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sábado, 26 de noviembre de 2011

Adviento es el alegre tiempo en el que preparamos el corazón, por la penitencia, el ayuno y la mortificación, para que en él nazca el Niño Dios


¿A qué podemos comparar el Adviento? A la súplica que hace el profeta Isaías, pidiendo que los cielos se abran para dar paso a Dios: “Si rasgaras los cielos y descendieras” (63, 19).

El Profeta Isaías hace esta súplica, que es un deseo esperanzado, luego de comprobar no sólo el vacío que es el mundo sin Dios, sino ante todo, luego de contemplar, iluminado por el Espíritu de Dios, la inmensa majestad del Ser divino. Isaías es quien contempla, en éxtasis, a Yahvéh, en su trono de gloria, adorado por los ángeles, y es él quien describe la alabanza trinitaria que los ángeles tributan a Dios: “…vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, y se gritaban el uno al otro: ‘Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria’. Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (Is 6, 2-4).

En su visión extática de Yahvéh, Isaías anticipa, ya desde el Antiguo Testamento, la revelación que hará Jesucristo: Dios es Uno y Trino; de ahí el triple “Santo” de los serafines.

Luego de contemplar, arrobado en éxtasis, la majestad del Ser divino, Isaías es devuelto a la tierra, y la inevitable comparación que surge entre el ser creado, limitado, finito, participado, y el Ser Increado de Dios, ilimitado, infinito en su perfección, en su hermosura, en su belleza, en su majestad, hace que Isaías prorrumpa en un lamento que es un gemido, en un gemido que es el deseo más profundo de su corazón: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Toda la hermosura de la creación es igual a la nada, comparada con la hermosura del rostro trinitario de Dios que el Profeta ha contemplado en éxtasis, y por eso exclama: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu faz los montes se derretirían”.

El Profeta Isaías clama a Dios, y le suplica que rasgue los cielos y descienda, pero Dios no rasga los cielos y no baja.

Y esto que para el profeta Isaías no se cumple, sí se hace realidad para la Iglesia al final del tiempo del Adviento, por eso el Adviento es un tiempo de espera gozosa y alegre, porque a su término, Dios desciende de los cielos, y se nos manifiesta como Niño, como Niño Dios, como Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.

El tiempo de Adviento es el equivalente, para la Iglesia, a la espera del Profeta Isaías: por la liturgia del Adviento, la Iglesia se coloca en la situación de ansiosa y gozosa espera del Salvador, y por eso, Ella también exclama, en Adviento, con el Profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Adviento es el tiempo en el que, luego de meditar acerca del vacío y de la oscuridad del corazón humano sin Dios, la Iglesia, contemplando el misterio de Dios, clama por su Presencia.

Al igual que Isaías, la Iglesia clama en Adviento: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, y Dios, escuchando el clamor de la Iglesia, más que rasgar los cielos, atraviesa, como un rayo de sol atraviesa un cristal, un cielo virginal, muy particular, el seno virgen de María, para llegar a esta tierra envuelto en el cuerpo de un Niño.

Y si tenemos en cuenta las palabras de los santos, que dicen experimentar que sus corazones se “derriten” de amor ante ese horno ardiente de Amor eterno que es el Corazón de Jesús, entonces, para Navidad, la frase del Profeta Isaías quedaría así: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu Faz los corazones se derretirían”.

Adviento entonces es el tiempo de alegre espera, en el cual el corazón, seguro de que Dios ha de venir, se ocupa en prepararse para esta venida, por medio de la penitencia, de la mortificación y del ayuno.

Y la encargada de preparar nuestro corazón es la Virgen, porque así como Ella preparó la gruta de Belén, limpiándola y aseándola, perfumándola con su Presencia de Madre de Dios, porque la gruta era un lugar de refugio de animales, oscuro y lleno de la suciedad de los animales, así a Ella le pedimos que prepare nuestro corazón, y lo ilumine y lo perfume con la gracia divina, dejándolo listo para recibir, en su pobreza y en su miseria, al Dios de los cielos, que atravesando su seno virginal, como un rayo de sol atraviesa un cristal, vendrá a nuestros corazones para Navidad.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

En cada misa, la Iglesia no sólo nos anuncia una gran alegría: nos da a la Alegría en sí misma, Jesús Eucaristía


“Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un Salvador” (cfr. Lc 2, 1-14). La nota característica del anuncio del Nacimiento del Mesías por parte del ángel es la alegría: "os anuncio una gran alegría".

¿De qué alegría se trata? Podría ser la alegría que se experimenta en la familia humana cuando nace una nueva criatura: el niño es sinónimo de supervivencia de la raza y de la especie; es sinónimo de continuidad vital, de trascendencia del propio yo y del propio ser, más allá de los límites temporales de la propia existencia. Podría ser a esta alegría a la cual hace referencia el ángel cuando hace el anuncio a los pastores.

Sin embargo, no es esta la alegría anunciada por el ángel: la alegría que anuncia el ángel es una alegría no humana, venida de lo alto, desconocida para el hombre. La alegría de la Navidad, es la alegría del mismo Dios, es Su alegría, la que Él experimenta en la comunión de vida y amor en sus Tres Personas; es una alegría que se contagia a los hombres, que se comunica desde Él a sus criaturas, por desbordamiento sobreabundante: Dios es Alegría infinita, y es de esa alegría infinita, celestial, sobrenatural, la que Él viene a comunicar a los hombres. Es la alegría del encuentro, de un Dios que viene al encuentro de su criatura, sin medir los abismos que la separan en dignidad y majestad: la criatura es nada en comparación al Ser divino, y sin embargo, es Dios quien, en su infinita majestad, decide abajarse, humillarse, para comunicar al hombre su propio Ser, y con su Ser, su Vida, su Amor y su Alegría. Navidad es el gozo de Dios que viene al encuentro del hombre, sumido en la tristeza y en la oscuridad.

Pero hay algo más que la alegría: “Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor” (Lc 2, 9). Otros elementos que acompañan a la alegría de Navidad son la luz, que es la gloria, y el temor, que no es miedo, sino el temor filial, que nace del amor: es el temor del hijo que, descubriendo la bondad de su padre, no sólo desea morir antes que ofenderlo, sino que busca, con todo el ardor y la fuerza de su ser, agradarlo cada vez más, a cada instante. La luz que acompaña al anuncio es la gloria de Dios, y esto es el indicio de que la alegría de Navidad no es humana, ni por motivos humanos, sino que procede toda del cielo: Dios es intrínsecamente alegre, porque es infinitamente feliz en la comunión de Tres Personas, y por eso, a la manifestación de su gloria, que es la luz, le acompaña, de modo indisoluble, la alegría.

“Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un Salvador”. La alegría angélica no se limita a Navidad: se renueva, misa a misa, por el santo sacrificio del altar, porque en el altar la Iglesia, reflejándose en la Virgen Madre, su modelo, la imita, y así como la Virgen concibió y dio a luz virginalmente, por el poder del Espíritu, a Dios Hijo en Belén, Casa de Pan, y lo presentó al mundo revestido de Niño humano, así la Iglesia, por el poder del mismo Espíritu, concibe y da a luz en su seno virgen, a Dios Hijo, en el Nuevo Belén, el altar eucarístico, y lo presenta a la asamblea revestido de apariencia de pan.

En cada misa, la Iglesia no sólo nos anuncia una gran alegría: nos da a la Alegría en sí misma, Jesús Eucaristía.