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domingo, 26 de julio de 2020

“El Reino de los cielos se parece también a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces”




“El Reino de los cielos se parece también a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces” (Mt 13, 47-53). Utilizando la imagen de unos pescadores que separan a los peces aptos para el consumo de aquellos que no lo son, Jesús describe dos cosas: por un lado, cómo es el Reino de Dios; por otro lado, y al mismo tiempo, describe cómo será el Día del Juicio Final: “Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación”.
Con esta imagen, sabemos cómo es el Reino de Dios, cuyos inicios están cerca, en cada alma en gracia, representada en los peces que son buenos, en el sentido de que son aptos para el consumo; pero al mismo tiempo, sabemos cómo es el reino de las tinieblas, que está en la tierra y obra a través de los ángeles caídos y los hombres malvados y perversos asociados a la Serpiente Antigua: estos están representados en los peces que ya no son aptos para el consumo y deben ser devueltos al mar, es decir, son los hombres que mueren en estado de pecado mortal y deben ir, por propia voluntad, al Infierno eterno.
“El Reino de los cielos se parece también a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces”. Cuando elegimos vivir en gracia, nos convertimos en ciudadanos del Reino en la tierra, destinados a la eterna bienaventuranza en el Día del Juicio Final; cuando elegimos el pecado, nos convertimos en ciudadanos del reino de las tinieblas y en socios y amigos de la Serpiente Antigua, destinados a la eterna condenación. Elijamos la gracia y el obrar la misericordia y así los ángeles nos llevarán, en el Día del Juicio Final, ante la Presencia del Rey de los cielos, Cristo Jesús.

jueves, 16 de noviembre de 2017

“El Reino de Dios está entre ustedes (…) el Reino de Dios está en ustedes”



“El Reino de Dios está entre ustedes (…) el Reino de Dios está en ustedes” (cfr. Lc 17, 20-25). Ante la tentación de esperar y desear un mesías terreno y nacionalista, que se limite a auto-proclamarse como rey y mesías y cuyos objetivos sean meramente humanos, horizontales, reducidos al espacio y el tiempo de la historia humana, Jesús revela que el Mesías de Dios y su Reino, el Reino de Dios, no será visible, es decir, no podrá ser percibido por los sentidos, porque no tendrá un lugar geográfico delimitado, al modo de los reinos terrestres. Los hombres estamos acostumbrados a percibir por los sentidos y a creer en lo que los sentidos nos dicen y es por eso que necesitamos de algo visible –en este caso, un reino- para creer –en el mesías-. Pero Dios es Espíritu Puro, Eterno, Increado, y pretender que su Reino posea las características de los reinos humanos, es reducir a Dios y su Reino a los estrechos límites de la naturaleza humana. Otra cosa distinta es que los reinos humanos, las naciones y sus gobiernos, reconozcan a Cristo como su Rey y Señor, en cuyo caso, no se trataría propiamente del Reino de Dios, sino de un reino humano que dobla sus rodillas ante Dios y su Mesías, Jesucristo, proclamándolo como Rey y Señor.

¿De qué manera está el Reino de Dios “entre nosotros”, o también “en nosotros”? El Reino de Dios está entre nosotros y en nosotros, por medio de la gracia santificante, otorgada por los sacramentos y concedidas a nuestras almas por medio de la Pasión y Muerte en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Por la gracia, el alma comienza a participar de la vida divina y puesto que la vida divina se desarrolla en el Reino de los cielos, cuando el alma está en gracia, en cierta manera, vive ya la vida eterna del Reino de Dios y vive, de modo anticipado, el Reino de Dios, eterno, estando todavía en la tierra. A esto nos referimos cuando, parafraseando a Nuestro Señor, decimos que el Reino de Dios está “en nosotros”: como la gracia inhiere en el alma y es un don interior, es por eso que decimos que “el Reino de Dios está en nosotros”, cuando estamos en gracia. Sin embargo, hay algo más en la doctrina de la gracia, que hace que el alma posea en sí misma algo infinitamente más grandioso y maravilloso que el Reino de Dios, y es que, por la gracia, el alma se convierte en morada del Rey de los cielos, Jesucristo. Por eso, en el tiempo de la Iglesia, el católico que comulga en estado de gracia, puede decir con toda verdad: “El Rey de los cielos, Jesús Eucaristía, está en mí”.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

“El Reino de Dios está entre ustedes”


“El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17, 20-25). Jesús dice que “el Reino de Dios” no viene “ostensiblemente”, y que no podrá decirse “está aquí” o “está allí”, porque está “entre nosotros”. Con esto, nos está queriendo decir que el Reino de Dios no tiene una localización geográfica ni una extensión física al estilo de los reinos terrenos, porque el Reino de Dios, tal como Él mismo lo dirá a quienes lo apresarán antes de su Pasión “no es de este mundo” (Jn 18, 36) y por lo tanto, no cumple en absoluto con los estándares de los reinos de este mundo, porque los sobrepasa por completo. En Romanos 14, 17 se da un indicio de en qué consiste el Reino de Dios: “El Reino de Dios no consiste en comida ni en bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. “Justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, en eso consiste el Reino de Dios y ésa es la clave de por qué no se puede decir: “el Reino de Dios está aquí o está allí”, porque el Reino de Dios no radica en un lugar físico o en una extensión geográfica, sino en los corazones humanos que han sido conquistados por la gracia y que han sido convertidos, de corazones de piedra, duros, insensibles y fríos, en corazones que se han convertido en imágenes vivientes y en copias vivas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, y que por lo mismo, laten al ritmo del impulso del Amor Divino y sus latidos son latidos de justicia, de gozo y de paz, como los latidos de los Corazones de Jesús y de María.

“El Reino de Dios está entre ustedes”. Si el Reino de Dios “ya está entre nosotros”, porque ese Reino de Dios consiste en la justicia, el gozo y la paz que trae al corazón la gracia santificante del Hombre-Dios Jesucristo, y esto es causa de alegría para el cristiano, cuánta causa mayor de alegría para el cristiano será el saber que su corazón, así preparado por la gracia santificante, servirá de alojamiento y de morada para el Rey de los cielos, el Hombre-Dios Jesucristo. En otras palabras, si el Reino de Dios está entre nosotros y ese Reino de Dios consiste en la gracia santificante que concede al corazón la justicia, el gozo y la paz de Dios, esto es solo como prolegómeno para la recepción del Rey de los cielos en el corazón en gracia, Jesucristo. De esta manera, si en el Nuevo Testamento Jesús les decía a sus contemporáneos: “El Reino de Dios está entre ustedes” y esto constituía para ellos la Buena Nueva, la Noticia Alegre que alegraba sus días, en nuestros días, la Iglesia nos dice a nosotros, cuando estamos en gracia y recibimos la Eucaristía: “El Rey de los cielos, Jesucristo, está en ustedes por la comunión eucarística”, y esto constituye para nosotros el motivo más grande de alegría, que colma nuestros días terrenos, en este valle de lágrimas, de gozo, de paz, de amor y de felicidad, hasta el encuentro, cara a cara, con Jesucristo, en el Reino de Dios.

miércoles, 30 de julio de 2014

“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo…”



“El Reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo…” (Mt 13, 44-46). Jesús compara al Reino de los cielos con un tesoro escondido en un campo; un hombre encuentra este tesoro y, para adquirirlo, va y vende “todo lo que tiene”, compra el campo, y se queda con el tesoro. Para entender el significado sobrenatural de la parábola, tenemos que ver qué representa cada elemento de la misma: el tesoro escondido y encontrado por el hombre, es la gracia santificante; el hombre que encuentra el tesoro, somos todos y cada uno de los bautizados en la Iglesia Católica, que hemos recibido la gracia santificante en el bautismo, pero que muchas veces no somos conscientes de la inmensidad del don recibido; el campo en donde está el tesoro, es nuestro propio corazón y nuestra propia alma, en donde está escondida, desde el momento de nuestro bautismo, la gracia santificante, es decir, el tesoro invalorable de la gracia, un tesoro de valor incalculable, pero que pasa desapercibido en la gran mayoría de los casos; el hecho de encontrar el tesoro, es decir, de saber que en el campo –o el corazón, o el alma- hay un tesoro de valor inapreciable, es la a su vez el recibir la gracia de la fe o el don de la conversión, porque es lo que permite apreciar el valor incalculable de la gracia santificante: solo quien tiene fe, es decir, solo quien ha recibido la gracia de la conversión, aprecia el don de la gracia santificante, recibida en el bautismo y acrecentada por los sacramentos, y es esto lo que significa el hecho de que el hombre de la parábola descubre un tesoro escondido en el campo: es aquel que recibe el don de la fe, el don de la conversión del corazón; los bienes que el hombre vende para adquirir el campo, son, literalmente hablando, los bienes materiales, puesto que el apego a los bienes materiales, son un obstáculo insalvable para acceder a la gracia, aunque estos bienes representan también todo tipo de impedimento a la gracia, como por ejemplo, los defectos, los pecados, sean mortales o veniales, y los vicios; la venta de bienes, que le da al hombre el capital necesario para adquirir el campo, es la lucha espiritual contra nuestros defectos, vicios, pecados y concupiscencias, como así también la confesión sacramental, que nos quitan definitivamente del alma los impedimentos, al mismo tiempo que, como en el caso de la confesión sacramental, nos provee de la gracia santificante, que es el capital con el cual adquirimos todavía mayor gracia, haciéndonos crecer aún más en santidad.

Por último, en la parábola se destaca la alegría del hombre que adquiere el campo con el tesoro, porque con la gracia santificante, el alma posee en sí misma el Reino de los cielos, que es ese tesoro escondido, y si posee el Reino de los cielos, el alma es visitada por el Rey de los cielos, Jesucristo, y por la Reina de los cielos, la Virgen María. Puesto que la Santa Misa es la actualización del Evangelio, para nosotros, estar en gracia, significa poseer en nuestros corazones el Reino de los cielos, para recibir al Rey de los cielos, Jesús Eucaristía, y si viene el Rey de los cielos en la comunión, de alguna manera, también se hace presente la Reina de los cielos, Nuestra Señora de la Eucaristía. Y para el corazón del hombre, no hay alegría más grande que poseer y amar al Rey de los cielos, Jesús Eucaristía, y a su Madre, Nuestra Señora de la Eucaristía.