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viernes, 14 de junio de 2013

“No cometerás adulterio”


“No cometerás adulterio” (Mt 5, 27-32). Jesús da las normas relativas al matrimonio, las cuales son mucho más estrictas que las de la Antigua Ley: si antes estaba permitido el divorcio, ahora no lo está más; si antes no era un pecado mirar con concupiscencia a otra mujer, ahora sí lo es. Las nuevas normas, relativas al matrimonio, presentan una exigencia mucho mayor que las de la Antigua Alianza. ¿Cuál es la razón? Es necesario tener bien en claro el fundamento de esta mayor exigencia, porque muchos, por no intepretarlo en su recto sentido, consideran a estas normas de Jesús como meramente morales, es decir, como si fueran la mera regulación legal o moral del matrimonio, derivada de un sistema nuevo de moral, el cristianismo. En otras palabras: para muchos, la doctrina de Jesús, el cristianismo, es solo un sistema normativo del comportamiento humano, ideado y establecido por un rabbí hebreo, Jesús de Nazareth. Para estos, debido a que es solo una regla moral, pudo haber sido aceptado por muchos por mucho tiempo –Occidente por veinte siglos-, pero esas reglas morales, para el hombre del siglo XXI, y para el resto de la humanidad, ya no son más válidas, porque el hombre ha alcanzado un nuevo estadio evolutivo, superior, de autonomía moral; estadio en el que las indicaciones normativas de hace veinte siglos ya no le significan nada. Por lo tanto, para la entera civilización humana, el mandato de un maestro hebreo de religión de hace veinte siglos: “No cometerás adulterio”, no le dice nada ni le significa nada, porque el hombre emancipado y autónomo moralmente del siglo XXI no necesita una autoridad externa a él mismo para decidir qué está bien y qué está mal: es él mismo, en su interior, quien crea, con un acto de su conciencia creadora, el bien y el mal. Si decide que cometer adulterio no es un mal en absoluto, entonces cometerá el adulterio tantas veces así lo desee.
Sin embargo, en la realidad de las cosas –y no en el artificio mental creado por una mente sin Dios o, peor, que se erige a sí mismo en Dios-, el mandato de Jesús, “No cometerás adulterio”, se deriva de una realidad y de un orden de cosas, que trasciende infinitamente la mente humana.
Cuando Jesús dice a los esposos: “No cometerás adulterio”, no está dando una mera regla moral; no es una norma a cumplir por los esposos en un sistema de comportamiento cristiano; cuando Jesús dice a los esposos “No cometerás adulterio”, les está diciendo que la unidad y el amor en los que deben convivir los esposos cristianos –unidad y amor negados por el adulterio-, se derivan de una unidad y un amor que los trasciende porque se deriva, por participación, de la unidad y el amor en el que viven eternamente las Tres divinas Personas de la Santísima Trinidad. Y este es el fundamento de la mayor exigencia de la Nueva Ley, mayor exigencia que no es arbitraria ni mucho menos: los esposos que se aman y sobre la base de este amor son fieles, reflejan un “misterio grande” (cfr. Ef 5, 30-32), el misterio del Amor de la Santísima Trinidad, misterio en el que se funda la alianza nupcial de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa.

Lejos entonces de ser un mero precepto de una moral particular –en este caso, la cristiana-, la exigencia de la Nueva Ley de no solo no cometer adulterio, sino de vivir los esposos en el amor, la unidad y la fidelidad, es porque este amor esponsal es una participación del Amor de Dios Uno y Trino. En otras palabras, los esposos que no solo no cometen adulterio, sino que son unidos y fieles entre sí, participan y reflejan el Amor de Dios Trinidad; los que son infieles y cometen adulterio, es porque se han apartado del Amor divino.

domingo, 10 de abril de 2011

Imitemos a Cristo en su compasión, en su misericordia, en su amor para con el pecador

El cristiano está llamado a imitar a Cristo
en su bondad, en su compasión, en su misericordia
para con el pecador

“Yo no te condeno” (cfr. Jn 8, 1-11). Jesús salva a la mujer adúltera de ser lapidada y le perdona, en cuanto Hombre-Dios, sus pecados. El episodio refleja el abismo de misericordia que contiene el Sagrado Corazón de Jesús, que viene a traer una Nueva Ley, la ley del amor, de la compasión, de la caridad, que se contrapone a la ley antigua del "ojo por ojo y diente por diente".

Una y otra ley obran de modo distinto: mientras la Antigua Ley condenaba a muerte, y a una muerte cruel, como es la lapidación, la Nueva Ley, que brota del Corazón de Cristo como de una fuente, otorga el perdón, y es así como la mujer no sólo salva su vida física, al evitar la lapidación, sino que ante todo salva su alma, porque Cristo le perdona sus pecados. La condición es que no vuelva a cometer el pecado del que ha sido acusada: “Vete, y no peques más”.

Así vemos cómo si en la Antigua Ley predominaba la justicia, ahora, en la Ley Nueva, predominan la misericordia y la compasión.

El cristiano está llamado a ser una prolongación, una encarnación, un reflejo viviente, un espejo sin mancha, de esta caridad de Cristo. El cristiano no puede, de ninguna manera, regresar a la justicia de la Antigua Ley, porque de esta manera ofusca la imagen de Cristo que debe reflejar a su prójimo.

Uno de los principales modos que tiene el prójimo de anoticiarse acerca de la Nueva Ley de Cristo, además de la difusión por los medios escritos y electrónicos, es el recibir, de parte del cristiano, del bautizado, de aquel que ha recibido el don de la fe, el don de la Eucaristía, el don del Espíritu Santo en la Confirmación, la caridad, la compasión, la misericordia, la bondad, la paciencia, la generosidad del mismo Cristo, que se comunica en su Amor a través del bautizado.

Lamentablemente, muchos cristianos parecen no haberse enterado de la Buena Noticia, y siguen anclados en la Ley Antigua, lapidando a su prójimo no con piedras, sino con la lengua, con la murmuración, con el juicio injusto, con la condena, con la difamación. Los modernos fariseos, los cristianos que continúan en la Antigua Ley, lapidan, no el cuerpo, con piedras, sino el corazón del prójimo, con su lengua y con sus juicios infundados.

“Yo no te condeno”. La actitud de compasión del cristiano no significa condescendencia con el error del prójimo; no significa ser tolerante con su pecado; no significa aprobar su conducta errada, en el caso que la hubiere: significa imitar al Hombre-Dios en lo que lo podemos imitar: no en su justicia, pues sólo somos meras criaturas y no Dios, como Él, sino en su misericordia, en su compasión, en su amor.

martes, 29 de marzo de 2011

He venido a dar la plenitud de la ley, la vida de la gracia

He venido a dar la plenitud de la ley,

la vida de la gracia

“No he venido a abolir. He venido a dar la plenitud de la ley, la gracia” (cfr. Mt 5, 17-19). Frente a quienes lo acusan a Jesús de quebrantar la ley de Moisés Jesús les aclara que “no ha venido a abolir la ley, sino a dar cumplimiento”.

La Ley Antigua era sólo figura de la Nueva Ley, la ley de la gracia, la cual actúa en el interior del hombre, en lo más profundo de su ser. La Antigua Ley se limitaba a señalar la falta, el pecado, la transgresión, pero era incapaz de reparar y de sanar el interior del hombre, y es esto lo que hace precisamente la Nueva Ley, la ley de la gracia.

La gracia, donada por Cristo desde la cruz, desde su Corazón traspasado, obra en el interior del hombre, no solamente borrando el pecado y sanando las heridas y las secuelas que el pecado deja en el espíritu, sino también, y principalmente, donando al hombre un principio nuevo de ser y de obrar, la vida divina. A partir de Cristo y de la Ley Nueva, el hombre, que recibe como don divino la gracia, es decir, la participación en la vida divina, no se guía más por el principio natural de ser, de vida y de obrar, sino por el principio sobrenatural transmitido y comunicado por la gracia, que es la participación en la vida divina.

Antes, la Ley Antigua se limitaba a observar lo malo, y a dar normas de comportamiento que regulaban la conducta externa, pero que de ninguna manera tocaban el núcleo metafísico más profundo del hombre, su acto de ser, su actus essendi. A partir de Cristo, que dona su gracia, el interior más profundo y oculto del hombre, su acto de ser -es decir, aquella perfección que actualiza su esencia, que lo hace ser-, es tocado por la gracia, es modificado por esta, convirtiéndolo en una nueva creación, en un nuevo ser, porque ya no es más una simple criatura, sino un hijo de Dios por adopción. Cristo comunica de su filiación divina al hombre, y por eso éste ya no es más una simple criatura a partir del bautismo, sino un real y verdadero hijo de Dios, que participa de la vida de Dios Uno y Trino. Esto quiere decir que por la gracia, el hombre pasa a inhabitar en la Trinidad, y la Trinidad pasa a inhabitar en el hombre, recibiendo el hombre la comunicación más íntima de lo más íntimo de la divinidad, comunicación que es vida divina en su plenitud, y que por la gracia, que lo hace partícipe, se convierte en su principio vital.

Es como cuando se injerta un ramo prácticamente seco al tronco de la vid, pasando este a recibir toda la linfa vital de la vid, que lo hace revivir con una linfa nueva.

“No he venido a abolir. He venido a dar la plenitud de la ley, la gracia”. Esto explica la heroicidad de las virtudes de los santos, realizadas en la comunión de vida y amor con la Trinidad; esto explica la valentía de los mártires, quienes enfrentan la muerte no con temor, sino con alegría, porque al morir sus vidas serán glorificadas con la plenitud de la gloria, gloria que llevan en germen en sus corazones por la gracia.

La plenitud de la Ley Nueva de la gracia hace que el testimonio de Dios sea mucho más difícil para el cristiano, que lo que era para el israelita con la Antigua Ley: el sólo hecho de enojarse con el prójimo, merece ya la condena en el infierno; la sola mirada impura consentida, se convierte en pecado mortal; el sólo hecho de no perdonar al prójimo, cierra para siempre las puertas del cielo.

Pero la plenitud es también plenitud en sentido positivo: si en la Ley Antigua la sangre de machos cabríos no podía perdonar los pecados, en la Ley Nueva, la sangre del Cordero de Dios quita los pecados, y no solo esto, sino que concede la vida nueva de la gracia, la participación en la vida divina de Dios Uno y Trino, y es en esta participación en la vida de la Trinidad, por la fe y por la gracia en esta vida, y por la unión beatífica en la otra, en lo que consiste la majestuosa grandiosidad de la Ley Nueva.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Si tu ojo es ocasión de pecado, arráncatelo


“Si tu ojo (…) tu mano (…) tu pie (…) es ocasión de escándalo arráncatelo” (cfr. Mc 9, 41-50). Una interpretación material y literal del consejo de Jesús, lejana por lo tanto a la intención divina, llevada a su aplicación práctica y concreta, se traduce en la amputación de la mano al ladrón. Es lo que sucede, por ejemplo, en casos extremos de religiones humanas extremas, no dictadas por Dios, sino inventadas por la mente humana.

No es esta la intención de Jesús, ni es el sentido de sus palabras.

Lo que Jesús nos quiere hacer ver con estos consejos, es la extrema delicadeza de la Ley Nueva de la gracia: si antes, para ser condenado, se debía cometer un homicidio, es decir, se debía llegar al extremo de la eliminación física de alguien, ahora, con la Nueva Ley, mucho más delicada y eminentemente espiritual, la falta, hecha aunque sea espiritualmente –una mirada, por ejemplo, de una página pornográfica-, sin necesariamente tener que quitar la vida física a otro hombre, lleva como castigo una pena que es mucho más dura que la pena de muerte, y es la condenación eterna en el infierno en la otra vida.

Cuando Jesús entonces habla de “arrancarse uno mismo el ojo”, “cortarse uno mismo la mano”, o “cortarse el pie”, no está hablando de una acción realizada sobre el mero cuerpo físico; es decir, no está diciendo que se debe aplicar el hierro o el bisturí sobre la materia orgánica.

Sin embargo, no disminuye la exigencia, porque sus palabras están dirigidas al nivel más profundo del hombre, su alma, su principio vital: está hablando de la negación de los sentidos a los placeres del mundo. De otro modo, es decir, sin la práctica ascética, sin la mortificación de los sentidos, sin la penitencia, sin el ayuno corporal, de nada valdría la amputación de un miembro, o el vaciamiento de la cuenca de un ojo, porque sería una acción puramente material, sin incidencia en el espíritu.

Por el contrario, apuntando al principio vital del cuerpo y de los sentidos, el alma, y exhortando a la penitencia y a la mortificación, se persigue que sea el alma la que, purificada por la penitencia –este sería el equivalente espiritual a la acción material de arrancar un ojo o cortar una mano-, no sólo se cuide de obrar torpemente por medio de los miembros del cuerpo, sino que toda ella, preparado el campo por la ascesis, y santificada por la gracia, alabe, junto con el cuerpo al que ella anima, a su Dios y Creador.

Es este el sentido de las palabras de Jesús, y es esta la plena y vigente actualidad de la penitencia, de la mortificación, del ayuno corporal: purificar el alma, y con el alma el cuerpo con todos sus sentidos, para recibir el don de la gracia divina.