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lunes, 10 de julio de 2023

“Id a las ovejas descarriadas de Israel y proclamad que el Reino de los cielos está cerca”

 


“Id a las ovejas descarriadas de Israel y proclamad que el Reino de los cielos está cerca” (cfr. Mt 10, 1-7). Es muy importante reflexionar en la doble misión que Jesús encarga a sus discípulos: una, que anuncien que “el Reino de los cielos está cerca”; la segunda, que ese anuncio no se haga por el momento a los paganos, sino “a las ovejas descarriadas de Israel”. Esto llama un poco la atención: ¿porqué les dice “ovejas descarriadas” a los integrantes del Pueblo Elegido? ¿No eran acaso ellos los únicos que, en la Antigüedad, eran los depositarios de la revelación de Dios como Uno y por eso eran el único pueblo monoteísta de ese tiempo? Es verdad que luego Jesús revela que ese Dios Uno que conocen y adoran los judíos, es además Trino, es decir, Uno en naturaleza y Trino en Personas, pero hasta el momento, eran los únicos que habían recibido el don, la gracia, de saber que no había muchos dioses, sino un solo Dios verdadero. Entonces, si eran depositarios de la Verdad Revelada hasta ese momento, ¿Por qué Jesús los llama “ovejas descarriadas”?

Los llama así porque sus jefes religiosos, los fariseos, los doctores de la ley, los escribas, habían tergiversado de tal manera la ley de Dios, que habían pervertido la esencia de la religión y en vez de hacerla consistir en la adoración a Dios Uno y en el amor al prójimo como a sí mismo, como lo afirmaba la ley, sostenían erróneamente que la justificación estaba en el mero cumplimiento externo de mandamientos puramente humanos, como por ejemplo, daban más importancia a la ablución de manos y objetos, antes que la piedad para con Dios y el amor al prójimo. Los jefes religiosos habían distorsionado a tal grado la religión, que literalmente no les importaba dejar sin comer a viudas y huérfanos, siempre y cuando se cumplieran los preceptos externos de la ley, preceptos por otra parte, en su inmensa mayoría, inventados por ellos mismos. Habían cambiado el corazón de carne por un corazón de piedra, un corazón frío, insensible ante el dolor humano, incapaz de obrar la caridad e incapaz por lo tanto de amar sinceramente al Dios verdadero, porque quien no ama al prójimo, no ama a Dios, ya que el prójimo es la imagen viviente y visible del Dios Viviente e invisible: el prójimo está puesto por Dios para que sepamos la medida real de nuestro amor para con Dios: así como tratamos al prójimo, así tratamos a Dios en la realidad.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel y proclamad que el Reino de los cielos está cerca”. El Nuevo Pueblo Elegido somos los integrantes de la Iglesia Católica; por esto mismo, si no prestamos atención, también nosotros podemos caer en la misma tentación de escribas y fariseos: endurecer el corazón para con el prójimo, con lo cual, ni tenemos caridad cristiana para con el prójimo, ni amamos a Dios Uno y Trino como Él merece ser amado, servido y adorado.

miércoles, 1 de marzo de 2023

“Antes de presentar la ofrenda en el altar, reconcíliate con tu hermano”

 


“Antes de presentar la ofrenda en el altar, reconcíliate con tu hermano” (Mt 5, 20-26). Jesús nos advierte y nos avisa de que tenemos que ser “mejores que los escribas y fariseos”, si es que queremos ir al Reino de los cielos, al término de nuestra vida terrena.

Para darnos una idea de lo que significa ser “mejores que los escribas y fariseos”, debemos recordar cuál es el calificativo que Jesús les da a ellos, que eran los sacerdotes y laicos de la época. Uno de los principales calificativos de Jesús para con los escribas y fariseos es el de “hipócritas”; es decir, Jesús, que lee los corazones y los pensamientos, por cuanto Él es Dios, sabe que los escribas y fariseos utilizaban la religión y el templo, ya sea para adquirir poder, prestigio y renombre ante la sociedad, o también para quedarse con las ofrendas depositadas ante el altar, con lo cual le quitaban a Dios la honra que solo Dios merece y también le quitaban los dones que el pueblo fiel le hacía.

Teniendo esto en mente, es decir, el calificativo que Jesús da a los fariseos, el de “hipócritas”, se comprende mejor el ejemplo que Jesús da, para que precisamente no cometamos el mismo error de ellos, el de ser hipócritas: Jesús nos dice que, antes de presentar una ofrenda ante el altar -lo cual se puede interpretar también como el asistir a la Santa Misa, de modo genérico-, si tenemos algún pleito, algún desencuentro, algún motivo de discordia con nuestro prójimo, debemos primero reconciliarnos con nuestro prójimo, lo cual implicará el pedir perdón, si nosotros fuimos los causantes de la discordia, o el perdonar al otro, si el otro fue el que nos ofendió; solo así, después de habernos reconciliado con nuestros prójimos, estaremos en grado de presentarnos ante el altar del Señor, en Quien no hay no solo pecado, sino ni siquiera la más mínima imperfección.

“Antes de presentar la ofrenda en el altar, reconcíliate con tu hermano”. Entonces, para no ser hipócritas ante Dios -porque los hombres no pueden leer los pensamientos ni los corazones, entonces es fácil pasar por justos ante los demás, aun cuando tengamos alguna diferencia con algún prójimo-, debemos reconciliarnos con nuestros hermanos -no quiere decir que físicamente debamos estar ante nuestro prójimo, basta que en nuestro corazón no se albergue ningún sentimiento maligno-; de esta manera, Jesús aceptará la ofrenda de nuestros corazones, depositados al pie del altar, al pie de la  Santa Cruz, por manos de Nuestra Señora de los Dolores.

martes, 10 de mayo de 2022

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”

 


(Domingo V - TP - Ciclo C – 2022)

         “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 13, 31-33a. 34-35). En la Última Cena, antes de partir al Padre, Jesús deja un mandamiento nuevo, el cual será la característica de los cristianos: el amor de unos a otros como Él nos ha amado.

         Este mandamiento nuevo implica varias cosas: primero, amar como Él nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo; otro elemento es que en el prójimo está incluido el enemigo personal: “Amen a sus enemigos”; este mandamiento no se aplica a los enemigos de Dios, de la Patria y de la familia, sino solo a los enemigos personales. A los enemigos de Dios, de la Patria y de la familia se los combate, con la "espada de doble filo de la Palabra de Dios" y con la Fe de los Apóstoles; a los enemigos personales, se los ama como Cristo nos ha amado.

         Otro elemento a tener en cuenta en este mandamiento nuevo de Jesús es que es una ampliación y profundización del Primer Mandamiento: “Amarás a Dios y al prójimo como a ti mismo”. En cuanto a Dios, debemos amarlo porque Dios es Amor, o también, el Amor es Dios y el Amor no merece otra cosa que ser amado. Es imposible no amar al Amor, por eso, es imposible no amar a Dios. Luego, debemos amar al prójimo y esto es así porque, como dice el Evangelista Juan, nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama a su prójimo, a quien ve. En otras palabras, no se puede amar, verdadera y espiritualmente a Dios Uno y Trino -a quien no vemos, porque no estamos en la visión beatífica- si no se ama al prójimo, a quien vemos. La razón es que el prójimo es una creación de la Trinidad, creado “a su imagen y semejanza”; es decir, cada prójimo es una imagen viviente, visible, de la Trinidad invisible, por eso es que no podemos decir que amamos a la Trinidad, a quien no vemos, si no amamos a la imagen de la Trinidad, que es nuestro prójimo, a quien sí podemos ver. Tratar mal a nuestro prójimo, imagen de Dios, no demostrarle amor cristiano, no obrar con él la misericordia, sería como si alguien abofeteara al embajador del presidente de un país, pero al encontrarse con ese presidente, del cual el embajador era el representante, se deshiciera en halagos y lo abrazara y palmeara fingiendo calidez y amistad. Es lo mismo en lo que se refiere a nuestro prójimo y Dios: nuestro prójimo es representante, embajador, vicario, de Dios y por eso, actuamos como hipócritas o cínicos cuando destratamos a su embajador, nuestro prójimo, pero luego en la oración nos deshacemos en alabanzas a Dios.

         Ahora bien, para los católicos, hay algo más que se debe tener en cuenta y es que el prójimo es imagen no solo de Dios Uno y Trino, sino de Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth, porque Él se encarnó, se hizo imagen nuestra, por así decir, sin dejar de ser Dios. Esto quiere decir que el prójimo, para nosotros, los católicos, es imagen de Dios Hijo encarnado, por lo que el mandamiento nuevo de Jesús es todavía más novedoso, porque ya no sólo se trata de amar a Dios, a quien no se ve, sino de amar a su imagen, el prójimo, a quien se ve, y en quien Dios se encuentra, misteriosamente, presente. En otras palabras, si en la Creación, Dios Trinidad nos hizo a imagen y semejanza suyo, en la Encarnación, el Hijo de Dios “se hizo”, por así decir, a imagen y semejanza nuestra, ya que siendo Dios invisible unió a su Persona divina una humanidad visible, la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. Por estas razones no hay que olvidar que Jesús, en el Día del Juicio Final, nos juzgará sobre la base de lo que hicimos o dejamos de hacer con nuestro prójimo, en quien Él estaba misteriosamente presente, tal como se desprende de sus palabras: “Toda vez que hicisteis algo (bueno o malo) a cada uno de estos pequeños, A MÍ me lo hicisteis”. Cada vez que interactuamos con nuestro prójimo, no estamos interactuando sólo con él, sino con Jesús, que está misteriosamente presente en él. Por ejemplo, cuando damos un consejo a un prójimo angustiado, cuando visitamos a un prójimo enfermo, damos un consejo a Cristo presente en el prójimo, visitamos a Cristo misteriosamente presente en nuestro prójimo. Pero también sucede con las obras malas: cada vez que alguien calumnia a un prójimo, calumnia a Cristo que está presente en ese prójimo; cada vez que alguien se enciende en ira con su prójimo, se enciende en ira con Cristo, que está misteriosamente presente en ese prójimo. De ahí la importancia de no solo medir las palabras con las cuales tratamos a nuestro prójimo, sino incluso de rechazar todo pensamiento o sentimiento maligno, perverso, negativo, contra nuestro prójimo, porque si consentimos a esos pensamientos malignos y perversos contra el prójimo, lo estamos haciendo con el mismo Cristo. Y con Cristo, que lee nuestros pensamientos y nuestros corazones, no se juega, porque de Dios nadie se burla.

         “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Sin embargo, no basta con no tener pensamientos ni deseos malvados contra nuestro prójimo; eso es apenas el inicio del mandamiento nuevo: para amar al prójimo como Cristo nos manda, debemos amarlo como Él nos ha amado primero: hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo. Puesto que nuestro amor humano es absolutamente incapaz de cumplir con este mandamiento, porque se necesita el Amor de Dios, el Espíritu Santo, debemos implorar el Don de dones, el Espíritu Santo, que se nos dona en cada Eucaristía, para así poder amar al prójimo como Cristo nos amó, hasta la muerte de cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

 


jueves, 7 de octubre de 2021

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”


 

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!” (cfr. Lc 11, 47-54). Jesús dirige nuevamente “ayes” y lamentos, a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la ley. La gravedad de estos ayes y lamentos aumenta por el hecho de que aquellos a quienes van dirigidos, son hombres, al menos en apariencia, de religión. Entonces, surge la pregunta: si son hombres de religión, si son hombres que están en el Templo, cuidan el Templo y la Palabra de Dios, ¿por qué Jesús les dirige ayes y lamentos? Porque si bien fueron los destinatarios de la Revelación de Dios Uno, por un lado, pervirtieron esa religión y la reemplazaron por mandatos humanos, de manera tal que ese reemplazo los llevó a olvidarse del Amor de Dios, como el mismo Jesús se los dice; por otro lado, se aferraron con tantas fuerzas a sus tradiciones humanas, que impidieron el devenir sucesivo de la Revelación, al perseguir y matar a los profetas que anunciaban que el Mesías habría de llegar pronto, en el seno del mismo Pueblo Elegido. Es esto lo que les dice Jesús: “¡Ay de ustedes, que les construyen sepulcros a los profetas que los padres de ustedes asesinaron! Con eso dan a entender que están de acuerdo con lo que sus padres hicieron, pues ellos los mataron y ustedes les construyen el sepulcro. Por eso dijo la sabiduría de Dios: Yo les mandaré profetas y apóstoles, y los matarán y los perseguirán”.

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”. Los ayes y lamentos también van dirigidos a nosotros porque si tal vez no hemos matado a ningún profeta, sí puede suceder que “ni entremos en el Reino, ni dejemos entrar” a los demás, toda vez que nos mostramos como cristianos, pero ocultamos el Amor de Dios al prójimo. Cuando hacemos esto, nos convertimos en blanco de los ayes de Jesús, igual que los fariseos, escribas y doctores de la ley. Para que Jesús no tenga que lamentarse de nosotros, no cerremos el paso al Reino de Dios a nuestro prójimo; por el contrario, tenemos el deber de caridad de mostrar a nuestro prójimo cuál es el Camino que conduce al Reino, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis y esto lo haremos no por medio de sermones, sino con obras de misericordia, corporales y espirituales.

 

jueves, 5 de agosto de 2021

“Perdona setenta veces siete”

 


         “Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21–19, 1). Pedro pregunta a Jesús si debe perdonar a su prójimo “siete veces”, puesto que éste era el número perfecto para los hebreos; además, una vez superadas las siete veces, se pensaba que a la octava vez ya se podía aplicar la ley del Talión –“ojo por ojo, diente por diente”- para con el prójimo que cometía la ofensa. La respuesta de Jesús deja perplejo a Pedro y establece cómo ha de ser en adelante el perdón cristiano hacia el prójimo considerado enemigo, al tiempo que deja abolida la ley del Talión: Jesús dice que se debe perdonar al prójimo que nos ofende “siete veces siete”, lo cual significa, en la práctica, siempre, es decir, todo el día, todos los días, si la ofensa se repitiera todo el día, todos los días.

         El fundamento del perdón cristiano se encuentra en la Santa Cruz: es allí donde Dios Padre nos perdona, en Cristo Jesús, nuestros innumerables pecados, al lavarnos con la Sangre de su Hijo, que se nos derrama en nuestras almas por el Sacramento de la Penitencia. Esto significa que si Dios nos perdona a nosotros, siendo sus enemigos, en la Cruz y cada vez que nos acercamos al Sacramento de la Confesión, con un perdón que ha costado la Sangre de su Hijo y que por lo tanto es un perdón basado en el Amor infinito, divino y eterno de Dios, nosotros, pobres creaturas, no tenemos ninguna excusa para no perdonar a nuestro prójimo que nos ofende, con el mismo perdón con el que somos perdonados por Dios en Cristo Jesús.

         Para ejemplificar tanto el perdón divino como nuestra mala predisposición a perdonar al prójimo, Jesús narra la parábola del siervo que debía una inmensa fortuna al rey: llamado por este para que le salde la deuda, el deudor suplica el perdón de la deuda, a lo que accede el rey, perdonándole todo lo que debía, pero cuando el hombre, que acababa de ser perdonado sale y se encuentra a su vez con alguien que le debía una pequeña suma de dinero, lo hace apresar porque no tenía con qué pagarle la deuda. Al enterarse el rey, ordena a este hombre malvado, que no perdonó a su prójimo, que lo traigan ante su presencia y, en castigo, ordena que lo pongan en la cárcel hasta que cumpla todo lo que debe, cancelando el perdón de la deuda que había concedido antes. En el rey que perdona una deuda imposible de pagar, está figurado Dios Padre, quien nos perdona, por la Sangre de su Hijo Jesús derramada en la Cruz, la deuda imposible de pagar por parte nuestra, que es el pecado; en el hombre perdonado pero que a su vez no perdona a su prójimo, estamos figurados nosotros cuando, habiendo recibido el perdón de los pecados por el Sacramento de la Penitencia, al salir de la Iglesia nos encontramos con un prójimo que nos debe algo o nos causó algún daño y nos negamos a perdonarlo, exigiendo, en vez del perdón, la justicia para con él. Ese hombre que, a pesar de haber sido perdonado, se muestra rencoroso y malvado, somos nosotros, toda vez que nos negamos a perdonar “setenta veces siete”, como nos manda Jesús.

         “Perdona setenta veces siete”. ¿De dónde sacar el amor con el cual perdonar a nuestro prójimo? De la contemplación de Cristo crucificado, considerando cómo Dios Padre nos perdona siendo nosotros sus enemigos y alimentándonos del Amor del Sagrado Corazón de Jesús, contenido en la Sagrada Eucaristía. Sólo así podremos perdonar “setenta veces siete”, como nos manda Jesús.

 

jueves, 29 de abril de 2021

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”

 

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 15, 12-17). Jesús da un nuevo mandamiento: sus discípulos deben “amarse los unos a los otros”. Visto así, no parecería un mandamiento verdaderamente “nuevo”, porque ya existía un mandamiento que ordenaba el amor al prójimo; si lo vemos así, entonces el mandamiento nuevo de Jesús no sería tan nuevo como lo dice Jesús. Sin embargo, el mandamiento de Jesús es verdaderamente nuevo, por las siguientes razones: por un lado, el concepto de prójimo es distinto: antes, para los hebreos, se consideraba como “prójimo” sólo al que compartía la raza y la religión, el resto estaba excluido de este concepto: a partir de Jesucristo, el prójimo a amar es todo ser humano, independientemente de su raza, de su religión, de su condición social, de su edad, etc.; por otra parte, el amor con el que se mandaba amar al prójimo y también a Dios era puramente humano, ya que así lo especificaba el mandamiento: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, con todo tu ser”, es decir, se enfatizaba el carácter meramente humano del amor con el que se debía amar a Dios y al prójimo y esto es importante, porque el amor humano es limitado por naturaleza, además de estar contaminado por el pecado original: en el mandamiento de Jesús, el amor con el que hay que amar a Dios y al prójimo es el Amor de Dios, donado por el Sagrado Corazón de Jesús, traspasado por la lanza en el Calvario; por último, Jesús manda amar “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado hasta la muerte de cruz, siendo nosotros sus enemigos, porque fuimos nosotros quienes lo crucificamos con nuestros pecados y esta condición de amar hasta la muerte de cruz, no estaba en el Antiguo Testamento.

Entonces, las novedades que hacen verdaderamente nuevo al mandamiento de Jesús, son: el concepto de prójimo, que se hace universal y trasciende los límites de la raza y de la religión; el amor con el que se debe amar a Dios y al prójimo, ya no es un amor puramente humano, sino que se debe amar con el Amor de Dios, con la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo; por último, se debe amar incluso hasta a los enemigos y ese amor debe ser “hasta la muerte de cruz”, es decir, el amor cristiano implica la decisión de dar la vida por la salvación eterna de nuestro prójimo, incluso si este es nuestro enemigo. Por todas estas razones, el mandamiento nuevo de Jesús de “amarnos los unos a los otros”, es verdadera y realmente nuevo, inexistente hasta Jesús.

domingo, 14 de junio de 2020

“Amad a vuestros enemigos”




“Amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 43-48). Hasta antes de Jesús y en relación al prójimo convertido en enemigo por alguna circunstancia, el trato dado a dicho prójimo dependía de la llamada “ley del Talión”: ojo por ojo, diente por diente. Es decir, mandaba amar al prójimo, pero si ese prójimo se convertía en enemigo por alguna circunstancia, se lo aborrecía y se aplicaba esta ley del Talión, por la cual se pretendía un cierto resarcimiento o justicia frente al mal infligido por el prójimo. Pero a partir de Jesús, esta ley del Talión deja de tener validez y es reemplazada por la ley de la caridad que establece Jesucristo: a partir de Él, no sólo se debe amar al prójimo con el que se tiene amistad, sino que se debe amar al prójimo con el que se tiene enemistad: “Amad a vuestros enemigos”. La razón de esta nueva ley hay que buscarla en el sacrificio de Cristo en la cruz: Él muere y da su vida por la salvación de nuestras almas y lo hace cuando nosotros éramos enemigos de Dios por el pecado. Es decir, Jesús manda amar al enemigo porque Él nos amó a nosotros, siendo nosotros sus enemigos, los enemigos de Dios, a causa del pecado. Lo que Jesús nos manda es en realidad a imitarlo a Él, porque Él nos amó primero y nos amó siendo nosotros sus enemigos. Quien ama a su enemigo y cumple lo que Jesús manda, en realidad lo está imitando a Él, que dio su vida en la cruz por los hombres, que éramos enemigos de Dios por el pecado.
“Amad a vuestros enemigos”. Cuando se presente alguna ocasión en la que un prójimo nuestro se convierte en enemigo, antes de ceder al impulso de la venganza o el rencor, elevemos la mirada a Jesús crucificado y recordemos que Él predicó con su vida el amor a los enemigos; recordemos que Él nos perdonó y nos dio la vida eterna siendo nosotros sus enemigos y entonces, busquemos de imitarlo, amando a nuestros enemigos como Él nos amó desde la cruz.

miércoles, 27 de mayo de 2020

“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”




“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús ora al Padre en la Última Cena, pidiendo el don del Espíritu Santo para su Iglesia naciente. Una de las funciones del Espíritu Santo, será unir a los discípulos de Jesús, que forman su Iglesia, en un solo Cuerpo Místico. En este Cuerpo Místico la característica será la de estar unidos en el Amor de Dios, porque el Espíritu Santo será el aglutinante, el que los una en el Amor de Dios, a los hombres con Jesús y con el Padre, así como el Espíritu Santo es el que une en la eternidad al Padre con el Hijo. Esto es lo que explica las palabras de Jesús: “Oraré para que el amor que me tenías esté con ellos”, esto es, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque ése el “amor que el Padre tenía a Jesús” desde la eternidad, antes de la Encarnación. Desde toda la eternidad, lo que une al Padre y al Hijo, en un único Ser divino trinitario, es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, que es el Amor espirado del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Ahora Jesús quiere que ese Amor Divino sea el que una a los hombres en Él y, en Él, al Padre, por eso es que dice que “orará para que el amor que el Padre le tenía” desde la eternidad, esté con ellos. Ése Amor, el Espíritu Santo, es el que une a su vez a los hombres con Jesús: “Como también yo estoy con ellos”. Jesús está con sus discípulos, con su Iglesia, por el Amor de Dios, por el Amor Misericordioso de Dios; no hay ninguna otra explicación para el misterio pascual de Jesús de muerte y resurrección que no sea el don del Espíritu Santo para los hombres redimidos por su Sacrificio en Cruz en el Calvario.
“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Luego de que Jesús muera y ascienda a los cielos, enviará con el Padre al Espíritu Santo, el cual unirá a los hombres a Cristo y, en Cristo, al Padre. Así, el distintivo de la Nueva Iglesia fundada por Jesús, la Iglesia Católica, será el amor, pero no un amor humano, sino el Amor de Dios, que hará que se amen entre ellos como Jesús los ha amado, hasta la muerte de Cruz: “En esto sabrán que son mis discípulos, si os amáis los unos a los otros como Yo los he amado”. Se puede saber si un alma tiene el Espíritu Santo si ama a sus hermanos –incluidos sus enemigos-, como Jesús nos amó, hasta la muerte de Cruz. Quien no ama a su prójimo, no tiene consigo al Amor de Dios, el Espíritu Santo, donado por Cristo luego de su gloriosa Ascensión.

sábado, 18 de mayo de 2019

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”



(Domingo V - TP - Ciclo C – 2019)

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Jn 13, 31-33a.34-35). Jesús dice que deja un mandamiento nuevo, que es el amor al prójimo, pero en el Antiguo Testamento ya existía ese mandamiento, lo cual quiere decir que –al menos en apariencia- el mandamiento de Jesús no es tan nuevo como Él lo dice. En el Antiguo Testamento se mandaba amar al prójimo, al igual que lo hace Jesús ahora; por eso, visto de esta manera, no se entiende dónde está la novedad del mandamiento de Jesús, si éste ya existía. Muchos podrían objetar y decir: Jesús manda un nuevo mandamiento que no tiene nada de nuevo, porque ya existía el mandamiento de amar al prójimo en el Antiguo Testamento.
Sin embargo, el mandamiento de Jesús es nuevo y de tal manera, que es completamente nuevo, aun cuando en el Antiguo Testamento ya existiera un mandamiento que mandara amar al prójimo. La causa de la novedad de Jesús radica en dos elementos: en el concepto de prójimo y en la cualidad del Amor con el que Jesús manda amar al prójimo. Es decir, la diferencia con el mandamiento del Antiguo Testamento es en la consideración del prójimo y en la cualidad del amor con el que se manda amar al prójimo.
Con respecto al prójimo, hay que tener en cuenta que para los hebreos el prójimo era solo otro hebreo que profesaba la religión judía, con lo cual, el mandamiento estaba restringido solo a los de raza hebrea y de religión judía: la diferencia con el mandamiento de Jesús es que el cristiano ama a su prójimo sin importar la raza, la religión, la nacionalidad, la condición social, es decir, el concepto de prójimo es mucho más amplio, puesto que abarca a todo ser humano, que el concepto de prójimo que tenía el Antiguo Testamento. A esto hay que agregar que, en la condición de prójimo, está incluido el enemigo personal –no el enemigo de Dios y de la Patria-, porque Jesús también dice: “Ama a tu enemigo”.
La otra diferencia es la cualidad del amor: en el Antiguo Testamento, se mandaba amar con las solas fuerzas del amor humano, ya que el mandamiento con el que se mandaba amar a Dios y al prójimo decía: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, con toda tu alma, con todo tu corazón, con todo tu ser”, es decir, ponía el acento en el amor puramente humano, que debía dirigirse a Dios y por lo tanto también al prójimo. En el mandamiento de Jesús, en cambio, el amor con el que se manda amar –a Dios y al prójimo- no es el mero amor humano: es el Amor con el que Él nos ha amado y ese Amor es el Amor de Dios, el Espíritu Santo: en efecto, Jesús dice “amaos los unos a los otros como Yo os he amado” y Jesús nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo. El cristiano, en consecuencia, debe amar a su prójimo -incluido el enemigo- con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. ¿Cómo conseguir este amor, que por definición no lo tenemos ni es nuestro? Postrándonos ante la Cruz de Jesús e implorando el Amor del Espíritu Santo, y recibiéndolo -en estado de gracia- en la Comunión Eucarística.
Por último, hay además otro elemento que no estaba presente en el Antiguo Testamento y es la Cruz: Jesús nos dice que nos amemos unos a otros “como Él nos ha amado” y eso implica que no sólo nos ha amado con el Amor del Espíritu Santo, sino que Él nos ha amado hasta la muerte de Cruz y es así, hasta la muerte de Cruz, como debe amar el cristiano a su prójimo, incluido el enemigo.
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”. El mandamiento de Jesús es verdaderamente nuevo y radicalmente distinto del mandamiento del Antiguo Testamento y consiste, entonces, en amar a todo prójimo, sin distinción de razas, de religión ni de nacionalidad; amar con el amor de Dios, el Espíritu Santo; amar hasta la muerte Cruz. Todos estos son elementos que hacen que el mandamiento de Jesús sea un mandamiento verdaderamente nuevo y de origen celestial.

martes, 26 de abril de 2016

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”


“Os dejo la paz, os doy mi propia paz” (Jn 14, 27). Antes de sufrir su Pasión, Jesús deja a su Iglesia uno de los más preciados dones para la humanidad entera: la paz. ¿De qué paz se trata? Jesús mismo nos encamina a la respuesta: la paz que deja a su Iglesia es su paz, que es la paz de Dios; no es la paz del mundo, como Él mismo lo dice: “Os dejo la paz, os doy mi propia paz, pero no como la da el mundo”. Jesús establece una diferencia neta entre la “paz del mundo” y la “paz de Dios”, que es la que da Él. ¿Cuáles son estas diferencias? Ante todo, la paz del mundo es extrínseca al hombre y no compromete su interior; es decir, el mundo da una paz que podríamos llamar “social”, pero que no apacigua el espíritu del hombre. Otra diferencia está en aquello que causa la paz: en el mundo, la paz significa mera ausencia de conflictos, sin comprometer el estado espiritual del hombre: así, puede haber paz social –por un acuerdo entre los miembros de la sociedad, por tratados civiles, etc.-, pero puesto que esto se refiere sólo a lo externo, la paz del mundo coexiste con un estado de violencia interior en el hombre. Por el contrario, la paz de Dios, que es la que da Cristo Jesús, es eminentemente espiritual e interior, y está causada por la gracia santificante, que quita de raíz aquello que enemista al hombre con Dios y le quita la paz: el pecado. Pero no solo esto: al quitar el pecado, la gracia apacigua y pacifica al alma, porque la hace partícipe de la naturaleza y de la vida de Dios, que es paz en sí mismo. La paz de Cristo es entonces la verdadera paz que necesita el hombre, porque no solo quita el factor de enemistad con Dios –el pecado-, sino que lo colma sobreabundantemente con la vida divina misma, al conceder la participación en la naturaleza de Dios. En otras palabras, el hombre que recibe la gracia santificante de Jesucristo, no solo ve eliminada la barrera que lo separaba y enemistaba con Dios, quitándole la paz, sino que ahora está unido a Dios por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que es pacífico en sí mismo al ser Él es la Paz Increada.

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”. Desde la cruz, Jesús nos dona la paz con su Sangre derramada; por la Eucaristía, Jesús derrama su paz, no la paz del mundo, sino la paz de Dios, sobre quienes lo reciben con fe y con amor. Entonces, es esta paz, la paz de Dios que el alma recibe de Jesucristo, la que el cristiano debe dar a su prójimo; todo cristiano debería decir a su prójimo -más con obras de misericordia que con palabras-: “Te doy la paz de Cristo, te dejo la paz de Cristo, la paz que Él me dio al lavar mis pecados con su Sangre y al donarme su vida divina con su sacrificio en cruz”.

miércoles, 17 de junio de 2015

“Cuando ores, des limosna o ayunes, que solo lo sepa tu Padre que ve en lo secreto, y Él te recompensará”


“Cuando ores, des limosna o ayunes, que solo lo sepa tu Padre que ve en lo secreto, y Él te recompensará” (Mt 6, 1-6. 16-18).  A diferencia de los fariseos, que practicaban la religión para ser vistos y alabados por los hombres, sin importarles en realidad la verdadera esencia de la religión, esto es, la caridad, la compasión hacia el prójimo, y la piedad y el amor sobrenatural hacia Dios, Jesús pone en claro, para sus seguidores, los cristianos, en qué consiste la verdadera religión y el verdadero acto religioso que agrada a Dios, el cual tiene una doble vertiente: hacia Dios y hacia los hombres: hacia los hombres, la limosna, la cual puede ser material, de modo preeminente, aunque también puede ser de orden moral o espiritual –si se trata de un consejo, o de dar tiempo, por ejemplo-; hacia Dios, el acto religioso consiste en la oración y en el ayuno; la oración, en sus diversas formas –vocal, mental, del corazón, etc.-, y el ayuno, que es la forma de orar con el cuerpo, privándolo de lo necesario. En todos los casos, lo que distingue a la religión de Cristo, es decir, a la religión cristiana, de la religión practicada por los fariseos, es la interioridad, es decir, que si bien hay actos que deben ser hechos exteriormente –como la ayuda al prójimo, o como la oración vocal, por ejemplo-, todo debe ser remitido, en la intención, a Dios Padre, en el cenáculo interior del corazón, y debe ser realizado para Él y para que sólo Él lo vea y sólo Él sea glorificado, sin importar la opinión de los hombres. El hecho de que los hombres vean o no el acto religioso –la limosna, la oración, el ayuno-, por un lado, es accidental; por otro lado, debe ser evitado, en lo posible, es decir, si no lo ven, mucho mejor, pero si no es posible, si no se puede hacer el acto religioso sin que los demás lo vean, no debe importar la opinión de los hombres, porque el acto religioso, en su doble vertiente –hacia Dios, la piedad, y hacia los hombres, la compasión-, está dirigido hacia Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, en el altar secreto e interior, que es el corazón, y por lo tanto, poco y nada –más bien, nada- importa la opinión de los hombres.

Al revés de los fariseos, que hacían consistir la religión y el acto religioso en lo meramente exterior, para ser alabados por los hombres, sin importarles ni la piedad hacia Dios ni la compasión hacia los hombres, porque solo buscaban su propia vanagloria, el cristiano busca la gloria de Dios y por lo tanto evita la alabanza de los hombres, para lo cual, y es por eso que la religión y el acto religioso son ante todo interiores, puesto que comienzan en altar del corazón, que es donde se elevan las plegarias de amor, de adoración y de alabanzas al Padre, por el Hijo, en el Amor del Espíritu Santo, y se completa luego este acto de religión con la limosna dirigida a su prójimo, que es la imagen viviente de ese Dios Trino al cual ha amado y adorado en su interior. A esto se refiere Jesús cuando dice: “Cuando ores, des limosna o ayunes, que solo lo sepa tu Padre que ve en lo secreto, y Él te recompensará”. Y la recompensa es el crecimiento, cada vez más, en el Amor a Dios Uno y Trino.

domingo, 5 de octubre de 2014

“¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” “Sé misericordioso, como el samaritano de la parábola”




“¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” “Sé misericordioso, como el samaritano de la parábola” (cfr. Lc 10, 25-37). Un joven le pregunta a Jesús acerca de qué es lo que debe hacer para “ganar la vida eterna”, y Jesús le responde con la parábola del buen samaritano, que socorre a un hombre que es dejado malherido, luego de ser golpeado por los asaltantes del camino, y al cual un sacerdote y un levita, respectivamente, lo habían dejado abandonado, sin socorrerlo.
         Con la parábola, además de enseñarnos de que las obras de misericordia –en este caso, corporales, pero también se encuentran las espirituales- son absolutamente necesarias para entrar en la vida eterna –de hecho, es la enseñanza central de la parábola-, Jesús nos enseña otra cosa que, si bien es secundaria en relación a la enseñanza central, no deja de ser menos importante. Esta otra enseñanza es la siguiente: que la práctica de la religión no es lo que hace bueno y, mucho menos, santa, a una persona, y que Dios no premia con la vida eterna a una persona, por la práctica externa de la religión, porque Dios ve en lo profundo del corazón, y no las apariencias externas.

“¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” “Sé misericordioso, como el samaritano de la parábola”. La parábola contiene, por lo tanto, una doble enseñanza: la vida eterna se consigue a fuerza de obras de misericordia, corporales –como las obradas por el buen samaritano, para con el prójimo, que estaba malherido por los asaltantes-, y que no por aparentar piedad, bondad y santidad por fuera, usando hábitos religiosos y frecuentado el templo, nos salvaremos, porque Dios no se deja engañar por nadie, ya que Él escudriña lo más profundo de los corazones, y sabe si en ellos hay bondad o malicia, y si hay malicia, ese corazón no entrará en el Reino de los cielos, aún cuando esté adornado por fuera con vistosos y costosos hábitos religiosos. Sólo los corazones humildes y contritos, y llenos de amor a Dios y al prójimo, entrarán al Reino de los cielos, aún cuando por fuera, estén revestidos de harapos o de pobres vestidos, como el samaritano.

miércoles, 9 de julio de 2014

“Si no los quieren recibir, sacudan hasta el polvo de los pies y en el Día del Juicio hasta Sodoma y Gomorra serán mejor tratadas que esas ciudades”


“Si no los quieren recibir, sacudan hasta el polvo de los pies y en el Día del Juicio hasta Sodoma y Gomorra serán mejor tratadas que esas ciudades” (Mt 10, 7-15). Jesús envía a sus discípulos a predicar el Evangelio, que es un Evangelio de paz y por eso mismo sorprende la dureza del castigo que recibirán, en el Día del Juicio Final, todos aquellos que se nieguen a recibir a los enviados por Jesucristo: “las ciudades de Sodoma y Gomorra”, dice Jesús, “serán tratadas menos rigurosamente” que aquellos que cerraron sus oídos a los enviados por Él: “si no los reciben ni quieren escuchar sus palabras”.
La razón es que quien se niega a escuchar a Dios Uno y Trino, de quien emana la verdadera y única paz, elige, libremente, la ausencia de paz, y esto es lo que sucede en el Infierno, en donde los condenados no tienen ni un solo segundo de paz, por toda la eternidad.

“Si no los quieren recibir, ni escuchar sus palabras, al irse de esa casa o de esa ciudad, sacudan hasta el polvo de los pies y en el Día del Juicio hasta Sodoma y Gomorra serán mejor tratadas que esa ciudad”. Debemos estar muy atentos a no despreciar a nuestro prójimo, cuando nuestro prójimo nos habla en nombre de Dios, o cuando nuestro prójimo requiere de nosotros una obra de misericordia; si no recibimos a nuestro prójimo, si no queremos escucharlo, si no queremos obrar la misericordia para con él, con toda probabilidad, estaremos sellando nuestra condenación, y en el Día del Juicio Final sabremos cuál fue la palabra que no quisimos escuchar y la obra de misericordia que no quisimos obrar, y que nos hubieran salvado, pero entonces será tarde. Es por eso que hay que aprovechar el tiempo, obrando la misericordia siempre y en todo momento, mientras hay tiempo.

miércoles, 25 de junio de 2014

“No todo el que dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos”


“No todo el que dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos” (Mt 7, 21-29). Jesús nos advierte acerca del valor de las palabras: si estas no van acompañadas por obras concretas de misericordia hacia el prójimo, las palabras pronunciadas por nosotros, delante de él, no valen nada, y esto quedará de manifiesto el Día del Juicio Final. En ese día, serán apartados para siempre, de la visión beatífica y de la comunión de los bienaventurados, todos los que, llevando el sello del bautismo, y habiendo recibido los sacramentos de la Comunión y de la Confirmación, y aun habiendo recibido el Sacramento del Orden, sin embargo, en el momento del Juicio Final, sean encontrados faltos de obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.

Esos tales, nos advierte Jesús, serán condenados al Infierno, en donde arderán para siempre, con sus cuerpos y sus almas, porque las palabras vacías, sin obras de misericordia, aun cuando sean hermosas, como: “Señor, Señor”, no tienen ningún valor delante de Dios. Jesús nos aclara esto para que no nos engañemos y para que no creamos que por mover los labios y recitar oraciones, teniendo un corazón endurecido y sin caridad para con el prójimo, podremos presentarnos ante el Juicio de Dios en el Día de la Ira de Dios, vacíos de obras buenas. Si no nos presentamos con obras de misericordia, de nada valdrán nuestras palabras huecas y vacías, que resonarán, huecas y vacías, en el Infierno, por toda la eternidad, recordándonos nuestra malicia. 

jueves, 27 de marzo de 2014

“El primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios (…) y al prójimo como a ti mismo…”


“El primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios (…) y al prójimo como a ti mismo…” (Mc 12, 28-34). Un escriba se acerca a Jesús y le pregunta acerca del primer mandamiento. Jesús le dice que es amar a Dios por sobre todas las cosas, con todas las fuerzas del ser, del pensamiento y del corazón de que es capaz el hombre, y que el segundo es amar al prójimo. Luego, en el Catecismo, se enseña a los niños cristianos, estos mandamientos, con lo que alguien podría deducir que Jesús no enseñó nada nuevo y que entre la religión judía y la cristiana no hay diferencias esenciales, porque sus mandamientos centrales son substancialmente idénticos. Sin embargo, no es así, porque Jesús enseña un mandamiento verdaderamente nuevo y solo en su formulación es similar, y es tan nuevo, que se puede decir que es completamente distinto al de la religión judía. Primero, porque en lo que respecta a Dios, se trataba de Dios Uno y no Trino, y era el amor meramente natural que todo hombre debe a Dios por ser Él su Creador; y con respecto al prójimo, los judíos consideraban como “prójimos” solamente a los que pertenecían a su raza, de modo que quedaban excluidos de este mandamiento todos aquellos que no eran hebreos de nacimiento.
Pero la novedad radical del Mandamiento Nuevo de Jesús hay que buscarla en la Última Cena, cuando Jesús dice: “Un mandamiento nuevo os doy: ‘Amaos los unos a los otros como Yo os he amado’”. Jesús re-formula el mandamiento: ahora ya no se trata de amar al prójimo con las solas fuerzas del amor humano, como antes, sino “como Él nos ha amado”, es decir, con la fuerza del amor de la cruz, y como en este mandamiento está implícito el amor a Dios, también a Dios hay que amar ahora no como antes, con las solas fuerzas del ser humano, “con todo el corazón, con toda la mente”, es decir, con todas las fuerzas de que es capaz el hombre: ahora se trata de amar a Dios “como Él nos ha amado”, con la cruz, con la fuerza del Amor de la cruz, y es por esto que el mandamiento de Jesús es radicalmente nuevo, porque el Amor de la cruz es el Amor del Hombre-Dios, que es el Amor del Espíritu Santo, la Persona Tercera de la Trinidad, la Persona-Amor.

“¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. También nosotros le hacemos esta pregunta a Jesús en el sagrario y en la cruz, y Jesús nos contesta: “Amar a Dios y al prójimo, como Yo los he amado, desde la cruz, y como los continúo amando, desde la Eucaristía”.

miércoles, 22 de enero de 2014

“Jesús cura la mano paralizada del hombre mientras se indigna por la dureza de corazón de los fariseos”


“Jesús cura la mano paralizada del hombre mientras se indigna por la dureza de corazón de los fariseos” (cfr. Mc 3, 1-6). En el episodio del Evangelio, Jesús entra en una sinagoga, en donde se encuentra un hombre con una mano paralizada. Es día sábado, día en el que, según las prescripciones farisaicas, no estaba permitido ningún tipo de trabajo, ni siquiera este que quiere hacer Jesús, que es el de curar al hombre enfermo, porque supone la realización de un trabajo manual. Los fariseos no entienden que la esencia de la religión es la caridad y que las prescripciones como estas quedan anuladas cuando se trata de poner por obra aquello que se cree. 
La ley mosaica tenía como precepto el amor a Dios y al prójimo –aunque no todavía en el sentido cristiano- y ese mandamiento de amor tenía primacía sobre la prescripción legal que mandaba no trabajar el día sábado, porque el amor prevalece sobre todo, ya que es lo que da vida a todo, y esa es la razón por la cual Jesús, al curar la mano paralizada del hombre, aun en día sábado, no estaba cometiendo ninguna transgresión de la ley. Por eso es que Jesús les hace una pregunta retórica, es decir, sabiendo obviamente la respuesta: “¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?”. 
Lo más grave de todo es que los fariseos, dice el Evangelio, “callaron”, es decir, sabían la respuesta: los fariseos sabían que Jesús no obraba mal al curar la mano del hombre, pero “callaron” porque eran “hipócritas”, como el mismo Jesús les dirá luego, y aquí radica la gravedad y la razón de porqué Jesús se indigna y se apena: “Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones…”, porque ellos, como hombres religiosos, sabían que la caridad, el amor a Dios y al prójimo, era la esencia de la religión, y sin embargo, cerraban sus corazones al Amor de Dios –dureza de corazón- y así, ni amaban a Dios ni tenían compasión de sus hermanos los hombres, mientras se hacían pasar por hombres de oración. Es por esto que el Papa Francisco dice que la hipocresía es pecado contra el Espíritu Santo, porque es pecado contra el Amor de Dios, y es esto lo que hacían los fariseos: aparentaban amar a Dios y ser hombres de oración, pero no amaban al prójimo, imagen viviente de Dios.
“Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones…”. Procuremos no ser causa de disgusto e indignación para Jesús, no endurezcamos nuestro corazón para con nuestro prójimo y amémoslo con obras, más que con palabras.

jueves, 6 de junio de 2013

“Amar a Dios y al prójimo es el mandamiento más importante”


“Amar a Dios y al prójimo es el mandamiento más importante” (Mc 12, 28-34). En este mandamiento está resumida toda la Ley Nueva de la caridad de Jesucristo; es el mandamiento en el cual se concentran todos los demás, y por el cual todos los demás alcanzan su máxima plenitud. La razón por la cual en el mandamiento del Amor se cumple toda la ley, es que “Dios es Amor”, y por lo tanto sólo quien ama –a Dios y al prójimo- se vuelve semejante a Dios-Amor; sólo quien crea actos de amor, que son una participación al Gran Acto de Amor eterno que es Dios en sí mismo, puede unirse a ese Dios-Amor. Quien no posee amor –porque no quiso, libremente, crear actos de amor, tanto a Dios como al prójimo-, ese tal no puede participar del Gran Amor Increado que es Dios Uno y Trino.
         Cuando Jesús nos ordena “amar a Dios y al prójimo”, no nos está ordenando algo contrario a nuestra naturaleza humana, ni nos está ordenando hacer algo de modo forzado o ajeno a nuestro más íntimo ser; por el contrario, nos está estimulando a que pongamos por acto aquello para lo cual fuimos creados: el amor. Fuimos creados por el Amor para amar y así hacernos partícipes del Amor Increado, y es por esto que en el amor –espiritual, puro, amor de Cruz, como el de Jesús- encontramos la plenitud de nuestro ser y la realización plena de nuestro deseo de ser felices.
         Por el contrario, la negación del Amor debido a Dios y al prójimo –a Dios se lo debe amar por ser quien Es, Dios de majestad infinita, y al prójimo, porque es la imagen viviente de Dios-, provoca en el alma una gran desazón, un gran vacío interior, que no puede ser llenado con ningún otro amor que, dicho sea de paso, al no encuadrarse en el Amor a Dios, es siempre espúreo y causa de infelicidad.

         “Amar a Dios y al prójimo es el mandamiento más importante”. Quien se decide por vivir el Primer Mandamiento en esta vida, gozará del Amor eterno de Dios Uno y Trino en la otra vida, para siempre, en una medida y en una intensidad que no es ni siquiera posible de imaginar, porque todo su ser creatural quedará absorto en la contemplación de la hermosura inabarcable del Ser divino trinitario.

lunes, 13 de mayo de 2013

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”


“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Antes de subir a la Cruz, Jesús deja a sus discípulos y a su Iglesia toda, un nuevo mandamiento: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Con respecto a este mandamiento, la crítica racionalista ha interpuesto tres objeciones: una, tildándolo de sensiblero, reduciendo el mandato nuevo y el cristianismo todo a la pura sensiblería; la segunda objeción, considerando al mandato nuevo como imposible de ser cumplido, puesto que Dios no puede “obligar” a alguien a amar, y mucho menos puede obligar a amar a un enemigo, tal como está comprendido en este mandamiento: “Ama a tu enemigo” (Mt 5, 43-48). Una tercera objeción sostiene que Jesús no agrega nada nuevo, puesto que el mandamiento del amor al prójimo ya estaba presente en la ley de Moisés.
Para responder a estas objeciones, hay que decir que son inconsistentes y nada tienen que ver con el núcleo del mandato de Jesús y que la comprensión sobrenatural del mandamiento nuevo, también sobrenatural, se obtiene en la contemplación de Cristo crucificado.
Es Cristo crucificado quien da la medida, el alcance y la cualidad substancial del Amor sobrenatural con el que se debe vivir este mandamiento.
A la primera objeción, hay que responder que el Amor con el que se debe amar al prójimo –incluido, y en primer lugar, a aquel que es nuestro enemigo-, es el Amor de Cristo crucificado, un Amor que a primera vista, está muy lejos de ser meramente “sensiblero” o puramente afectivo, puesto que la sensiblería o la mera afectación sensible se contraponen de modo radical con la Cruz. Un amor meramente sensible o afectivo rechaza radicalmente la Cruz, y por eso no es con este amor con el cual hay que vivir el mandamiento nuevo de Jesús.
A la segunda objeción, interpuesta por Sigmund Freud-, de que Dios no puede obligar a nadie a amar, hay que responder que no es verdad, porque Dios, que “es Amor” (1 Jn 4, 8), ha creado al hombre “a imagen y semejanza suya” (Gn 1, 26ss), lo cual quiere decir que ha creado al hombre con capacidad de amar, y de tal manera, que esta capacidad no le es extraña, sino que forma parte de su esencia, porque es de la esencia del hombre conocer y amar. Por lo tanto, Dios sí puede “obligar” o mandar al hombre a amar a su prójimo, porque en realidad no lo está “obligando” o “mandando”, sino que le está “indicando” o “aconsejando” que actúe según la única forma en la que el hombre puede actuar, según el designio divino. De todos modos, el hombre permanece siempre libre, ya que la libertad es tal vez la imagen más patente que de Dios lleva en sí mismo el hombre. Sin embargo, si el hombre no ama, y en vez de eso, odia, ahí sí está haciendo un acto anti-natural para él, porque Dios no lo creó para el odio, sino para el amor. Dios sí puede “obligar” al hombre a no odiar, en el sentido de prohibirle dicha actividad, que le es contrario a su naturaleza y, como todo lo anti-natural, le provoca un gran daño.
A la tercera objeción, hay que responder que Jesús agrega un mandato nuevo, porque la cualidad del Amor con el que manda amar es substantivamente diferente al amor con el que Yahvéh mandaba amar en el Antiguo Testamento. Según este mandamiento, los israelitas debían amar a sus prójimos pero con un amor humano, puramente natural, y ese no es el amor con el cual Jesús manda amar. Jesús da una indicación de este Amor cualitativamente diferente cuando dice: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”, y Él nos ha amado con su Amor, que es el Amor infinitamente perfecto del Hombre-Dios; es un Amor humano-divino: humano, porque surge de su naturaleza humana perfectísima, la naturaleza humana asumida en el seno de María Virgen por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; divino, porque es el Amor que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad espira, junto a Dios Padre, desde la eternidad: el Espíritu Santo. Es decir, Jesús nos ama con un amor completamente nuevo, su Amor humano-divino de Hombre-Dios, y por eso el mandamiento es radicalmente nuevo. Pero es también nuevo porque este Amor conduce a la Cruz y se manifiesta en la Cruz en su máximo esplendor y potencia, porque solo un Amor de origen celestial, perfectísimo, sobrenatural, como el de Cristo Jesús, puede llevar a dar la vida “por los amigos” (cfr. Jn 15, 13), pero también “por los enemigos” (cfr. Mt 5, 43-48), como lo hace Jesús, porque muere por toda la humanidad, que era  enemiga de Dios por el pecado. Ningún amor puramente humano, por más perfecto que sea, conduce a dar la vida, y menos en la Cruz, por los enemigos, y por eso Jesús crucificado es la prueba irrefutable de que el Amor con el que nos amó, y con el cual nos manda amar entre nosotros, es el Amor de Dios.
“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Solo en la contemplación de Cristo crucificado puede ser comprendido y vivido el mandamiento nuevo del amor.

domingo, 24 de febrero de 2013

“Sean misericordiosos, no juzguen, perdonen, den”





“Sean misericordiosos, no juzguen, perdonen, den” (Lc 6, 36-38). Jesús nos propone, en pocas líneas, un plan de vida sumamente sencillo, aunque muy exigente. Un plan que, de cumplirlo, nos llevaría a las más altas cumbres de la santidad en esta vida y a la más alta participación en la gloria y visión beatífica en la otra.
Cuando Jesús nos dice: “Sean misericordiosos, no juzguen, perdonen, den”, lo que está haciendo, en realidad, es proponernos que lo imitemos a Él en la Cruz:
-“Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso”. Jesús crucificado es la más grande muestra de Amor misericordioso por parte de Dios Padre, porque Él entregó a su Hijo en la Cruz para que nosotros fuéramos salvados; Jesús se interpuso entre la ira de la Justicia divina y nosotros, salvándonos de la muerte eterna. Cristo crucificado es el modelo a imitar por parte nuestra, cuando nos preguntemos cuál es la medida de la misericordia que debemos aplicar para con nuestros hermanos más necesitados.
-“No juzguen y no condenen, y no serán juzgados ni condenados, perdonen y serán perdonados”. Jesús en la Cruz no nos juzga o, si queremos, nos juzga con infinita misericordia, porque sus heridas abiertas y su Sangre derramada claman al Padre perdón y misericordia, y si Jesús hace esto con nosotros, no solo debería avergonzarnos el juzgar a los demás con tanta ligereza y con tanta malicia, sino que deberíamos ser siempre indulgentes para con nuestro prójimo, olvidando en nombre de Cristo todas las ofensas. Cristo en la Cruz no nos condena, y es la razón por la cual no debemos condenar con el juicio a los demás. Si Cristo nos perdona en la Cruz, no podemos no perdonar a nuestros enemigos.
-“Den, y se les dará”. Cristo en la Cruz nos da no de lo que le sobra, sino todo lo que tiene y lo que es: su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y nos lo da a nosotros, indigentes y menesterosos, para que nos enriquezcamos con el don de su Amor misericordioso. Si queremos saber cuánto tenemos que dar, material y espiritualmente, a nuestro prójimo que sufre, sólo tenemos que contemplar a Cristo en la Cruz, que nos da la totalidad de su Ser trinitario, sin reservas.
Cristo en la Cruz es misericordioso, no nos juzga ni condena, y nos da todo lo que tiene y todo lo que Es, pero también en cada Eucaristía renueva su misericordia, su indulgencia, su perdón y su don de sí mismo, porque se nos dona todo Él como don del Amor infinito del Padre. Si comulgamos, no podemos negar el auxilio a nuestros hermanos; no podemos juzgarlo y condenarlo, no podemos no perdonarlo, no podemos no dar “hasta que duela”, como dice la Madre Teresa.

viernes, 16 de marzo de 2012

Un solo mandamiento, que encierra a todos, es necesario para el cielo: amar a Dios y al prójimo



“Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas con toda tu fuerza y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 28-34). Ante la pregunta de cuál es el mandamiento necesario para entrar en los cielos, Jesús no pide nada imposible, nada que el hombre no pueda, con sus propias fuerzas hacer: amar a Dios y al prójimo.
Lo único que Dios le pide al hombre es que haga un acto de amor, que tiene una doble dirección o un doble destinatario, Dios y el prójimo, pero que es acto de amor. Es un acto por el cual el hombre se asemeja a su Creador, porque consiste en crear un acto de amor, acto eminentemente espiritual, que surge de la capacidad de amor espiritual con el cual todo hombre es dotado desde que nace.
En el mandamiento se especifica cómo este acto es eminentemente personal: “amarás a Dios con todo tu ser, con todas tus fuerzas, con todo tu corazón”, lo cual indica que, además de empeñarse el hombre en su totalidad para hacer este acto de amor, sin que le quede una fibra de su ser en el que no esté comprometido el esfuerzo vital para hacer el acto de amor, este acto de amor a Dios, al ser estrictamente personal, no puede ser hecho por nadie en reemplazo del hombre; ni otro hombre en lugar suyo, ni un ángel, ni siquiera Dios con toda su omnipotencia, puede hacer un acto de amor si el hombre no se esfuerza por crear un acto de amor, libremente, con la capacidad de amar con la cual es dotado desde el momento en que es creado.
         De ahí que quien se salva, se salva porque quiso amar a Dios, y quien se condena, se condena porque no quiso amar a Dios. En otras palabras, Dios respeta tanto la libertad humana, que deja que el hombre sea el artífice de su propio destino. Lo único que tiene que hacer para alcanzar la felicidad eterna es poner en acto la capacidad de amar con la cual Él creó al hombre.