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miércoles, 13 de septiembre de 2023

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

 



Como fieles católicos, podemos preguntarnos cuál es la razón por la que “adoramos” la Santa Cruz, porque esta adoración podría parecer que está en contradicción con nuestro deber de cristianos, de adorar al Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino. Este conflicto aparece ya en los primeros siglos del cristianismo, al punto de ser negada la adoración de la cruz, incluso por escritores y apologistas cristianos, como Minucio Félix, quien dice así a los paganos: “Nosotros no adoramos la cruz y tampoco la deseamos. Ustedes, los paganos, adoran dioses de madera, en los cuales imitan la figura de un hombre crucificado”[1].

         A esta objeción, los cristianos respondemos que sí adoramos la Cruz, pero de un modo diverso a como adoran los paganos a sus ídolos: no adoramos un trozo de madera; adoramos al Hombre-Dios Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores, quien está representado, simbólicamente, por la Santa Cruz. Adoramos la Santa Cruz como símbolo y signo del misterio de la salvación, porque es en la Cruz en donde fuimos redimidos, al precio de la Sangre Preciosísima del Cordero[2]. Cuando adoramos la Cruz, adoramos al Cordero de Dios que ha sido inmolado en el altar de la Cruz; cuando adoramos la Cruz, no adoramos al madero en sí mismo, sino a la Sangre del Cordero que empapa e impregna el leño de la Cruz; cuando adoramos la Cruz, adoramos la Sangre de Dios Hijo encarnado, que, brotando como un torrente de sus heridas abiertas, impregnó la Cruz para luego caer sobre nuestras almas. Entonces, los cristianos, no adoramos el leño, sino a Cristo, el Cordero, que se hizo Cruz para nuestra salvación, impregnando el madero con su Sangre Preciosísima. Los cristianos adoramos la Santa Cruz, bañada y empapada por la Sangre del Cordero de Dios. Adoramos, amamos, besamos la Santa Cruz de Jesús, porque está cubierta por la Divina Sangre del Cordero de Dios, inmolado en el Monte Calvario para nuestra eterna salvación.

         Adoramos la Cruz en el Santo Calvario, adoramos la Cruz en la Santa Misa, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, adoramos la Santa Cruz de Jesús, implantada en lo más profundo de nuestros corazones.



[1] Cfr. Minucio Félix, Octavius 29, 6s; cit. Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo, 1995, Editorial Queriniana, 94-95.

[2] Cfr. Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo, 1995, Editorial Queriniana, 94-95.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 6

 



(Ciclo B – 2020)

         Una de las características que presentan los principales protagonistas del Pesebre de Belén -el Niño, la Madre y el Padre-, es que todos son reyes o descendientes de reyes. En efecto: el Niño, que es Dios Hijo, es Rey de cielos y tierra; su padre adoptivo, San José, desciende de linaje real, del linaje de David; la Virgen, que es también Reina de cielos y tierra, es descendiente de linaje terrenal. Por lo tanto, podríamos suponer que siendo los tres miembros de la Sagrada Familia reyes e hijos de reyes, el Niño Dios podría haber nacido en un palacio magnífico, en un palacio majestuoso, ornamentado con mármoles, piedras preciosas, plata y oro, aunque teniendo en cuenta quien es, Dios Hijo encarnado, un palacio que fuera de oro y sólo de oro, sería para su majestad igual que cenizas y barro. Teniendo en cuenta estas consideraciones, nos preguntamos la razón por la cual Jesús, Rey de cielos y tierra, no nace en un palacio real, o en su defecto, por qué no nace en una de las ricas posadas de Belén, llenas de gente adinerada, bien iluminadas y con abundante espacio y comida, sino que nace en un pobre portal, el Portal de Belén, ubicado en las afueras del poblado y que era en realidad un establo para animales, un buey y un asno.

La razón por la cual nace en el portal y no en un palacio, o que no nazca en las posadas, no es que no se hubiera podido construir un palacio digno de este Rey, ni que en las ricas posadas de Belén no hubiera lugar para la Virgen, San José y el Niño: la razón por la que nace en el Portal de Belén es que el Portal de Belén, oscuro y con animales, es figura del corazón humano sin Dios y con el pecado: así como es el Portal de Belén, así es el corazón del hombre sin Dios y su gracia: oscuro y sometido a las pasiones sin freno, representadas en las bestias irracionales, el buey y el asno. Sin Dios, sin su Amor, sin su gracia, el corazón humano es oscuro, frío, sin amor de caridad, tenebroso y dominado por sus pasiones, que no pueden ser controladas por la razón y así lo dominan por completo, siendo estas pasiones representadas, como dijimos, por el buey y el asno, bestias carentes de razón.

Pero la Presencia de Dios todo lo transforma y es así que el Portal de Belén, oscuro y frío antes del Nacimiento, se ve envuelto en una luz brillantísima, como si brillaran en él miles de soles juntos, cuando el Niño Dios nace; de la misma manera, cuando la gracia entra en el corazón del hombre, el corazón se ilumina con la Luz de Dios y con su Vida y así se convierte, de pobre Portal, en el más rico y esplendoroso palacio. Y de la misma manera a como las bestias –el asno y el buey- luego del Nacimiento, se comportan con toda mansedumbre y se acercan al Niño para darle calor en la fría noche, así las pasiones del hombre, una vez que está la gracia en su corazón, se vuelven mansas y son controladas por la razón iluminada por la gracia. Ésta es la razón entonces por la que el Rey de reyes, el Niño Dios, nace en el pobre Portal de Belén y no en palacio de oro.

martes, 14 de noviembre de 2017

“Somos simples servidores”



“Somos simples servidores” (Lc 17, 7-10). Con esta parábola, Jesús no solo nos advierte contra la soberbia, que nos hace creer que toda obra buena es obra nuestra –con lo cual arruinamos lo bueno de la obra-, sino que nos revela también que todo “éxito” en el apostolado, no depende de nosotros, sino de Dios Trino. En efecto, del mismo modo a como un simple sirviente o criado no tiene que ensoberbecerse por cumplir bien la orden que le dio su patrón, como tampoco atribuirse para sí el mérito de una empresa llevada exitosamente a cabo por directivas de su patrón, y solo debe decir: “Soy un simple servidor”, así también el cristiano, cuando de una empresa apostólica pueden verse sus frutos.
La razón es doble: por un lado, el atribuirse la bondad de una empresa apostólica daña a la misma empresa apostólica, puesto que el alma se ensoberbece y cae fácilmente en el orgullo; por otro lado, es falso atribuirse el ser la causa primaria de la bondad de un apostolado, puesto que la Única Causa Primera de todo bien es Dios Trino y no nosotros. Los hombres somos meramente causas segundas, es decir, somos solo servidores –inútiles y esto, siempre y cuando hagamos la voluntad de Dios- del gran "Rey de reyes y Señor de señores" (cfr. Ap 19, 16), Cristo Jesús.