Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.

sábado, 18 de julio de 2020
“Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen”
martes, 29 de noviembre de 2011
Dichosos los bautizados porque ven a Jesús en la Eucaristía y se alimentan con su Cuerpo y su Sangre

“Dichosos ustedes por lo que ven y oyen, porque profetas y reyes desearon ver y oír, y no pudieron” (cfr. Lc 10, 21-24). Lo que profetas y reyes desearon ver y oír, y no pudieron, y en cambio sí lo pueden hacer los discípulos, es al mismo Jesús, el Hombre-Dios, el Redentor, el Salvador de los hombres.
Cuando Isaías describe al Siervo sufriente de Yahvéh, es decir, a Cristo en su Pasión, lo ve en una visión; no lo ve en la realidad, con sus propios ojos, ni habla con Él, como sí lo hacen los discípulos. Es a esta felicidad a la que Jesús se refiere, la de verlo con los ojos del cuerpo, y escucharlo y ser testigos de sus milagros y enseñanzas.
Ver a Jesús con los ojos del cuerpo, es decir, ver a Dios encarnado, y además escuchar su Voz, que es la voz de Dios; recibir sus enseñanzas, que conducen a la vida eterna; ser testigos de sus milagros, como la conversión del agua en vino, como en Caná; como la multiplicación de panes y peces, la curación de ciegos y mudos y de toda clase de enfermos, como la resurrección de muertos, es un privilegio de muy pocos, poquísimos, en comparación con toda la humanidad.
Pero si los discípulos eran dichosos por contemplar y escuchar al Hombre-Dios con los sentidos del cuerpo, también los bautizados en la Iglesia Católica pueden considerarse dichosos, y todavía más, porque los bautizados, por la liturgia de la Santa Misa son testigos de algo más grande todavía que ver a Jesús en Palestina, con su Cuerpo aún no glorificado: los bautizados son testigos, en cada Santa Misa, de la Eucaristía, es decir, de Jesús, muerto y resucitado, que se manifiesta a su Iglesia con su Cruz victoriosa y con su Cuerpo glorioso, bajo algo que parece ser pan pero no es pan.
También los bautizados son dichosos porque ven y oyen lo que muchos reyes y sabios de la tierra querrían ver y oír, y no lo pueden hacer, porque no pertenecen a la Iglesia. Los bautizados ven a Jesús en la Eucaristía, y oyen su Palabra, que son palabras de vida eterna, que conducen a la feliz eternidad, en la liturgia de la Palabra, y oyen también su Voz, que va en medio de la voz del sacerdote ministerial, en el momento en que este pronuncia las palabras de la consagración.
Pero hay todavía una causa más por la que a los bautizados se les puede llamar “dichosos”, y es que, además de ver y oír, por la luz de la fe, a Cristo en la Misa, pueden comer su Carne y su Sangre en la Eucaristía.
Y puesto que son testigos de algo inaudito, de algo que asombra a los ángeles en el cielo y que en la tierra es causa de que se los llame “dichosos”, los bautizados deben comunicar a los hombres la causa de su alegría: Jesús está en la Eucaristía.
miércoles, 20 de julio de 2011
Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron

“Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron” (cfr. Mt 13, 10-17). Jesús felicita a sus discípulos porque ellos ven y oyen lo que muchos justos y santos del Antiguo Testamento desearon ver y oír, y no pudieron.
¿De qué se trata? ¿Qué es esta visión que produce felicidad, y qué es aquello que debe ser escuchado, para experimentar dicha en el alma?
Podría pensarse que Jesús habla de sus milagros, puesto que sus discípulos lo han visto devolver la vista a los enfermos, dar la vista a los ciegos, hacer oír a los sordos, resucitar a los muertos, y han oído las aclamaciones de alegría de las multitudes que no salían de su asombro ante sus prodigios.
Sin embargo, a pesar de la espectacularidad de los milagros, y de sus indudables beneficios para el hombre, no esto lo que produce la felicidad a la vista y al oído.
Lo que hace feliz al hombre, con una felicidad inconcebible, inimaginable porque no hay nada creado que se le pueda comparar, es ver y oír a la Persona divina del Hijo de Dios, encarnada en una naturaleza humana.
Quienes ven a Jesús y lo oyen, pueden ser llamados, con toda verdad, “dichosos”, porque Él es Dios en Persona, que ha venido a este mundo que ha venido a este mundo para perdonar al hombre y comunicarle de su gracia, de su vida y de su alegría divina, como preludio de la vida feliz en la eternidad.
Análogamente, para el cristiano, lo que produce felicidad celestial, sobrenatural, es la contemplación de la Eucaristía, porque detrás de la apariencia de pan, que es lo que aparece a los sentidos, la fe nos hace ver la Presencia real del Hombre-Dios Jesucristo, y es la audición de las palabras de la consagración en la Santa Misa: “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”, porque se trata de palabras pronunciadas por el mismo Jesucristo en Persona, que es el Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, aunque vehiculizadas a través de las palabras pronunciadas por el sacerdote ministerial.
“Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron”. ¿Cuántos paganos, hombres y mujeres, de buena voluntad, no saltarían de gozo y de alegría por asistir a una Misa, una vez enterados de qué cosa es la Misa?
Sin embargo, para muchos cristianos, asistir a Misa, escuchar las palabras de la consagración y recibir la Eucaristía es igual a no ver y no oír nada, y así transcurren la vida en la monotonía, la tibieza y la tristeza.