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lunes, 20 de marzo de 2023

“Yo Soy la resurrección y la vida”

 


(Domingo V - TC - Ciclo A – 2023)

         “Yo Soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 1-45). En sus días de vida terrena, el Hombre-Dios Jesucristo tenía numerosos amigos y entre esos amigos, se destacaban tres hermanos que vivían en Betania: María, Marta y Lázaro, a cuya casa iba con frecuencia a almorzar o cenar, junto con sus discípulos. Sucedió que Lázaro enfermó gravemente, por lo que sus hermanas enviaron un mensaje a Jesús, pidiéndole que lo fuera a ver: “Señor, tu amigo está enfermo”. Lo llamativo de la reacción de Jesús, en un primer momento, es que Jesús no se pone en marcha inmediatamente, luego de conocer la gravedad de la enfermedad de su amigo. Tampoco se preocupó por contratar un caballo, o un carruaje, con lo cual habría llegado a tiempo, antes de la muerte de Lázaro. Por otra parte, la enfermedad de Lázaro era verdaderamente grave, debido al hecho de que efectivamente fallece al poco tiempo de recibir Jesús la noticia de su enfermedad. Estos dos hechos, por un lado, la gravedad de la enfermedad de Lázaro -la cual no podía ser desconocida por Jesús, porque Jesús es Dios y es omnisciente- y por otra parte, la demora de Jesús en acudir a ver a su amigo Lázaro -el Evangelio dice que Jesús se quedó “dos días” antes de emprender la marcha para ver a Lázaro-, motivan la respetuosa y dulce queja, pero queja al fin, de parte de Marta: “Señor, si hubieras venido antes, mi hermano estaría vivo”. Viéndolo humanamente, deberíamos darle la razón a Marta: si Jesús sabía que la enfermedad de su amigo Lázaro era muy grave y que podía morir en cualquier momento y si Él tenía la posibilidad de emprender la marcha de inmediato, podría haber llegado antes de la muerte de Lázaro. Pero la lógica de Dios es infinitamente superior a la humana. Es verdad que Jesús sabía que su amigo Lázaro estaba gravemente enfermo y es verdad que se quedó dos días antes de dirigirse a Betania a la casa de sus amigos, pero el mismo Jesús le da la razón de su obrar al mensajero que le avisa que Lázaro está enfermo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Quien haya escuchado a Jesús en ese mismo momento, con toda seguridad no habría entendido lo que Jesús, proféticamente, estaba diciendo.

          Jesús sabe que su amigo está enfermo de muerte y se demora, a propósito, dos días, antes de comenzar la marcha hacia Betania y de tal manera, que cuando llega, Lázaro ya está muerto. De tal manera está muerto, que ya está envuelto en lienzos, como acostumbraban hacer los judíos con sus difuntos, y además está sepultado. Y cuando Jesús llega, Marta le avisa que “lleva dos días muerto” y que por eso su cuerpo “hiede”, como lo hace todo cuerpo humano muerto, por el proceso normal de descomposición orgánica que provoca la muerte.

          Es aquí en donde se explica la actitud de Jesús, de demorar en partir a Betania y se explica también su enigmática respuesta: si Jesús hubiera partido inmediatamente, o si hubiera marchado en carruaje, para llegar antes de la muerte de Lázaro, no habría tenido lugar el milagro de la resurrección corporal de Lázaro. Jesús permite que su amigo muera, pero para concederle luego la vida, para resucitarlo. Por eso es que dice: “Esta enfermedad no terminará en muerte”, porque si bien Lázaro muere, luego Jesús lo resucita y por eso la enfermedad no termina en muerte, sino en regreso a la vida; por otra parte, por el milagro de la resurrección de Lázaro, “el Hijo del hombre”, es decir, Jesús, es “glorificado”, tal como Él lo había anticipado: “Esta enfermedad servirá para que el Hijo del hombre sea glorificado” y así sucede efectivamente, porque cuando Jesús regresa a la vida a Lázaro, todos se asombran por el milagro, el cual reconocen que no puede ser sino por Dios y por eso glorifican a Jesús como Dios. Jesús permite que su amigo Lázaro muera, no para darnos ejemplo de entereza ante la muerte de un ser querido, sino para algo inmensamente más grande: para que se manifieste el poder divino que restituye al alma con el cuerpo, volviéndolo a la vida.

          Por último, cuando Jesús le dice a Marta: “Yo Soy la resurrección y la vida”, no está haciendo referencia al milagro que acaba de hacer con su hermano Lázaro, sino que está revelando que Él es el Dios Viviente, que tiene Vida eterna y que comunica de esa vida eterna a quien Él quiere y a quien lo sigue por el Camino de la Cruz, por el Via Crucis. Cuando Jesús le dice a Marta: “Yo Soy la resurrección y la vida”, le está diciendo que Él es el Dios Viviente que no solo derrotará a la muerte para siempre en el Monte Calvario por el sacrificio de la cruz, sino que dará la Vida divina, la Vida de la Trinidad a los hombres que a Él se unan por la gracia y por el amor.

          “Yo Soy la resurrección y la vida”, nos dice Jesús desde la Eucaristía, porque en la Eucaristía está el Dios Viviente, el Dios que resucitó a Lázaro, el Dios que resucitará a los buenos en el Día del Juicio Final, el Dios que venció para siempre a la muerte, al demonio y al pecado en el Santo Sacrificio de la cruz.

viernes, 17 de marzo de 2023

“El Hijo da vida a quien Él quiere”

 


“El Hijo da vida a quien Él quiere” (Jn 5, 17-30). En esta revelación, Jesús nos demuestra que Él no es un simple profeta más, ni tampoco un hombre un hombre santo que habla de parte de Dios: revela que Él es Dios en Persona, porque el hecho de “dar la vida”, no se entiende en un sentido simbólico o metafórico, sino en un sentido literal. No se entiende en sentido literal o metafórico, como cuando alguien dice: “Se me solucionaron los problemas que tenía, ahora tengo una nueva vida”. No es a esta vida a la que se refiere Jesús, porque sigue siendo la misma vida natural que la persona poseía antes de que se le solucionasen los problemas.

La “nueva vida” que da Jesús es nueva en sentido literal, porque es una vida que no es la vida humana, aunque tampoco la angélica; es una vida absolutamente nueva, sobrenatural, celestial, divina, porque es la vida suya, la vida de Él, la vida de Jesús, que es Dios. Es decir, Jesús, que es la Segunda Persona de la Trinidad, da la vida misma de la Santísima Trinidad al alma a la que Él quiere dar. Y esto sí es una “nueva vida”, porque es una vida absolutamente desconocida para los hombres, es la vida divina del Ser divino trinitario. Esto quiere decir que el hombre, el ser humano, por medio de la gracia santificante que brota del Corazón traspasado de Jesús y que se comunica a los hombres por los sacramentos, se hace partícipe de la vida divina de la Trinidad, de las Tres Divinas Personas, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En esto consiste la novedad absolutamente radical e inimaginable del cristianismo: no solo la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado y muerto en cruz para salvarnos, sino que nos comunica de la vida divina misma de la Trinidad, lo cual nos hace superiores a los ángeles y nos coloca en el plano mismo de Dios Trino.

“El Hijo da vida a quien Él quiere”. La Vida divina que nos da Cristo la recibimos por los sacramentos, sobre todo la confesión y la Eucaristía. ¡Qué desdichados son los cristianos que, por algún placer terreno, por indiferencia, por falta de amor a Jesucristo, desprecian su Iglesia y sus sacramentos y así se quedan sin la Vida Divina de la Trinidad que Cristo, el Hombre-Dios, nos comunica desde su Corazón traspasado! Muchos se darán cuenta y se lamentarán, pero será muy tarde. Recemos para que los que han apostatado, regresen al redil de Cristo, la Iglesia Católica y así reciban la vida nueva de la Trinidad que nos da Cristo.

sábado, 10 de abril de 2021

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna”

 


“El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn  3, 31-36). Al hablar sobre Jesús, Juan Bautista nos revela que la fe en Él nos concede algo que nosotros no poseemos, porque no nos pertenece: la vida eterna. ¿Qué es la “vida eterna”? Es una vida absolutamente nueva, distinta a la vida creatural, sea angélica o humana; es una vida celestial, divina, sobrenatural, que brota del Ser divino trinitario como de su Fuente Increada e Inagotable. Es una vida de la que no tenemos experiencia y por eso mismo no podemos siquiera imaginar cómo sea, pero es una vida real, porque es la vida misma de Dios Trinidad. ¿Quién la posee? Por supuesto que Dios, como decíamos, porque de Él surge como de una Fuente Increada, derramándose sobre los ángeles y los hombres, haciéndolos partícipes de su Vida divina, que contiene en sí todas las perfecciones, todas las alegrías, todas las virtudes en grado infinito, sumo y eterno. Ahora bien, para que el hombre posea la vida eterna, es necesario creer en el Hijo, es decir, es necesario creer en Jesús de Nazareth. Pero este “creer” en Jesús tiene matices que hacen que la fe en Jesús sea una fe bien precisa, una fe católica y solamente católica. En efecto, quien cree en Jesús, pero cree en Jesús al modo como creen en Él los judíos, los musulmanes, los protestantes o los integrantes de cualquier secta, no tienen una fe verdadera y recta sobre Él, porque no es una fe católica. La fe católica en Jesús nos enseña que Él no es un hombre santo, ni un profeta, sino Dios Tres veces Santo, encarnado en la Persona de Dios Hijo, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que está en la Eucaristía con su Cuerpo glorioso y resucitado, tal como está en el cielo. Otra particularidad de la fe católica en Jesús es la puesta por obra de esa fe, que se traduce en obras de misericordia, corporales y espirituales, porque si alguien dice que cree en Jesús, pero no obra la misericordia, ese tal posee una fe muerta, porque una fe sin obras es una fe muerta y por lo tanto ese tal no posee la vida eterna en él.

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. Creer en Jesús con fe católica –creer que Jesús es Dios encarnado y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que esa es la razón del obrar la misericordia- concede la vida eterna. Creer en un Jesús que no es el Jesús católico, no concede la vida eterna.

 

domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 7

 



(Ciclo B – 2020)

         En la Navidad, la Iglesia exulta por el Nacimiento de Dios Hijo encarnado, que ingresa desde la eternidad en un pobre Portal de Belén. Se alegra ante todo su Madre, la Virgen Santísima, que es Virgen y es Madre de Dios; se alegra su Padre adoptivo, San José, varón casto, puro y santo; se alegran los Pastores, que acuden a adorar al Niño que está recostado en un pesebre, porque ese Niño es Dios y es el Salvador de los hombres. Por el Nacimiento del Niño Dios, se alegra la Iglesia, se alegra la Virgen, se alegra San José, se alegran los Pastores. Pero hay un grupo más –y muy numerosos- de seres que se alegran por el Nacimiento del Salvador: los Ángeles de Dios. En efecto, los Ángeles, los que permanecieron fieles a Dios y su voluntad de Amor, se alegran en el Cielo, porque en el Cielo contemplan cara a cara a Dios Uno y Trino, que es Alegría Infinita y Causa de toda alegría creada y participada. Desde el Nacimiento, los Ángeles de Dios seguirán adorando a Dios, pero ahora oculto en la naturaleza humana, en el cuerpo humano de ese Niño que se llama Jesús y además de seguir adorándolo en la tierra, los Ángeles de Dios se alegran porque su Dios, el Dios al que adoran en los Cielos, se ha encarnado y ha nacido y se manifiesta a los hombres como un Niño recién nacido. Los Ángeles de Dios se alegran porque El que es la Alegría Increada en sí misma, Dios infinito, se ha encarnado y ha nacido en un pobre Portal de Belén: se alegran por Dios en Sí mismo, porque Él es, como hemos dicho, la Alegría Increada en sí misma, pero los Ángeles se alegran también por los hombres, porque si Dios se ha encarnado y ha nacido y ha venido al tiempo y a la tierra de los hombres, como un Niño recién nacido, es para comunicar a los hombres la Buena Noticia de la Salvación, porque ese Niño, cuando sea ya adulto, subirá a la Cruz del Calvario para extender sus brazos en la Cruz y vencer para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte. Y no sólo eso: Dios, que ha nacido como un Niño, y que vence en la Cruz a los enemigos mortales de los hombres, en un exceso de Amor de su Corazón misericordioso, concederá a los hombres la gracia divina, la cual los hará participar de su naturaleza divina, de su ser divino trinitario, de su vida divina y de su alegría divina. A partir del Nacimiento del Niño Dios, los hombres tienen un verdadero motivo de alegría celestial y es que ha nacido el Redentor, quien luego de derrotar a los enemigos de la humanidad, conducirá a los hombres al Reino celestial, en donde los amigos e hijos de Dios gozarán de la Alegría de contemplar a la Trinidad por toda la eternidad. Por esto es que se alegran los Ángeles de Dios, al contemplar al Niño de Belén.

miércoles, 6 de mayo de 2020

“Yo soy el camino y la verdad y la vida”




“Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14, 1-6). En nuestros tiempos, caracterizados por un lado por un fuerte ateísmo y materialismo, que niega la realidad del espíritu y, por otro, por una espiritualidad gnóstica que niega la necesidad de la Iglesia y sus sacramentos, como es la espiritualidad de la Nueva Era, el camino hacia el Dios Uno y Único, Verdadero, está doblemente bloqueado. Por un lado, lo bloquea la mentalidad racionalista y atea, que termina glorificando al materialismo; por otro lado, lo bloque una espiritualidad gnóstica, centrada ya sea en el propio yo -que termina en el auto-endiosamiento- o en un universo en el que todo y todos son dios, un dios que no es persona, sino una “energía cósmica” que todo lo abarca. Por uno u otro camino, el acceso al Dios verdadero, como decimos, está bloqueado, porque ambos caminos son falsos, porque son en realidad callejones sin salida.
Quien desee encontrar verdaderamente a Dios, no debe emprender por lo tanto ninguno de estos falsos caminos; quien desee encontrar al Dios Verdadero y Único, que es el Dios de la Iglesia Católica, debe elevar la mirada del alma y centrarla en el Hombre-Dios Jesucristo, quien pende de una Cruz, además de estar en Persona en el Sacramento de la Eucaristía. Y quien se una a Cristo, sea en la Cruz o en la Eucaristía, recibirá en lo más profundo del ser la iluminación que concede Cristo, porque Él es en Sí mismo luz divina –“Yo Soy la luz del mundo”- y esa luz le proporcionará el conocimiento verdadero de Dios, como Uno en naturaleza y Trino en Personas. Por último, quien centre su mirada en Cristo, sea en la Cruz o en la Eucaristía, recibirá la vida, pero no esta vida terrena que vivimos y experimentamos desde que nacemos, sino la Vida divina, la Vida misma de Dios Trino, que es la Vida Increada, por eso es que Jesús dice: “Yo Soy la Vida”.
“Yo soy el camino y la verdad y la vida”. Para nuestro mundo desorientado, que o bien se topa de frente con el materialismo ateo, o bien se pierde en la nebulosa gnóstica de la falsa espiritualidad de la Nueva Era, las palabras de Jesús, Yo Soy el camino, la verdad y la vida, constituyen la única luz en medio de las densas tinieblas, que conduce a Dios. Jesús, en la Cruz y en la Eucaristía, es el Camino que conduce al seno del Padre Eterno; es la Verdad Absoluta y definitiva acerca de Dios Uno y Trino, y es la Vida divina, la Vida Increada, que hace partícipe al alma de la vida misma de la Trinidad.

martes, 2 de abril de 2019

“El Padre resucita a los muertos y el Hijo da vida a los que quiere"



“El Padre resucita a los muertos y el Hijo da vida a los que quiere (…) Los judíos tenían ganas de matarlo, porque llamaba a Dios Padre, haciéndose igual a Dios” (Jn 5, 17-30). Entre otras cosas, en este Evangelio se destaca lo siguiente: por un lado, Jesús se auto-revela como Dios Hijo, es decir, como la Segunda Persona de la Trinidad, igual en poder y majestad que el Padre. La forma de demostrar que Él es Dios como el Padre, es haciendo una analogía con las obras del Padre y las suyas: así como el Padre resucita a los muertos –los numerosos muertos resucitados por Jesús a lo largo del Evangelio-, así Él “da vida a los que quiere”: esto último lo hace por medio de la entrega de su Cuerpo y su Sangre en la Sagrada Eucaristía, porque la vida que da Jesús es la Vida divina, la Vida eterna de Dios, que es la Vida Increada que es Él mismo.
Lo otro que se destaca es la malicia de los judíos, porque quieren literalmente “matar” a Jesús, aun cuando lo único que hace Jesús es revelar la Verdad acerca de Dios: Dios es Uno y Trino, el Padre es el Origen Increado y Eterno de la Trinidad y Él procede del Padre, no por creación, sino por generación, expirando ambos, desde toda la eternidad, a Dios Espíritu Santo, el Divino Amor. Es incomprensible que quieran matar a Jesús por el solo hecho de revelar la Verdad acerca de Dios, que es Uno y Trino.
“El Padre resucita a los muertos y el Hijo da vida a los que quiere”. Cada vez que recibimos la Sagrada Eucaristía en estado de gracia, recibimos un milagro infinitamente más grande que la resurrección de un muerto, porque recibimos la Vida absolutamente divina, celestial, eterna, del Hijo de Dios, oculto en la Eucaristía y esto es un don que debemos agradecer en todo tiempo, porque demuestra cuánto nos ama Jesús, con un Amor personal, tal como lo dicen sus palabras: “El Hijo da vida a los que quiere, a los que ama”.


domingo, 13 de abril de 2014

Lunes Santo


(Ciclo A - 2014)
“Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura” (Jn 12, 1-11). A medida que avanza la Semana Santa, aparece el tema de la muerte de Jesús, introducido por Él mismo, al responder al falso escándalo de Judas Iscariote, ya que éste lo que quería no era vender el perfume para dárselo a los pobres, sino robarlo para quedarse con el dinero. Jesús profetiza su muerte: el perfume era para el día de su sepultura, pero María se ha adelantado y la ha derramado con antelación. De esta manera, María cumple un gesto profético: derrama el perfume de nardo, muy costoso, en los pies de Jesús, y los seca con sus cabellos. Por lo tanto, surge la pregunta: si lo tenía reservado para el día de su sepultura: ¿por qué se adelanta y lo derrama ahora?
La respuesta surgirá a través del tema introducido por el mismo Jesús: la profecía de su propia muerte. Jesús sabe que va a morir y es lo que acaba de profetizar. Los sacerdotes judíos han tomado ya la decisión de matar a Jesús y han pactado ya con Judas Iscariote la traición. A su vez, también Dios Padre quiere que su Hijo muera en la cruz para salvar a los hombres. Tanto las tinieblas como la luz convergen en la muerte de Jesús. Todos los acontecimientos se dirigen hacia la muerte de Jesús. Pero en esta muerte de Jesús, resultará triunfante la Vida divina que late en lo más profundo de su Ser divino trinitario, oculto en su naturaleza humana, unida a su naturaleza divina. Jesús no es un simple hombre, sino Dios Hijo unido a una naturaleza humana, el cuerpo y el alma de Jesús de Nazareth. Por medio de la muerte de Jesús de Nazareth, el Verbo de Dios insuflará su Vida divina a su naturaleza humana muerta y tendida en el sepulcro el Domingo de Resurrección y así la muerte del hombre quedará vencida para siempre por la Vida divina. Pero antes Jesús deberá pasar por la amargura de la Pasión, por la dolorosísima agonía y muerte de la cruz, por medio de la cual rescatará a la humanidad.
“Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura”. La palabra “muerte” resuena, implícita y explícitamente en el ambiente a medida que la Semana Santa se inicia y se adentra: “los sacerdotes querían matarlo”; los sacerdotes querían matar también a Lázaro”; “Judas lo traiciona a muerte”; “Jesús profetiza su muerte porque anuncia su sepultura”. Parece que la muerte triunfa inexorable sobre los hombres pero como la muerte es el fruto de la tentación consentida a la Serpiente Antigua, pareciera que el que triunfa sobre los hombres de modo irreversible es el Dragón infernal. Pero precisamente en el gesto profético de María, en la ruptura del frasco de perfume de nardo y en el derramar el perfume en los pies de Jesús, está la respuesta a la pregunta de por qué María rompe el frasco y derrama el perfume ahora y no cuando Jesús esté muerto: es el preanuncio divino de que el Hombre-Dios, que es la Vida divina en sí misma, vencerá a la muerte y a las tinieblas vivientes y resucitará al tercer día y ya no morirá jamás. El perfume de nardos que invade la casa de los amigos de Jesús preanuncia que en el sepulcro de Jesús jamás se percibirá el hedor de la muerte y que por el contrario, que en el sepulcro de Jesús, florecerá y resplandecerá la Vida y la gloria divina –por eso dice “la casa se llenó de perfume”- que nos será comunicada en los cielos, en la otra vida y que en esta se nos comunica, incoada, en la Eucaristía. 

viernes, 4 de abril de 2014

“Lázaro, sal fuera”



(Domingo V – TC - Ciclo A – 2014)
         “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 1-7 20-27 33-45). Jesús resucita a Lázaro, hermano de Marta y María y amigo suyo, que hace ya cuatro días que ha fallecido. Es un milagro de omnipotencia, que demuestra una vez más su condición divina, puesto que la potestad de devolver la vida es exclusiva de Dios. Jesús resucita a Lázaro, pero si nos fijamos bien, las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Jesús era muy amigo de los tres hermanos, Lázaro, Marta y María, y cuando Lázaro enferma gravemente, Marta y María mandan a llamar a Jesús, pero Jesús no acude en el momento y deja pasar, ex profeso, dos días, diciendo al mismo tiempo: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios". Al final, la enfermedad sí es mortal, porque cuando Jesús parte, dos días después, Lázaro muere.
         Sin embargo, la aparentemente extraña e indiferente actitud de Jesús para con sus amigos y para con Lázaro en particular, se entiende al analizar sus palabras en el diálogo que se entabla con Marta antes de resucitar a Lázaro. En el diálogo, Jesús le dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Jesús afirma ser Él la Vida en sí misma y esto lo hace antes de resucitar a Lázaro. También había dicho: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios": esto explica el hecho de su aparente indolencia ante la gravedad de su amigo Lázaro. Cuando las hermanas Marta y María mandan a avisar a Jesús de que su amigo está gravemente enfermo, Jesús no acude inmediatamente; el Evangelio dice que se quedó “dos días” a propósito, como esperando que muriera y de hecho, Lázaro muere hasta que Jesús llega. Alguno podría culpar a Jesús de indolente o incluso hasta de mal amigo, por no haber acudido en el acto a socorrer a su amigo Lázaro, que se encontraba agonizando. Pero Jesús quiere que su amigo Lázaro experimente la asombrosa potencia de la Vida divina y del Amor divino, pero para eso, es necesario que Lázaro se interne en las oscuras regiones de la muerte, y es por eso que Jesús deja que Lázaro muera. Es verdad que Jesús no acude inmediatamente a socorrer a su amigo Lázaro; Jesús sí podía, apenas conocida la noticia de la gravedad de la enfermedad de su amigo, salir a toda prisa y, auxiliado por sus amigos, llegar por algún medio de transporte -caballos, carros- antes de que Lázaro muera y obrar un milagro e impedir la muerte de Lázaro. Aun más, siendo Jesús el Hombre-Dios, ni siquiera tenía necesidad de desplazarse hasta donde se encontraba Lázaro: podía hacer un milagro a distancia, como lo había hecho ya en otras oportunidades (cfr. Jn 4, 50-53). Sin embargo, Jesús permite que su amigo muera; Jesús permite que su amigo experimente el destino que le espera a todo hombre que nace en este mundo a causa del pecado original; Jesús permite que Lázaro experimente la separación del alma y del cuerpo; Jesús permite que Lázaro sea invadido por la terrible oscuridad que envuelve al alma minutos antes de morir; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara la cercana presencia de la Serpiente Antigua, el Demonio, cuya siniestra sombra viva se hace cada vez más cercana a medida que se aproxima el momento de la muerte; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara cómo en la muerte todas las seguridades humanas se esfuman y cómo el dinero, el poder, las vanidades del mundo que tanto atraen y deslumbran al hombre, en el momento de la muerte son meros espejismos, al mismo tiempo que lastres pesadísimos que impiden la entrada en el cielo y la arrastran al abismo del infierno. Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara el frío de la muerte, pero también quería que experimentara, por anticipado, los frutos de la Redención que Él habría de conseguir con su Pasión, Muerte y Resurrección, porque Él, una vez muerto en la Cruz, habría de descender con su Alma gloriosa al Hades, al Infierno, no el de los condenados, sino el de los justos (cfr. IV Concilio Lateranense, 1215), para rescatarlos, que es adonde habría ido Lázaro, y es de donde lo llamó Jesús. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza omnipotente del Amor Divino, que lo rescataba de la negrura de la Muerte y de las garras de la Bestia Infernal, y del Abismo del Hades, del Infierno de los justos, no del infierno de los condenados. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza del Amor de Dios, porque solo el Amor de Dios era lo que movía a Dios Uno y Trino a rescatar a la humanidad caída a causa del pecado original.
         “Lázaro, sal fuera”. La poderosa voz de Jesús, ordenando al alma de Lázaro que regrese desde las profundidades del Hades, de las regiones de los muertos, para que se una a su cuerpo y le comunique de su vitalidad a su cuerpo, que yace en el sepulcro, es solo una muy pequeña muestra de su poder divino, porque la unión del alma con el cuerpo es signo del poder divino, pero es a la vez figura de un poder superior de parte de Dios, y es el de la acción de la gracia sobre el alma muerta por el pecado: así como el alma, al unirse al cuerpo le comunica de su fuerza vital y le da vida al cuerpo que estaba muerto, así la gracia, que es vida divina, le comunica la vida divina al alma que está muerta por el pecado mortal y la hace revivir y es esto lo que sucede en la confesión sacramental, pero es lo que sucede también en el bautismo, porque aunque el alma no esté muerta, al recibir la gracia, recibe la Vida divina, que es la vida gloriosa y resucitada de Cristo, que es la Resurrección en sí misma, como le dice Jesús a Marta: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Cristo es la Resurrección, Cristo es la Vida eterna; Él no solo da la vida al cuerpo; Cristo da la Vida eterna al alma, da la vida y la gloria divina al alma y al cuerpo, en forma incoada, por los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, en esta vida y luego en su plenitud en la eternidad y por eso es que vale la pena dar la vida por Él.
            “Lázaro, sal fuera”, le dice Jesús a Lázaro, y Lázaro se incorpora de su lecho mortuorio. Aunque nosotros no hemos muerto aún, también Jesús viene a nuestro encuentro en cada Eucaristía, resucitado y glorioso, y nos infunde, de modo incoado, la misma fuerza divina que le infundió a Lázaro y lo hizo resucitar. Cada comunión eucarística es para el alma una infusión de gracia muchísima mayor que la que recibió Lázaro y lo hizo revivir, por eso es que también a nosotros Jesús nos dice: "Sal fuera", "Sal fuera" del sepulcro de tu fariseísmo y de tu egoísmo y vive como hijo de Dios, como hijo de la luz y no como hijo de las tinieblas, resplandece como lo que eres, como hijo de Dios y vive de cara a la eternidad, porque para eso has recibido la gracia de la filiación divina. "Sal fuera" y vive como hijo de Dios hasta el día en que seas llamado al Reino de los cielos.
                “Lázaro, sal fuera”, le ordena Jesús a Lázaro, y Lázaro resucita de entre los muertos, provocando la admiración de cielo y tierra, puesto que se trata de un milagro asombroso, pero nosotros en la Santa Misa recibimos un milagro infinitamente más grandioso que el que recibió Lázaro, porque Lázaro solo escuchó la voz potente del Salvador que lo volvió a la vida, mientras que nosotros recibimos el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, que nos comunica su misma Vida divina, la Vida de Dios Uno y Trino, y por esto debemos postrarnos en acción de gracias y adorarlo con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestro ser.      

lunes, 31 de marzo de 2014

“Levántate, toma tu camilla y camina”


“Levántate, toma tu camilla y camina” (Jn 5, 1-3. 5-18). Mientras Jesús, por su misericordia, cura al hombre paralítico, los fariseos, sin importarle eso, lo acusan de trasgredir la ley, que prohibía realizar obras manuales en sábado[1]. En el transcurso del diálogo, Jesús les dice a los fariseos que al curar al hombre en sábado no ha quebrantado la ley, sino que ha sido un actuar suyo junto al Padre: “Mi Padre trabaja siempre y Yo también trabajo”, con lo cual los judíos se dan cuenta que se hace a sí mismo igual a Dios[2]. Jesús afirma ser igual a Dios, y estas dos acciones, curar enfermos en sábado y proclamarse Hijo de Dios y Dios encarnado, serán las acusaciones principales con las cuales los fariseos comenzarán la persecución religiosa que terminará con la muerte en cruz de Jesús.
Pero lo central en este diálogo es la frase que Jesús pronuncia: “Mi Padre trabaja y Yo también trabajo”, porque allí establece la unidad de acción entre Él y Dios Padre: Él es Dios como su Padre, y Él puede obrar estos milagros como el que acaba de ejecutar porque lo conoce y lo conoce porque procede del Padre desde la eternidad. Jesús es Dios Hijo porque es consubstancial al Padre, posee la misma substancia divina, y por eso obra con el Padre y eso explica su frase: “Mi Padre trabaja y Yo también trabajo”. Si Jesús obra el milagro de curar al paralítico, es que el Padre obra junto con Jesús, porque no hay ninguna obra divina que el Hijo no haga junto con el Padre; el Hijo hace todas las cosas “de la misma manera” que el Padre, y no simplemente de la manera en que el cerebro y la mano del hombre obran conjuntamente al escribir[3].
“Mi Padre trabaja siempre y Yo también trabajo”. El paralítico del pórtico de las ovejas, Betsaida, o “Casa de la misericordia”[4], recibió un milagro admirable, obrado por el Verbo de Dios hecho hombre, Jesús, realizado en conjunto con el Padre, porque como vimos, no hay obra divina que no sea realizada por el Hombre-Dios, que no sea hecha junto al Padre. Nosotros no hemos recibido un milagro semejante, pero no por no eso podemos considerarnos menos afortunados. Al contrario, somos inmensamente más afortunados que el hombre del Evangelio porque en la Iglesia, verdadera “Casa de la Misericordia”, nosotros, ovejas del rebaño de Dios, recibimos, día a día, un milagro que supera infinitamente toda curación física y es la obra conjunta del Padre y del Hijo, la transubstanciación de las especies eucarísticas, por la cual desciende el Espíritu Santo, no a la Piscina de Siloé, sino al altar eucarístico, no para mover las aguas y dotarlas de poder curativo, sino para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero, que conceden, a los que yacen paralizados en sombras de muerte, la Vida divina.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Antiguo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1953, 706.
[2] Cfr. Orchard, ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

sábado, 5 de mayo de 2012

Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos. Si permanecen en Mí, pidan lo que quieran, y lo obtendrán


(Domingo V – TP – Ciclo B – 2012)

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos” (cfr. Jn 15, 1-8). Para graficar cómo es nuestra relación con Él, Jesús utiliza la imagen de la vid y de los sarmientos: así como el sarmiento recibe de la vid, mientras está unido a esta, toda su linfa vital, y así puede dar fruto, así el cristiano, cuando está unido a Cristo por la fe, por la gracia y por la caridad, da también frutos de santidad.
Pero del mismo modo a como el sarmiento, cuando es separado de la vid, deja de recibir la linfa y termina por secarse, con lo cual tiene que ser quemado porque ya no sirve, así también el cristiano, cuando se aparta de la Vid verdadera, Jesucristo, al dejar de frecuentar los sacramentos, o al no practicar su fe, y no vivir en consecuencia la caridad, termina por apagarse en él la vida divina, y así no solo deja de dar frutos de santidad, sino que comienza a dar frutos amargos, de malicia.
Es el mismo Jesucristo quien lo advierte: el que permanece unido a Él, da frutos de santidad, es decir, de bondad, de misericordia, de compasión, de alegría. Quien permanece unido a Cristo por la fe y por la gracia, recibe de Él la vida divina, la vida del Espíritu Santo, vida que se manifiesta en hechos y actos concretos del alma que está en gracia: paciencia, bondad, afabilidad, comprensión, caridad, compasión, sacrificio, esfuerzo, donación de sí mismo a los demás, espíritu de mortificación, silencio, oración, piedad, perdón, humildad, veracidad.
Quien se aparta de Jesucristo, por el contrario, no puede nunca dar frutos de santidad, porque al no estar unido a Cristo, deja de recibir el flujo vital del Espíritu Santo, y así el alma queda sometida a sus propias pasiones y, lo que es más peligroso, al influjo y al poder tiránico del demonio. El cristiano sin Cristo, da amargos frutos: pelea, discordia, calumnias, envidia, pereza, orgullo, soberbia, bajas pasiones, avaricia, etc.
Quien no está unido a Cristo, no solo deja de recibir la linfa vital de la gracia, que hace participar de la vida misma de Dios Trino por medio del Espíritu Santo, sino que empieza a dar los amargos frutos de las bajas pasiones humanas, que nacen del corazón sin Dios, y del influjo directo del demonio, que hace presa fácil del alma alejada de Dios.
Pero hay algo más en la permanencia del alma a Cristo por la fe y la gracia de los sacramentos: el alma obtiene de Dios lo que le pide: “Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos (…) Si permanecen en Mí, pidan lo que quieran, y lo obtendrán”. “Pidan lo que quieran, y lo obtendrán”, y esto quiere decir que lo que el alma pida a Dios, eso lo obtendrá –por supuesto, ante todo, beneficios espirituales, el primero de todos, que se cumpla la santísima voluntad de Dios en la vida propia y de los seres queridos-, y esto es debido a que, como dice una santa, el que pide, unido a Cristo, “es como si Dios mismo pidiera a Dios”. Sabiendo esto, al menos por interés, sino es tanto por amor, ¿por qué no permanecer unidos a Cristo? ¿Por qué ceder a las tentaciones y caer en pecado? ¿Por qué negarse a perdonar al enemigo? ¿Por qué negarse a pedir perdón, cuando es uno el que ha ofendido al prójimo? ¿Por qué negarse a vivir la paciencia, la caridad, el amor, la comprensión? ¿Por qué negarse a la oración, y ceder la tentación de la televisión, de Internet, de los atractivos del mundo sin sentido y vacíos de todo bien espiritual?
“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos. Si permanecen unidos a Mí, darán mucho fruto”. Jesús quiere que los sarmientos, al recibir la savia vital, se conviertan en fecundos ramos de uva de dulce gusto; quiere que las almas, al recibir la savia que es el Espíritu Santo que se derrama desde su Corazón traspasado, se conviertan en hijos de Dios, que sean imágenes vivientes del Hijo de Dios y que esa imagen no sea sólo de palabra, sino en hechos de bondad y de misericordia. De nosotros depende que ese flujo de vida divina recibido en los sacramentos, y principalmente en la comunión eucarística, no se agoste en un sarmiento seco, sino que fructifique para la Vida eterna.