Mostrando entradas con la etiqueta codicia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta codicia. Mostrar todas las entradas

domingo, 4 de agosto de 2019

“Lo que has acumulado, ¿de quién será?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C – 2019)

“Lo que has acumulado, ¿de quién será?” (Lc 12, 13-21). Jesús narra la parábola de un hombre rico e inconsciente, quien sólo piensa en acumular bienes terrenos. Es alguien a quien los negocios le han sido favorables, al punto que se ve en la obligación de ampliar sus graneros para poder acumular la cantidad de trigo que ha podido cosechar. Sus campos están rebozantes de trigo, por lo que sus silos han quedado pequeños, de manera que se ve en la obligación de construir unos más grandes todavía. Éste hombre, envanecido por sus riquezas materiales, se dice a sí mismo que descanse y que disfrute y que “se dé la buena vida”. Sin embargo, Dios mismo le dice que es un necio por pensar así, que su vida le será pedida esa misma noche y que todo lo que ha acumulado no le servirá para nada.
Debemos prestar mucha atención a este Evangelio, para no caer en una falsa interpretación materialista, al estilo de la teología de la liberación: el hombre no es llamado a juicio ni se condena por ser rico; el hombre no es llamado a juicio ni se condena por poseer riquezas; el hombre no es llamado a juicio ni se condena por trabajar, porque se deduce que toda su riqueza le viene del trabajo. ¿Por qué es llamado a juicio y –suponemos- se condena el hombre de la parábola? Jesús mismo lo dice: por su codicia, por su avaricia, por pensar sólo en él y no en quienes son sus prójimos y necesitan de la limosna que él les puede dar. Su pecado está en decir: “Ya tienes suficiente, come, bebe, descansa, date una buena vida”. Al decir esto, el hombre de la parábola refleja que sólo piensa en él, que no sólo no agradece a Dios porque le ha ido bien en sus negocios, sino que todo se lo atribuye a él y a su esfuerzo, además de ponerse él en primer lugar, sin pensar en los demás. Dentro de poco será canonizado un empresario argentino, Enrique Shaw[1], un hombre de mucha riqueza material, que está en el cielo por precisamente haber utilizado su riqueza en favor de sus hermanos más necesitados. Este hombre había hecho un pacto con Dios: si le iba bien en los negocios, iba a dar la mitad a sus hermanos más necesitados. Y así sucedió y por ese este hombre, a pesar de su riqueza material, está en el cielo y no está condenado, porque no fue egoísta.
Es decir, lo que tenemos que ver en este Evangelio es el hecho de que Dios no llama ante su presencia al hombre por ser rico; el hombre no es malvado por ser rico; no se condena -probablemente- por ser rico: es llamado ante la presencia de Dios por no pensar en la vida eterna, por pensar sólo en él, por no pensar en sus prójimos que carecen de lo mínimo necesario, por pensar que esta vida consiste en acumular riquezas materiales y luego descansar y pasarla bien. Como el mismo Jesús lo dice, su pecado principal es la codicia, además de aferrarse a esta vida terrena y el no pensar en la vida eterna; su pecado es poner todo su corazón en sus bienes terrenos, sin pensar en los demás, sino solamente en él. Si el hombre, permaneciendo rico, hubiera pensado en su prójimo y en que él podía, con sus bienes abundantes, ayudarlo, muy probablemente su destino hubiera sido distinto: tal vez sí hubiera sido llamado a la presencia de Dios, de todos modos, pero no llevando consigo el pecado de la codicia, sino la virtud de la magnanimidad. Tal vez sí hubiera sido llamado a la presencia de Dios, pero con la conciencia tranquila de haber repartido sus bienes abundantes entre los más necesitados: así, Dios habría recompensado su magnanimidad con el premio del Reino de los cielos.
Es importante considerar de esta manera este Evangelio, para no caer en el reduccionismo de la Teología de la liberación, que sin fundamentos de ninguna clase condena al rico por ser rico y ensalza al pobre por ser pobre: esa consideración no es evangélica, porque Dios no condena a la riqueza por sí misma, sino que condena el comportamiento avaro, codicioso y mezquino para con la misma. De hecho, Jesús mismo fue sepultado en un sepulcro nuevo, que era propiedad de José de Arimatea, un hombre rico y Jesús jamás lo condenó por su riqueza; además, tanto Jesús como sus discípulos, en su tarea evangelizadora, fueron ayudados por las santas mujeres y hombres que donaron con alegría sus bienes para que ellos pudieran dedicarse a la misión.
En definitiva, Dios no llama “necio” al hombre de la parábola por ser un hombre rico: no condena sus riquezas materiales: condena el hecho de que apegue su corazón a estas riquezas materiales y el hecho de que no piense ni por un instante en el prójimo al cual podría haber ayudado con estas riquezas. Dios le reprocha el tener abundancia de riquezas materiales, pero ausencia total de obras de misericordia en sus manos y en su corazón.
“Lo que has acumulado, ¿de quién será?”. Si aprendemos de esta parábola, cuando Dios nos llame ante su Presencia para comparecer ante el Juicio Particular, estaremos en condiciones de contestar: “Señor, me presento ante ti sin riquezas materiales, porque todas las he donado a mis hermanos más necesitados; sólo tengo en mis manos y en mi corazón obras de misericordia, con las cuales he socorrido a quien lo necesitaba”.

viernes, 29 de julio de 2016

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” (Lc 12, 13-21). En la parábola del hombre necio que acumula con avidez bienes terrenos sin preocuparse por su bien espiritual, no sólo hay una advertencia contra la avaricia, la codicia, la usura, sino que hay además un llamado a meditar en lo breve y pasajero de esta vida y en lo que nos espera en la otra vida. En otras palabras, además de advertirnos acerca de la usura y del hecho de que “no se puede servir a dos señores” (cfr. Mt 6, 24), es decir, a Dios y al dinero, sino a uno de dos, Jesús nos invita, en esta parábola, a meditar en los novísimos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo e infierno. La parábola es una invitación a hacer caso de la Palabra de Dios: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40).
La parábola nos advierte entonces, por un lado, acerca de la vanidad de la codicia, que hace acumular bienes materiales uno tras otro, lo cual es una tarea, por lo menos, inútil, pues ninguno de estos será llevado al más allá, ya que a la otra vida sólo nos llevamos bienes espirituales, esto es, las obras buenas realizadas y el amor a Dios y al prójimo que se tenga en el corazón. Lo que nos garantizará la entrada en el Reino de los cielos no es la acumulación de oro y riquezas materiales, sino la Sangre de Jesucristo, su gracia santificante y las obras de misericordia realizadas con su Amor y en su Amor. Acumular bienes terrenos es una necedad, porque el tiempo de esta vida es fugaz, aun cuando se viva hasta ciento veinte años (dicho sea de paso, en estos días salió la noticia de quien sería la persona más anciana de Argentina y tiene ciento dieciséis años[1]), y así lo dice la Escritura: “Nuestra vida dura apenas setenta años, y ochenta, si tenemos más vigor: en su mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan pronto, y nosotros nos vamos” (Sal 90, 10). Y otro Salmo dice: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo; enséñanos a vivir en tu voluntad” (Sal 90). No sabemos cuándo llegará nuestra muerte, pero llegará y, para cuando llegue, de nada nos servirán los bienes materiales, porque no llevaremos ni un gramo de oro a la otra vida, sino sólo las riquezas espirituales que hayamos podido acumular en el cielo con las buenas obras, como dice Jesús: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 20). Es decir, Jesús no nos dice que no atesoremos tesoros en absoluto: nos dice que no atesoremos vanamente tesoros materiales, pero sí nos anima a atesorar –y aquí sí, con la avidez de un avaro- tesoros celestiales, esto es, buenas obras, caridad, misericordia, vida de gracia, cargar la cruz de cada día. Así lo dice San Ignacio de Antioquía: “Vuestras cajas de fondos han de ser vuestras buenas obras, de las que recibiréis luego magníficos ahorros”[2]. Y antes de eso, dice: “Vuestro bautismo ha de ser para vosotros como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas (…) tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros”[3]. En esto consiste el tesoro que debemos acumular, y no las riquezas terrenas.
Pero además de invitarnos a reflexionar acerca de la inutilidad de acumular tesoros terrenos, la parábola nos invita también a meditar en los novísimos, esto es, no solo en la muerte terrena, sino en lo que viene después y lo primero que viene después de la muerte es el juicio particular, en donde toda nuestra vida quedará desplegada ante nuestros ojos y la veremos tal como la ve Dios, con lo que sabremos, a la luz de la Divina Justicia, qué es lo que merecemos como destino de eternidad de acuerdo a si nuestras obras son buenas o malas. En la muerte corporal, al mismo tiempo que se cierran los ojos corporales, se abren los ojos del espíritu, y podemos ver en consecuencia, con toda claridad, lo que aquí veíamos sólo por la fe. Luego de la muerte, contemplaremos a Dios tal como es Él, un “piélago de substancia infinita”[4], un océano infinito de Amor eterno, y nos daremos cuenta de que si hemos muerto con faltas de perdón, enojos, frialdades, desatenciones al Amor de Dios, deberemos purificarnos en esas faltas de amor que constituyen los pecados veniales; también nos daremos cuenta que, si hemos muerto en gracia, es decir, con el corazón lleno del Amor a Dios y al prójimo, entonces sí merecemos estar delante de Dios, que es Amor infinito y eterno; por último, en el juicio particular, nos daremos cuenta de que, si hemos muerto separados del Amor de Dios -es decir, en pecado mortal- y puesto que una vez atravesado, por la muerte, el umbral de la eternidad, es imposible regresar, sabremos que nuestro destino eterno es el lugar en donde ya no hay Misericordia Divina, sino sólo la Divina Justicia, esto es, el infierno.
“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Dios califica de “insensato” –sin sentido común, sin razón- a quien, guiado por la avaricia, acumula tesoros materiales, en vez de acumular “tesoros en el cielo”. No da lo mismo acumular tesoros materiales que espirituales y si bien el destino eterno para los que, con avaricia, aman el dinero, es terrible, el destino eterno para quienes acumulen tesoros en el cielo, es inimaginablemente maravilloso, tal como lo relata San Agustín en el poema dedicado a su madre, Santa Mónica, en su muerte. En dicho poema, San Agustín hace hablar a su madre, como estando ya en la gloria de Dios, describiendo la hermosura de los gozos celestiales: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos ¡Si pudieras ver con tus ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen! Créeme: cuando la muerte venga a romper tus ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, tu alma venga a este Cielo en el que te ha precedido la mía, ese día volverás a ver a quien te amaba y que siempre te ama, y encontrarás su corazón con todas sus ternuras purificadas. Volverás a verme, pero transfigurada/o y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás”[5]. Es para gozar de esta dicha celestial, que se deriva de la contemplación de la Trinidad y del Cordero, que debemos, como avaros, acumular tesoros, pero no materiales, sino celestiales: mansedumbre, bondad, misericordia, vida de gracia.





[1] Cfr. Verónica Toller, Cumplió 116 años y dicen que es la más anciana de la Argentina; http://www.clarin.com/sociedad/Cumplio-anos-dicen-anciana-Argentina_0_1622237891.html
[2]  Carta a san Policarpo de Esmirna, Cap. 5, 1-8, 1. 3: Funk 1, 249-253.
[3] Cfr. San Ignacio de Antioquía, passim.
[4] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica.
[5] La muerte no es el final; cfr. http://www.sabiduriadeunpobre.com/public/Fray%20Tomas%202.htm

lunes, 25 de agosto de 2014

¡Ay de ustedes, fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…) mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno!


¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…), mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, y así también quedará limpia por fuera” (Mt 23, 23-26). En su enfrentamiento con los fariseos, Jesús utiliza la imagen de una copa, la cual está sucia por fuera y por dentro: los fariseos y los escribas cometen el error de limpiar la copa solo por fuera, mientras que la dejan completamente sucia por dentro. La simbología de la figura se entiende si se la aplica al hombre: el hombre, con su cuerpo y alma, es la copa que debe ser limpiada, por fuera -cuerpo- y por dentro -alma-. La simbología se completa con el elemento con el que se limpia la copa, y es la religión, la cual, en el caso de la Ley nueva de Jesús, será la gracia. 
Entonces, la simbología utilizada por Jesús queda de esta manera: la copa es el hombre: el cuerpo es lo de afuera, el alma es lo adentro; ambos aspectos necesitan una limpieza periódica: el cuerpo se limpia con el baño corporal; el alma, se limpia –en tiempos de Jesús, es decir, en el momento en el que es pronunciada la frase- con la bondad, la justicia, la compasión, la misericordia, además del cumplimiento de lo que prescribe la Ley, o en otras palabras, con la religión; en nuestros tiempos, el alma se limpia con la misericordia, la justicia, la compasión, pero también y sobre todo, con la gracia sacramental, proporcionada principalmente por el Sacramento de la penitencia.            De esta manera, “la copa”, es decir, el hombre, queda limpio “por dentro y por fuera”, por el baño corporal, por fuera, y por la gracia sacramental y por las obras de misericordia, queda limpia su alma, por dentro. Es en esto en lo que consiste la práctica de la verdadera religión, y no en la mera práctica externa, como hacen los fariseos y los escribas. Jesús quiere que limpiemos nuestra alma con la gracia santificante y que seamos misericordiosos, compasivos y caritativos para con nuestros prójimos, porque esa es la esencia de la religión, porque la religión es la “re-ligación” -si se puede decir así, con este neo-logismo-, del hombre con Dios, es el lazo que re-une al hombre con Dios, pero como “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8), no puede el hombre unirse a Dios de cualquier manera: no puede unirse sin Amor; por lo tanto, una religión vacía, sin amor, que consista en la sola exteriorización, es una religión incapaz de cumplir su finalidad, y este es el error en el que caen los fariseos y los escribas. Jesús se lamenta por los fariseos y los escribas, porque llamándose “religiosos”, vacían a la religión del Amor de Dios, con lo cual hacen que la religión pierda todo su valor y toda su capacidad de re-ligar, de re-unir al hombre con Dios, desde el momento en que no le proporciona al hombre capacidad de amar.

¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa (…), mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro -"Confiésate, sé bueno y misericordioso con tu prójimo", nos dice Jesús-, y así también quedará limpia por fuera -"Y así tu corazón será agradable a los ojos de Dios-”. También nosotros somos fariseos ciegos, toda vez que olvidamos que la religión es Amor de Dios y que nuestra alma debe quedar limpia por la gracia y que debe reflejar la misericordia de Jesús. El encuentro con nuestro prójimo más necesitado es la ocasión que Dios nos da para que pongamos por obra la verdadera religión, la religión del Amor de Jesús, el Amor que brota de la Cruz de Jesús, Amor que se dona a sí mismo, sin reservas, en la totalidad de su Ser trinitario, en cada comunión eucarística.

lunes, 20 de mayo de 2013

“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”



“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Llevados por la ambición y la codicia, los discípulos de Jesús comienzan a discutir entre ellos sobre “quién sería el más grande”. En todos late el deseo desordenado de fama, de poder, de recibir honores y glorias mundanas. A pesar de estar con Jesús y de recibir de Él sus enseñanzas; a pesar de ser testigos directos de sus más grandes milagros; a pesar de haber recibido la Buena Noticia del Reino de los cielos, de labios del mismo Jesús, Buena Noticia que les habla de un destino ultraterreno y eterno, Buena Noticia que les habla de la caducidad de la vida presente y de la cercanía y proximidad de la vida eterna, los discípulos siguen aferrados a esta vida material, terrena, temporal; vida que se termina indefectiblemente, aunque el hombre viva ochenta, cien, ciento veinte años, y se termina para dar paso, indefectiblemente también, a la eternidad. A pesar de esto, a pesar de ser conscientes de la próxima llegada del Reino de los cielos y de la eternidad, los discípulos actúan como si esta vida terrena fuera la única y como si las pasiones que los dominan tuvieran que ser satisfechas a toda costa, y ese es el motivo por el cual “discuten para ver quién es el más grande”.
Cuanto más se ama el mundo y menos el Reino de Dios, tanto más se aman las pompas del mundo, sus fastos vanos y pasajeros, fastos más efímeros que un soplo de suave brisa. La falta de amor a Dios y a su Reino, el desprecio y olvido de las palabras de Jesús, conducen a esta situación de discordia en el seno de la Iglesia, discordia producida por la malicia del hombre y la perversidad del demonio, que atiza de todas las maneras posibles el carbón del odio que late en el corazón del ambicioso.
Jesús escucha las disputas de sus discípulos y con voz pausada pero firme les advierte que a los ojos de Dios las cosas son diametralmente opuestas: “El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”, y será Él en Persona quien dará ejemplo de lo que predica. En la Encarnación, siendo Dios, es engendrado en el seno de María Virgen como un cigoto; en su vida oculta, es conocido como un vecino más entre el pueblo; en la Última Cena, siendo Dios Hijo encarnado, se arrodilla ante cada uno de sus discípulos para lavarles los pies, como si fuera un esclavo; en el Juicio inicuo al que es sometido antes de su Pasión, es pospuesto a favor de un gran malhechor, Barrabás; en la Cruz, muere como el más grande de los fracasados entre los hombres; una vez muerto, ni siquiera tiene un sepulcro propio, y debe ser sepultado en un sepulcro nuevo, propiedad de José de Arimatea.
Sin embargo, este hecho de ser Jesús “el último y como el servidor de todos”, le vale conseguir, para toda la humanidad, la gloria de Dios, a la que tienen acceso al concederles el perdón de los pecados por su sacrificio en Cruz.
“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”. Lo que Jesús quiere decir a sus discípulos, que se ven envueltos en la discordia a causa de su codicia y ambición, que aquel que sea ambicioso y tenga codicia de dinero, de poder, de fama, de honra y gloria mundana, eleve sus ojos a la Cruz, y así se dará cuenta que el más grande en el Reino de los cielos es el que en esta vida es más insignificante a los ojos de los hombres.