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sábado, 24 de octubre de 2020

“El que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado”

 


(Domingo XXXI - TO - Ciclo A – 2020)

         “El que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado” (Mt 23, 1-12). Jesús advierte tanto del peligro de la soberbia, como de la importancia de la humildad y para eso, pone como ejemplo de soberbia a los escribas y fariseos y da dos características de esta soberbia: “todo lo hacen para que los vean” –y en consecuencia los alaben y aplaudan, al considerarlos buenos y santos- y se hacen llamar “maestros” y “doctores”, cuando en realidad enseñan doctrinas humanas, mientras que los verdaderos “maestros” y “doctores” serán los discípulos de Jesús que sigan sus enseñanzas, ya que sólo Él es el “Maestro” y “Doctor”, porque sólo Él es la Sabiduría divina.

         La razón de la nocividad de la soberbia es que hace que el alma participe de la soberbia del Ángel caído, ya que la soberbia es su pecado capital, pecado cometido en el momento de su creación, al negarse a servir, amar y adorar a Dios y al decidirse a adorarse a sí mismo: el alma soberbia participa, en cierto modo y en mayor o menor medida, de este pecado capital del demonio en los cielos, que le valió la pérdida de la visión beatífica para toda la eternidad y el ser expulsado del Reino de Dios. Ésta es la razón por la cual todo aquel que se vuelva soberbia, será humillado, así como fue humillado el Ángel caído al perder la gracia y ser precipitado al Infierno.

         Por el contrario, el valor de la humildad radica en que el alma que se humilla a sí misma, imita y participa al Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que se humilló y se anonadó a Sí mismo al Encarnarse y asumir hipostáticamente, personalmente, una naturaleza humana, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, para salvar a la humanidad, ya que entregó esa humanidad santísima suya, adquirida en el seno virginal de María, en el santo sacrificio de la cruz. El sacrificio del Calvario fue otra ocasión de humillación para el Hijo de Dios, porque la muerte en cruz es la muerte más humillante de todas las muertes, por eso, el alma que se humilla a sí misma y se reconoce ser “nada más pecado” delante de Dios, participa de la humildad y auto-humillación del Hijo de Dios, Jesús de Nazareth. Jesús se anonada al Encarnarse, se anonada en la cruz y se anonada en la prolongación de la Encarnación, que es la Eucaristía, porque allí oculta su gloria divina, bajo las apariencias de pan y de vino. Quien quiera humillarse y anonadarse, siguiendo e imitando al Hijo de Dios, debe por lo tanto contemplar a Cristo crucificado, humillado en la cruz, y a Cristo Eucaristía, anonadado en la Eucaristía. Y así como Cristo, humillado y anonadado, fue exaltado a los cielos y ahora es glorificado y adorado por la eternidad, así el alma que en esta vida se una a su humillación y anonadación, será exaltada y glorificada en el Reino de los cielos.

         Es en esto entonces en lo que radican, tanto el peligro de la soberbia, que hace al alma partícipe de la soberbia del Demonio, como la salvación implícita en la humillación, porque la humillación hace que el alma participe de la humillación de Cristo en la cruz y de su gloria en los cielos después, por la eternidad.

sábado, 19 de agosto de 2017

“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz”


(Domingo XX - TO - Ciclo A – 2017)

“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz” (Mt 15, 21-28). Una mujer cananea, cuya hija está endemoniada, se acerca a Jesús, implorándole que la libere de la posesión maligna: "¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio". La actitud de Jesús hacia la mujer cananea es, ante todo, llamativa, porque si hay algo que caracteriza su misión, es el realizar milagros de todo tipo, además de exorcismos, como forma de probar que lo que Él dice de sí mismo, que es Dios Hijo, es verdad. Sin embargo, ante la mujer cananea, Jesús no parece ni siquiera conmoverse ante su pedido, porque en un primer momento, “no responde nada”, como si no hubiera escuchado la súplica de la mujer: “Pero él no le respondió nada”. Sólo cuando sus discípulos interceden –y aparentemente, no por caridad, sino porque los molesta con sus gritos, es que Jesús se dirige a la mujer: Sus discípulos se acercaron y le pidieron: "Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos".
         Pero tampoco aquí parece Jesús querer satisfacer el pedido de la mujer y el argumento es que ella es pagana, es decir, no pertenece al Pueblo Elegido, los hebreos: "Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel". Esta primera negativa de Jesús no solo no amedrenta a la mujer, sino que le da aún más fuerzas, para dirigirse a Jesús como lo que es, Dios Hijo encarnado, puesto que renueva su pedido pero esta vez, postrándose ante Él, en señal de adoración: “Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: “¡Señor, socórreme!””.
         Tampoco esta actitud parece conmover a Jesús, porque le responde de una manera tal, que la trata, indirectamente, como a un “cachorro”, es decir, como a un perro. Las palabras de Jesús, bien entendidas, son sumamente duras en confrontación con la mujer: “Jesús le dijo: "No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros”. Jesús le está diciendo, directamente, que los destinatarios principales de sus milagros son los hebreos, que son los hijos, mientras que los paganos, como ella, son como cachorros de perros, que se alimentan solo de migajas, y después que los hijos han comido bien. Tampoco esta humillación del Hombre-Dios a la mujer cananea la amedrenta; al contrario, la vuelve todavía más humilde. La mujer, lejos de ofenderse por haber sido tratada como un “cachorro de animal”, utiliza la misma figura que utiliza Jesús, para demostrar su fe y su amor a Jesús, puesto que su respuesta se explica solo por la fe y el amor que profesa a Jesús: “Ella respondió: "¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!". Es decir, la mujer cananea no solo no se ofende al haber sido tratada -si bien implícitamente y no directamente- con un cachorro de animal, con un perro, sino que acepta este trato que Jesús le da, para continuar luego con su pedido. Es como si dijera: “Está bien, Señor, reconozco que no soy digna de recibir tus milagros, porque soy pagana y no pertenezco al Pueblo Elegido; reconozco que soy como esos cachorritos de perros, que comen sólo las migajas que les dan sus amos, pero te lo suplico, Tú eres Dios, Tú tienes el poder de liberar a mi hija, te suplico, concédeme esta migaja, este milagro, que es nada en comparación a tu poder, y libera a mi hija de la posesión demoníaca”. Es aquí cuando Jesús, que había hecho todo esto sólo para probarla en su fe, pues estaba desde un inicio dispuesto a concederle lo que le pedía, le concede, por haber superado la prueba, lo que le pedía, que era un exorcismo a su hija, y la libera de la posesión demoníaca: “Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!". Y en ese momento su hija quedó curada”.
         El episodio evangélico nos deja muchísimas enseñanzas y aparte de Jesús, la que nos enseña es la mujer cananea, y veamos por qué. La mujer cananea demuestra poseer sabiduría y discernimiento de espíritus, porque se da cuenta que su hija no está enferma, ni imagina cosas, sino que es un demonio, un ángel caído, quien la atormenta. Muchos racionalistas, negadores de la vida sobrenatural, minimizan o anulan el obrar demoníaco, haciendo pasar por enfermedades psiquiátricas lo que es una verdadera posesión demoníaca. Son signos de posesión demoníaca el hablar con voz gutural, el conocer cosas ocultas, sobre todo pasadas; el hablar idiomas desconocidos; el poseer fuerza sobrehumana; el odiar todo lo que sea sagrado y pertenezca a Dios, como su Nombre, por ejemplo; el odiar, tanto a Dios como al prójimo –de ahí que el odio sea pecado mortal-; el poseer habilidades sobrehumanas, como caminar por las paredes, hacer bajar la temperatura ambiental, etc. La mujer cananea se da cuenta, porque es capaz de hacer un excelente discernimiento de espíritus, que su hija está poseída por un demonio, descartando de raíz que se trate de alguna enfermedad o de sugestión imaginativa.
         Otro ejemplo que nos da la mujer cananea es su fe en Jesucristo, pero la verdadera fe, que es la fe de la Iglesia Católica: cree en Jesús como Dios, como Hombre-Dios, porque lo trata como a Dios, diciéndole Señor, hijo de David, e implorando piedad. Cree en Jesús como Dios Hombre, porque se postra en adoración ante Él, y porque cree que tiene efectivamente el poder divino, que como Dios le corresponde, para exorcizar a su hija endemoniada, y esto con solo quererlo y estando aún a la distancia.
         Confía en la misericordia divina, porque pide auxilio a Jesús en cuanto Dios: “¡Señor, socórreme!”. Este es un primer ejemplo, de verdadera fe en Jesucristo. Dice San Beda el Venerable: “El evangelio nos muestra aquí la fe grande, la paciencia y la humildad de la cananea... Esta mujer tenía una paciencia realmente poco común”[1].
         La mujer cananea nos da ejemplo de humildad, porque no solo no se ofende cuando es tratada como “cachorro de perro” por el hecho de ser ella pagana y no hebrea, sino que acepta humildemente esta acepción de Jesús, y la utiliza para contra-argumentar a su favor, implorando todavía con más fuerzas su pedido de auxilio a Jesús. No le importa que la llamen “cachorro de perra”, y que solo sea digna de recibir migajas: confía tanto en Dios y lo ama tanto, que para ella, esas migajas, esos pequeños milagros, como la expulsión de un demonio, serán para ella el más delicioso de los manjares.
La mujer cananea nos da ejemplo de esperanza, porque cree más allá de toda dificultad, incluso dificultades que son puestas por el mismo Jesús. Estas dificultades, como hemos podido ver, no solo no le hacen disminuir la fe, sino que la fortalecen cada vez más, y por eso es modelo de esperanza en el Amor de Dios.
         La mujer cananea nos da ejemplo de caridad, es decir, de amor sobrenatural, tanto a Dios como al prójimo: demuestra que ama a Dios no con amor humano, sino con amor sobrenatural, porque no se siente ofendida por el trato que le da Dios en Persona; por el contrario, lo ama aún más, y es ejemplo de amor sobrenatural hacia su hija, porque no duda en humillarse ante Dios, para salvarla del poder del demonio.
         La mujer cananea es ejemplo, entonces, de humildad, de fe, de esperanza, de caridad. Cuando como malos cristianos actuemos con soberbia, acordémonos de la humillación de la mujer cananea; cuando como malos cristianos no creamos en la existencia y actuación del demonio y no tengamos en cuenta que el odio, la falta de perdón, la soberbia, son pecados que nos hacen participar del odio y de la soberbia demoníaca, acordémonos de la sabiduría celestial de la mujer cananea, que le permite hacer un excelente discernimiento de espíritus, detectando la presencia del Enemigo de las almas, la Serpiente Antigua, Satanás; cuando como malos cristianos desfallezcamos en la esperanza, a causa de las pruebas y tribulaciones que con la permisión divina se nos pueden presentar, acordémonos de la mujer cananea; cuando como malos cristianos actuemos con un corazón frío, vacío de amor hacia Dios y el prójimo, acordémonos de la caridad de la mujer cananea; cuando como malos cristianos dudemos de la Presencia viva, real, substancial y verdadera de Jesús en la Eucaristía, acordémonos de la mujer cananea, y postrándonos ante Jesús Eucaristía, pidamos perdón por nuestra soberbia, por nuestra falta de esperanza, por nuestra falta de caridad, por nuestra falta de fe, y roguemos a la mujer cananea, que con toda seguridad está en el cielo, para que interceda ante Jesús y nos conceda la gracia de imitarla en alguna de sus numerosas virtudes, pero sobre todo, en su fe y amor hacia Jesús, el Hombre-Dios.





[1] Cfr. San Beda el Venerable (c. 673-735), Homilía sobre los evangelios, I, 22; PL 94, 102-105.

martes, 23 de febrero de 2016

“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado”



“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado” (Mt 23, 1-12). Al advertirnos a los cristianos acerca del obrar de los fariseos, Jesús pone el acento en una característica llamativa de los mismos: el deseo de querer ser vistos y alabados por los hombres: “Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar ‘mi maestro’ por la gente”. Y si Jesús nos advierte, es para que, como cristianos, obremos de modo diametralmente contrario, es decir, que pasemos desapercibidos, así como un sirviente pasa desapercibido: “Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros”. El cristiano tiene que ser “servidor” de los demás y, en este servicio, pasar desapercibido, que es una actitud radicalmente opuesta a la de los fariseos. Luego Jesús explica la razón por la cual el cristiano no debe obrar para ser alabado por los demás, como hacen los fariseos: “Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. El ser un servidor de los demás, que pase desapercibido, implica la virtud de la humildad, que es lo opuesto al pecado de soberbia. Ahora bien, lo que hay que considerar es que no se trata de un mero virtuosismo; es decir, el cristiano no obra como servidor para simplemente cultivar una virtud, aun cuando esta sea sumamente loable, como lo es la humildad. La razón última del mandato de Jesús a los cristianos, el de obrar con humildad, sin ser vistos y sin buscar, de ninguna manera, la alabanza de los hombres, es que la humildad es la manifestación, por medio del obrar humano, de la perfección absoluta del Ser divino trinitario y, como tal, es tal vez la perfección que más sobresale en el Hombre-Dios Jesucristo, así como en su Madre, la Virgen, Madre de Dios. En otras palabras, la humildad sería como la traducción, en el lenguaje humano del obrar, de la perfección infinita del Ser divino de Dios Trino. También sucede lo mismo con otras virtudes: castidad, caridad, justicia, magnanimidad, etc., pero lo que más caracteriza al obrar del Hombre-Dios –ya con el solo hecho de la Encarnación, evento pascual en el que, sin dejar de ser Dios, asume una naturaleza, la humana, infinitamente inferior a la divina-, es la humildad. Esto quiere decir que el cristiano que busca ser “servidor de todos”, sin llamar la atención y sin buscar el aplauso y el honor de los hombres y del mundo, participa, de alguna manera, de la humildad del Hombre-Dios, que lo lleva a encarnarse y a padecer la muerte de cruz por la salvación de los hombres, lo cual le vale el ser luego glorificado –ensalzado- por Dios Padre, por la gloria de la Resurrección. Por el contrario, el que se auto-ensalza y ensoberbece, buscando el honor de los hombres y la vanagloria del mundo, participa de la soberbia del ángel caído, Satanás, soberbia que es castigada por Dios con la humillación de ser arrojado de su Presencia en los cielos y ser precipitado a los abismos del infierno.

“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado”. Jesús no nos llama, como  cristianos,  a ser meramente virtuosos, aunque esto sea, en sí mismo, algo excelente: nos llama a algo infinitamente más grande, y es a participar de su propia humildad, la humildad del Via Crucis, del Calvario y de la Pasión, para luego ser exaltados en su gloria, la gloria del Cordero “como degollado” (Ap 5, 6).

viernes, 25 de octubre de 2013

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”


(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2013)
“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Lc 18, 9-14). Jesús nos narra el caso de dos hombres religiosos con diversas actitudes en el templo: uno es un fariseo, es decir, un conocedor de la Ley de Moisés, experto en la observancia legal de la misma, que hace del templo prácticamente su segundo hogar; el otro, un publicano, alguien conocido públicamente por ser un pecador, sin mayores conocimientos de la Ley.
El fariseo se dirige hacia la parte de adelante del templo, buscando explícitamente ser visto y admirado por su porte, su presencia y su hábito religioso. Dentro de sí, el fariseo tiene pensamientos de vanagloria, de soberbia, de orgullo: agradece a Dios que “no es ladrón, injusto, adúltero, como los demás”, y se ufana de “ayunar dos veces a la semana y pagar el diezmo”. El fariseo deforma la religión porque la vacía de su contenido esencial, la caridad, la compasión, la misericordia. Siendo hombre que practica la religión, da a los demás y a sí mismo una versión falsa de la religión: para el fariseo, soberbio, la religión consiste en conocer mucho de religión, ser visto por los demás, ser alabados por todos, vestir ostentosamente el hábito religioso, hacer prácticas externas de religión, como el ayuno. Pero, al mismo tiempo, su corazón es duro, frío, insensible al pedido de auxilio de su prójimo, y esto porque la soberbia endurece al corazón y lo despoja de todo amor bueno, de toda compasión y de toda misericordia. La soberbia atrofia al corazón en su capacidad de crear actos de amor y lo habilita o capacita para una sola capacidad de amar, que es el amor a sí mismo. De esta manera, el fariseo, ni ama a Dios a través del culto religioso, ni ama al prójimo, que es la consecuencia de la verdadera religión.
La soberbia es el primer escalón descendente de la escalera creada por el demonio para conducir al alma al infierno, según San Ignacio de Loyola. Es un pecado capital, que hace al alma que lo comete partícipe del pecado capital cometido por el demonio en los cielos, y que le valió el ser expulsado de la Presencia divina. Es en esto último en donde radica la malicia y perversidad del pecado de soberbia, y es el de querer ocupar el puesto de Dios para ser adorado en su lugar: es el pecado que cometió el demonio, y es el pecado que el demonio quiere provocar en el hombre, para hacerlo partícipe de su eterna desgracia. Lo verdaderamente grave y penos con la soberbia no radica en que es un comportamiento anti-social, sino que consiste en la participación al pecado del Ángel caído, pecado que hace imposible la presencia del soberbio ante Dios, cuya majestad infinita el soberbio no soporta. Cualquier actitud de soberbia, por pequeña que sea, hace partícipe al alma de la soberbia del Ángel caído y lo coloca potencialmente al menos en las filas de los destinados a la eterna reprobación, y es por esto que Dios no aprueba las prácticas religiosas de quien es soberbio: no fue justificado.
El publicano, por el contrario, se ubica en la parte trasera del templo, hacia el final; se arrodilla ante Dios y le pide perdón por sus pecados; su corazón es manso, condición necesaria para la humildad, y ambas a su vez necesarias para la contrición del corazón. El publicano tiene conciencia de sí como “nada más pecado”, y tiene conciencia de Dios como Ser de majestad infinita y de grandeza inabarcable; sabe que sus pecados lo alejan de Dios, pero como ama a Dios, se propone no cometer más pecados, con tal de contar con su Amor y misericordia. El publicano no busca la alabanza y la vanagloria del mundo y de los hombres: busca ser visto por Dios y busca la gloria de Dios, para lo cual el camino imprescindible es la humillación y el reconocimiento de nuestra condición de pecadores. El publicano, como fruto de la mansedumbre y humildad, está atento a la voz de Dios en su conciencia, que lo guía por el buen camino, pero está atento también a la voz de su prójimo más necesitado, porque sabe que no es posible amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, imagen viviente de Dios, a quien sí se ve.
El publicano se reconoce pecador debido a que le ha sido concedida la gracia de la humildad: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador”, y es esta humildad la que lo asemeja a Jesús, el Cordero manso y humilde de corazón, y aquí radica el valor más preciado de la humildad, en que configura al alma con Cristo. De esta manera, Dios Padre, que lee las mentes y los corazones, ve en el humilde –en este caso, el publicano- una imagen viviente de su Hijo, con lo cual el alma se vuelve objeto del Amor de predilección del Padre y así queda justificado: “volvió a su casa justificado”.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. La única manera de no solo evitar la soberbia, sino de alcanzar la humildad, es la imitación del Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.

sábado, 31 de agosto de 2013

“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.


(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2013)
         “El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. Con la parábola de un invitado a una fiesta que inoportunamente se sienta en el lugar del dueño de casa, siendo desalojado de este lugar cuando el dueño llega a la fiesta, Jesús nos quiere hacer ver la peligrosidad de la soberbia para la vida espiritual: “El que se ensalza, será humillado”, nos dice Jesús, como este invitado inoportuno. Con el ejemplo contrario, el del invitado que sabe que el lugar central en el banquete corresponde al dueño de casa y no a él y, por lo tanto, se sienta en un lugar alejado y así es llamado por el dueño de casa a ocupar un lugar cercano a él, Jesús nos quiere hacer ver la importancia fundamental de la humildad para la vida espiritual: “El que se humilla, será ensalzado”.
         Jesús nos llama, por lo tanto, a evitar la soberbia, ese pecado capital que nos hace desear ser estimados, aplaudidos, considerados, y que nos provoca una gran tristeza en el alma cuando alguien nos hace ver nuestros defectos o nuestras limitaciones, cuando alguien nos corrige, o cuando no nos tienen en cuenta. La soberbia es la raíz de todos los males del alma, porque le impide vivir en paz consigo misma y con los demás, desde el momento en que no permite perdonar ni pedir perdón, y esta es la razón por la cual constituye la ruina para la vida espiritual. La soberbia provoca temor a las situaciones de humillación, desprecio, reprensión, calumnias, olvidos, injurias, y entristece al alma con la sola posibilidad de ser juzgada con malicia, y hace que el alma se esfuerce por evitar, por todos los medios posibles, la humillación.
La humildad, por el contrario, no tiene temor a todas estas cosas, y si suceden, hace que el alma las acepte con paciencia y resignación, lo cual le proporciona paz y es causa de crecimiento interior.
El alma humilde no solo no se entristece porque otros sean más amados que ella, sino que desea fervientemente que los demás sean más estimados que ella; desea que los demás sean más estimados, que los otros sean preferidos a ella en los puestos o cargos que ella desearía, etc. Es decir, el alma humilde desea –y si no lo desea, pide la gracia de desearlo- que los demás sean preferidos a ella y que sean más santos que ella, con tal de que ella sea lo más santa que pueda.
“El que se ensalza será humillado; el que se humilla será ensalzado”, nos dice Jesús, advirtiéndonos del peligro de la soberbia y del beneficio espiritual que significa la humildad.
Ahora bien, la enseñanza final de la parábola va más allá del simple hecho de evitar el pecado y de simplemente vivir la virtud, porque tanto el pecado de la soberbia, como la virtud de la humildad, nos remiten y comunican, por participación, a las realidades sobrenaturales de la vida eterna: la soberbia hace partícipe al alma del pecado del ángel caído, quien precisamente fue el autor y creador de la soberbia en su negro y pervertido corazón angélico, mientras que la humildad nos hace participar de la humildad y mansedumbre del Sagrado Corazón de Jesús, el Cordero manso y humilde que, aceptando voluntariamente la humillación de la Pasión y Muerte en Cruz, nos abrió las puertas del cielo y la felicidad eterna, la contemplación cara a cara de las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Ser partícipes del Amor del Sagrado Corazón de Jesús: esta es la razón última por la cual debemos evitar, al precio de la vida, el pecado de soberbia, y cultivar, con el mayor sacrificio, la virtud de la humildad.

sábado, 22 de septiembre de 2012

“El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”



(Domingo XXV – TO – Ciclo B – 2012)
         “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). La enseñanza de Jesús contrarresta radicalmente la soberbia del espíritu humano -y del cristiano-, que pretende ser el centro del universo. Parecería una contradicción, que aquel que quiera destacarse, es decir, ser el primero, se haga el último, es decir, el servidor de todos. Sin embargo, no es una contradicción, ya que a los ojos de Dios, las cosas son distintas a como la vemos los humanos y, sobre todo, a como vemos los cristianos, porque este Evangelio se dirige, ante todo, a aquellos que tienen sed de poder, de reconocimiento y de fama, en la misma Iglesia. Las cosas en la Iglesia no son como en el mundo, y los que nos enseñan, con su ejemplo de vida, cómo quiere Dios que obremos, son Jesús y la Virgen.
         Jesús mismo da ejemplo de cómo, siendo Él el Primero, ya que es el Nuevo Adán, en quien se origina una nueva raza humana, la raza de los hijos de Dios, es el último, puesto que muere en la Cruz, de una muerte humillante y dolorosísima, como si fuera un malhechor.
         También la Virgen nos da ejemplo, ya que Ella, siendo la Primera entre todas las criaturas, entre todos los ángeles y entre todos los hombres, por el hecho de haber sido concebido sin mancha de pecado original, por ser la Inmaculada Concepción, y por ser la Llena de gracia, al estar inhabitada desde el primer instante de su Concepción, por el Espíritu Santo, se llama a sí misma “Esclava” del Señor, tal como responde al anuncio del ángel: “He aquí la esclava del Señor”.
         Por lo tanto, si queremos sobresalir en la Iglesia; si queremos destacarnos en la Iglesia; si queremos, dando rienda suelta a nuestra sed de ser reconocidos y alabados por todos, tenemos que ser los últimos, como Jesús en la Cruz, como la Virgen en su humillación ante el anuncio del ángel.
         “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”. Jesús no nos está diciendo que está mal querer ser el primero; no está diciendo que es un pecado querer destacarse; no está diciendo que Él no aprecia a los que quieran sobresalir porque hacen bien las cosas: por el contrario, Jesús pide que seamos los primeros, que nos destaquemos en lo que hacemos, porque todos tendremos que rendir cuenta de los talentos que hemos recibido, y como nadie puede decir que no ha recibido talentos, ya que todos han recibido innumerables talentos de Dios, todos tendrán que responder por los mismos: “Al que más se le dio, más se le pedirá”.
Jesús entonces no nos prohíbe querer destacarnos, pero sí nos advierte claramente que, en la Iglesia, las cosas no son como en el mundo.
En el mundo, el que quiere sobresalir, no duda en usar las cabezas de sus prójimos como otros tantos peldaños para ascender; en el mundo, el que quiere ser el primero, no duda en usar la calumnia, la mentira, la difamación, la denuncia calumniosa, la falsedad, la hipocresía; en el mundo, el que quiere ser primero, aborrece a su prójimo si este es un obstáculo para su reconocimiento, y busca por lo tanto eliminarlo de su vista. Así son las cosas en el mundo, pero no en la Iglesia.
En la Iglesia, el que quiera ser el primero, tiene que pasar por la humillación de la Cruz, lo cual significa muchas cosas: significa considerar al prójimo como superior a uno mismo, como lo pide San Pablo; significa jamás mentir, ni en provecho propio, ni en daño ajeno; significa alegrarse del bien del prójimo, y no envidiarlo; significa jamás levantar falso testimonio, aun si de eso se siguieran grandes beneficios personales; significa pasar por alto los defectos del prójimo; significa entender que el primer y casi exclusivo servicio que debemos prestar en la Iglesia, es el apostolado para salvar almas, y que toda otra cosa es pérdida de tiempo; significa estar dispuestos a dar la vida por el prójimo, sobre todo si este prójimo es un enemigo; significa emplear al máximo los talentos recibidos, sin esperar ninguna recompensa ni reconocimientos humanos, sino darse por bien pagados por el sólo hecho de ser vistos por Dios Padre.
“El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”. Ser el primero, en la Iglesia, quiere decir ser el último, el servidor de todos, recordando las palabras de Jesús: “No he venido a ser servido, sino a servir”, y Él es quien nos sirve el Banquete celestial, la Santa Misa, dándonos a comer de su propio Cuerpo, y dándonos a beber de su propia Sangre.
Muchos cristianos creen que en la Iglesia es como en el mundo, en donde el que es primero manda con soberbia y autoritarismo, haciéndose respetar por medio de la violencia, sino física, sí verbal y moral; sin embargo, nada tienen que hacer estos métodos en la Iglesia. Quien en la Iglesia no sirve con la mansedumbre y la humildad de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, no sirve para nada.
“El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”. El que quiera ser el primero, que se humille ante Dios, como la Virgen en la Anunciación, y como Jesús en la Crucifixión, y que luego se humille delante de sus hermanos, sirviéndolos de todo corazón. El que así obre, será el primero y el más grande en el Reino de los cielos.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Fiesta de la Santa Cruz – 2012



¿Por qué exaltar la Cruz, instrumento de humillación, de tortura, de muerte? Los antiguos romanos utilizaban la cruz como el máximo escarmiento que se daba tanto a delincuentes de poca monta, como a los criminales más peligrosos, a aquellos que ponían en peligro la integridad del imperio. Habían elegido la cruz, por ser el instrumento más bárbaro, más cruel, más humillante, más atroz, y lo habían elegido precisamente, para que todo aquel que viera a un crucificado, escarmentara en piel ajena, y se decidiera a no cometer delitos, al menos por temor al castigo que le sobrevendría.
Es por esto que, como cristianos, nos preguntamos: ¿por qué exaltar la cruz, instrumento de barbarie, de tortura, de humillación y de muerte? ¿No corremos el riesgo, los cristianos, de identificarnos con la mentalidad bárbara de la época, al identificarnos con el instrumento de muerte, la cruz? La respuesta es que los cristianos adoramos la Cruz, no nos identificamos con la barbarie, y tenemos varios motivos para celebrarla y exaltarla:
Porque la Cruz era un simple madero, pero al subir Jesús, quedó impregnada con la Sangre del Cordero.
Porque en la Cruz murió el Hombre-Dios, y si bien con su Cuerpo humano sufrió muerte humillante, por su condición de Dios “hace nuevas todas las cosas”, y así con su Divinidad convirtió la muerte en vida, y la humillación en exaltación y glorificación.
Porque en la Cruz el Hombre-Dios convirtió al dolor y a la muerte del hombre, de castigos por el pecado, en fuentes de santificación y de vida eterna.
Porque en la Cruz, Jesús lavó con su Sangre, y los destruyó para siempre, a los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, de modo tal que si antes de la Cruz los hombres estaban destinados a la condenación, por la Cruz, ahora todos tienen el Camino abierto al Cielo.
Porque la debilidad y la humillación del Hombre-Dios en la Cruz, fue convertida, por la Trinidad Santísima, en muestra de fortaleza omnipotente y de gloria infinita, por medio de las cuales destruyó y venció para siempre a los tres enemigos mortales del hombre: el demonio, el mundo y la carne.
Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como alimento del alma, como Viático celestial en nuestro peregrinar al Cielo, como Pan de ángeles que embriaga al alma con la Alegría y el Amor de Dios Trino.
Porque en la Cruz, el Hombre-Dios nos dio como regalo a aquello que más amaba en esta tierra, su Madre amantísima, para que nos adoptara como hijos, nos cubriera con su manto, nos llevara en su regazo, y nos encerrara en su Corazón Inmaculado, para desde ahí llevarnos a la eterna felicidad en los cielos.
Porque en la Cruz celebró la Misa, y por la Misa renueva para nosotros su mismo y único sacrificio en Cruz, convirtiendo el altar en un nuevo Calvario, en un nuevo Monte Gólgota, en cuya cima, suspendido desde la Cruz, mana del Sagrado Corazón traspasado un torrente inagotable de gracia divina, la Sangre del Cordero, salvación de los hombres.
Por todo esto, celebramos, exaltamos y adoramos la Cruz.

miércoles, 7 de marzo de 2012

"¿Quieren beber de mi cáliz, el cáliz de la amargura?"



“¿Pueden beber del cáliz que Yo he de beber?” (cfr. Mt 20, 17-28). Luego de que Jesús anuncia su Pasión, que será traicionado, azotado y crucificado, para luego resucitar, se postra ante Él la madre de los hijos de Zebedeo, pidiéndole puestos de honor para sus hijos en el cielo.
         El pedido incomoda y molesta a los demás discípulos, puesto que ellos ambicionan y codician esos mismos puestos.
         Visto desde afuera, parecería una lucha más entre distintas facciones de cualquier organización mundana, para alcanzar el poder y el honor de los primeros puestos.
         Sin embargo, en la Iglesia, las cosas son distintas: mientras en el mundo el puesto de honor está motivado, por lo general, por deseos de satisfacer la concupiscencia del espíritu, la soberbia, y se logra por medio de prebendas y dádivas, es decir, de modo deshonesto, y una vez conseguido, se utiliza para el goce egoísta y el disfrute mezquino, en perjuicio de los demás, en la Iglesia, los puestos de máximo poder, honor y gloria, es decir, los puestos en el cielo, que es lo que pide la madre de los hijos de Zebedeo, son concedidos por Dios Padre a quienes en la tierra muestran máxima humildad y máxima configuración a la humillación de Jesús en la Pasión; son concedidos por Dios Padre a quienes siguen, en la tierra, a su Hijo Jesús, por el camino de la Cruz, es decir, por el abandono, la incomprensión, y hasta incluso la traición; son concedidos por Dios Padre a quienes en la tierra buscan servir a los demás y sacrificarse por los demás en la más completa humildad y en el más absoluto de los anonimatos, buscando no figurar ni aparecer, lo cual no quiere decir no hacer nada, sino hacer todo lo más perfectamente posible, pero sin deseos de sobresalir ni de ser aplaudidos por los hombres, sino únicamente ser vistos por Dios Padre.
         Los puestos en el cielo, los puestos de máximo poder, honor y gloria, son concedidos por Dios Padre a quienes quieren y pueden beber del cáliz amargo de la Pasión; a quienes quieren y pueden participar de la Cruz de Jesús.
         “¿Podéis beber del cáliz de la amargura que Yo he de beber?”, les pregunta Jesús a los hermanos Zebedeo, y también hace la misma pregunta a los cristianos de hoy. Y los cristianos de hoy, movidos por la gracia, al igual que los hijos de Zebedeo, y seguros de poder participar de la Cruz de Jesús con la ayuda divina, dicen: “Podemos”.

martes, 21 de febrero de 2012

El que quiera ser el primero que se haga el último de todos y el servidor de todos



“El que quiera ser el primero que se haga el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Mientras Jesús les está anunciando su próxima Pasión, los discípulos discuten entre sí quién de ellos es el más grande. Por eso es que el evangelista destaca que, mientras Jesús les habla, ellos “no comprendían” de los que les hablaba.
Y no entienden qué es lo que Jesús les dice, porque mientras Él les está hablando del camino de la Cruz, camino que supone dolor, humillación, abandono, traición, vituperio, derramamiento de sangre y muerte, para llegar a la gloria y a la vida eterna, los discípulos están pensando en la gloria mundana, la gloria dada por demonios y hombres, que consiste en alabanzas, loas, lisonjas, felicitaciones, que lo único que hacen es aumentar el ego y henchirlo de soberbia.
Mientras Jesús les está diciendo que Él deberá sufrir la muerte más humillante y dolorosa de todas, los discípulos discuten sobre quién es el más grande de todos, y con eso solo demuestran no entender nada de lo que Jesús les dice; demuestran no entender que para llegar al cielo es necesaria la humildad; no entienden que la soberbia sólo conduce en dirección al infierno.
Esto es lo que les quiere hacer ver cuando les advierte que si quieren ser primeros en el cielo, deben ser aquí, en la tierra, el último de todos y el servidor de todos. Pero ser “último de todos y servidor de todos” no quiere decir no hacer nada para pasar desapercibido, y no quiere decir que se es servidor de los demás porque no se sabe mandar o no se sabe ser jefe; “ser último de todos y servidor de todos” quiere decir tratar de hacer todo lo que corresponda al propio deber de estado lo más perfectamente posible, pero sin alardear de ello, y servir a los demás por medio del cumplimiento del propio deber de estado.
Ser el último de todos y el servidor de todos es imitar a Jesús que, en la Última Cena, siendo Él Dios en Persona, se arrodilla delante de sus discípulos para lavarles los pies, tarea reservada a los esclavos. Sólo la humildad abre las puertas del cielo, porque así el alma se configura a Cristo humilde en la Pasión. El alma soberbia, el alma rápida para la ofensa, para la susceptibilidad, para el rencor, para el deseo de venganza; el alma deseosa de alabanzas y de honores, rápida para la envidia y la difamación, jamás entrará en el cielo. De ahí la imperiosa necesidad de pedir al Sagrado Corazón: “Sagrado Corazón de Jesús, haz mi corazón manso y humilde como el Vuestro”.