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viernes, 4 de abril de 2025

“Yo tampoco te condeno; vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo C - 2025)

         “Yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (cfr. Jn 8, 1-11). Los fariseos llevan ante Jesús a una mujer acusada de adulterio, invocando para esto la ley de Moisés. Frente al pedido de lapidar a la mujer, Jesús no responde ni afirmativa ni negativamente: simplemente les dice que, si alguien está libre de pecado, que arroje la primera piedra. Debido a que todos saben que nadie está libre de pecado, los fariseos se retiran del lugar, sin hacer daño a la mujer. Finalmente, Jesús perdona los pecados de la mujer y la deja ir, no sin antes advertirle que “no vuelva a pecar”.

         En este pasaje evangélico hay muchas enseñanzas. Por una parte, se pone de manifiesto la rigurosidad farisaica, que no deja pasar una falta grave sin castigo, pero al mismo tiempo, se pone de manifiesto la hipocresía de los fariseos, porque si bien por un lado quieren castigar a quien ha cometido un pecado, por otro lado, pasan por el alto el hecho de que ellos mismos son pecadores, del mismo o mayor tenor que el de la mujer pecadora.

En este grupo nos podemos ver reflejados nosotros mismos, toda vez que con nuestra falta de caridad y de misericordia lapidamos la fama de nuestro prójimo con habladurías y falsedades, sin tener en cuenta además que nosotros mismos somos tanto o más pecadores que el prójimo al cual tan ligeramente criticamos. A esto se le agrega un hecho más grave y es el de colocarnos en el lugar de Dios, quien es el Único que puede juzgar las conciencias. Cada vez que nos comportamos así, es decir, cada vez que lapidamos sin misericordia a nuestro prójimo con nuestra lengua, criticándolo y juzgándolo en su intención, somos idénticos a los fariseos.

Con este episodio queda patente la insuficiencia de la Ley Antigua, porque al señalar el pecado, pretendía castigar al pecado mediante la justicia, pero era una justicia meramente exterior: el ejemplo está en el caso del Evangelio de la mujer adúltera; una vez señalado el pecado, se pretendía hacer justicia, pero la justicia consistía en eliminar físicamente al que había pecado, con lo cual se eliminaba al pecador pero no al pecado, puesto que el pecado seguía arraigado en lo más profundo del corazón humano. En otras palabras, mediante la justicia, se eliminaba al pecador pero no al pecado, ya que este se encuentra arraigado en lo más profundo del ser de todo hombre, tanto del que aplica la Ley como de aquel recibe el castigo. Así vemos cómo la Ley de Moisés, si bien señalaba el pecado, era incapaz de corregirlo, era incapaz de quitarlo, porque el mal seguía arraigado en el corazón humano, del mismo modo a como la mala hierba se arraiga entre el césped.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la ley de la gracia, obtenida al precio de su Sangre derramada en la cruz, no obra exteriormente, sino en lo más profundo del ser del hombre, arrancando de raíz esa mala hierba que es el pecado y haciendo germinar la semilla de la vida divina, la vida de la gracia santificante.

A diferencia de la Ley Antigua, que no poseía la gracia, la Nueva Ley actúa penetrando en lo más profundo del espíritu del hombre por medio de la gracia divina, la cual disuelve y hace desaparecer en un instante esa peste espiritual que es el pecado.

La esencia de la Nueva Ley es la gracia, la cual arranca de raíz y destruye el mal que anida en el corazón humano, sin dejar rastro de él, así como se disipa al viento una ligera columna de humo negro en una mañana de cielo despejado. Desde Adán y Eva el mal, en forma de pecado, anida en lo más profundo del corazón del hombre como una mancha negra y pestilente, de la cual brotan “toda clase de males” espirituales, tal como lo señala Nuestro Señor Jesucristo: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21-23).

Sin la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio altísimo de su Sangre derramada en la Cruz, el corazón del hombre es una piedra ennegrecida, una oscura y fría caverna de la cual brotan toda clase de maldades, ninguna de las cuales podía, de ninguna manera, la Ley Antigua, lograr la erradicación y purificación del corazón.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la Ley de la Gracia Santificante, es infinitamente superior a la Ley Antigua, puesto que logra lo que esta no puede hacer: transformar por completo lo más profundo del ser del hombre, sanándolo de raíz, en su acto de ser; la gracia obra sobre el ser, es decir, a nivel ontológico, a nivel de naturaleza y no simplemente a nivel moral; la gracia obra una verdadera conversión porque hace partícipe al alma de la naturaleza divina y esto sucede a nivel ontológico, lo cual se traduce luego a nivel ético, moral o de comportamiento, pero la transformación moral o conversión cristiana se basa en la participación a nivel ontológico, lo cual solo es posible por la acción de la gracia. Y es esta participación en la naturaleza divina la que sana, restaura, transforma y, todavía más, diviniza, al corazón del hombre, convirtiéndolo en un corazón nuevo, un corazón que es una copia viviente, una imitación y una prolongación del Sagrado Corazón del Hombre-Dios Jesucristo, un corazón que paulatinamente, por la acción de la gracia, va dejando de ser simplemente humano, para ser cada vez más divino. Todo esto, no lo podía hacer de ninguna manera la Ley Antigua, la cual solo era una figura de la Ley Nueva; por esta razón la Ley Antigua se limitaba a quitar físicamente al pecador -como en el caso de la mujer adúltera-, pero dejando al pecado enraizado en el corazón de todos y cada uno de los hombres -como en el caso de los fariseos que acusan a la mujer adúltera-. La Ley Antigua ofrecía a Dios sacrificios de animales, pero estos sacrificios eran absolutamente incapaces de transformar el corazón humano, al ser incapaces de quitar el pecado; la Nueva Ley, por el contrario, al estar sellada con la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, sacrificado en el Altar de la Cruz, en el Calvario, de una vez y para siempre y renovado este Santo Sacrificio cada vez, incruenta y sacramentalmente, en el Altar del Sacrificio, en la Santa Misa, al ser derramada sobre los corazones de los hombres, disuelve sus pecados, quita los pecados de los corazones, purifica los corazones manchados por el pecado, los santifica con la Sangre del Cordero y así santificados con esta Sangre Bendita y Preciosísima, los convierte en imágenes vivientes y palpitantes del Corazón del Cordero, del Corazón de Jesús, el Cordero de Dios, que late en la Eucaristía.

Según se relata en el Antiguo Testamento, Moisés, por orden divina, sacrificaba los corderos en el altar y luego esparcía la sangre de los corderos sacrificados sobre el pueblo (cfr. Éx 24, 8), lo cual significaba que Dios perdonaba los pecados del pueblo; sin embargo, la sangre de estos animales no podía de ninguna manera perdonar los pecados, por lo que el gesto de Moisés era únicamente externo y simbólico y un anticipo y figura de lo que habría de ser donado en la Nueva Ley. Y lo que es donado en el Nuevo Testamento y que sí perdona los pecados, porque efectivamente quita los pecados del mundo y del corazón del hombre, es la sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, Sangre que brota, como de su fuente, de sus heridas abiertas y de Su Corazón traspasado en la cruz, para caer en las almas de los hombres y perdonarles sus pecados, sus muchos pecados, todos sus pecados, por abundantes y enormes que sean. La Sangre del Cordero de Dios, mediante la cual el Padre nos perdona, se derrama en el altar de la cruz y se renueva su efusión en la cruz del altar, porque así Dios Trino sella su pacto de amor misericordioso con los hombres, un pacto por el cual nosotros como Iglesia le ofrecemos el Cordero del Sacrificio y Él a cambio derrama sobre nosotros la Sangre del Cordero, Sangre por la cual Dios disuelve nuestros pecados, así como el humo negro se disuelve en el aire fresco de una mañana soleada y límpida.

Cuando condenamos y lapidamos a nuestro prójimo, haciendo resaltar sus defectos, haciendo caso omiso del enorme mal que anida en nuestros corazones, nos identificamos con los fariseos del Evangelio, prontos a condenar al prójimo, pero interiormente ciegos, compasivos e indulgentes con nuestras propias maldades. Antes de condenar a nuestro prójimo, deberíamos tener presente siempre esta escena evangélica y sobre todo las palabras de Jesús: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Antes de condenar al prójimo, antes de hablar del prójimo, deberíamos decir nosotros, de nosotros mismos: “Si estoy libre de pecado, entonces podría condenar a mi prójimo, pero como no estoy libre de pecado, no condeno a mi prójimo, y repito en cambio las palabras de Jesús: ‘Yo no te condeno’”.

Pero no solo en los fariseos debemos vernos representados, sino también en la mujer pecadora, porque en la mujer pecadora está representada la humanidad caída en el pecado y pecadora y nosotros no somos, de ninguna manera, la excepción. Nuestro objetivo, como cristianos, como imitadores de Cristo, es precisamente imitar a Cristo, es decir, no es ser, ni fariseos, ni quedarnos en el pecado, como la mujer pecadora antes de su encuentro con Jesús: nuestro objetivo en esta vida terrena es recibir el perdón de Cristo, arrepentirnos de nuestros pecados, y tratar de imitar la bondad y la misericordia que Jesús tiene con la mujer al perdonarle sus pecados.

En el perdón de Jesús vemos en acción a la Divina Misericordia, que en vez de condenar y sumarse al castigo de la mujer pecadora, no solo no la castiga, sino que la perdona. Así está prefigurado en esta escena el Sacramento de la Confesión, porque el perdón de Cristo a la mujer pecadora es el perdón que da Dios al alma a través del sacerdote ministerial en el sacramento de la confesión.

La Presencia del Sumo Sacerdote Jesucristo se actualiza en el Sacramento de la Confesión, quitando al alma sus pecados y así el corazón del pecador, que antes de la confesión era un corazón ennegrecido por el mal, por el sacramento de la confesión es purificado, limpio, sano, y convertido en una copia humana del Corazón del Salvador, haciéndose realidad la Palabra de Dios revelada en el profeta Isaías: “Aunque vuestros pecados fueren como la grana, quedarán blancos como la nieve. Y si fueren rojos como el carmesí, quedarán como lana (cfr. 1, 18)”.

No estamos en esta vida para ser, ni fariseos injustos, ni tampoco pecadores; estamos en esta vida terrena para ser, para nuestros prójimos, una copia viviente del Corazón de Jesús; nuestro corazón no solo no debe reflejar nuestro “yo” egoísta, el cual debe desaparecer para siempre, sino que debe reflejar la bondad, la misericordia, la compasión, la caridad, del Corazón de Jesús, pero, como dice Jesús: “Nada podéis hacer sin Mí”, por lo que esa tarea de transformar nuestro corazón en una copia del Corazón de Jesús, se realiza por dos sacramentos: la confesión sacramental y el sacramento del altar, la Eucaristía.

Por el sacramento de la confesión, nuestro corazón se purifica y santifica; por la Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón, que se funde en un solo corazón con el nuestro. Solo así estaremos en grado de imitar a Jesús, de obrar con nuestro prójimo lo que Jesús obra con la mujer pecadora: perdonar y amar, amar y perdonar.

 


viernes, 20 de octubre de 2023

“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”

 


“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía” (Lc 12, 1-7).  Jesús advierte a sus discípulos acerca del rasgo distintivo, en el orden espiritual y moral, de los fariseos, los hombres religiosos de la época de Jesús, los hombres encargados del Templo, de la enseñanza y práctica de la Ley de Dios. De lo que deben cuidarse sus discípulos es de la hipocresía de los fariseos. Esto nos lleva a recordar y a repasar, brevemente, qué es el “ser hipócrita”.

Según la definición de la Real Academia Española, el hipócrita es “el que actúa con hipocresía” y a la vez, la definición de hipocresía es: “Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamen-te se tienen o experimentan”[1]. Es decir, el hipócrita es aquel que, exteriormente, finge sentimientos opuestos a los que en realidad experimenta interiormente. Puesto que Jesús es Dios, Él conoce a la perfección el interior de cada persona, conoce cada pensamiento, cada sentimiento, desde que nace hasta que muere; conoce los pensamientos que tendremos hasta el fin de nuestros días y por esa razón es que acusa a los escribas y fariseos de “hipócritas” y esto en relación a la religión: mientras por fuera aparentan ser hombres piadosos y religiosos, que están en el templo orando todo el día, y así fingen virtud y piedad, en realidad, por dentro, como dice Jesús, “están llenos de huesos de muertos y de podredumbre”, porque están llenos de vicios y de pecados, de egoísmo y de orgullo; por esto es que Jesús los compara con sepulcros blanqueados, por fuera parecen piadosos y buenos, pero por dentro sus corazones son los corazones de víboras espirituales, oscurecidas por las sombrías tinieblas de la oscuridad del Abismo del Infierno.

“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”. Ahora bien, si Jesús nos advierte de que debemos “cuidarnos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”, es porque también nosotros, si no estamos atentos a los movimientos de nuestro propio corazón, si no prestamos atención a las mociones del Espíritu Santo, si nos dejamos llevar por nuestro propio egoísmo, soberbia y orgullo, en donde en todo debe prevalecer lo que “yo” digo, podemos caer en el mismo error de los fariseos. La solución para no caer en la soberbia de los fariseos, que es en última instancia, participación en la soberbia del demonio, es la imitación del Sagrado Corazón de Jesús, según sus palabras: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.



[1] Hipocresía, Del gr. ὑποκρισία hypokrisía.1. f. Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan; cfr. https://dle.rae.es/hipocres%C3%ADa

sábado, 6 de abril de 2019

“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”



(Domingo V - TC - Ciclo C – 2019)

         “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 1-11). Jesús salva a María Magdalena de ser lapidada viva, pues había sido encontrada en flagrante adulterio por los escribas y fariseos, observantes fanáticos de la ley, que la ponen a la vista de todos[1]. Además de ser una ley injusta, porque castigaba sólo a la mujer y no al hombre, era una ley bárbara, propia de épocas antiguas y atrasadas. Al ser un pecado flagrante, el adúltero, o más bien, la mujer adúltera, quedaba expuesta al escarnio público, con el agravante de que, según la ley, la mujer debía morir apedreada. Eso es lo que está sucediendo con María Magdalena y sus justicieros ocasionales cuando interviene Jesús, deteniendo al instante la acción al decir: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Antes de continuar con la lapidación, como llevaron a la mujer delante de Jesús, le preguntan a Jesús “¿Tú, que dices?”, pero no porque les importaran sus enseñanzas, sino porque querían tenderle una trampa: si decía que sí a la lapidación, lo ponían en contra de sus discípulos; si decía que no, lo ponían en contra de la Ley de Moisés. Pero Jesús no solo no cae en la trampa, sino los pone en un aprieto, haciéndolos pasar de acusadores a acusados, al llevar la cuestión al tribunal de la propia conciencia de quienes están juzgando a la mujer[2]: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Es decir, con la respuesta de Jesús, quienes están juzgando a la mujer, empiezan a ser juzgados por sus propias conciencias y cada uno toma cuenta de la hipocresía que están cometiendo: todos los que están lapidando a la mujer, todos los que tienen una piedra en la mano, inmediatamente reflexionan y se acuerdan no de uno, sino de muchos pecados que cada uno ha cometido en distintas épocas de la vida. Por lo tanto Jesús, con esta frase, los detiene en el acto, ya que cada uno sabe que no es puro sino pecador (aunque se declare exteriormente puro, como los fariseos). Esto no quiere decir que quien esté en pecado no pueda juzgar y aun condenar a un criminal, sino que pone en evidencia la hipocresía[3] de señalar el pecado del otro y condenarlo, mientras se es indulgente con el propio pecado. Como consecuencia de la intervención de Jesús la mujer pecadora, que muchos dicen que es María Magdalena, se ve libre y salva su vida.  
         “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. La frase de Jesús también se aplica para cada uno de nosotros, desde el momento en que somos rápidos y prontos para ver y acusar el pecado del prójimo, pero somos lentos, perezosos y ciegos para reconocer el propio pecado. Nuestras palabras, dirigidas contra el prójimo, cuando están cargadas de malicia, son como otras tantas piedras que lapidan a nuestros hermanos, sin darles posibilidad a defensa alguna. Cuando tengamos la tentación de criticar al prójimo en su pecado, recordemos la frase de Jesús: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, revisemos nuestra conciencia y nos daremos cuenta de que no estamos libres de pecado y que no podemos arrojar la piedra de la maledicencia sobre nuestro prójimo. Además, debemos recordar la regla de caridad para con el prójimo: “si se ha de hablar de un tercero ausente, que sean solo sus virtudes; en caso contrario, se habla de otra cosa”.
El Evangelio no se detiene en el pecado de la adúltera ni de los que la quieren apedrear puesto que el Amor de Jesús alcanza a todos: a los que la quieren apedrear, porque es una obra de misericordia hacerle ver a nuestro prójimo que está obrando mal: en este caso, les hace ver a los que quieren lapidar a la mujer, su hipocresía; a su vez, la Misericordia Divina alcanza también a la pecadora pública porque la perdona, con la condición de que “no vuelva a pecar”.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Los católicos nos reconocemos públicamente como pecadores, al inicio de cada Misa, cuando rezamos el acto penitencial, por lo que, de entrada, no podemos decir: “Yo no tengo pecado”. Además, el Apóstol Juan dice que si alguien afirma que no tiene pecado, es un mentiroso: “Si alguien dice que no tiene pecado, es un mentiroso”. Como somos pecadores, si es que queremos estar libres de pecado, pero no para apedrear a nuestro prójimo -porque a nuestro prójimo debemos ayudarlo a levantarse de su pecado, debemos ayudarlo a cargar su cruz y no hacérsela más pesada-, acudamos al Sacramento de la Penitencia, lavemos nuestras almas en la Sangre del Cordero, alimentémonos con la Carne del Cordero de Dios y entonces sí acudamos a ayudar a nuestro prójimo, que puede ser, en algunas ocasiones, hacerle ver su pecado, para que se corrija, para que él también haga el mismo itinerario que nosotros. Este itinerario debe ser el propósito de la Cuaresma, pero no sólo de la Cuaresma, sino de toda la vida, porque seremos pecadores hasta el último día de nuestra vida.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Las palabras de Jesús deben resonar en nuestras mentes y corazones para que seamos conscientes de que cuando estamos en gracia estamos ante la Presencia de Dios, para no perder la gracia y si la llegamos a perder, acudir al Sacramento de la Misericordia. De esta manera, toda la vida del cristiano debe ser una Cuaresma continua, en el sentido de que toda la vida, hasta el último instante, el cristiano debe estar examinando continuamente su alma, para que ante el menor pecado detectado, acuda al Sacramento de la Penitencia, lave allí su alma y se alimente con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía. Ése debe ser el programa de vida de todo cristiano, no solo para la Cuaresma, sino para todo el tiempo que le quede de la vida terrena, para así poder ingresar a la vida eterna.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 725.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 725.
[3] Cfr. Orchard, ibidem, 726.

viernes, 14 de octubre de 2016

“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”



“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía” (Lc 12, 1-7).  El hipócrita es aquel que, mientras dice una cosa, por dentro piensa lo exactamente opuesto. La característica del hipócrita es la mentira y es sobre esto acerca de lo que advierte Jesús. La “levadura” de los fariseos, es decir, aquello que, desde el interior, aumenta su soberbia, es la hipocresía, la falsedad, la doblez de corazón. La advertencia es tanto más sorprendente, cuanto que la hipocresía –que debe ser evitada por el cristiano- se da en aquellos que, al menos a los ojos de los hombres-, pasan por ser religiosos, los fariseos. Es llamativo y parece una contradicción o una paradoja, porque los fariseos, siendo religiosos, son mentirosos –hipócritas-, lo cual indica que “su padre” de ellos no es Dios, en quien no hay falsedad ni engaño alguno, sino el Demonio, el “Padre de la mentira” (Jn 8, 44). Si un religioso miente, niega a Dios, Verdad y Bondad infinita, como su Padre, al tiempo que lo reconoce al Demonio; de ahí la gravedad de la mentira, de la falsía y de la hipocresía, propia de los fariseos, porque es el sello distintivo del Demonio en un alma. Si es inconcebible la mentira en un cristiano cualquiera, mucho más lo es en un hombre religioso, sea laico o consagrado, porque es indicio de que su corazón es “cueva de ladrones” (cfr. Jn 2, 16), ladrones que roban la gloria de Dios, los ángeles caídos, y no sagrario de Jesús Eucaristía, en quien no cabe falsía ni engaño alguno.

“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”. Un cristiano que tenga el hábito de mentir –aun cuando estas mentiras sean en materia no grave-, demuestra que no conoce a Jesucristo, Sabiduría y Verdad de Dios encarnada o, peor aún, que lo conoce, pero lo rechaza, prefiriendo al Demonio, “Padre de la mentira”. El cristiano que miente, es un fariseo.

domingo, 12 de octubre de 2014

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”


“Den como limosna lo que tienen y todo será puro” (Lc 11, 37-41). Jesús va a casa de un fariseo, en donde es invitado a comer. Sin embargo, al sentarse a la mesa, “no se lava las manos antes de comer”, lo que produce la “extrañeza” del fariseo. Jesús lee su pensamiento y lo corrige, porque quien está en falta, no es Él, que no se ha lavado las manos –Él es el Cordero Inmaculado, y no necesita de los ritos de purificación legal inventados por los fariseos-, sino el fariseo y todos los fariseos, porque se preocupan excesivamente por los rituales externos –la gran mayoría inventados por ellos-, que comprenden, entre otras cosas, la purificación de los utensillos y de los elementos para comer, pero sin dar importancia y descuidando absolutamente la esencia de la religión: la misericordia, la bondad, la compasión, para con el prójimo, y la piedad, la devoción y el amor a Dios. Para los fariseos, la religión consistía en la mera observación externa de ritos y preceptos, la mayoría establecidos por ellos y creían que con esto daban culto agradable a Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, a esta escrupulosidad en el cumplimiento de detalles externos, le acompañaban, al mismo tiempo, un descuido total de la misericordia y la compasión para con los más necesitados, sin darse cuenta que, al despreciar al prójimo, imagen viviente de Dios, están despreciando a Dios en su imagen y por lo tanto, el culto dado a Dios con sus ritos externos, delante de los ojos de Dios, es sólo hipocresía, maldad, y doblez de corazón y de ninguna manera, es un culto agradable a sus ojos. Por eso es que el Primer Mandamiento de la Ley de Dios es: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27), es decir, en este Mandamiento, en el que está concentrada toda la Ley Divina, y sin el cual no se puede, de ninguna manera, obtener la salvación, Dios pone prácticamente al mismo nivel el amor hacia Él y el amor hacia el prójimo, porque es verdad lo que dice el Evangelista Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, en su mentiroso” (1 Jn 4, 20) y Dios no está con él. Y si es un mentiroso, ése no está con Dios, pero sí está con el Príncipe de la Mentira, el Demonio, tal como lo llama Jesús (cfr. Jn 8, 44).
Jesús lee el pensamiento del fariseo y para sacarlo de su falso escándalo –se escandaliza porque Él no se lava las manos antes de comer, y Jesús no tiene necesidad de hacerlo porque es el Cordero Inmaculado y Él es el que viene a establecer la Nueva Ley y no está de ninguna manera atado a los preceptos de hombres-, es que le hace ver en dónde radica su error: en la hipocresía farisaica, que precisamente pone el acento en lo externo, pero descuida el amor interior hacia el prójimo y, por lo tanto, también hacia Dios, aun cuando aparenten, por fuera, ser hombres religiosos y piadosos. Para corregirlo, Jesús descube primero el error farisaico: “¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, pero por dentro están llenos de voracidad y rapiña”. Y luego los califica de insensatos, es decir, de quienes han perdido la razón: “¡Insensatos!”, y no puede ser de otra manera, porque es un insensato, como alguien que ha perdido la razón, delante de Dios, quien convierte a la religión en un mascarada externa, vacía de su esencia, la misericordia. Sin embargo, inmediatamente después, Jesús da el remedio al fariseo, con el cual puede salir de su auto-engaño, y el remedio es la caridad, manifestada en forma de limosna, según lo que dice la Escritura: “La limosna cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 8): “Den más bien lo que tienen como limosna y todo quedará puro”. La limosna –sea material, concretada en una ayuda concreta material en dinero, objetos, bienes, a quien más lo necesita-, sea espiritual –manifestada en las obras de misericordia espirituales, como un consejo a quien lo necesita, por ejemplo-, “purifica todo”, como dice Jesús, porque purifica el corazón, el interior del hombre, y eso es lo que ve Dios, pero para que la limosna purifique, debe estar motivada por el amor a Dios  y debe implicar un cierto esfuerzo, porque con eso el hombre está demostrando que quiere amar a Dios, a quien no ve, por medio de actos que implican la movilización de todo su ser, en cuerpo y alma, al servir, de alguna manera, a la imagen invisible de Dios, que es su prójimo, a quien ve. Pero si el hombre no hace limosna y no obra la caridad y la misericordia para con su prójimo, que es la imagen viviente del Dios a quien dice amar en su corazón, entonces demuestra que tampoco quiere amar a Dios, porque si no lo hace con su imagen viviente, tampoco lo hará si lo tiene Presente, delante suyo, no ya en una imagen, como el prójimo, sino si Dios se le presentara en Persona.

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”. Para que no nos engañemos, como los fariseos, pensando que nuestra religión es agradable a Dios, cuando no lo es, sabremos cómo es nuestra relación y nuestro amor hacia Dios, en la medida en que seamos misericordiosos con el prójimo: ésa es la medida de nuestro amor con Dios, nuestra misericordia –corporal o espiritual- para con el prójimo más necesitado. Quien obra la misericordia, “queda purificado” en la rectitud de su amor hacia Dios, y por eso mismo, todo él es “puro”, y así sí, su religión es un acto de culto agradable a los ojos de Dios.

jueves, 11 de julio de 2013

“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”


“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10, 16-23). Al enviar a la Iglesia a misionar, Jesús utiliza las figuras de tres animales para describir el comportamiento que deberá caracterizar a sus discípulos: deberán ser pacíficos como ovejas, astutos como serpientes y sencillos como palomas. A su vez, utiliza la figura de un cuarto animal, el lobo, para describir el mundo sin Dios al cual son enviados para predicar la Buena Noticia. Jesús les advierte acerca de la peligrosidad del mundo sin Dios y les aconseja la defensa: “Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”. De esta manera, aparece una evidente desproporción y una gran diferencia entre los discípulos de Cristo, que deberán ser como ovejas, palomas y serpientes, y el mundo, que es como “lobo”. El motivo de la desproporción y la diferencia entre los cristianos y el mundo se debe a las diversas fuerzas sobrenaturales que representan: a Dios y al Diablo, respectivamente. Dios es un Dios de paz, y por eso los cristianos deben poseer la mansedumbre de una oveja, y así combatirán contra la guerra que el mundo, instigado por el Demonio, hace contra Dios; Dios es un Dios sabio, de Sabiduría infinita, y por eso los cristianos deben ser astutos como la serpiente, para dar, de modo inteligente, un lúcido testimonio de Dios, y así combatirán contra los engaños de las tinieblas, que con su inteligencia ensombrecida por el mal, buscan borrar de la mente y el corazón de los hombres y de la faz de la tierra, el santo nombre de Dios; Dios es un Dios simple, en el sentido de perfección absoluta, porque su Ser divino es Acto Puro de Ser, que es perfectísimo, y por este motivo los cristianos deberán ser sencillos como palomas, para imitar la sencillez, simplicidad y transparencia del Ser divino, y de esta manera combatirán la doblez, el cinismo, la hipocresía, del ser maligno, quien por medio de la mentira, cuyo Príncipe es, tiende trampas a los hombres para seducirlos, engañarlos, y conducirlos a la eterna perdición.
“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) Sean astutos como serpientes y sencillos como palomas”. La mansedumbre, la recta inteligencia en las cosas de Dios, y la sencillez, son los signos de que el cristiano está animado por el Espíritu Santo, en contraposición a quienes, guiados por el espíritu del mundo, instigados por el Demonio, obran utilizando las armas de la violencia, el engaño y la hipocresía.

domingo, 9 de septiembre de 2012

“Los fariseos observaban a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo”




“Los fariseos observaban a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo” (cfr. Lc 6, 6-11). Además del milagro de la curación de la mano paralizada de un hombre enfermo, realizado por Jesús, en el Evangelio quedan de manifiesto la malicia, la hipocresía, la falsedad, y la contumacia de quienes se llaman a sí mismos “religiosos practicantes”, es decir, los fariseos.
Según el Evangelio, los fariseos, que están dentro de la sinagoga al momento de entrar Jesús, se ponen a “observarlo atentamente” en sus movimientos, pero no para maravillarse por su milagro, ni para agradecerle por su gran compasión para con un hombre enfermo, sino para “encontrar algo de qué acusarlo”. Que no les interesara en lo más mínimo la compasión y la misericordia que demuestra Jesús, se pone de manifiesto cuando, luego de curar la mano del hombre, en vez de alegrarse, “se enfurecen”, dedicándose a tramar algo para poder atraparlo.
El episodio pone al descubierto el error farisaico: se ocupan de lo exterior de la religión –ocupan puestos, hacen cosas para el templo, están en el templo todo el día-, pero se olvidan, como les dice Jesús, de lo “esencial de la religión”: la compasión, la caridad, la misericordia.
El problema de los fariseos no es el hecho de que sean religiosos, sino que, mientras aparentan ser religiosos, pues no sólo están todo el día en el templo, sino que dedican su vida a la religión, niegan con sus hechos aquello que dicen profesar en sus corazones. Si hubieran sido verdaderamente religiosos, se habrían alegrado del bien de su hermano, el hombre de la mano paralizada, porque recibió un milagro asombroso de parte de Jesús y sobre todo porque recibió su misericordia. Pero como eran religiosos falsos, hipócritas y mentirosos, no sólo no se alegran, sino que “se enfurecen” contra Jesús.
La ley mosaica prescribía el amor a Dios y al prójimo, pero los fariseos, con su cumplimiento meramente extrínseco de la religión, ni aman a Dios ni aman al prójimo, toda vez que se consideran superiores al prójimo, despreciándolo y atribuyéndole maldad, creyéndose ser al mismo tiempo “puros” y “santos” por el solo hecho de pertenecer a una sociedad religiosa, y por el solo hecho de estar en el templo y de ocupar lugares de responsabilidad.
El cristiano debe estar muy atento para no enfermar su alma con este cáncer espiritual que es el fariseísmo, ya que es fariseo de hecho, a los ojos de Dios, toda vez que, asistiendo a Misa regularmente, comulgando diariamente, prestando servicios en la Iglesia en alguna institución, e incluso siendo consagrado, en vez de luchar contra su soberbia para reflejar al prójimo el amor misericordioso de Jesús, usa la religión como máscara que oculta su propio corazón, soberbio, duro, hueco, incapaz de perdonar y de pedir perdón, vacío de humildad, de amor cristiano y de compasión.

lunes, 22 de agosto de 2011

Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas



“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas” (Mt 23, 23-26). Según la Real Academia, “hipocresía” es “Fingimiento de sentimientos, ideas y cualidades, generalmente positivos, contrarios a los que se experimentan”[1]. Es decir, el hipócrita finge exteriormente bondad, mientras que en su interior experimenta lo opuesto, es decir, la maldad.

El hipócrita es alguien esencialmente falso y mentiroso, porque su falsa bondad exterior esconde la malicia interior, verdadero motor de su corrompido corazón.

El engaño y la falsedad del hipócrita son tanto más dañinos, cuanto más oculta está la malicia, y cuanto más debería el hipócrita, por su condición, reflejar la bondad, porque la bondad que refleja es falsa y mentirosa, ya que sus verdaderos pensamientos, sentimientos, cualidades, son esencialmente malos. Cuanto más alto y grande es el bien que el hipócrita, en su hipocresía, oculta, tanto mayor es el daño producido, porque la ausencia de bien significa presencia del mal.

Esto, que es válido para todos los órdenes de la vida, lo es mucho más cuando el Bien que debe ser presentado es el Bien en sí mismo, el Bien en Persona, el Bien en Acto Puro y perfectísimo de Ser, es decir, Dios. Cuando el hipócrita finge poseer a Dios, en realidad lo oculta, dejando sin Dios a quienes debería mostrarlo.

Es lo que sucede con los fariseos, los religiosos del tiempo de Jesús, y es lo que sucede con los laicos y sacerdotes de todo tiempo en la Iglesia –podemos ser nosotros mismos, si no tomamos las debidas precauciones-, cuando fingiendo piedad, devoción, religiosidad, esconden la malicia de sus corazones; es lo que sucede cuando el cristiano, laico o sacerdote, vive una religiosidad superficial, de barniz exterior; una religiosidad de oraciones realizadas con los labios pero no con el corazón; de comuniones distraídas; de falta de amor, de caridad y de compasión para con el prójimo más necesitado, y de perdón para con el enemigo.

“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas”. El remedio contra ese cáncer espiritual que es el fariseísmo, es decir, la hipocresía del religioso, es la comunión con el Corazón de Cristo, que enciende al alma en el verdadero amor a Dios y al prójimo.

[1] Cfr. Diccionario de la Real Academia Española.

viernes, 4 de marzo de 2011

No todo el que dice "Señor, Señor", entrará en el Reino de los cielos


“No todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos” (cfr. Mt 7, 21-27). Jesús se refiere al Día del Juicio Final: “en aquel día”, y previene contra la hipocresía del fariseísmo, que piensa que por ser religiosos, ya está asegurada la entrada en el cielo.

El evangelio de hoy se dirige a aquellos que son religiosos, es decir, a aquellos que practican su religión –laicos, sacerdotes, que rezan, que asisten a misa, que celebran la misa, en el caso de los sacerdotes-, ya que Jesús pone como ejemplo a quienes le dirán: “En tu nombre predicamos, en tu nombre profetizamos, en tu nombre echamos demonios, en tu nombre hicimos muchos milagros”. A esos, Jesús les dirá: “No os conozco, apartaos de Mí, malvados”.

¿Por qué será así? ¿Por qué la aparente dureza de corazón de Jesús, que rechazará a quienes en su nombre hicieron milagros, expulsaron demonios?

Jesús no es duro de corazón, y el motivo por el cual los echará será el hecho de “no conocerlos”: “No os conozco”.

¿Por qué no los conoce Jesús? ¿No debería conocerlos Jesús, ya que ellos obraron milagros y expulsaron demonios en su Nombre? Jesús no los conoce porque estos tales no fueron a conocerlo a Jesús donde Jesús se encontraba: en el desvalido, en el huérfano, en el necesitado, en el hambriento, en el encarcelado, en el enfermo, en el hambriento, en el sediento, en el despojado de todo. Jesús está en todos y en cada uno de nuestros prójimos más necesitados, y es por eso que quien no los asiste, no conoce a Jesús, y Jesús no los conoce a ellos.

Este será el motivo por el cual Jesús les dirá: “No los conozco”, y los expulsará de su Presencia. Pero hay otro elemento a tener en cuenta, muy importante, y tan importante, que es decisivo para la condenación de quienes no conocen a Jesús, y es la ausencia de amor fraterno y de caridad en los corazones de los que se dicen ser religiosos. Por eso Jesús les dice: “Apartaos de Mí, malvados”. El “malvado” es aquel en cuyo corazón están ausentes el Bien, la Verdad y el Amor que provienen de Dios, y en cambio, están presentes el mal, el error y el odio.

El hipócrita fariseo es el que disfraza y encubre la maldad de su corazón con una pátina superficial de religión; cree que por rezar, por asistir a misa, por confesarse y comulgar, entrará en el Reino de los cielos, pero al mismo tiempo, descuida la caridad, la compasión, el amor y la misericordia para con el prójimo, olvidándose que todo lo que se hace al prójimo, se lo hace en realidad a Cristo Dios que inhabita en el prójimo.

El prójimo es un cuasi-sacramento de la Presencia de Cristo, y es por eso que si olvidamos al prójimo, imagen de Cristo, olvidamos a Cristo en la realidad.

Seremos condenados por mucho menos que no atender a los moribundos indigentes, como hacía la Madre Teresa; para ser rechazados por Jesús en el Último Día –y antes, en el Juicio Particular-, bastará con negar el respeto, el honor, y el saludo, a un progenitor, en el caso de un hijo; bastará con ser agresivos e injustos para con los hijos, en el caso de un padre; bastará con negarse a la reconciliación, al perdón mutuo, a la comprensión, en el caso de los esposos, o de los hermanos, y así con todas las situaciones de las relaciones humanas.

Muchos hijos, con total desaprensión, y con total tranquilidad de conciencia, desatienden a sus padres, dejándolos morir en la soledad, sin preocuparse por sus necesidades; muchos padres, con total desaprensión, se olvidan de que son padres, y desatienden a sus hijos, abandonándolos en la vida, sin importarles de los lobos rapaces que los acechan; muchos esposos, tranquilamente, deciden separarse e iniciar “una nueva etapa”, desuniendo sacrílegamente lo que Dios ha unido, y uniendo aún más sacrílegamente, lo que Dios no ha unido. Aún así, pretenden entrar en el Reino de los cielos, y es para advertirles que no entrarán si persisten así, en la dureza de corazón, que Jesús nos habla a través del Evangelio.

No en vano Jesús advierte que, en el Último Día, lo que granjeará la entrada al Reino de los cielos será la misericordia obrada, en el amor de Dios, para con el más necesitado, en donde está Él en Persona: “Venid a Mí, benditos, porque tuve hambre, y me disteis de comer; sed, y me disteis de beber; estuve enfermo y me consolasteis; estuve preso y me visitasteis…”.

En cambio, a los que se condenen, les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; estuve enfermo y no me consolasteis; estuve preso y no me visitasteis” (cfr. Mt 25. 31-46). De esto vemos que la entrada al Paraíso depende del amor que tengamos a nuestro prójimo, y al prójimo más necesitado, por eso difícilmente entrará quien reniegue de sus padres, o quien niegue asistencia a sus hijos, o el cónyuge que se niegue a la reconciliación, o aquel que se niegue a perdonar las ofensas recibidas del prójimo.

“No todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de Dios”.

¿Y cuál es la voluntad de Dios? Que seamos santos.

¿Y cómo se llega a la santidad?

Por la oración, la penitencia, la mortificación de los sentidos, el ayuno, la frecuencia de los sacramentos. Se llega a la santidad no sólo evitando lo malo –el egoísmo, la soberbia, la avaricia, la ira, la codicia, la lujuria, la pereza, la gula, el rencor del corazón-, sino buscando de ser cada vez más buenos, en la imitación del Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (cfr. Mt 11, 29).

El Corazón de Jesús es manso, humilde, paciente, bueno, puro, casto, amable, bondadoso con todos, caritativo. Solo en la imitación del Corazón de Jesús seremos santos, y sólo así entraremos en el Reino de los cielos, porque sólo así cumpliremos el mandamiento más importante de todos, el amor: “Amar a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo” (cfr. Mt 22, 34-40).

Estamos llamados a amar a Dios por sobre todas las cosas, con todo el ser, con toda el alma, con todo el corazón, con toda la mente, y al prójimo como a uno mismo, todos los días, pero este mandamiento no se cumple sólo proclamándolo, sino actuándolo, es decir, por medios de obras, más que por discursos y sermones.

El amor a Dios debe ser demostrado por medio de actos, de obras, diariamente, todos los días. No se puede decir que se ama a Dios, y al mismo tiempo se vive sin rezar y sin cumplir los mandamientos. Son las obras las que demuestran qué es lo que hay en el corazón, si luz u oscuridad. Si hay luz en el corazón, entonces la persona amará a su prójimo –la esposa al esposo, los hijos a los padres, los hermanos entre sí-, pero si hay oscuridad en el corazón, entonces la persona no ama a su prójimo –el esposo no ama a su esposa, los hijos no aman a sus padres, los hermanos no se aman entre sí, y los hombres en general no se aman tampoco-.

“No todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre”, y la voluntad de Dios Padre es que amemos a Cristo que está en el prójimo, y al prójimo que está en Cristo: “lo que hagáis al más pequeño de estos, a Mí me lo habéis hecho” (cfr. Lc 10, 17).

Es Cristo quien nos habla por boca de San Juan Crisóstomo[1]: “Pasé hambre por ti, y ahora la padezco otra vez. Tuve sed por ti en la Cruz y ahora me abrasa en los labios de mis pobres, para que, por aquella o por esta sed, traerte a mí y por tu bien hacerte caritativo. Por los mil beneficios de que te he colmado, ¡dame algo!...No te digo: arréglame mi vida y sácame de la miseria, entrégame tus bienes, aun cuando yo me vea pobre por tu amor. Sólo te imploro pan y vestido y un poco de alivio para mi hambre. Estoy preso. No te ruego que me libres. Sólo quiero que, por tu propio bien, me hagas una visita. Con eso me bastará y por eso te regalaré el cielo. Yo te libré a ti de una prisión mil veces más dura. Pero me contento con que me vengas a ver de cuando en cuando. Pudiera, es verdad, darte tu corona sin nada de esto, pero quiero estarte agradecido y que vengas después de recibir tu premio confiadamente. Por eso, yo, que puedo alimentarme por mí mismo, prefiero dar vueltas a tu alrededor, pidiendo, y extender mi mano a tu puerta. Mi amor llegó a tanto que quiero que tú me alimentes. Por eso prefiero, como amigo, tu mesa; de eso me glorío y te muestro ante todo el mundo como mi bienhechor”.

Imitemos la bondad, la mansedumbre, la caridad, el amor y la compasión del Sagrado Corazón de Jesús, y estaremos seguros de entrar en el Reino de los cielos.


[1] Homilía 15 sobre la Epístola a los Romanos.