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sábado, 24 de octubre de 2020

“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza”

 


“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza” (Lc 13, 18-21). Jesús compara al Reino de Dios con una semilla de mostaza: ésta es primero una semilla pequeña, pero luego, al crecer, se convierte en un arbusto de gran tamaño, en el que van a hacer su nido las aves del cielo. Para entender un poco mejor la parábola, es necesario reemplazar sus elementos naturales por los sobrenaturales. Así, la semilla de mostaza, pequeña, es el alma sin la gracia de Dios; esa misma semilla de mostaza, plantada y crecida, que alcanza el tamaño de un gran arbusto, es la misma alma del hombre, pero que, con la gracia de Dios, alcanza una estatura enorme, pues se configura y participa de la vida del Hombre-Dios Jesucristo, es decir, la semilla de mostaza convertida en arbusto enorme, es el alma que por la gracia es partícipe de la vida de Jesucristo. El alma, sin la gracia, es pequeña como una semilla de mostaza; con la gracia de Dios, se agiganta espiritualmente, porque se convierte en imagen de Jesucristo. Un último elemento en esta parábola son “los pájaros del cielo” que van a hacer sus nidos en las ramas de la semilla de mostaza devenida en gran arbusto: esos pájaros –que son tres- representan a las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, que por la gracia, van a inhabitar en el alma del que está en gracia. En efecto, es doctrina de la Iglesia que Dios Uno y Trino inhabita en el alma del justo, en el alma del que está en gracia de Dios.

“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza”. Que nuestros corazones, pequeños como un grano de mostaza, se conviertan en imagen del Sagrado Corazón de Jesús, en donde habita “la plenitud de la divinidad”; que por la gracia, nuestros corazones se conviertan en imagen y semejanza del Corazón de Jesús, en donde hagan su nido los pájaros del cielo, las Tres Divinas Personas.

 

domingo, 16 de febrero de 2020

“Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”



(Domingo VI - TO - Ciclo A – 2020)

          “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 17-37). Jesús advierte a sus discípulos que si sus vidas como cristianos no son mejores que las vidas de los escribas y fariseos, “no entrarán en el Reino de los cielos”. No se trata de una especie de "competencia de virtudes": la razón es que la exigencia de vivir como cristianos es mucho más alta que la exigencia de vivir como no cristianos. A partir de Jesús, el alma del cristiano tiene la posibilidad de acceder a la vida de la gracia, principalmente a través de los sacramentos y esto es una novedad absoluta y sobrenatural para la vida espiritual del hombre. A partir de Jesús, y con la posibilidad de poseer su gracia en el alma, el hombre tiene la posibilidad de vivir una espiritualidad que es substancialmente distinta a la de cualquier otra religión, judaísmo incluido: por la gracia, el alma vive ya, desde esta tierra, con la inhabitación de la Trinidad en el alma, lo cual implica el hecho de que el alma vive ante la Presencia de Dios Uno y Trino, tal como lo hacen los bienaventurados ángeles y santos en el cielo. En otras palabras, vivir en gracia, es vivir anticipadamente la vida de los cielos, porque es vivir delante de la Presencia de Dios Uno y Trino. Esto explica el hecho de que el ser cristiano sea mucho más exigente que ser, por ejemplo, un judío del Antiguo Testamento, como lo eran los fariseos y los escribas y explica el hecho de que los actos de bondad y maldad no se midan ya extrínsecamente, es decir, por lo que aparece en el exterior, sino intrínsecamente. Esto se aclara con el ejemplo que pone Jesús: antes de Él, bastaba con no matar al prójimo, para cumplir la Ley; ahora, quien habla mal del prójimo o aún quien simplemente piense mal de él, comete un pecado delante de la Presencia de la Trinidad, que inhabita en el alma y por eso el juicio es más severo que si el alma no tuviera la gracia en ella.
          “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”. Vivamos en presencia de Dios, vivamos en gracia en esta vida terrenal y así esta vida terrenal se convertirá en un anticipo del Reino de los cielos.

martes, 8 de julio de 2014

“La niña no está muerta, sino que duerme”


“La niña no está muerta, sino que duerme” (Mt 9, 18-26). Jesús acude al funeral de la hija de un funcionario; al llegar, pronuncia esta frase, en medio de quienes están dolidos por la muerte de una niña, y por eso no es de extrañar la reacción de algunos, que “se ríen” de Jesús, tal como lo dice el Evangelio: “Y se reían de Él”. No es de extrañar el hecho de que se rían de Jesús, dadas las circunstancias: ha muerto una niña, un ser que no ha llegado aún a la flor de la edad; todos, en el velorio, están lógicamente conmocionados, inmersos en la tristeza y el llanto lógicos que provoca la muerte y, en este caso, mucho más, tratándose de alguien joven, de alguien que tiene un futuro por vivir. En esas circunstancias dramáticas, llega Jesús, que para muchos circunstantes en el velorio, puede ser un desconocido y, en medio del dolor y contra toda evidencia, les dice, delante del cadáver de la niña, que la niña no está muerta, sino que “duerme: “La niña no está muerta, sino que duerme”.
Sin embargo, cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”, es porque Él es el Hombre-Dios, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y para Él, la muerte del hombre, sin dejar de ser lo que es, muerte, separación del cuerpo y del alma, es solo eso, un sueño, porque Él, con su poder divino, con su omnipotencia, puede, con solo quererlo, volver a unir el alma con el cuerpo, y regresar a la vida a quien ha muerto. Cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”, dice, en verdad, que la niña ha muerto, pero lo dice de un modo poético, porque Él sabe que ante su poder divino, la muerte ha sido vencida para siempre, desde la cruz, y que ha sido rebajada a algo menos que un sueño, y por eso es que dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”. E inmediatamente después, confirmando su condición de Hombre-Dios, hace regresar el alma de la niña, que ya se había separado de su cuerpo, y le ordena que se una a su cuerpo sin vida, para que vuelva a tener vida, y la niña vuelve a vivir. En el lenguaje poético del Hombre-Dios, la niña “despierta”; en el lenguaje de los hombres, “vuelve a vivir”.
Pero este milagro de Jesús es un pequeñísima muestra de lo que Él puede hacer, porque en cuanto Hombre-Dios, Él puede resucitar –y de hecho lo hará, al final de los tiempos, en el Día del Juicio Final- a todos los hombres de todos los tiempos, para ser juzgados en el Último Día de la historia humana. En ese Día, los hombres buenos, los que se hayan “dormido” en la gracia de Dios, en paz con Dios y con sus hermanos, “despertarán” para la gloria eterna, para la dicha sin fin, para la alegría que no conocerá ocaso; los hombres malos, en cambio, aquellos que cerraron sus ojos con odio a Dios y a sus hermanos en sus corazones, despertarán para no descansar jamás, por siglos sin fin.

“La niña no está muerta, sino que duerme”. Que la Madre de Dios nos conceda, a nosotros y a nuestros seres queridos, el cerrar los ojos, el día de nuestra muerte, en la gracia de Dios, para que el Día del Juicio escuchemos, de labios de su Hijo Jesús: “Despierta, tú que duermes, siervo bueno y fiel, y pasa a gozar del Reino de mi Padre para siempre”.

lunes, 13 de enero de 2014

“Jesús fue a un lugar desierto a orar”


“Jesús fue a un lugar desierto a orar” (cfr. Mc 1, 29-39). Toda la actividad apostólica de Jesús –predicación, curación de enfermos, expulsión de demonios- está centrada en la oración: todo surge de la oración, y todo lo que Jesús vive en su vida de apostolado es llevado a la oración. La actividad externa de Jesús, por la cual Jesús dialoga con los hombres e increpa a los demonios, está precedida por el diálogo interior de amor con Dios Padre -es decir, la oración-, y a su vez, es de este diálogo de amor con Dios Padre -la oración-, que Jesús comunica de ese Amor a los hombres a la par que infunde el terror divino a los demonios. Jesús nos muestra, de esta manera, que aun siendo Él el Hombre-Dios, su vida en la tierra está centrada por la oración, y así nos muestra cómo tiene que ser nuestra vida cristiana: centrada en la oración. 
El motivo es que la vida humana transcurre en el tiempo pero a la vez participa de la eternidad por la Encarnación del Verbo, de modo que toda la historia humana se dirige hacia la eternidad y así lo hace el tiempo y la historia personal de cada hombre -cada segundo de tiempo terreno que vemos transcurrir en el reloj, es un segundo menos que nos separa de la eternidad, del encuentro cara a cara con Dios en la eternidad-, por eso es una necesidad imperiosa el establecer contacto con Dios, que es la eternidad en persona, porque el correr de los días del hombre se dirige de modo inexorable hacia el encuentro con Dios eterno, y este contacto se establece de modo anticipado, en el tiempo, por medio de la oración. En este sentido, la oración no debe ser entendida  -o mal entendida- como un medio de comunicación automático entre dos entes autómatas, sino que debe ser entendida como lo que es, un diálogo de amor entre dos seres: Dios Uno y Trino de un lado, y el hombre, su creatura amada, del otro lado. Muchos cristianos rehúyen la oración porque la consideran precisamente como una recitación automática y mecánica de oraciones o más bien de palabras repetidas de memoria y dichas, en el mejor de los casos, de modo obligado, que se da entre dos autómatas, o entre la persona y un ser superior que está por ahí en algún lado, sin escuchar o sin prestar atención a lo que se le está diciendo, y es así como o abandonan la oración, o directamente no comienzan nunca a hacer oración en sus vidas.
La oración jamás es esto último, una comunicación inerte entre dos autómatas, porque la oración es un diálogo libre de amor entre dos seres libres que se aman, aunque con amores distintos, porque Dios Trino nos ama con Amor eterno e infinito, y nosotros lo amamos con nuestro amor humano, que es siempre pequeño, mezquino, egoísta, limitado.
“Jesús fue a un lugar desierto a orar”. Así como hace Jesús en el Evangelio, que va al desierto a hacer oración, así debemos hacer nosotros, ir al desierto, lugar ideal para hacer oración, puesto que su misma aridez y la ausencia de atractivos mundanos ayudan al alma en su diálogo de amor con Dios, al impedirle la distracción. Pero si Jesús fue a rezar a un desierto de arena, para nosotros en cambio no es necesario trasladarnos geográficamente; basta con introducirnos en nuestro propio corazón, para encontrar un desierto que cuanto más árido es, más desea la benéfica lluvia de la gracia de Dios.