sábado, 30 de mayo de 2020

Solemnidad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote


Agnus Dei: Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Para conmemorar la Solemnidad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, la Iglesia coloca, para la reflexión, el momento de la Última Cena en el que Jesús consagra el pan y el vino, transubstanciándolos, es decir, convirtiéndolos en su Cuerpo y en su Sangre. En la Última Cena, una vez pasada la cena material, Jesús, en cuanto Sumo y Eterno Sacerdote, celebra lo que podemos llamar “la Primera Misa”: toma el pan, lo bendice y lo consagra, haciendo lo mismo con el vino, produciendo el milagro de la transubstanciación, esto es, la conversión de la substancia del pan en su Cuerpo y la substancia del vino en su Sangre. Este milagro, el de la transubstanciación o conversión de las substancias del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, es lo que define a Jesucristo como Sumo y Eterno Sacerdote, ya que éste milagro, que se produce en el altar toda vez que se celebra la Santa Misa, no puede ser hecho por ninguna creatura con sus solas fuerzas, ni el ángel y mucho menos el hombre. El sacerdote ministerial, que sí puede convertir las substancias del pan y del vino en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo puede hacer en tanto y en cuanto participa del poder divino del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.
“Tomad, esto es mi cuerpo (…) Ésta es mi sangre de la alianza”. Las palabras de la consagración, pronunciadas por el Sumo Sacerdote Jesucristo en la Primera Misa y luego por los sacerdotes ministeriales en cada Santa Misa, son las palabras más hermosas y misteriosas que jamás creatura alguna pueda escuchar. Ante estas palabras, los Ángeles se estremecen de amor y se postran frente a la Presencia sacramental de Nuestro Señor Jesucristo. Al ser consagrada la Eucaristía, el Sumo Sacerdote se convierte en Víctima Pura y Perfectísima, que se inmola para nuestra salvación, donándosenos como Pan de Vida eterna. Al mismo tiempo que es Sacerdote y Víctima, Jesús es también Altar Sacrosanto por medio de su Humanidad Santísima, pues en ella se produce la oblación de Sí mismo para la salvación de la humanidad. Así, Jesús es Sacerdote, Altar y Víctima y cada cristiano, según su estado, está llamado a imitarlo y a participar de esta triple condición de Jesús, para santificar el mundo y elevarlo, consagrado y santificado, al Padre Eterno.

“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”




“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 18-27). Se acercan a Jesús unos saduceos, que no creen en la resurrección de los muertos y le presentan un caso a Jesús, para tenderle una trampa y corroborar su postura, es decir, que los muertos no resucitan. Le presentan un caso hipotético de una mujer que se casa siete veces, pues todos sus esposos, luego de casados, mueren; la pregunta de los saduceos es “de quién será esposa” esa mujer en el Cielo. Con esto, pretenden, según su pensar, demostrar que es algo absurdo porque una mujer no puede tener siete maridos y por lo tanto, la realidad es como ellos dicen, esto es, que no hay resurrección.
En la respuesta de Jesús se ponen de evidencia los errores de los saduceos: por un lado, un error de ellos es hacer una transposición de este mundo al mundo venidero, como si el mundo venidero fuera una mera continuación de este: así, si la mujer tuvo siete maridos en este mundo, también los tendrá en el otro mundo. Jesús les hace ver que la realidad del Reino celestial y de la vida eterna es distinta a esta: los hombres y las mujeres ya no se casarán, como sí lo hacen en la tierra, porque en el Cielo “serán como ángeles”. Es decir, tendrán un cuerpo glorioso y resucitado y por esto mismo, no habrá necesidad de matrimonio alguno. Por otro lado, Jesús les hace ver que sí existe la resurrección y para ello cita el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, cuando Dios dice a Moisés que Él es el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob, queriendo significar con esto que ellos están vivos en el Cielo y que por lo tanto Él “no es Dios de muertos, sino de vivos”.
“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”. No puede ser de otra manera, porque Dios es la Vida Increada en sí misma; Dios es Vida y Vida eterna, sobrenatural, celestial; la Vida de Dios brota de su Acto de Ser divino y perfectísimo, como de una Fuente inagotable y es el Autor y Creador de toda vida participada. Todo lo que tiene vida, la tiene porque es participación en la Vida de Dios; es participación de Dios, que es Vida en sí mismo. Por último, la resurrección existe -aunque puede ser para la eterna condenación o para la eterna salvación- y quienes continúan viviendo en el Reino de los cielos luego de morir a esta vida, lo hacen gracias a los méritos de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz. Cada vez que comulgamos, recibimos incoada la Vida eterna de Dios Uno y Trino, la misma vida gloriosa y resucitada que se desplegará en todo su esplendor si, por la Misericordia de Dios, nos hacemos dignos de ingresar, resucitados y gloriosos en el Reino de los cielos, al terminar nuestro peregrinar por la tierra.

“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”




“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12, 13-17). Unos fariseos y algunos partidarios de Herodes le hacen una pregunta a Jesús, no con el afán sincero de saber su respuesta, sino con la intención de tenderle una trampa y tratar de atraparlo con alguna afirmación de Jesús que luego pueda ser usada en un juicio en su contra. Llevados por la malicia, le preguntan a Jesús si es lícito pagar impuestos al César, o no. Si Jesús dice que sí, lo acusarán de traición al pueblo hebreo y de colusión con la potencia ocupante; si dice que no hay que pagar impuestos, lo acusarán de pretender sublevar al pueblo, poniéndolo en contra del César. Para los fariseos y herodianos, se trata de una trampa perfecta. Pero Jesús es Dios y como dice la Escritura, “de Dios nadie se burla”. En vez de responder directamente, Jesús pide que le traigan un denario -que llevaba la efigie del César- “para que lo vea” y les pregunta de quién es esa imagen y ellos le responden, obviamente, que es la imagen del César. Entonces Jesús da una respuesta que sobrepasa la inteligencia humana, demostrando toda la Sabiduría divina, dejando entrampados en su propia trampa a fariseos y herodianos. Les dice que si esa moneda tiene la imagen del César, entonces es del César; por lo tanto, hay que darle al César lo que es del César, es decir, hay que pagar impuestos. Pero también agrega algo que no estaba en los planes de sus enemigos: además de darle al César lo que es del César, hay que “dar a Dios lo que es de Dios”. Es decir, el cristiano tiene la obligación moral de pagar impuestos justos -eso es darle al César, el poder temporal, lo que le corresponde-, aunque también debe darle a Dios lo que es de Dios.
Del César -el poder temporal-, entonces, es el dinero y el cristiano debe dárselo en forma de impuestos justos, para que el César, el poder temporal, lo administre bajo la ley de Dios y devuelva el dinero de los impuestos en obras públicas, para el Bien Común de la sociedad. Pero como lo dice Jesús, además de darle al César lo que le corresponde, hay que dar a Dios lo que le corresponde, lo que es de Él. ¿Y qué es lo que es de Dios? A Dios le pertenece, porque es nuestro Creador, nuestro ser, nuestro acto de ser, es decir, lo más profundo e íntimo de nosotros mismos, sin lo cual no somos lo que somos; además del ser, le pertenecen a Dios nuestros pensamientos, palabras y acciones, todo lo cual debe ser santo, porque Dios es nuestro santificador y la Santidad Increada en Sí misma y por esta razón, no podemos darle pensamientos, palabras y obras que no sean santos.
“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Demos el dinero al mundo, que es a quien le pertenece y demos a Dios lo que es Dios: todo lo que somos, lo que pensamos, deseamos y obramos, aunque como dijimos, puesto que Dios es Tres veces Santo, lo que le demos a Dios también debe ser santo.

“Un hombre plantó una viña”




“Un hombre plantó una viña” (Mc 12, 1-12). Jesús relata la parábola de los viñadores homicidas. Para comprenderla en su sentido celestial, debemos reemplazar los elementos naturales por elementos sobrenaturales. Así, el dueño de la viña es Dios Padre; su hijo es Jesús, Hijo de Dios; la viña es la Iglesia Católica; los viñadores homicidas son los fariseos y los escribas; los enviados por el dueño para intentar cobrar el arriendo y que luego son apaleados e incluso otros asesinados, son los profetas; la muerte del hijo del dueño de la viña es la Pasión y Muerte de Jesús en la Cruz; los nuevos arrendatarios de la viña, a los que les será dada la viña luego de quitársela a los actuales, son los bautizados en la Iglesia Católica. Es de esta manera que se comprende el sentido sobrenatural de la parábola: hace referencia al misterio pascual de Jesucristo por un lado y por otro, profetiza que quienes estarán detrás de la muerte de Jesús serán los fariseos y los escribas. Estos últimos, que son muy sagaces y astutos, se dan cuenta inmediatamente, al escuchar la parábola, que Jesús los está tratando a ellos de usurpadores de la viña y de asesinos de su Divina Persona y por eso es que comienzan a tramar un plan para matarlo.
“Un hombre plantó una viña”. No debemos pensar que los únicos viñadores homicidas son los fariseos y los escribas: cada vez que alguien comete un pecado, se convierte al mismo tiempo, más que en homicida, en deicida, porque Jesús, el Hombre-Dios, murió en la Cruz por nuestros pecados personales, por todos los pecados cometidos por todos los hombres de todos los tiempos, desde Adán hasta el último hombre que será concebido en el Último Día. Procuremos por lo tanto evitar el pecado y vivir en gracia, de manera que no solo no seamos deicidas, sino administradores fieles de la Viña de Dios, la Iglesia Católica, para recibir como premio, al fin de nuestra vida terrena el Reino de los cielos.


jueves, 28 de mayo de 2020

Solemnidad de Pentecostés


Archivo:Maino Pentecostés, 1620-1625. Museo del Prado.jpg ...

(Ciclo A – 2020)

         “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado sopla el Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración y esta recepción del Espíritu Santo por parte de la Iglesia es lo que se conoce como “Pentecostés”.
         Ahora bien, una vez enviado por Jesucristo resucitado, ¿qué hará el Espíritu Santo en la Iglesia?
         Las acciones y funciones del Espíritu Santo serán múltiples y diversas, actuando en todos los niveles de la Iglesia:
         -Establecerá el Sacramento de la Penitencia para el perdón de los pecados y esto es así desde el momento en el que Jesús dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
         -Santificará las almas: “Tomará de lo mío y se lo dará a ustedes” y lo propio de Jesucristo es la santidad, por lo que el Espíritu Santo, Espíritu Santificador por antonomasia, que es al igual que Cristo la Santidad Increada, santificará las almas de los fieles que lo reciban, luego de ser quitado el pecado.
         -Les recordará todo lo que Jesús les ha dicho: hasta antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos no tenían una clara comprensión de las palabras de Jesús, ni del misterio de su Persona divina, ni de su misterio pascual de muerte y resurrección. Prueba de esto son las actitudes de tristeza y desolación que experimentan los discípulos de Emaús, antes de reconocerlo, y la tristeza y el llanto de María Magdalena a la entrada del sepulcro, también antes de reconocerlo. Será el Espíritu Santo quien les recordará que Jesús había dicho que Él era Dios Hijo encarnado y que en cuanto tal, “al tercer día habría de resucitar”; será el Espíritu Santo quien les recuerde que Jesús había prometido vencer a la muerte, resucitando al tercer día.
         -Convencerá al mundo “de un pecado, de una justicia y de una condena”: será el Espíritu Santo quien revelará la existencia del pecado, tanto el original como el habitual, que hacen imposible la santidad del hombre y lo hacen indigno de entrar en el Cielo: a quienes ilumine el Espíritu Santo, estos tomarán aversión al pecado, lo rechazarán con todas sus fuerzas y desearán la santidad que el Espíritu Santo concede; el Espíritu Santo hará resplandecer la Justicia de Dios, porque por el Sacrificio en Cruz de Jesús el pecado ha sido derrotado y la gracia se ha desbordado desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz, inundando al mundo con la Misericordia Divina; el Espíritu Santo hará ver al mundo una condena, la condena eterna de la Serpiente Antigua, el Diablo o Satanás, el Ángel caído, que por la muerte en Cruz de Jesús ha sido vencido para siempre y condenado para la eternidad en los Infiernos, de donde nunca más habrá de salir.
         -Los llenará de una fuerza y un valor desconocidos: hasta el don del Espíritu Santo, los discípulos estaban “con las puertas cerradas”, por “miedo a los judíos”; a partir del don de Fortaleza concedido a la Iglesia
         -Iluminará las mentes con la luz de Dios y encenderá los corazones en el Amor de Dios, para que la Iglesia Naciente pueda comprender el misterio de Jesús, que es el misterio no de un hombre santo, sino el misterio de Dios hecho hombre, es el misterio de Dios, es el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios; el Espíritu Santo hará saber a los hombres que Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada y los hará enamorar de su Presencia Personal en la Eucaristía.
-Espíritu Santo conducirá a la Iglesia al Corazón de Cristo y de ahí al Padre: “Nadie va al Padre sino es por Mí”, dice Jesús y Jesús dona al Espíritu Santo para que sea el Espíritu Santo quien lleve a la Iglesia a su Sagrado Corazón y de allí al seno del Padre, que es algo infinitamente más grande y glorioso que el mismo Reino de los cielos.       
Por último, el Espíritu Santo colmará de alegría a la Iglesia: ya inmediatamente después de ver a Jesús resucitado y de recibir el Espíritu Santo, los discípulos “se llenan de alegría”, pero no se trata de una alegría mundana; no se trata de una alegría terrena, pasajera, superficial; se trata de una alegría desconocida por los hombres, porque es la alegría que brota de su Ser divino trinitario; es una alegría que es participación de Él mismo, que es en Sí mismo la Alegría Increada.
Jesús –junto al Padre- sopla el Espíritu Santo sobre la Iglesia que, con la Virgen a la cabeza, se encuentra en oración, implorando el don del Espíritu de Dios para la Iglesia.


miércoles, 27 de mayo de 2020

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”


Conocereis de Verdad | Cruz - D: cruz invertida cruz de Pedro cruz ...


“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” (Jn 21, 15-19). Al preguntarle tres veces “si lo ama” más que los demás, Jesús resucitado le da una oportunidad a Pedro de reparar la triple falta que había cometido contra Él en la Pasión, al negarlo por tres veces. En efecto, cuando Jesús ya había sido apresado y llevado ante el tribunal que habría de juzgarlo inicuamente, Pedro –cumpliendo la profecía de Jesús de que habría de negarlo tres veces antes de que cante el gallo-, niega conocer a Jesús, por tres veces, por temor y por cobardía. Pedro olvida en ese momento que no hay que tener miedo a los hombres, sino a Dios y a su Justo Juicio y, dejándose llevar por una momentánea cobardía, niega a Jesús por tres veces, dejándolo solo frente a sus enemigos.
Ahora, una vez resucitado, Jesús le da la oportunidad de reparar esta traición y Pedro la repara, reafirmando, esta vez llevado por el Espíritu Santo, su amor por Jesús. Sin embargo, esta declaración de amor de Pedro hacia Jesús quedará sellada y definitivamente cumplida cuando se cumpla la muerte de Pedro, también profetizada por Jesús: dentro de un tiempo, Pedro será también apresado, como su Maestro y será llevado a ejecutar y así tendrá oportunidad de no solo declarar verbalmente su amor por Cristo, sino que sellará con su propia sangre ese amor declarativo, al dar su vida por Cristo y su Evangelio. De esta manera, se hará partícipe a su vez del Amor que Cristo primero demostró por él –y por todos los hombres-, al dar su vida en la Cruz en el Monte Calvario.
“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. Cuando, llevados por nuestra presunción, pensemos que amamos a Jesús, recordemos a Pedro, el Primer Papa, que no solo dijo que amaba a Jesús, sino que selló con su sangre esta declaración y recordemos que todavía no hemos dado la vida por amor a Cristo. Y éste recuerdo de la muerte de Pedro nos hará reflexionar acerca de cuánto nos falta crecer en el Amor a Cristo Jesús.

“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”




“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús ora al Padre en la Última Cena, pidiendo el don del Espíritu Santo para su Iglesia naciente. Una de las funciones del Espíritu Santo, será unir a los discípulos de Jesús, que forman su Iglesia, en un solo Cuerpo Místico. En este Cuerpo Místico la característica será la de estar unidos en el Amor de Dios, porque el Espíritu Santo será el aglutinante, el que los una en el Amor de Dios, a los hombres con Jesús y con el Padre, así como el Espíritu Santo es el que une en la eternidad al Padre con el Hijo. Esto es lo que explica las palabras de Jesús: “Oraré para que el amor que me tenías esté con ellos”, esto es, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque ése el “amor que el Padre tenía a Jesús” desde la eternidad, antes de la Encarnación. Desde toda la eternidad, lo que une al Padre y al Hijo, en un único Ser divino trinitario, es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, que es el Amor espirado del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Ahora Jesús quiere que ese Amor Divino sea el que una a los hombres en Él y, en Él, al Padre, por eso es que dice que “orará para que el amor que el Padre le tenía” desde la eternidad, esté con ellos. Ése Amor, el Espíritu Santo, es el que une a su vez a los hombres con Jesús: “Como también yo estoy con ellos”. Jesús está con sus discípulos, con su Iglesia, por el Amor de Dios, por el Amor Misericordioso de Dios; no hay ninguna otra explicación para el misterio pascual de Jesús de muerte y resurrección que no sea el don del Espíritu Santo para los hombres redimidos por su Sacrificio en Cruz en el Calvario.
“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Luego de que Jesús muera y ascienda a los cielos, enviará con el Padre al Espíritu Santo, el cual unirá a los hombres a Cristo y, en Cristo, al Padre. Así, el distintivo de la Nueva Iglesia fundada por Jesús, la Iglesia Católica, será el amor, pero no un amor humano, sino el Amor de Dios, que hará que se amen entre ellos como Jesús los ha amado, hasta la muerte de Cruz: “En esto sabrán que son mis discípulos, si os amáis los unos a los otros como Yo los he amado”. Se puede saber si un alma tiene el Espíritu Santo si ama a sus hermanos –incluidos sus enemigos-, como Jesús nos amó, hasta la muerte de Cruz. Quien no ama a su prójimo, no tiene consigo al Amor de Dios, el Espíritu Santo, donado por Cristo luego de su gloriosa Ascensión.

martes, 26 de mayo de 2020

“Yo no soy del mundo (…) he sido enviado al mundo y Yo los mando al mundo”


“Yo no soy del mundo (…) he sido enviado al mundo y Yo los envío al mundo” (Jn 17, 11b-19). Durante la Última Cena, habiendo llegado la Hora en que debía partir al Padre, Jesús da su Sermón de despedida, en el cual establece una clara distinción entre este mundo terreno y el mundo al cual Él pertenece y del cual viene, el Reino de Dios. Es por esto que Jesús dice: “Yo no soy de este mundo”: Él no es de este mundo, entendido “mundo” como la tierra, la historia humana, el tiempo humano, pero también entendido como la mundanidad, esto es, la ausencia de Dios y de su santidad; Él es del mundo celestial, puesto que ha sido engendrado, desde la eternidad, en el seno del Padre y es el Padre quien lo ha enviado al mundo: “he sido enviado al mundo” y ha sido enviado al mundo para redimirlo, para salvarlo, para santificarlo, para quitarle el pecado y darle la gracia de Dios, para derrotar para siempre a la Serpiente Antigua y liberar así a los hombres de su esclavitud y todo esto por medio de su Sacrificio en Cruz. Es para redimir al hombre, para derrotar al Demonio y vencer a la muerte y al pecado por su muerte en Cruz, que Jesús ha sido enviado al mundo.
Y así como Él ha sido enviado al mundo para vencerlo –“Yo he vencido al mundo”-, así también Él envía a su Iglesia al mundo, no para que la Iglesia se mundanice, sino para que el mundo se santifique. Y esta santificación del mundo la obrará la Iglesia como Cuerpo Místico de la Cabeza que es Cristo, participando de su Pasión, Muerte y Resurrección: “Yo los mando al mundo”.
“Yo no soy del mundo (…) he sido enviado al mundo y Yo los envío al mundo”. Desde el momento mismo en que hemos sido bautizados, hemos sido incorporados al Cuerpo Místico de Jesús y ya no pertenecemos más al mundo, sino al Reino de los cielos. Por esta razón, el cristiano que se mundaniza, traiciona el germen de vida eterna que ha sido colocado en su ser el día del bautismo y deja de lado la misión de santificar el mundo, participando de la Pasión de Cristo. Porque no somos del mundo, sino que estamos de paso por el mundo, hacia la Patria celestial, es que no solo no debemos mundanizarnos, sino que debemos crecer en nuestra vida de santidad día a día, para santificarnos nosotros y así también santificar el mundo en el que vivimos, pero al que no pertenecemos.

viernes, 22 de mayo de 2020

Solemnidad de la Ascensión del Señor


Qué celebramos en la fiesta de la Ascensión del Señor? | Desde la Fe

(Ciclo A – 2020)

          Ante la mirada expectante de sus discípulos, Jesús asciende al Cielo, desapareciendo de sus vistas. Su Ascensión forma parte de su misterio salvífico: luego de su Pasión, Muerte y Resurrección, luego de estar un tiempo resucitado, apareciéndose a la Iglesia naciente y dándole así fuerzas para continuar predicando el Evangelio, así ahora asciende al Cielo, para regresar al Padre, al seno del Padre, de donde había salido para encarnarse. Y así como Él, al descender con su divinidad en la Encarnación, no dejó solo a su Padre en el Cielo, así ahora, al ascender con su humanidad glorificada en la Ascensión, no deja solos a sus discípulos, pues con su Presencia Eucarística cumple con su promesa de “no dejarlos solos” y de “estar con ellos todos los días, hasta el fin del mundo”: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
          Pero antes de ascender, Jesús deja un último mandato a la Iglesia y es la misión hasta los últimos rincones de la tierra: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. El mandato misionero de Jesús es explícito: su Iglesia, la que Él deja en la tierra, la que peregrina hacia la Patria Eterna, la Jerusalén celestial y a la que Él acompaña desde la Eucaristía, tiene la misión de anunciar la Buena Noticia del Evangelio, la Buena Noticia de la salvación de los hombres por su Pasión, Muerte y Resurrección, a todos los pueblos de la tierra. Jesús dice: “Haced discípulos a todos los pueblos de la tierra” y en este “todos”, están incluidas todas las razas y todas las naciones del mundo que existen y existirán hasta el fin de los tiempos. No hay límites para la predicación del Evangelio, aunque para algunos -los judíos- sea “escándalo” y para otros -los gentiles- sea “necedad”, el Evangelio debe ser predicado a todos los hombres de todas las razas de todos los tiempos, hasta el fin de los tiempos. Esto, por dos motivos: primero, porque es voluntad positiva de Dios que todos los hombres se salven, pero para salvarse, necesitan saber que hay un Salvador, que es el Hombre-Dios Jesucristo y que necesitan incorporarse, por el bautismo, a su Iglesia; por otra parte, todo hombre tiene derecho a conocer a su Salvador y debe saber que, si quiere salvar su alma, debe reconocer a Cristo Dios como al Único Mesías y Salvador, aceptarlo como tal, incorporarse a su Iglesia, cumplir sus mandamientos y seguirlo por el Camino Real de la Santa Cruz, el Via Crucis, camino que finaliza en el Cielo.
          “Haced discípulos a todos los pueblos de la tierra”. Antes de ascender, glorioso y resucitado, al Cielo, Jesús nos deja el mandato misionero, el de anunciar a todos los hombres de todos los tiempos que, si quieren salvar sus almas, deben aceptar a Jesús como Salvador y a su Cruz como el camino que lleva al Cielo. Y para que cumplamos esta misión, Él nos acompaña desde la Eucaristía, porque si bien ascendió al Cielo con su humanidad, también nos acompaña y nos guía, con su Persona divina encarnada, desde la Eucaristía, todos los días, hasta el fin de los tiempos.

“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”




“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón” (Jn 16, 20-23a). Cuando Jesús muera en la Cruz el Viernes Santo, los discípulos se entristecerán y llorarán, porque al no haberles sido dado todavía el Espíritu Santo, no recordarán o no creerán en las palabras de Jesús, de que Él habría de resucitar “al tercer día”. Esta tristeza y llanto, causados por el descreimiento en sus palabras, es característica de todos los discípulos en los primeros encuentros con Jesús resucitado. Por ejemplo, María Magdalena, llora a la entrada de la tumba porque cree que Jesús está muerto y que “se han llevado” su cuerpo; los discípulos de Emaús están con el “semblante triste” porque si bien conocían a Jesús, se han quedado con los sucesos del Viernes Santo y al no tener la perspectiva de la resurrección del Domingo, se sumergen en la tristeza; Santo Tomás, a su vez, es el incrédulo por antonomasia, porque a pesar de recibir el testimonio de los demás discípulos de que han visto a Jesús resucitado, no quiere creer hasta que “toque con sus manos” sus heridas y su costado.
“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”. Si bien la tristeza es la nota predominante de los discípulos antes de ver a Jesús resucitado e incluso antes de recibir el Espíritu Santo que les permite reconocerlo, luego de que se encuentran con Jesús y Él les sopla el Espíritu Santo para que sus mentes y corazones lo reconozcan como resucitado, lo que predomina y abunda en los discípulos es la alegría: “No podían creer de la alegría”, dice el Evangelio. A esto se refiere Jesús cuando les dice: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”. Él morirá en la Cruz y sus discípulos se entristecerán, pero resucitará y volverá a verlos y les dará una alegría que “nadie podrá quitarles”, porque es la Alegría Increada que brota de su Sagrado Corazón la que embargará sus espíritus.
“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”. Si la tristeza se adueña de nuestras vidas, por el motivo que sea, acudamos a los pies de Jesús Eucaristía, para que Él “vuelva a vernos” y así nos comunique de su alegría y se alegre nuestro corazón.

jueves, 21 de mayo de 2020

“Vuestra tristeza se convertirá en alegría”




“Vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16, 16-20). Jesús revela, si bien indirectamente, a sus discípulos, su próxima Pasión, Muerte y Resurrección. Esto es lo que Jesús quiere significarles cuando les dice: “Ustedes no me verán y se entristecerán, pero luego me verán y vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Los discípulos dejarán de verlo visible y sensiblemente cuando Él muera en la Cruz y entonces se entristecerán, puesto que llorarán por la muerte de Jesús; pero luego, Jesús resucitará al tercer día, tal como Él lo había ya profetizado, y ellos lo verán nuevamente -ahora glorioso y resucitado- y entonces se alegrarán. Cuando vean a Jesús resucitado, entonces la tristeza del Viernes Santo se convertirá en la alegría del Domingo de Resurrección.
“Vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Puede suceder que, en el transcurso de la vida ordinaria, la vida lleve a períodos y momentos de tristeza. Sin embargo, nuestra tristeza también puede convertirse en alegría, pero no por ver visiblemente a Jesús resucitado y glorioso, sino por recibirlo a Él -glorioso y resucitado- en la Eucaristía. Si estamos atravesando por un período de tribulación, no es necesario esperar morir para llegar al Cielo y así convertir nuestra tribulación y tristeza en gozo y alegría: lo que debemos hacer es postrarnos en adoración ante Jesús Eucaristía y recibirlo con fe, devoción, piedad y sobre todo amor. Y así Jesús Eucaristía convertirá nuestra tristeza en gozo, en una alegría desconocida, sobrenatural, celestial, porque es la Alegría Increada que brota de su Sagrado Corazón Eucarístico.

miércoles, 20 de mayo de 2020

“El Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena”


Quién Es El Espíritu Santo? Cuál Es Su Función Y Manifestación

“El Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena” (Jn 16, 12-15). Jesús afirma que cuando Él envíe el Espíritu Santo, después de atravesar su misterio pascual de muerte y resurrección, el Espíritu Santo “los guiará a la Verdad plena”. Se trata de una acción esencial la del Espíritu Santo, en un mundo oscurecido por las tinieblas del error y del pecado, porque es un mundo regido por el Príncipe de las tinieblas y Padre de la mentira, Satanás, el Ángel caído, la Serpiente Antigua. En un mundo así, la oscuridad y el error son los que dominan las mentes y los corazones de los hombres y de no mediar la acción iluminadora y reveladora del Espíritu Santo, los hombres no tienen forma alguna de escapar de las tinieblas en las que están envueltos. Entonces, el envío del Espíritu Santo se muestra como algo esencial al misterio pascual de Jesús: mientras que Él, en cuanto  Hombre-Dios, derrota al Príncipe de las tinieblas en la Cruz, el Espíritu Santo ilumina las mentes de los hombres que hasta ese entonces estaban entenebrecidos y oscurecidos por el Padre de la mentira.
El Espíritu Santo, entonces, “los guiará hasta la verdad plena”. ¿De qué verdad se trata? Se trata de la Verdad Absoluta, de la Verdad católica, la Verdad plena acerca de la Verdad Increada, que es Cristo Jesús. Es éste un detalle no menor: el Espíritu Santo los guiará hacia la verdad, pero no se trata de una verdad abstracta, sino de una Persona de la Trinidad que es la Verdad Increada, Cristo Jesús, por cuanto Él es la Verdad y la Sabiduría del Padre. El hecho de que el Espíritu Santo guíe a la Iglesia a la Verdad plena significa que los guiará hacia la Persona de Jesús, que es la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana.
“El Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena”. Debemos implorar el don del Espíritu Santo, porque sólo Él es capaz de guiarnos hasta la Verdad Absoluta de Dios, Cristo Jesús. Mientras el alma no está iluminada por el Espíritu Santo, yace en la más completa tiniebla espiritual, compuesta de error, mentira y pecado. Sólo cuando el Espíritu Santo ilumina al alma, ésta es llevada a la Verdad plena de Dios, el Hombre-Dios Jesucristo.

“Cuando venga el Paráclito, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena”


Características bíblicas del Espíritu Santo que como cristiano ...

“Cuando venga el Paráclito, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena” (Jn 16, 5-11). Es necesario que Jesús cumpla su misterio pascual de muerte y resurrección para que Él y el Padre envíen a la Iglesia al Espíritu Santo: “Les conviene que Yo me vaya para que les envíe el Espíritu Santo”. Ahora bien, una vez que el Espíritu Santo venga a la Iglesia, hará tres cosas: “Dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena”. Jesús explica de qué se trata: “De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe de este mundo está condenado”. En otras palabras, el Espíritu Santo, con su santidad, dejará en evidencia tres elementos propios del misterio pascual del Hombre-Dios: que existe el pecado de no creer en Cristo como Dios y como Salvador de la humanidad; que Dios ha obrado un acto de justicia y caridad al enviar a su Hijo Único para salvar al mundo; por último, que con la muerte en Cruz de Jesucristo, el Hombre-Dios ha vencido, de una vez y para siempre, al Príncipe de este mundo, la Serpiente Antigua, Satanás.
“Cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena”. Quien niegue las verdades que revela el Espíritu Santo a la Iglesia, niega la Verdad de Dios y de su misterio de salvación para los hombres y se hace reo de la Ira Divina.

lunes, 18 de mayo de 2020

“Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí”





“Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15, 26–16, 4a). Antes de subir al Padre por medio del Camino Real de la Cruz, Jesús hace una promesa: promete que Él, cuando esté con el Padre, enviará al Espíritu Santo y el Espíritu Santo, una vez en los discípulos, “dará testimonio de Él”. Esto es muy importante porque sin la iluminación del Espíritu Santo, es imposible, para la razón humana, ni siquiera comprender los misterios de Jesús, como también es imposible comprender el misterio de quién es Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad. En otras palabras, sin la iluminación del Espíritu Santo, no se pueden comprender ni las obras de Jesús -multiplicación milagrosa de panes y peces, resurrección de muertos, expulsión de demonios, etc.- ni tampoco se puede comprender que Jesús no es un hombre santo, sino Dios Tres veces Santo, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en una naturaleza humana.
“Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí”. Si Jesús y el Padre no nos envían al Espíritu Santo para que ilumine nuestras almas, éstas se verán envueltas en las tinieblas de la propia ignorancia de la razón humana acerca de los misterios divinos. Es decir, sin el Espíritu Santo, la mente humana cae en el más profundo racionalismo, porque por sí misma es incapaz de alcanzar los misterios sobrenaturales del Hombre-Dios Jesucristo.

jueves, 14 de mayo de 2020

“Yo oraré al Padre, Quien os dará el Espíritu que morará con vosotros”


Yo Influyo News - Abramos nuestro corazón al Espíritu Santo

(Domingo VI - TP - Ciclo A – 2020)


          “Yo oraré al Padre, Quien os dará el Espíritu que morará con vosotros” (Jn 14, 15-21). Jesús no sólo revela la naturaleza e identidad de Dios como Uno y Trino -lo cual es una profundización en la auto-revelación de Dios que había comenzado con los hebreos, manifestándose como Dios Uno, por encima de los dioses paganos-, sino que va más allá: en el diálogo con los discípulos, que es el diálogo con su Iglesia y por lo tanto con todos y cada uno de nosotros, Jesús nos invita a una comunión con la Trinidad. Es decir, Jesús no sólo revela que Dios es Uno y Trino, que Él está en el Padre y el Padre en Él y que ambos espiran al Espíritu Santo, sino que además nos invita a entablar una verdadera comunión de vida y amor con la Trinidad. Esto lo dice Jesús cuando afirma que Él irá al Padre y con el Padre enviará al “Espíritu de la Verdad”, Aquel al que el mundo no lo conoce -no lo conoce porque el mundo se rige y está gobernado por el Príncipe de la mentira, el Ángel caído- y que cuando venga, “hará morada” en los corazones de los discípulos, completando así la Tríada de las Divinas Personas en los corazones de los discípulos que amen a Jesús.
          En el diálogo de Jesús con los discípulos, entonces, no sólo Jesús revela la identidad y la naturaleza de Dios como Uno y Trino, sino que además nos invita a una comunión real de vida y amor con ese Dios Trino y esto por medio del envío de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo.
          Ahora bien, ¿dónde se concreta este encuentro de vida y amor con la Trinidad? ¿En dónde y de qué manera el encuentro con Dios Trino al que nos invita Jesús deja de ser un anuncio para ser una realidad? Se da en dos momentos: por un lado, esta comunión con la Trinidad se da cuando el alma cumple los mandamientos de Jesús, porque es entonces cuando Jesús está en el alma y como Él está en el Padre y el Padre en Él, están las dos Personas de la Trinidad y la Tercera, el Espíritu Santo, viene al alma cuando el alma, por Amor y guiada por el Amor, cumple los mandamientos de Jesús: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él”.
          Por otro lado, la Comunión con la Trinidad se da en la Comunión Eucarística, porque por la Comunión nos unimos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en donde inhabita el Espíritu Santo, el cual nos lleva al seno del Padre, estando aun todavía nosotros en esta vida terrena y temporal.
          “Yo oraré al Padre, Quien os dará el Espíritu que morará con vosotros”. Obremos la misericordia y comulguemos en gracia y así el Padre estará en nosotros, junto con Jesús y el Espíritu Santo; así viviremos una vida de comunión y amor con la Trinidad en esta vida terrena, como anticipo de la comunión en el Amor con las Personas de la Trinidad en la Vida eterna.

martes, 12 de mayo de 2020

“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”




“Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 15, 12-17). Jesús nos deja un “mandamiento nuevo” y es este mandamiento el que diferencia, de modo substancial, al judaísmo del cristianismo: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Hasta Jesús, existía el mandamiento de amar al prójimo -así como el mandamiento de amar a Dios-, por lo que se podría pensar que no hay diferencia entre el cristianismo y el judaísmo, al menos en este punto.
Sin embargo, aunque la formulación es la misma -amar al prójimo-, el mandamiento de Jesús es tan radical y substancialmente diferente del mandamiento hebreo, que se puede decir que son dos mandamientos absolutamente diferentes. ¿En qué consisten estas diferencias? Ante todo, el concepto de “prójimo”: para los hebreos, el prójimo era sólo aquel que compartía la raza y la religión o, al menos, la religión. Tanto es así, que el mandamiento no valía para los samaritanos, a los cuales consideraban sus enemigos, no existiendo comunicación alguna entre ambos pueblos. Para el cristianismo, el “prójimo” es cualquier ser humano, sin importar la raza, la condición social, la religión: todo ser humano, por el hecho de ser un ser humano, es prójimo del cristiano y por lo tanto entra dentro del mandamiento. Por otra parte, entra en esta categoría de prójimo incluso aquel prójimo que es considerado “enemigo”, por algún motivo circunstancial: “Ama a tus enemigos”.
Otra diferencia es el amor con el que se debe amar al prójimo: antes de Cristo, el mandamiento implicaba amar al prójimo con un amor puramente humano y este amor estaba incluido en el mandamiento a Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas, con todo tu ser, y al prójimo como a ti mismo”. Es decir, en el judaísmo, se mandaba amar con la sola fuerza del amor humano; en cambio, en el cristianismo, se manda amar no con la fuerza del amor humano, sino con la fuerza y el Amor de Dios, porque se manda amar “como Cristo nos ha amado” y Cristo nos ha amado con el Amor que inhabita en su Corazón, que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Por último, hay otra diferencia en el “mandato nuevo” de Jesucristo y el mandato del Antiguo Testamento y esta diferencia hay que buscarla en la frase de Jesús: “como Yo os he amado”. Es decir, el cristiano debe amar a su prójimo, incluido el enemigo, con el Amor del Espíritu Santo y además “como Cristo” lo ha amado y esto implica el amor hasta la muerte de Cruz, porque Cristo nos ha amado “hasta la muerte de Cruz”.
Por estas razones, el mandamiento de Jesucristo de amar al prójimo es radical y substancialmente distinto al mandamiento del Antiguo Testamento.


“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”




“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15, 9-11). Jesús nos declara su amor, pero el amor de Jesús no es un amor más entre tantos; no es el amor de un hombre santo, ni siquiera del más santo entre los santos: es el amor del Hombre-Dios, de Dios Hijo encarnado. Y este amor que anida en el Corazón Sagrado del Hombre-Dios, es el Amor que inhabita en el seno del Padre desde toda la eternidad, es decir, es el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios y es el Amor con el que nos ama Jesús. Es esto lo que dice Jesús: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. El Padre ama a Jesús desde la eternidad, con el Amor del Padre, que es el Espíritu Santo y es con este Amor Eterno -infinito, divino, incomprensible, eterno-, con el cual nos ama Jesús también desde la eternidad, aun antes de haber sido creados. Jesús no se reserva nada para Sí: todo el Amor que recibe del Padre, el Amor del Espíritu Santo, es el Amor que, en su totalidad, nos comunica desde su Sagrado Corazón y el momento culminante del don de este Amor es cuando Jesús infunde su Amor en nuestras almas, que es cuando su Sagrado Corazón es traspasado en la Cruz. En la cima del Monte Calvario, cuando su Sagrado Corazón es traspasado por la lanza del soldado romano, es ahí cuando se rompe, por así decirlo, el dique que contenía al Amor Divino -que era el que lo había llevado a cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección- y es cuando se derrama, como un océano infinito e incontenible, todo el Amor de su Sagrado Corazón, sobre las almas de todos los hombres de todos los tiempos. Es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”.
Ahora bien, Jesús nos ama con un Amor que es Eterno, pero como el amor de amistad requiere su contraparte -no puede haber amistad si no hay amor entre los amigos, es decir si el amor es sólo unidireccional-, Jesús quiere que también nosotros correspondamos a su Amor, derramada en la Cruz con su Sangre. Es decir, Jesús también quiere que lo amemos; quiere que correspondamos a su Amor y la forma que tenemos de demostrarle nuestro amor es no por medio de simples declamaciones y palabras, sino que lo demostramos de una forma muy concreta: cumpliendo sus Mandamientos, tal como Él lo dice: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”. ¿Cuáles son esos Mandamientos? Amar al prójimo -y sobre todo al enemigo- como a uno mismo, amar a Dios, llevar la cruz, perdonar las ofensas, ser misericordioso, obrando las obras de misericordia corporales y espirituales. Si no amamos al prójimo -incluido al enemigo-, si no llevamos la Cruz de cada día, si no amamos a Dios como a nosotros mismos, con el Amor del Espíritu Santo que se nos da en la Cruz, es que no amamos a Cristo. Si queremos amar a Cristo, vivamos sus Mandamientos todos los días de nuestra vida.

“Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador (…) vosotros sois los sarmientos”


Archivo:Christ the True Vine icon (Athens, 16th century).jpg ...

“Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador (…) vosotros sois los sarmientos” (Jn 15, 1-8). Jesús describe tres cosas: quién es Él, quién es su Padre y quiénes somos nosotros. Para ello, utiliza la imagen de la vid, del labrador y de los sarmientos y aplica estas imágenes a Él, al Padre y a nosotros. Él es la Vid verdadera, porque así como de la vid terrena se extrae el vino luego de la vendimia, así de Él, Vid verdadera, se extrae el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, luego de la vendimia sobrenatural que es la Pasión. Ahora bien, como toda vid, posee un labrador que la trabaja y ése labrador, en el caso de Jesús Vid Verdadera, es Dios Padre. ¿Y qué hace Dios Padre? Así como el labrador terreno poda los sarmientos vivos para que éstos crezcan más sanos y fuertes, recibiendo más savia de la vid por medio de su unión con esta, así el Padre poda, con las tribulaciones, las pruebas y la Cruz de cada día, las almas que por la gracia están unidas a Cristo, para que la savia vivificante de la gracia santificante circule en ellas todavía con más vigor y fuerza y así los haga crecer cada vez más en grados de santidad. Pero también hace otra cosa el Labrado Eterno que es el Padre: así como el labrador terreno corta, deshecha y arroja al fuego a aquellos sarmientos que están secos, es decir, aquellos sarmientos por los que ya no circula la savia de la vid, así Dios Padre poda, o más bien, quita del alma, al ver que sus esfuerzos son infructuosos, las gracias, sobre todo la gracia de la conversión final y así el alma, al morir, privada de la gracia santificante, no ve otro destino que el que ella eligió por sí misma en esta vida y es el fuego eterno, el Infierno. Es decir, Dios concede la gracia de la conversión continua y constantemente, pero llega un momento en que, ante la obstinación del alma, deja de hacerlo, abandonando al alma a su propia libertad, a su libre arbitrio y el alma así separada de la Vid Verdadera por propia voluntad, nada puede hacer para evitar la eterna condena, según las palabras del propio Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer”.
“Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador (…) vosotros sois los sarmientos”. No debemos pensar que porque hemos sido bautizados y de vez en cuando acudimos a los sacramentos o hacemos alguna oración distraída y desganada, tenemos ya el Cielo asegurado: si no obramos libremente, en el sentido de querer afianzar, conservar y acrecentar el flujo de savia vivificante que nos viene de la Vid Verdadera, Cristo, por medio de la oración, la recepción frecuente de los sacramentos y las prácticas de las buenas obras, se debilitará cada vez más en nosotros el flujo vital de la gracia hasta desaparecer y así el Labrador Eterno, Dios Padre, no hará otra cosa que lo que nosotros hicimos por cuenta propia y es el separarnos de la Vid Verdadera, Cristo Jesús. Por lo tanto, si queremos habitar en el Reino de los cielos al fin de nuestra vida terrena, obremos de manera tal que el flujo de gracia santificante que proviene de la Vid Verdadera, Cristo Jesús, sea cada vez y cada día más y más abundante. Así Cristo, Vid Verdadera, será para nosotros la Vida Eterna del alma.

lunes, 11 de mayo de 2020

“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”




“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo” (Jn 14, 27-31a). Uno de los innumerables dones que nos da Jesús, antes de partir a la Casa del Padre, es la paz: “La paz os dejo, mi paz os doy”. Es verdad que conocemos qué es la paz y que, en nuestras vidas, aparte de los períodos excepcionales que pueden trastornar la paz, como un período de guerra o de tribulaciones, transcurre en una relativa paz. Pero no es esta paz, la que nosotros conocemos, la que nos da Jesús. La paz relativa, que es ausencia de conflictos y nada más, es la paz “del mundo” y es la que conocemos por experiencia propia, por vivir en esta vida terrena. La paz que nos da Jesús es algo distinto, es una paz distinta, es una paz para nosotros desconocida, porque no es la paz mundana, según sus propias y específicas palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. Jesús nos da una paz que no es la paz del mundo, no es ni exterior, ni es mera ausencia de conflictos, como se caracteriza por ser la paz mundana. La paz que nos da Cristo es otra paz, es la Paz de Dios, y es la que sobreviene al alma como consecuencia de haber derramado el Cordero de Dios su Sangre sobre nuestras almas, borrándonos el pecado original y todo pecado, además de concedernos la gracia santificante.
“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. La paz que nos da Jesucristo es la Paz de Dios, es la paz que sobreviene al alma por la gracia santificante, que quita el pecado y concede la filiación divina; es una paz obtenida al altísimo precio de su Sangre Preciosísima derramada en la Cruz. Esto significa que cuanto más en gracia estemos, más Paz de Dios en el alma tendremos, aun cuando al mismo tiempo estemos sobrellevando alguna tribulación. Y al mismo tiempo, tanto más estaremos honrando la Sangre del Cordero, que es la que nos consiguió la Paz de Dios para nuestras almas.

“Mi Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame”




“Mi Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame” (Jn 14, 21-26). Jesús hace una promesa que sería imposible siquiera de imaginar, si Él no la hubiera revelado en Persona: Él -que es Dios Hijo- y su Padre -Dios, Padre eterno-, “harán morada” en el corazón de aquél que cumpla sus Mandamientos. Es decir, Jesús va más allá de la revelación de que Él es Dios Hijo encarnado, lo cual es algo en sí más grandioso que la creación del universo visible e invisible: promete que, si alguien cumple sus Mandamientos, tanto Él como su Padre, “harán morada” en ese corazón. Se trata de una profundización de la revelación de Jesús como Hijo de Dios: ahora, Él no sólo es Hijo, no sólo se ha encarnado para salvarnos, sino que “hará morada” en los corazones de los que cumplan sus Mandamientos. Es la doctrina de la inhabitación de Dios Uno y Trino por la gracia en el alma del justo, algo propio del catolicismo y que revela que Dios ya inhabita en el alma del justo, aun antes de la muerte, es decir, aun antes de pasar, por la muerte, a la vida eterna.
          “Mi Padre y Yo haremos morada en aquél que me ame”. ¿Y cómo sabremos si amamos a Jesús y así estar seguros de que el Padre y el Hijo inhabitan en nuestras almas? Si cumplimos sus Mandamientos, ya que Él mismo lo dice: el que me ama, cumplirá mis mandamientos”. Y cumplir los Mandamientos significa tener en el corazón al Espíritu Santo, además del Padre y del Hijo, porque quien cumple los Mandamientos lo hace movido por un amor sobrenatural y éste amor lo da el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios.
          Cumplamos los Mandamientos de la Ley de Dios y así el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, harán morada en nuestros corazones y esto ya en el tiempo terreno, como un anticipo de lo que habrá de suceder en la eternidad.

jueves, 7 de mayo de 2020

“Creed que estoy en el Padre, al menos por las obras”




(Domingo V - TP - Ciclo A – 2020)

          “Creed que estoy en el Padre, al menos por las obras” (Jn 14, 1-12). Jesús hace una revelación que deja atónitos a sus discípulos: Él es Dios y en cuanto tal, está en el seno del Padre y a la vez, el Padre está en Él. De esta manera, Jesús amplía la revelación que de Dios Uno tenían los judíos, para revelar que Dios es Uno y Trino, pero no sólo eso, sino que Él es la Segunda Persona de la Trinidad, que está en el Padre y el Padre en Él. La auto-revelación de Jesús como Dios y como Dios Hijo, como Hijo del Eterno Padre, es asombrosa y no puede ser aceptada sino media la gracia santificante, que ilumina al alma y la hace partícipe de la divinidad y por lo tanto del conocimiento divino. Sólo por medio de la gracia se puede aceptar esta revelación asombrosa de Jesús: Dios es Uno y Trino y Él es el Hijo del Padre Eterno, que posee su misma naturaleza y su mismo Ser divino y es por esta razón que Él está en el Padre y el Padre en Él y es la razón también por la cual “nadie va al Padre sino es por el Hijo”, es decir Él, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo.
          Ahora bien, esta auto-revelación de Jesús es lo que hace que su promesa de “ir al Padre para prepararles un lugar” en el Reino de los cielos, sea algo verdadero, real, substancial y no un mero deseo. Si Jesús fuera solo un hombre, santo, pero solo hombre y no Dios hecho hombre, de ninguna manera ni conocería al Padre, ni estaría en el Padre ni tampoco sería el Único Camino para ir al Padre. Pero como Jesús es el Hombre-Dios, es el Hijo del Eterno Padre y está en el seno del Padre desde la eternidad, es que Él, cuando consume su misterio pascual de muerte y resurrección, retornará al Padre, preparará las moradas para los que lo amen y reciban su gracia santificante y volverá para llevar a esas moradas eternas a todos aquellos que lo reconozcan como a su Dios y su Salvador. Esto último es muy importante, pues diferencia la Redención de la Justificación: con su muerte en Cruz, Jesús redimió a la humanidad, pagando con su Sangre la deuda contraída por el pecado original, pero sólo serán justificados, es decir, santificados, quienes voluntariamente reciban su gracia santificante. Y esto por fuerza es así, puesto que nadie entrará en el Reino de los cielos sin quererlo u obligado: quien quiera ir al Padre, debe primero reconocer al Hijo como Dios y como Mesías Salvador.
          “Creed que estoy en el Padre, al menos por las obras”. Puesto que Jesús está en el Padre y el Padre está en Jesús, cada vez que comulgamos, es decir, cada vez que nos unimos sacramentalmente al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, somos llevados por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, al seno del Eterno Padre. Cada vez que comulgamos, tenemos de modo anticipado e incoado algo más grande que el Reino de los cielos y es el Sagrado Corazón de Jesús, en donde late el Amor del Padre, el Espíritu Santo.