lado, está tanto más cerca cuanto más cerca está la realidad de la muerte terrena, porque finalizada esta vida terrena se abre, para el alma fiel a la gracia, el horizonte de eternidad del Reino de los cielos; luego, está cerca ese Reino ya en esta vida, cuanto más cerca está el alma en gracia, porque la gracia es ya la presencia del Reino en la tierra, más precisamente, en el corazón del que está en gracia.
          “Proclamad que el reino de los cielos está cerca”. El mandato de Jesús es un mandato atemporal, que abarca a todos los tiempos y a toda la historia de la Iglesia, hasta el fin de los tiempos, por lo que nos implica a nosotros también, lo cual significa que una parte esencial de nuestro ser cristianos, es el proclamar no sólo la existencia del Reino de los cielos, sino también que “está cerca”. Probablemente no tendremos los dones de curación, de resurrección de muertos, o de expulsar demonios, pero sí está a nuestro alcance, porque depende de nuestro libre albedrío, estar en gracia, con lo cual cumplimos el mandato de Jesús de proclamar que “el Reino de los cielos está cerca”. Esto significa que, cuanto más en gracia vivamos, tanto más estaremos proclamando la existencia y proximidad del Reino de los cielos.

“Quien cumpla los Mandamientos y los enseñe será grande en el Reino de los cielos”



“Quien cumpla los Mandamiento y los enseñe será grande en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-19). Jesús establece dos condiciones para ser grande en el Reino de los cielos: cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios, por un lado y, por otro, “enseñarlos”. Quien cumpla estos dos requisitos, será “grande” en el Reino de los cielos. Y lo contrario también es verdad: si alguien no los cumple y no los enseña, no será grande en el Reino de los cielos. Ahora bien, para cumplir los Mandamientos, hay que saber cuáles son, porque no puede enseñar alguien algo que ni sabe ni practica; sólo quien conoce los Mandamientos está en grado, primero de ponerlos en práctica, y luego, de enseñarlos a los demás. Por esta razón, es imprescindible -sobre todo en nuestros tiempos, en los que la Ley de Dios parece no contar en la sociedad humana- conocer cuáles son los Mandamientos de la Ley de Dios, para ponerlos en práctica y así enseñarlos a los demás. En esto último se encuentra la segunda condición, la de “enseñar” a los demás, porque no se trata sólo de una catequesis al estilo de la Primera Comunión, es decir, la enseñanza de los Mandamientos de la Ley de Dios va más allá de una mera lección de catecismo: se enseña con el ejemplo, es decir, viviendo en carne propia los Mandamientos. Si no se los vive, es inútil el conocerlos, porque no se está enseñando a los demás cuáles son esos mandamientos. Un ejemplo vale para todos: en relación al Cuarto Mandamiento, “Honrar padre y madre”, además de conocerlo, es necesario practicarlo, vivirlo, todos los días, todo el día, amando y respetando a los padres. Así se da ejemplo viviente y se enseña cómo es el Cuarto Mandamiento. Pero si alguien conoce el Cuarto Mandamiento y no se encarga de llevarlo a la práctica, entonces ese alguien no está enseñando a los demás cómo vivir ese mandamiento, a pesar de que lo conoce en teoría. Y así vale, como dijimos, para todos los Mandamientos: no sólo se los debe conocer teóricamente, sino que se los debe vivir. Sólo de esa manera seremos “grandes” en el Reino de los cielos.

“Vosotros sois la sal de la tierra (…) la luz del mundo”




“Vosotros sois la sal de la tierra (…) la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Jesús compara a sus discípulos con dos elementos que se encuentran en la cotidianeidad de todos los días: la sal y la luz. Los cristianos son “sal” y son “luz”; ambos elementos son necesarios para la vida, para que la vida adquiera otro sentido. En el caso de la sal, es lo que da sabor a los alimentos: sin la sal, los alimento pierden su sabor y se vuelven sosos y quien los va a comer, queda inapetente. Si la sal no sala, si pierde su esencia, el alimento deja de ser apetecible: así es el cristiano para este mundo, le da al mundo el sabor de la vida eterna, porque con sus obras, más que con sus palabras, debe anunciar al mundo la Buena Nueva de Cristo, que ha venido para perdonar nuestros pecados y conducirnos a la vida eterna. La sal consiste en hacer saber al prójimo que esta vida no es definitiva, sino sólo una prueba para ganar la vida eterna, en el Reino de los cielos, por los méritos de Jesucristo.
El otro elemento con el que compara Jesús a sus discípulos es la luz: si no hay luz, predominan las sombras y la oscuridad y así el alma se vuelve incapaz de ver el misterio pascual de Jesucristo, misterio que es de luz y de luz eterna: el cristiano tiene la misión de señalar el camino de la luz eterna, Cristo Jesús, camino que lleva a la Fuente de la luz eterna, el seno del Padre. Si el cristiano deja de observar los Mandamientos y de practicar los sacramentos, no obra la misericordia y así se convierte en una luz apagada, o en una luz que fue encendida y fue colocada bajo la cama, donde no alumbra nada. Las obras del cristiano, obras de misericordia, son las que iluminan las vidas de los hombres y les señalan el Camino al Cielo, Cristo Jesús.
“Vosotros sois la sal de la tierra (…) la luz del mundo”. Por la gracia recibida en el Bautismo sacramental, hemos sido convertidos en “sal y luz” y debemos comportarnos como tales, de otra manera, habremos traicionado la misión para la cual Cristo dispuso que en nuestras almas brillara la luz de la gracia desde nuestros primeros días en la tierra.

lunes, 1 de junio de 2020

Solemnidad de la Santísima Trinidad


SOLEMNITAT DE LA SANTÍSSIMA TRINITAT, cicle C

(Ciclo A – 2020)

          Jesús revela no sólo que Él es el Hijo de Dios, con lo cual introduce dos personas divinas en Dios -Él y el Padre-, sino que revela cuál es la constitución íntima de Dios, al revelar que en Dios hay Tres Personas Divinas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. La revelación de Jesús es importantísima para la Iglesia y también para la humanidad, porque revela cómo es Dios en Sí mismo: una naturaleza, un único Acto de Ser divino trinitario y una Trinidad de Personas Divinas. Un solo Dios en Tres Personas Divinas; no tres dioses, sino un solo Dios y Tres Personas Divinas. Podemos decir que la revelación de Jesús hace que el Dios de la Iglesia Católica sea, por un lado, católico, porque ninguna otra religión en el mundo tiene esta fe; por otro, hace que sea el Único Dios Verdadero y que la Iglesia sea la depositaria y custodia, con su Magisterio, de esta verdad acerca de Dios, revelada por la Persona Segunda de la Trinidad, Cristo Jesús. Esta revelación, por lo tanto, además de decirnos cómo es Dios en Verdad, hace del Dios de la Iglesia Católica un Dios Único, ya que es el Único Dios Verdadero. Implica también una gran responsabilidad para la Iglesia, puesto que, a Ella, como Esposa Mística del Cordero, le ha sido confiada esta Verdad, para que la mantenga tal como ha sido revelada, para que profundice en esta Verdad y, sobre todo, para que la revele al mundo. De aquí se desprende el fundamento para el verdadero ecumenismo y para el verdadero diálogo interreligioso: la Iglesia no dialoga con las iglesias cristianas -ecumenismo- y con las no-cristianas, para encontrar la Verdad acerca de Dios, sino que dialoga con estas iglesias para revelarles la Verdad acerca de Dios, puesto que Ella posee esta Verdad. Ninguna iglesia tiene nada para decirle a la Iglesia Católica acerca de Dios, puesto que Ella sabe que es Uno en naturaleza y Trino en Personas; por el contrario, las iglesias acuden a la Iglesia Católica para aprender de Ella la Verdad Absoluta acerca de Dios. Y estas iglesias se acercarán a la Verdad, en la medida en que no deformen ni desvirtúen lo que la Iglesia Católica les revela; se acercarán a la Verdad de Dios en tanto y en cuanto sean fieles a lo que la Iglesia Católica les revela sobre Dios. Estas iglesias -sean cristianas o no cristianas-, que abandonen sus errores acerca de la naturaleza y constitución de Dios y se conformen a la Verdad que la Iglesia Católica les revele, son las “ovejas que pertenecen a Cristo, pero que por el momento están fuera del redil”.
          Parte de la alegría de ser católicos es que poseemos la Verdad Absoluta, plena, sobrenatural, divina, celestial, de saber que Dios es Uno y Trino, que se nos ha revelado en Cristo Jesús y que Él ha venido para morir en cruz y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad, incoada en este mundo y en su plenitud en la otra, en el Reino de los cielos.