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miércoles, 16 de julio de 2025

“Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”


 

(Domingo XVI - TO - Ciclo C - 2025)

         “Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (cfr. Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de los hermanos Lázaro, Marta y María, quienes son sus amigos. Precisamente, por la gran amistad que los hermanos tienen con Jesús y por la importancia que Él tiene en sus vidas, los hermanos lo reciben con frecuencia y con mucho amor. Pero en esta ocasión, sucede algo particular: mientras una de las hermanas, Marta, se esfuerza por tener la casa preparada y acondicionada, para adecuarla a la importancia de la visita y porque además de Jesús viene junto a Él una gran cantidad de gente, a las cuales también hay que atenderlas, se encuentra muy atareada, yendo y viniendo, disponiendo todo en la casa, como suelen hacerlo las amas de casa dedicadas y delicadas para con sus visitas. Lo que sucede es que su hermana María, en vez de atender a Jesús, como lo hace Marta, María se queda contemplándolo, por lo que todo el peso del trabajo de la casa recae en Marta. Esta situación es la que lleva a Marta a pedirle a Jesús que le diga a su hermana María que la ayude: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Contra toda suposición, Jesús no solo no le da la razón a Marta, sino que le responde de la siguiente manera, aprobando explícitamente la actitud de María: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola, es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

         Debemos preguntarnos entonces cuál es la enseñanza que nos deja el Evangelio.

         En relación a su enseñanza, hay algunos autores que ven en las hermanas Marta y María la personificación o representación de dos tipos de vocaciones o de estados dentro de la Iglesia: así, Marta, que sirve a Jesús en medio de la gente, estaría representando a la vocación o al estado laical, cuya característica es servir a Jesús en medio del mundo, ocupándose de las cosas del mundo para llevarlas a Dios, mientras que María, que contempla a Jesús, estaría representando a la vocación religiosa o al estado religioso –sacerdotes, monjas, contemplativos, ermitaños, etc.-, cuya característica esencial es la contemplación divina.

Esta es una buena interpretación de las dos hermanas y en realidad puede ser así, aunque también cabe otra interpretación: Marta y María estarían representando dos estados diferentes de una misma alma. Así, por ejemplo, Marta sería el alma cuando se ocupa de las cosas de la tierra, de su casa, de la familia, del trabajo, del estudio, de las obligaciones cotidianas, o incluso el mismo consagrado o religioso cuando por razones obvias debe ocuparse de cosas mundanas o no relacionadas directamente con la contemplación divina, como por ejemplo, prestar ayuda en la sacristía o en lo que sea necesario en la iglesia, en el templo, en la casa parroquial, etc. María, en cambio, sería esa misma alma, pero en el momento en el que el alma, sea laico o consagrado, se dedica a las cosas de Dios, como por ejemplo: rezar, asistir a Misa, hacer Adoración Eucarística, etc. Entonces, según esta interpretación, Marta y María no representarían a dos estados o  vocaciones distintas dentro de la Iglesia, sino a dos estados diferentes de una misma alma.

         Si es así, debemos preguntarnos entonces cuál de esos dos estados predomina en nosotros, teniendo siempre presentes las palabras de Jesús, que dice que la contemplación que hace María es “la mejor parte”: “María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. Es decir, tenemos que preguntarnos si en nosotros predomina Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, o María, que elige contemplar a Cristo, sabiendo que la contemplación de Cristo -como sucede en la Adoración Eucarística- es siempre “la mejor parte”, que lo que se realice en el mundo, aun cuando eso que se realice en el mundo esté orientado a Dios.

         Con relación a esto último, hay que hacer la siguiente consideración: es verdad -y también muy necesario- que las cosas del mundo deben ser atendidas, porque si hacemos las cosas que por nuestro estado debemos hacer, si uno no las hace, no se hacen por sí solas: es necesario preparar la comida, es necesario salir a trabajar para ganar el pan de cada día, es necesario estudiar, para aprender y ser cada vez mejores personas; es decir, es necesario dedicarse a las cosas del mundo -siempre y cuando tengan a Dios por meta y por fin-, porque las cosas del mundo están para que nosotros las manejemos, y si no las manejamos nosotros, nadie lo hará por nosotros.

Todo esto es verdad, pero también es verdad lo que dice Jesús: la parte de María, que es la contemplación divina -que puede ser a través de la Adoración Eucarística, o a través de la meditación guiada por el Santo Rosario-, es “la mejor parte”, y por esta razón también deberíamos de contemplar a Cristo con el mismo empeño, con las mismas fuerzas, y con el mismo amor con el cual nos dedicamos a las cosas del mundo, y todavía más.

María, arrodillada a los pies de Jesús, y contemplándolo, elevando los ojos del cuerpo y del alma a Jesús, representa al alma en sus momentos de oración: ya sea cuando hace oración vocal, o cuando hace oración mental, cuando se dirige a Dios de alguna manera, cuando reza a Dios con el cuerpo, esto es, ofreciendo sus sentidos a su Divina Majestad -es la “oración de los sentidos” de San Ignacio de Loyola- o cuando tiene alguna enfermedad y la ofrece a Cristo Dios para participar de su cruz, cuando asiste a Misa.

El alma es María especialmente cuando en la Santa Misa contempla, arrodillada ante el altar, en el momento de la consagración, a Cristo que renueva su sacrificio en cruz incruenta y sacramentalmente; cuando adora al Hombre-Dios que desde el cielo viene para dejar su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía; cuando alaba y da gracias a Jesús Eucaristía por el inmenso don que le ha hecho de quedarse en la Hostia consagrada; cuando recibe en su corazón, al comulgar, el mar infinito de amor inagotable que brota del Corazón Eucarístico de Jesús como de una fuente celestial. El alma es María cuando contempla a Cristo Eucaristía y se alegra de su Presencia Eucarística, así como se alegran los ángeles y los santos en el cielo por la Presencia misericordiosa, alegre y majestuosa del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

Entonces sí es cierto que las cosas del mundo tienen que ser hechas y que nos tenemos que preocupar y afanar por hacer las cosas -siempre orientándolas a Dios, jamás hacer algo en contra de Dios o fuera de Dios- y es verdad que debemos hacerlas con sacrificio y del modo más perfecto posible, para ofrecerlas a Dios, porque a Dios no se le pueden ofrecer cosas mal hechas, o cosas hechas con pereza, o con mala voluntad, o por obligación: lo que se ofrece a Dios debe ser un verdadero sacrificio, lo cual quiere decir que, sea lo que sea que hagamos, así sea pegar la suela de un zapato o construir un cohete espacial, todo lo debemos hacer de cada a Dios, con el mayor esmero y perfección posible, porque Dios es perfecto y quiere que seamos perfectos, tal como lo dice Jesús: “Sean perfectos, como mi Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Así vemos cómo, el alma que está llamada a ser como Marta, no tiene las cosas fáciles por el hecho de no ser religiosa; al contrario, debe esforzarse para alcanzar la perfección de la vida cristiana en medio del mundo, para dar testimonio de Cristo Jesús allí donde es llamada por Dios.

Es verdad que tenemos que ser como Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, pero es verdad también que no podemos dejar de ser como María -recordemos que una misma alma puede ser las dos hermanas en dos momentos distintos-, porque María, en la contemplación de Jesús, elige “la mejor parte”. Entonces, como Marta, debemos trabajar y estudiar, debemos preparar la comida y estudiar para aprobar el examen, pero como María, debemos rezar el Rosario, hacer Adoración Eucarística, asistir a la Santa Misa, sabiendo que “la parte de María” es siempre “la mejor”. Si nos ocupamos de las cosas del mundo, como tenemos que hacerlo, no podemos dejar que estas cosas del mundo abarquen toda nuestra vida; es más, debemos procurar que la contemplación de Cristo, como lo hace María, esto es, la oración, la meditación, la contemplación, la Adoración Eucarística, el rezo del Rosario, la asistencia a Misa, la recepción de la Eucaristía con piedad, devoción y amor, para fundir el propio corazón con el Corazón Eucarístico de Cristo, sea el centro de nuestra vida.

Una y otra vía, tanto la de Marta como la de María, son válidas para la unión en el Amor del Espíritu Santo con Cristo, aunque debemos procurar ser menos como Marta, y más como María.

        


miércoles, 28 de febrero de 2024

“Lázaro murió y fue al cielo; el rico murió y fue al tormento de fuego”

 


“Lázaro murió y fue al cielo; el rico murió y fue al tormento de fuego” (Lc 16, 19-31). Esta parábola de Jesús debe ser interpretada en su recto sentido, según la fe católica, porque de lo contrario se cae en una interpretación ajena a la fe católica, una interpretación de orden comunista-marxista, en la que el pobre se redime por ser pobre y el rico se condena por ser rico, lo cual es falso. Según la falsa Teología de la Liberación, el pobre, en sí mismo, solo por el hecho de ser pobre, ya merece el Cielo, mientras que el rico, solo por ser rico, merece la eterna condenación. Esta falsa interpretación conduce a una obvia lucha de clases en la que el odio y el resentimiento son el combustible que alimenta el deseo de la destrucción mutua de los seres humanos, solo por pertenecer a clases sociales diferentes.

La correcta interpretación de la parábola, la interpretación verdaderamente cristiana y católica, nos dice que Lázaro se salvó no por ser pobre ni por su pobreza, porque la pobreza no es redentora; se salvó porque era pobre, sí, pero sobre todo pobre de espíritu, lo cual quiere decir que era manso y humilde de corazón, semejante al Sagrado Corazón; Lázaro aceptaba con humildad, con paciencia, con serenidad, todas las calamidades y tribulaciones que padecía en esta vida -pobreza, enfermedad, hambre, miseria-, sin quejarse, sin culpar a Dios por sus desgracias, ofreciendo interiormente sus sufrimientos a Dios, reconociéndose pecador y pidiendo perdón por sus faltas. Es por esto que Lázaro se salvó y no por el hecho de ser pobre, porque se puede ser pobre materialmente, pero avaro de espíritu, codiciando con envidia malsana los bienes del prójimo y esta pobreza sí que condena al alma, es por eso que el ser pobre no es signo de ser redimido ni la pobreza es equiparable al estado de gracia.

Por otra parte, el rico Epulón se condena, pero no por sus riquezas materiales, sino por su egoísmo que no le permitía compartir sus bienes con Lázaro; se condena por su materialismo, que le impide desprenderse de las riquezas materiales para hacer con ellas obras de misericordia, lo cual podría haber con seguridad salvado su alma. El ser rico no es sinónimo de condenación, porque con las riquezas materiales se puede ser magnánimo, se puede ejercitar la virtud de la magnanimidad, auxiliando al prójimo más necesitado y así ha habido a lo largo de la historia reyes, nobles, empresarios acaudalados, que han salvado sus almas.

Esta parábola nos deja entonces esta lección: ni el ser pobre nos salva automáticamente, ni el ser ricos nos condena automáticamente, sino que la salvación o la condenación está en el ejercer las virtudes de la humildad, para la salvación, o el dejarse arrastrar por la avaricia, en el caso de la condenación.


lunes, 20 de marzo de 2023

“Yo Soy la resurrección y la vida”

 


(Domingo V - TC - Ciclo A – 2023)

         “Yo Soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 1-45). En sus días de vida terrena, el Hombre-Dios Jesucristo tenía numerosos amigos y entre esos amigos, se destacaban tres hermanos que vivían en Betania: María, Marta y Lázaro, a cuya casa iba con frecuencia a almorzar o cenar, junto con sus discípulos. Sucedió que Lázaro enfermó gravemente, por lo que sus hermanas enviaron un mensaje a Jesús, pidiéndole que lo fuera a ver: “Señor, tu amigo está enfermo”. Lo llamativo de la reacción de Jesús, en un primer momento, es que Jesús no se pone en marcha inmediatamente, luego de conocer la gravedad de la enfermedad de su amigo. Tampoco se preocupó por contratar un caballo, o un carruaje, con lo cual habría llegado a tiempo, antes de la muerte de Lázaro. Por otra parte, la enfermedad de Lázaro era verdaderamente grave, debido al hecho de que efectivamente fallece al poco tiempo de recibir Jesús la noticia de su enfermedad. Estos dos hechos, por un lado, la gravedad de la enfermedad de Lázaro -la cual no podía ser desconocida por Jesús, porque Jesús es Dios y es omnisciente- y por otra parte, la demora de Jesús en acudir a ver a su amigo Lázaro -el Evangelio dice que Jesús se quedó “dos días” antes de emprender la marcha para ver a Lázaro-, motivan la respetuosa y dulce queja, pero queja al fin, de parte de Marta: “Señor, si hubieras venido antes, mi hermano estaría vivo”. Viéndolo humanamente, deberíamos darle la razón a Marta: si Jesús sabía que la enfermedad de su amigo Lázaro era muy grave y que podía morir en cualquier momento y si Él tenía la posibilidad de emprender la marcha de inmediato, podría haber llegado antes de la muerte de Lázaro. Pero la lógica de Dios es infinitamente superior a la humana. Es verdad que Jesús sabía que su amigo Lázaro estaba gravemente enfermo y es verdad que se quedó dos días antes de dirigirse a Betania a la casa de sus amigos, pero el mismo Jesús le da la razón de su obrar al mensajero que le avisa que Lázaro está enfermo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Quien haya escuchado a Jesús en ese mismo momento, con toda seguridad no habría entendido lo que Jesús, proféticamente, estaba diciendo.

          Jesús sabe que su amigo está enfermo de muerte y se demora, a propósito, dos días, antes de comenzar la marcha hacia Betania y de tal manera, que cuando llega, Lázaro ya está muerto. De tal manera está muerto, que ya está envuelto en lienzos, como acostumbraban hacer los judíos con sus difuntos, y además está sepultado. Y cuando Jesús llega, Marta le avisa que “lleva dos días muerto” y que por eso su cuerpo “hiede”, como lo hace todo cuerpo humano muerto, por el proceso normal de descomposición orgánica que provoca la muerte.

          Es aquí en donde se explica la actitud de Jesús, de demorar en partir a Betania y se explica también su enigmática respuesta: si Jesús hubiera partido inmediatamente, o si hubiera marchado en carruaje, para llegar antes de la muerte de Lázaro, no habría tenido lugar el milagro de la resurrección corporal de Lázaro. Jesús permite que su amigo muera, pero para concederle luego la vida, para resucitarlo. Por eso es que dice: “Esta enfermedad no terminará en muerte”, porque si bien Lázaro muere, luego Jesús lo resucita y por eso la enfermedad no termina en muerte, sino en regreso a la vida; por otra parte, por el milagro de la resurrección de Lázaro, “el Hijo del hombre”, es decir, Jesús, es “glorificado”, tal como Él lo había anticipado: “Esta enfermedad servirá para que el Hijo del hombre sea glorificado” y así sucede efectivamente, porque cuando Jesús regresa a la vida a Lázaro, todos se asombran por el milagro, el cual reconocen que no puede ser sino por Dios y por eso glorifican a Jesús como Dios. Jesús permite que su amigo Lázaro muera, no para darnos ejemplo de entereza ante la muerte de un ser querido, sino para algo inmensamente más grande: para que se manifieste el poder divino que restituye al alma con el cuerpo, volviéndolo a la vida.

          Por último, cuando Jesús le dice a Marta: “Yo Soy la resurrección y la vida”, no está haciendo referencia al milagro que acaba de hacer con su hermano Lázaro, sino que está revelando que Él es el Dios Viviente, que tiene Vida eterna y que comunica de esa vida eterna a quien Él quiere y a quien lo sigue por el Camino de la Cruz, por el Via Crucis. Cuando Jesús le dice a Marta: “Yo Soy la resurrección y la vida”, le está diciendo que Él es el Dios Viviente que no solo derrotará a la muerte para siempre en el Monte Calvario por el sacrificio de la cruz, sino que dará la Vida divina, la Vida de la Trinidad a los hombres que a Él se unan por la gracia y por el amor.

          “Yo Soy la resurrección y la vida”, nos dice Jesús desde la Eucaristía, porque en la Eucaristía está el Dios Viviente, el Dios que resucitó a Lázaro, el Dios que resucitará a los buenos en el Día del Juicio Final, el Dios que venció para siempre a la muerte, al demonio y al pecado en el Santo Sacrificio de la cruz.

martes, 20 de septiembre de 2022

“Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo”

 

(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2022)

         “Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo” (Lc 16, 19-31). Esta parábola de Jesús debe ser interpretada en su correcto sentido católico, para no caer en reduccionismos de tipo socialistas y comunistas propios de la Teología de la Liberación y de la Teología del Pueblo.

         Ante todo, el rico se condena -es llevado al Infierno, dice el Evangelio-, no por sus riquezas, sino por haber hecho un uso egoísta de las mismas. En efecto, según la Doctrina Social de la Iglesia, el hombre tiene derecho a la propiedad privada, tiene derecho a tener bienes materiales, siempre que sean ganados con el trabajo honesto y sin defraudar a nadie. El problema con Epulón, el hombre rico, es que hace un uso egoísta de sus bienes, utilizándolos sólo en él, sin preocuparse por su prójimo, en este caso, Lázaro. En efecto, mientras Epulón vestía con hábitos púrpuras de lino finísimo, muy costosos, y organizaba banquetes todos los días, comiendo y bebiendo hasta la saciedad, no sentía compasión por Lázaro quien, a causa de su vejez y de sus enfermedades, no podía trabajar y debía mendigar por algo de comida. Epulón, preocupándose sólo por él mismo, no tenía la más mínima compasión por Lázaro, dejándolo que padeciera hambre sin convidarle ni siquiera las sobras de su abundante mesa. Por esta razón se condena en el Infierno, en donde la situación se revierte, porque las penas del Infierno se dan en los sentidos con los que se pecó en esta tierra: en este caso, el pecado de Epulón, además del egoísmo, es la glotonería, por lo que en el Infierno sufre, por toda la eternidad, de hambre insoportable y al haber rechazado el amor al prójimo y por lo tanto a Dios, se ve obligado a odiar a los otros condenados y a Satanás por toda la eternidad. Ahora bien, hay algunos autores que sostienen que Epulón no fue al Infierno de los condenados, sino al Purgatorio, porque demuestra algo de bondad, al pedir que se avise a sus hermanos para que no cometan el mismo error y este gesto de bondad sería imposible si estuviera en el Infierno, en donde no hay ni el más mínimo gesto de bondad. Sin embargo, la interpretación que prevalece es la de que se condenó en el Infierno, a causa de su egoísmo y de su glotonería.

         En el caso de Lázaro, que al morir fue llevado al cielo, hay que decir que se salvó, pero no por ser pobre, sino porque aceptó, con paciencia, con humildad y sobre todo con amor a Dios, todos los males que le sobrevinieron en esta vida: la enfermedad, el dolor, la carencia absoluta de bienes materiales, la carencia de ayuda y afecto por parte de familiares y amigos, ya que los únicos que se le acercaban eran los perros, a lamer sus heridas. Lázaro entonces se salvó no por se pobre, sino por no solo no quejarse de Dios, sino por aceptar con amor, humildad y resignación todos los males que le sobrevinieron en esta vida.

         “Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo”. La interpretación falsa de esta parábola la da la Teología de la Liberación y la Teología del Pueblo que, al ser marxistas, se fijan solo en el aspecto material y así el rico, según estas falsas teologías, se condena por ser rico, mientras que el pobre se salva por ser pobre. Nada más lejos de la verdadera interpretación católica: el rico se condena por su egoísmo y glotonería, mientras que el pobre se salva por su paciencia, su piedad y su amor a Dios, a quien ama aun en medio de su pobreza y su tribulación.

domingo, 5 de abril de 2020

Lunes Santo: “Lo tenía guardado para mi sepultura”


María unge a Jesús (Juan 12, 1-11)

“Lo tenía guardado para mi sepultura” (Jn 12, 1-11). Mientras está en casa de su amigo Lázaro, una mujer llamada María -algunos dicen que se trata de María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios-, toma una libra de perfumes de nardos, muy costosa y unge los cabellos de Jesús y también sus pies. El Evangelio destaca que “la casa se llenó de la fragancia del perfume”. Ante esta acción, Judas Iscariote, el que lo traicionó, se escandaliza ante el aparente derroche que realizaba Marta y le reprocha a Jesús que ese perfume se podría haber vendido bien y que el dinero se podría haber destinado a los pobres. En realidad, lo que quería Judas era apoderarse del dinero, sin importarle los pobres.
La escena, que es real, tiene un significado sobrenatural: la mujer pecadora que unge los cabellos y pies de Jesús representa en realidad a toda la humanidad, que siendo pecadora, recibe de Jesús el perdón desde la cruz; la acción de la mujer es la acción de gracias que la humanidad entera tributa a Jesús por haber recibido el perdón de los pecados; la unción anticipada del perfume es una profecía acerca de la Pasión y Muerte de Jesús, porque los judíos acostumbraban a ungir con perfumes a sus muertos: Jesús sabe que ha de sufrir su Pasión y Muerte en cruz y es por eso que dice que la acción de María “estaba reservada para su sepultura”, sabe que habrá de morir y que su Cuerpo será ungido con perfumes; el anticipo es profético y es para que todos sepan que el morirá, entregando su vida por la salvación de las almas; el perfume en sí representa a la gracia de Jesús –“el buen olor de Jesús”- y el hecho de que impregne toda la casa, significa que la gracia impregna toda el alma que, procediendo de Jesús y reverberando sobre el alma y el cuerpo de María, impregna su casa, es decir, su alma. No es que de María surja la gracia; la gracia surge de Jesús y, derramándose sobreabundantemente sobre el alma de María, impregna con “el buen olor de Jesús”, un perfume exquisito, la casa de María, es decir, su alma.
“Lo tenía guardado para mi sepultura”. El perfume exquisito, como vemos, es un símbolo de la gracia de Jesús. Puesto que Jesús es la Gracia Increada y la Fuente de toda gracia creada, le pidamos la gracia de, al igual que María, que nuestra alma esté repleta de la gracia de Jesús, en todo momento y, sobre todo, en el momento de nuestra muerte.

domingo, 29 de marzo de 2020

"Yo Soy la resurrección y la vida"


Resurrección de Lázaro (Duccio) - Wikipedia, la enciclopedia libre

(Domingo IV - TC - Ciclo A – 2020)

 “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn 11, 1-45). Marta le hace notar a Jesús que, si Él no hubiera demorado en acudir al llamado que la familia le hacía por la grave enfermedad de Lázaro, éste no habría fallecido. Y en efecto, lo que llama la atención en un primer momento es que Jesús, luego de ser avisado que Lázaro está enfermo, no acude enseguida a atenderlo, como sería de esperar, sino que se demora y no unas horas, sino dos días. La demora de Jesús es suficiente para que la enfermedad mortal de Lázaro termine con su vida y es por esto que cuando Jesús llega a casa de los hermanos de Betania, sus amigos, Lázaro esté ya muerto y es la razón también de la ligera queja de Marta a Jesús: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Sin embargo, la actitud de Jesús, de demorar su partida a la casa de Lázaro, se explica por una enigmática frase que Él pronuncia apenas le avisan que Lázaro está gravemente enfermo: “Esta enfermedad servirá para la gloria de Dios”. Es esta expresión de Jesús lo que explica la demora de Jesús de acudir a casa de Lázaro: Él sabe que Lázaro morirá si Él se demora, pero como Él es la resurrección y la vida, sabe también que, si Lázaro muere, Él lo resucitará y así se manifestará ante todos, de modo visible, palpable y tangible, el poder y la gloria de Dios. En efecto, mientras Lázaro, con su enfermedad mortal, representa a la condición humana en esta vida y en esta tierra, consecuencias del pecado original y es por esto que se enferma gravemente y muere, Jesús representa lo opuesto, lo impensado para esta humanidad contaminada por el pecado original, esto es, la vida en vez de la muerte, la salud en vez de la enfermedad. Ahora bien, es verdad que Jesús vuelve a la vida, con su poder divino y lo devuelve a la vida terrena a Lázaro, es verdad también que no es esta vida terrena la que Él ha venido a traer. Él mismo lo dice: “Yo Soy la resurrección y la vida”, es decir, Él es la resurrección, la vuelta a una vida nueva, no la vida terrena a la que estamos acostumbrados a vivir, sino la vida eterna, la vida divina, la vida absolutamente divina que es la vida misma de Dios Trino y que Él la comunica por su gracia santificante y por su Divina Misericordia. Es decir, Jesús vuelve a la vida terrena a Lázaro y esto es un milagro que pone de manifiesto la vida de Dios, pero la vida eterna que Él ha venido a traer es la verdadera y definitiva vida que Él ha venido a traer y es la que comunica al alma en el momento en el que el alma muere en estado de gracia.
“Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Si Jesús demuestra para con su amigo Lázaro un amor inmenso de amistad al devolverle la vida terrena, para con nosotros demuestra un amor inmensamente más grande, porque más que darnos la vida terrena, que ya la tenemos, nos comunica, de forma incoada, la vida eterna en cada Eucaristía. Y es por esta razón que, si bien estamos destinados a la muerte y todos vamos a morir a esta vida terrena, es verdad también que todos los que estemos en gracia y muramos a esta vida terrena, viviremos en la vida eterna, gracias a la vida divina que Jesús nos comunica en cada Eucaristía.

lunes, 9 de marzo de 2020

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”


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“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). Este Evangelio es rico en enseñanzas de toda clase. Podemos centrarnos en el hecho principal y es que el hombre rico se condena, mientras el hombre pobre se salva -es llevado al seno de Abraham-. Una primera enseñanza que nos deja el Evangelio es la existencia del Infierno, pues allí es adonde va el hombre rico luego de su muerte, aunque algunos Padres de la Iglesia afirman que en realidad se trata del Purgatorio, porque el hombre rico, ya muerto, tiene un gesto de bondad para con sus hermanos, ya que quiere que Abraham les avise de alguna manera que cambien de actitud: si hay bondad, no es el Infierno, porque en el Infierno desaparece todo rastro de bondad, hasta la más pequeña muestra, puesto que sólo hay odio. De todos modos, sea el Infierno o el Purgatorio, el hombre rico se encuentra en un lugar de intenso sufrimiento.
Una lectura superficial, racionalista y materialista de la parábola, puede llevar a una conclusión errónea, ya que puede hacer pensar que el hombre rico se condena por sus riquezas, mientras que Lázaro, el hombre pobre, se salva por ser pobre. Esta interpretación se encuentra en las antípodas de las enseñanzas de Jesús, puesto que el hombre rico no se condena por sus riquezas, sino por su egoísmo, porque teniendo él de sobra y estando Lázaro a las puertas de su casa, en vez de convidar a Lázaro con algo de lo que le sobraba, se desentiende totalmente de la suerte de su prójimo y se dedica a banquetear, es decir, a pasarla lo mejor que puede, dejando a Lázaro a su suerte. La causa de su condena no es su riqueza material, sino su egoísmo, avaricia y desentendimiento de su prójimo más necesitado. A su vez, Lázaro no se salva por ser pobre, sino por soportar con paciencia y humildad las calamidades que le sobrevienen -está solo, enfermo, sin un centavo-; además, en relación a Dios, no sólo no lo hace culpable de su estado, como muchos en la situación de Lázaro sí lo hacen, sino que da gracias a Dios por los males que recibe, los cuales le sirven para expiar en la tierra sus pecados. Entonces, Lázaro se salva, no por su pobreza, sino por su paciencia, su humildad y su amor a Dios, además de su aceptación piadosa de las tribulaciones que le toca vivir; además, Lázaro demuestra amor a su prójimo, ya que no guarda rencor ni enojo contra el hombre rico que banqueteaba pero que no le hacía partícipe de sus bienes.
“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. La parábola nos enseña que no son las riquezas materiales en sí las que condenan, sino el egoísmo, la avaricia y el despreocuparse de la suerte del prójimo más necesitado y que no es la pobreza la que salva, sino el sufrir con paciencia las tribulaciones de esta vida, dando gracias a Dios incluso por los males recibidos, como hizo Lázaro. Cualquier otra interpretación, está fuera de la interpretación católica de la parábola.

lunes, 23 de septiembre de 2019

“Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2019)

          “Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham” (Lc16,19-31). Una lectura superficial, naturalista o materialista de este Evangelio, puede llevar a conclusiones erróneas: puede hacer pensar que el hombre se condena en el Infierno a causa de sus riquezas, al tiempo que puede hacer pensar que el hombre pobre se salva por ser pobre. No hay nada más alejado de la realidad: ni el rico se condena por ser rico, ni el pobre se salva por ser pobre. Las causas de la condenación y de la salvación son de otro orden. Ante todo, hay que considerar que el rico se condena no porque sea rico, sino porque hace un uso egoísta de su riqueza, sin importarle las necesidades que está pasando su prójimo Lázaro, quien a su vez no se encuentra en un país lejano, sino a las puertas de su casa, de manera que no había forma que el rico no supiese que Lázaro estaba pasando necesidades. Ésta es entonces la causa de la condenación del rico: que usó sus bienes –tanto materiales como espirituales, porque podría por ejemplo haberle brindado su amistad al pobre, es decir, podría haberle dado el bien espiritual de la amistad- en provecho propio, de forma egoísta, sin hacer caso a las necesidades de su prójimo. Si no entendemos esta parte de la parábola en este sentido, se cae en el reduccionismo materialista, naturalista y progresista, propio de la marxista Teología de la Liberación, según la cual los ricos son malos porque son ricos y los pobres son buenos por ser pobres, instaurando una dialéctica destructiva de clases que enfrenta a muerte a ricos y a pobres y desconoce la condición de pecador innato del hombre a causa del pecado original. Un hombre rico puede salvarse siendo rico, si tiene un corazón en gracia y si sabe compartir de sus riquezas para con los más necesitados; un hombre pobre puede condenarse siendo pobre, si su corazón no está en gracia y si tiene un alma innoble y llena de soberbia y de avaricia. Lo que conduce al Infierno es la falta de gracia y el pecado de orgullo y avaricia y no la mera posesión de bienes materiales, así como lo que conduce al Reino de los cielos es la presencia de la gracia en el alma y la posesión de virtudes como la caridad y la humildad y no la mera ausencia de bienes materiales. No se puede entrar en el Reino de los cielos con pobreza material y con pecado en el corazón.
          Entonces, Lázaro, el pobre, no se salva por ser pobre, sino porque sobrelleva las desgracias que le sobrevienen en su vida –está solo, en la pobreza, está enfermo- con paciencia y con humildad, sin quejarse de su mala fortuna ante Dios y aceptando todo lo malo que le sucede como expiación por sus pecados y por la salvación de su alma.
“Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham”. Otro elemento a considerar en la parábola es la existencia real y verdadera de un Infierno que es eterno y del cual jamás se puede salir, porque es el lugar adonde va el rico egoísta. Esto es para quienes niegan los aspectos sobrenaturales del cristianismo, dentro de ellos, la existencia de un Infierno que es real, es verdadero y dura para siempre y que en este lugar no se cae en forma desprevenida, sino que son nuestras malas acciones las que nos conducen libre y voluntariamente a él. Si queremos evitar este Infierno; si queremos salvar nuestras almas, entonces hagamos un buen uso de nuestros bienes materiales y espirituales, obrando la misericordia corporal y espiritual con los prójimos más necesitados.

sábado, 1 de abril de 2017

“¡Lázaro, ven afuera!”


(Domingo V - TC - Ciclo A – 2017)

         “¡Lázaro, ven afuera!” (Jn 11, 1-45). El alma de Lázaro, que ya se había separado del cuerpo a causa del proceso de la muerte, reconoce la potente voz de su Creador en la voz de Jesús y, obedeciendo al instante, se une nuevamente con su cuerpo, que yacía sin vida desde hacía cuatro días. A su vez, el cuerpo, que ya había entrado en un claro proceso de descomposición orgánica, manifestado en el hedor característica que desprenden los cadáveres, es regenerado por Jesús con su poder divino, de manera que, al momento de la unión del alma con el cuerpo, éste es capaz de recibir al alma, porque ya no está en proceso de descomposición, con lo que se vuelve capaz de recibir su forma natural, el alma, la cual lo hace partícipe de su vida. De esta manera, se produce uno de los milagros más clamorosos de Jesús, el de la resurrección de Lázaro.
         En cuanto tal, la resurrección de Lázaro es sólo temporal, porque Lázaro murió definitivamente tiempo después, pero el alcance y significado sobrenatural del milagro trasciende el dato particular de la persona de Lázaro, para abarcar a toda la humanidad: si bien es una resurrección corporal y temporal, en realidad, el milagro sirve como muestra y anticipo de lo que será la resurrección final, al final del mundo cuando, una vez terminado el tiempo terreno, Jesús dé inicio a la eternidad juzgando a la humanidad. En ese momento, las almas de los buenos se unirán a las de sus respectivos cuerpos, para ser glorificados, mientras que las almas de los malos también harán lo mismo, pero para recibir el doble dolor que provoca el fuego del infierno, en el cuerpo y en el alma. Hasta que esto suceda, el milagro de la resurrección de Lázaro, por un lado, nos da consuelo para las tribulaciones de esta vida, porque nos demuestra que Jesús es Dios y que en Él podemos poner todas nuestras preocupaciones, mientras que por otro lado, nos da también esperanza del reencuentro, por la misericordia de Dios, con nuestros seres queridos fallecidos, por cuanto Él es, según lo afirma en el diálogo con Marta, “la Resurrección y la Vida”. El milagro del regreso a la vida de Lázaro constituye, por lo tanto, un claro y fuerte recordatorio de que Jesús es el Dios de la Vida, que es la Vida Increada en sí misma, Causa de toda vida creatural; que Él es “la resurrección y la vida” y que Él ha vencido a la muerte con su sacrificio en cruz, por lo que el horizonte del cristiano se eleva desde la tierra al cielo, hacia la vida eterna, la vida celestial, suavizándose así los dolores y tribulaciones de la vida terrena, que se convierte así en una prueba limitada para alcanzar la eterna felicidad.
         “¡Lázaro, ven afuera!”. La resurrección de Lázaro es un milagro grandioso; sin embargo, comparado con el milagro más grande de todos, este milagro, por grandioso que sea, queda reducido casi a la nada: en la Santa Misa, por las palabras de la consagración, se produce la Transubstanciación, proceso realizado con la omnipotencia divina por medio del cual la materia inerte, sin vida, del pan y del vino, se convierten en la substancia glorificada humana –Alma y Cuerpo- de Jesús, unida a la Persona Divina del Hijo de Dios.  

“¡Lázaro, ven afuera!”. Si el milagro de la resurrección de Lázaro constituye un hecho asombroso que nos da esperanzas para la vida eterna y consuelo para quienes hemos perdido seres queridos, además de consolarnos con el hecho de saber que nuestro Dios, Cristo Jesús, es el Dios que es la Vida y la Resurrección, y que Él nos habrá de resucitar en el Último Día, el milagro de la Transubstanciación en la Santa Misa nos da a ese mismo Dios Viviente y glorioso, que es la causa de nuestra esperanza, Cristo Jesús. En el episodio, Jesús le declara a Marta que Él es la vida y la resurrección y que el que cree en Él no morirá; en la Santa Misa, Jesús, el Dios de la gloria, se nos da a sí mismo en la Eucaristía y nos concede, en germen, la resurrección y la vida eterna por la comunión eucarística. En el episodio evangélico, Jesús resucita a su amigo Lázaro, infundiendo de nuevo su alma en su cuerpo ya muerto; en la Santa Misa, Jesús convierte la materia inerte del pan y del vino, en su Cuerpo resucitado, en su Sangre Preciosísima, en su Alma gloriosa y en su Divinidad Santísima y se nos brinda como alimento super-substancial del alma, brindándonos en anticipo, ya desde esta vida terrena, el germen de la eterna bienaventuranza.

viernes, 23 de septiembre de 2016

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (cfr. Lc 16, 19-31). Jesús narra la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, sus vidas y sus destinos eternos: el rico se condena en el infierno, el pobre se salva y va al cielo. Para no caer en interpretaciones apresuradas y superficiales, que condenen al rico por su riqueza y justifiquen al pobre por su pobreza, hay que tener en cuenta cuál es el sentido espiritual de la parábola, para comprender qué es lo que condena al rico, que no es su riqueza, y qué es lo que salva al pobre, que no es su pobreza. Es necesario hacer esta aclaración, porque existen interpretaciones de este pasaje que, haciendo hincapié en lo que es secundario –riqueza y pobreza de los protagonistas de la parábola-, interpretan el pasaje en un sentido contrario al Evangelio, considerando sólo los aspectos meramente materiales. En estas fallidas interpretaciones, el rico es considerado “malo” solo por el hecho de ser rico, siendo así la causa de su condenación la sola posesión de bienes materiales; a su vez, el pobre es considerado “bueno” por el solo hecho de ser pobre, siendo la pobreza la causa de su salvación. Sin embargo, hacer esta interpretación es, por un lado, simplista y falso y, por otro lado, ajena al Evangelio y a su espíritu. Como decíamos antes, ni la riqueza en sí misma es la causa de la condenación del rico Epulón, ni la pobreza es la causa de la salvación del pobre Lázaro. Con respecto a Epulón, baste decir que, en el Evangelio, hay quienes eran considerados ricos, como Zaqueo, o también José de Arimateo, el fariseo discípulo de Jesús y dueño del sepulcro donde fue depositado el Cuerpo de Nuestro Señor. También en la Iglesia hay numerosos santos, como por ejemplo el joven Pier Giorgio Frassatti, que siendo hijo de uno de los hombres más ricos de Italia, nunca renunció a su fortuna, aunque vivía pobremente porque todo lo que tenía lo daba como limosna, o el caso de Santa Isabel de Hungría, que era reina y dueña de una inmensa fortuna, pero todo lo que era suyo lo donó para construir hospitales, escuelas y albergues. Y al contrario, hay ejemplos de pobres, como Judas Iscariote, que tienen corazón de avaro. Como vemos, entonces, no es la riqueza en sí misma la que condena, como tampoco es la pobreza en sí misma lo que salva.
         Lo que salva o condena, es el modo de usar los bienes que se poseen y el estado del corazón en relación a Dios y al prójimo, que es lo que nos enseña la parábola: Epulón se condena porque en su corazón no hay amor ni a Dios, ni al prójimo; si hubiera tenido amor a Dios, se habría desprendido de algo de sus bienes materiales para socorrer a Lázaro que, en cuanto prójimo y en cuanto sufriente, es imagen viviente de Dios Hijo encarnado y crucificado. Puesto que no tiene amor ni a Dios ni a su imagen viviente, que es el prójimo, en su corazón sólo hay amor de sí mismo, de sus propios placeres y comodidades, lo cual lo pone, de modo inmediato, bajo el dominio del Príncipe de las tinieblas, y esa es la causa de su condenación. En otras palabras, Epulón se condena no por poseer riquezas, sino por no poseer amor en su corazón y por tener su corazón en las riquezas, cumpliéndose así lo que dice Jesús: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21).
A su vez, Lázaro no se salva por la pobreza en sí misma, sino por amar a Dios y a su prójimo, demostrando el amor a Dios en la mansedumbre, paciencia y humildad con la que vive las tribulaciones permitidas por Dios para su santificación –la enfermedad, la pobreza, la soledad-, y demostrando su amor al prójimo –en este caso, Lázaro-, sin demostrarle enojo, encono ni nada parecido, por el hecho de ser Lázaro rico y él pobre y por el hecho de comportarse egoístamente con él. Es decir, Lázaro se salva porque ama a Dios y al prójimo, y no porque es pobre, o sea, no se salva por la pobreza en sí misma, sino por el amor a Dios y al prójimo que contiene su corazón.

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. Todos somos, en cierta medida, Epulón, en el sentido de que todos tenemos riquezas –sean materiales o espirituales- para dar y compartir con nuestros prójimos más necesitados; todos debemos ser Lázaro, porque todos debemos amar a Dios y al prójimo, si queremos salvar nuestras almas. Desprendernos de nuestros bienes materiales en favor de nuestros prójimos, enriquecernos con el tesoro más grande que tiene la Iglesia, la Eucaristía, es la enseñanza de esta parábola de Jesús.

jueves, 25 de febrero de 2016

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”


Lázaro y Epulón.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro” (Lc 16, 19-31). Con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro Jesús nos advierte acerca de las enormes consecuencias que, para la vida eterna, tienen el apego al dinero y a los bienes materiales, además del egoísmo y la indiferencia para con el prójimo más necesitado. Con esta parábola, Jesús revela, además, lo que sucede en el momento de la muerte: un juicio divino particular para cada uno en persona –en la parábola está implícito, porque el destino de cada uno depende de sus obras- y luego los destinos finales –eternos- para las almas: o el cielo –el Purgatorio es temporal, como una antesala del cielo- o el infierno, en compañía del Demonio y sus ángeles y los condenados.
Además de la revelación de los novísimos –muerte, juicio, infierno, cielo-, lo importante en esta parábola es la causa de la condena de Epulón y de la salvación de Lázaro: un análisis superficial llevaría a concluir que el rico se condena por sus riquezas –la simple posesión de estas serían, en sí mismas, las que lo llevan al infierno-, mientras que el pobre se salva por su pobreza –la pobreza en sí misma sería lo que lo lleva al cielo-. Sin embargo, no es así, porque lo que condena a Epulón no es la posesión de bienes materiales, sino su posesión egoísta, desde el momento en que nunca se preocupó, mientras vivía en la tierra, de auxiliar a su prójimo necesitado, Lázaro. Hubiera bastado el gesto de socorrer a Lázaro en sus necesidades, pero no lo hizo y no lo hizo porque en su corazón no había lugar para el amor, la compasión, la caridad, la misericordia y puesto que Dios es Amor, Compasión, Caridad y Misericordia, no había nada de común entre Él y Dios en la otra vida y es por eso que fue apartado de la Presencia de Dios para siempre. Epulón se condena, entonces, no por el hecho de ser rico, sino por usar de modo egoísta sus riquezas y por no apiadarse ni tener compasión por el prójimo más necesitado.
A su vez, Lázaro no se salva por el simple hecho de ser pobre materialmente: se salva porque, en su pobreza material y en la tribulación que le supone vivir, además, de pobre, enfermo, no solo no reniega de Dios ni se queja por su suerte, sino que sufre de modo paciente y sereno, aceptando con mansedumbre de corazón su penosa existencia en esta vida (pobreza, enfermedad, soledad). En Lázaro brillan las virtudes de la humildad, de la mansedumbre y de la piedad y además del amor fraterno, porque no guarda rencor contra su prójimo Epulón,  a pesar de que este se comporta de forma tan egoísta para con él. En definitiva, son todas estas virtudes las que le valen ganar el cielo a Lázaro, y no el simple hecho de no poseer bienes materiales.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”. Jesús nos advierte acerca de la realidad del más allá, no para infundirnos temor, sino para que comprendamos el valor de la caridad para con el prójimo y practiquemos las obras de misericordia, de manera de alcanzar el Reino de los cielos.

viernes, 4 de abril de 2014

“Lázaro, sal fuera”



(Domingo V – TC - Ciclo A – 2014)
         “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 1-7 20-27 33-45). Jesús resucita a Lázaro, hermano de Marta y María y amigo suyo, que hace ya cuatro días que ha fallecido. Es un milagro de omnipotencia, que demuestra una vez más su condición divina, puesto que la potestad de devolver la vida es exclusiva de Dios. Jesús resucita a Lázaro, pero si nos fijamos bien, las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Jesús era muy amigo de los tres hermanos, Lázaro, Marta y María, y cuando Lázaro enferma gravemente, Marta y María mandan a llamar a Jesús, pero Jesús no acude en el momento y deja pasar, ex profeso, dos días, diciendo al mismo tiempo: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios". Al final, la enfermedad sí es mortal, porque cuando Jesús parte, dos días después, Lázaro muere.
         Sin embargo, la aparentemente extraña e indiferente actitud de Jesús para con sus amigos y para con Lázaro en particular, se entiende al analizar sus palabras en el diálogo que se entabla con Marta antes de resucitar a Lázaro. En el diálogo, Jesús le dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Jesús afirma ser Él la Vida en sí misma y esto lo hace antes de resucitar a Lázaro. También había dicho: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios": esto explica el hecho de su aparente indolencia ante la gravedad de su amigo Lázaro. Cuando las hermanas Marta y María mandan a avisar a Jesús de que su amigo está gravemente enfermo, Jesús no acude inmediatamente; el Evangelio dice que se quedó “dos días” a propósito, como esperando que muriera y de hecho, Lázaro muere hasta que Jesús llega. Alguno podría culpar a Jesús de indolente o incluso hasta de mal amigo, por no haber acudido en el acto a socorrer a su amigo Lázaro, que se encontraba agonizando. Pero Jesús quiere que su amigo Lázaro experimente la asombrosa potencia de la Vida divina y del Amor divino, pero para eso, es necesario que Lázaro se interne en las oscuras regiones de la muerte, y es por eso que Jesús deja que Lázaro muera. Es verdad que Jesús no acude inmediatamente a socorrer a su amigo Lázaro; Jesús sí podía, apenas conocida la noticia de la gravedad de la enfermedad de su amigo, salir a toda prisa y, auxiliado por sus amigos, llegar por algún medio de transporte -caballos, carros- antes de que Lázaro muera y obrar un milagro e impedir la muerte de Lázaro. Aun más, siendo Jesús el Hombre-Dios, ni siquiera tenía necesidad de desplazarse hasta donde se encontraba Lázaro: podía hacer un milagro a distancia, como lo había hecho ya en otras oportunidades (cfr. Jn 4, 50-53). Sin embargo, Jesús permite que su amigo muera; Jesús permite que su amigo experimente el destino que le espera a todo hombre que nace en este mundo a causa del pecado original; Jesús permite que Lázaro experimente la separación del alma y del cuerpo; Jesús permite que Lázaro sea invadido por la terrible oscuridad que envuelve al alma minutos antes de morir; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara la cercana presencia de la Serpiente Antigua, el Demonio, cuya siniestra sombra viva se hace cada vez más cercana a medida que se aproxima el momento de la muerte; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara cómo en la muerte todas las seguridades humanas se esfuman y cómo el dinero, el poder, las vanidades del mundo que tanto atraen y deslumbran al hombre, en el momento de la muerte son meros espejismos, al mismo tiempo que lastres pesadísimos que impiden la entrada en el cielo y la arrastran al abismo del infierno. Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara el frío de la muerte, pero también quería que experimentara, por anticipado, los frutos de la Redención que Él habría de conseguir con su Pasión, Muerte y Resurrección, porque Él, una vez muerto en la Cruz, habría de descender con su Alma gloriosa al Hades, al Infierno, no el de los condenados, sino el de los justos (cfr. IV Concilio Lateranense, 1215), para rescatarlos, que es adonde habría ido Lázaro, y es de donde lo llamó Jesús. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza omnipotente del Amor Divino, que lo rescataba de la negrura de la Muerte y de las garras de la Bestia Infernal, y del Abismo del Hades, del Infierno de los justos, no del infierno de los condenados. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza del Amor de Dios, porque solo el Amor de Dios era lo que movía a Dios Uno y Trino a rescatar a la humanidad caída a causa del pecado original.
         “Lázaro, sal fuera”. La poderosa voz de Jesús, ordenando al alma de Lázaro que regrese desde las profundidades del Hades, de las regiones de los muertos, para que se una a su cuerpo y le comunique de su vitalidad a su cuerpo, que yace en el sepulcro, es solo una muy pequeña muestra de su poder divino, porque la unión del alma con el cuerpo es signo del poder divino, pero es a la vez figura de un poder superior de parte de Dios, y es el de la acción de la gracia sobre el alma muerta por el pecado: así como el alma, al unirse al cuerpo le comunica de su fuerza vital y le da vida al cuerpo que estaba muerto, así la gracia, que es vida divina, le comunica la vida divina al alma que está muerta por el pecado mortal y la hace revivir y es esto lo que sucede en la confesión sacramental, pero es lo que sucede también en el bautismo, porque aunque el alma no esté muerta, al recibir la gracia, recibe la Vida divina, que es la vida gloriosa y resucitada de Cristo, que es la Resurrección en sí misma, como le dice Jesús a Marta: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Cristo es la Resurrección, Cristo es la Vida eterna; Él no solo da la vida al cuerpo; Cristo da la Vida eterna al alma, da la vida y la gloria divina al alma y al cuerpo, en forma incoada, por los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, en esta vida y luego en su plenitud en la eternidad y por eso es que vale la pena dar la vida por Él.
            “Lázaro, sal fuera”, le dice Jesús a Lázaro, y Lázaro se incorpora de su lecho mortuorio. Aunque nosotros no hemos muerto aún, también Jesús viene a nuestro encuentro en cada Eucaristía, resucitado y glorioso, y nos infunde, de modo incoado, la misma fuerza divina que le infundió a Lázaro y lo hizo resucitar. Cada comunión eucarística es para el alma una infusión de gracia muchísima mayor que la que recibió Lázaro y lo hizo revivir, por eso es que también a nosotros Jesús nos dice: "Sal fuera", "Sal fuera" del sepulcro de tu fariseísmo y de tu egoísmo y vive como hijo de Dios, como hijo de la luz y no como hijo de las tinieblas, resplandece como lo que eres, como hijo de Dios y vive de cara a la eternidad, porque para eso has recibido la gracia de la filiación divina. "Sal fuera" y vive como hijo de Dios hasta el día en que seas llamado al Reino de los cielos.
                “Lázaro, sal fuera”, le ordena Jesús a Lázaro, y Lázaro resucita de entre los muertos, provocando la admiración de cielo y tierra, puesto que se trata de un milagro asombroso, pero nosotros en la Santa Misa recibimos un milagro infinitamente más grandioso que el que recibió Lázaro, porque Lázaro solo escuchó la voz potente del Salvador que lo volvió a la vida, mientras que nosotros recibimos el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, que nos comunica su misma Vida divina, la Vida de Dios Uno y Trino, y por esto debemos postrarnos en acción de gracias y adorarlo con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestro ser.      

miércoles, 19 de marzo de 2014

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”


“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham” (Lc 6, 19-31). En la parábola de Epulón y Lázaro, ni el rico Epulón se condena por sus riquezas, ni el pobre Lázaro se salva por su pobreza. Sostener lo contrario, sería sostener las tesis de la teoría marxista, materialista y atea, contraria al Evangelio y promotora de movimientos de revolución social que por medio de la violencia y la muerte propician la lucha de clases. El rico Epulón se condena no por sus riquezas, sino por el uso egoísta que hace de ellas, ya que en vez de compartirlas con Lázaro, que padece hambre a la puerta de su casa, banquetea espléndidamente todos los días y se viste de seda y lino, sin preocuparse por Lázaro, que no tiene con qué vestirse y además está enfermo y todo cubierto de heridas. Epulón se condena porque, según se desprende del diálogo que tiene con Abraham, es un hombre sin fe, ya que tanto él como sus hermanos, son personas adineradas, pero sin fe, porque no hacen caso de las Escrituras: cuando Epulón le dice que envíe a Lázaro para que les advierta a sus hermanos acerca de la terrible realidad de la condenación eterna en el infierno para quienes viven despreocupadamente apegados a la riqueza como ellos, Abraham le responde que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco escucharán a alguno que resucite de entre los muertos”, lo cual es un indicio de que se trata de gente sin fe. Esas son las causas de la condenación de Epulón –avaricia, codicia, egoísmo, falta de fe-, y no las riquezas en sí mismas. En el fondo, la actitud de Epulón es la participación al pecado de rebelión contra el plan divino de salvación del ángel caído.
A su vez, Lázaro no se salva por su pobreza, sino porque no reniega de ella, ni tiene envidia de los bienes materiales de Epulón, ni tampoco se queja amargamente contra Dios por la suerte adversa que le toca vivir. En otras palabras, Lázaro se salva porque bendice a Dios en su corazón a pesar del infortunio –aparente- que significa la enfermedad y acepta con mansedumbre y humildad los designios de Dios sobre su vida, designios que no son otra cosa que la participación a la cruz de Jesús, y esa es la causa de su salvación.

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”. Como católicos, no podemos nunca hacer una interpretación materialista y reduccionista de la riqueza y de la pobreza materiales, porque  corremos el riesgo de falsear el Evangelio de Jesús. La verdadera riqueza y la verdadera pobreza están en la cruz: riqueza, porque allí abunda la gracia; pobreza, porque nos despojamos de lo material y de las pasiones, que son un estorbo para ir al cielo. Toda otra dialéctica que enfrente al rico-malo contra el pobre-bueno, es falsa y viene del maligno.

sábado, 28 de septiembre de 2013

“Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2013)
         “Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento” (Lc 16, 19-31). El Evangelio de hoy derriba el mito de la “teología de la prosperidad” utilizado por las sectas protestantes: por un lado, los bienes materiales en esta vida no son un indicativo de la bendición divina, tal como lo sostiene falsamente esta “teología”; por otro lado, la pobreza no es indicativo de maldición divina, como también lo sostiene falsamente esta teología.
         En la parábola, Abraham le contesta a Epulón -cuando este le pide que Lázaro moje aunque sea un dedo en agua para refrescar su lengua- que él “ya ha recibido sus bienes en vida”, por lo que ahora la Justicia Divina no le debe nada, ni siquiera una gota de agua. Ahora bien, Epulón sufre hambre y sed, además de todos los otros tormentos del infierno, pero no porque haya recibido estos bienes, sino porque no los supo administrar de manera tal que esos mismos bienes le granjearan la entrada en el cielo. En otras palabras, la condena de Epulón en el infierno no se debe a que haya sido rico, sino a su egoísmo, porque como dice el Evangelio, “vestía de púrpura” y “hacía banquetes todos los días”, pero no se preocupaba por compartir ese banquete con Lázaro, que no estaba lejos suyo, sino “en la puerta de su casa”. Para salvarse, no era necesario que Epulón renunciara a todos sus bienes y comenzara a vivir como mendigo: lo único que debía hacer era compartir esos bienes con Lázaro y atenderlo en sus necesidades. Sin embargo, Epulón se olvida de Lázaro, o si se acuerda de él lo desprecia, y utiliza su riqueza en provecho propio, egoístamente, y es esto lo que lo lleva a la muerte eterna. Si hubiera compartido de su comida y de su ropa con Lázaro, muy distinta habría sido su suerte, pero como no lo hizo, el día de su muerte escuchó las palabras del Terrible Juez: “Apártate, de Mí, maldito, al fuego eterno, porque estuve enfermo, con hambre, con sed, y no me socorriste. Toda vez que no lo hiciste con Lázaro, Conmigo no lo hiciste”.
Lázaro, por su parte, recibe “males” en esta vida terrena, como lo dice Abraham, y esos males consisten en un estado de miseria material –no tiene para comer-, acompañado de la tribulación de la enfermedad –su cuerpo llagado es lamido por los perros- y también de la soledad, porque evidentemente, no tiene familiares que lo socorran. Contrariamente a lo que sostendría la falsa “teología de la prosperidad”, estos “males” terrenos no son muestra de maldición divina; por el contrario, puesto que en la otra vida Lázaro recibe sólo bienes, estos “males” terrenos pueden considerarse, con toda razón, una bendición del cielo. Sin embargo, al igual que los bienes materiales no son malos por sí mismos, sino que se convierten en males cuando son utilizados egoístamente, así también los “males” terrenos, como la miseria y la enfermedad, no son buenos en sí mismos, sino que se convierten en buenos cuando son aceptados con amor, paciencia y humildad, tal como lo hizo Lázaro.
En otras palabras, Lázaro se salva, pero no por la miseria, la pobreza y la tribulación en sí mismas, sino por haber comprendido que eran una prueba divina, que quería despojarlo para concederle luego bienes en el cielo, y por no solo no haber renegado de Dios, sino por haberlo amado a pesar de no haber tenido, en toda su vida terrena, al menos un pequeño consuelo. Esto es lo que el cristiano debe hacer cuando recibe la tribulación como prueba: no solo no quejarse contra Dios, sino agradecerle y amarlo todavía más, porque significa que Jesús lo está haciendo participar de su Cruz, que es suma tribulación, pero para concederle las más altas cumbres del cielo en la otra vida, en la vida eterna.

“Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento”. Ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por ser pobre: el destino eterno de uno y otro se definen por su relación con el prójimo y con Dios, puesto que Epulón se condenó por no ser misericordioso con su prójimo, habiendo recibido abundantes bienes materiales en esta vida, y Lázaro se salvó por no solo no haber renegado de la Voluntad divina en toda su vida de miseria, tribulación y enfermedad, sino por haberse mantenido fiel en el Amor a Dios aún en medio de la prueba. También para nosotros, los cristianos, nuestro destino eterno se juega en la relación con nuestro prójimo –según cómo sea nuestro trato, misericordioso o no, así será nuestra eternidad- y en el Amor a Cristo Dios en medio de la tribulación –si renegamos de la Cruz, no nos salvaremos; si no renegamos de la Cruz, gozaremos en el cielo de la felicidad eterna-.

miércoles, 27 de febrero de 2013

“Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo”




         “Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo” (cfr. Lc 16, 19-31). Una interpretación materialista y progresista, como la de la Teología de la Liberación, alejada del Magisterio de la Iglesia, sostiene que el rico Epulón se condena a causa de sus riquezas, mientras que Lázaro se salva a causa de su pobreza.
Sin embargo, ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por ser pobre. La razón última de la salvación o condenación de los personajes de la parábola radica en su conformidad o no a la Divina Voluntad.
La causa de la salvación de Lázaro no es su pobreza en sí misma, sino la aceptación paciente, sufrida y confiada, a la Voluntad de Dios, ya que Lázaro sufre su miseria e indigencia material sin renegar de Dios y su Querer, que ha permitido que viva en la más completa carencia de bienes materiales. Lázaro no desea las riquezas terrenas, sino las del cielo, y en vista de estas riquezas, es que soporta pacientemente toda una vida de miseria económica.
A su vez, Epulón no se condena por el mero hecho de ser rico, sino porque fue contrario a la Voluntad Divina, que permitió su enriquecimiento a fin de que con estas riquezas ayudara a su prójimo más necesitado, Lázaro.
Epulón se condenó porque apegó su corazón a los bienes materiales, tomando a estos como fin último de la vida y no como lo que son en realidad, una prueba para obtener la salvación si es que se sabe desprender de ellos.
En este sentido, lejos de ser una bendición divina, los bienes materiales se convierten en una maldición, porque son causa de la condenación en el infierno, y esto sucede cuando no se los usa para auxiliar a quien más lo necesita.
Epulón codició los bienes terrenos y apegó su corazón al dinero y al oro, y esto fue su perdición, porque así despreció los bienes del cielo.
“Un rico fue al infierno, un pobre fue al cielo”. En última instancia, la salvación o condenación se da cuando el alma atesora o desprecia, respectivamente, los bienes celestiales. Si queremos evitar el infierno e ir al cielo, debemos atesorar ávidamente bienes y riquezas, pero se trata de los bienes y riquezas celestiales –“Atesorad tesoros en el cielo”, nos dice Jesús-, los cuales se nos dan aquí en esta vida terrena: el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Sagrada Eucaristía. Por esto, debemos guardar en el corazón, con gran regocijo, las comuniones eucarísticas , con más fruición y avidez que las del avaro que atesora monedas de oro en su caja fuerte.
Si queremos ir al cielo, debemos imitar la pobreza de Cristo en la Cruz, despojado de todo bien material, porque los únicos bienes materiales que posee, los clavos, la Cruz de madera, los clavos, la corona de espinas, son de propiedad de Dios Padre, y el paño de lienzo que es su única vestimenta, pertenece a su Madre, la Virgen, ya que era la pañoleta con que se cubría su cabeza.
Si queremos ir al cielo y evitar el infierno, debemos atesorar ávidamente nuestra única riqueza, Cristo Eucaristía, y debemos vivir pobremente, con la santa pobreza de Cristo crucificado.

jueves, 8 de marzo de 2012

A qué se deben la condena de Epulón y la salvación de Lázaro



         Una errónea lectura en clave marxista llevaría a concluir que el rico Epulón se condena en el infierno debido a sus riquezas, mientras que el pobre Lázaro se salva gracias a su pobreza.
         La realidad, a la luz del Magisterio de la Iglesia, es muy distinta: Epulón no se condena por poseer riquezas, sino por hacer un uso egoísta de las mismas, puesto que, siendo rico y teniendo la posibilidad de auxiliar a su prójimo Lázaro, no se compadece de su miseria.
         A su vez, Lázaro se salva no por su pobreza, sino por la aceptación humilde de las pruebas y tribulaciones que Dios le envía, con lo cual Lázaro demuestra su amor a Dios, al tiempo que también demuestra amor a Epulón, ya que no se queja por la actitud mezquina que éste tiene para con él.
         En el fondo, se trata de dos corazones distintos: por un lado, el de Epulón, endurecido a causa de su materialismo y hedonismo –se goza en la materia y en la visión materialista de la vida-, lo que le impide ver el sufrimiento del prójimo, y le impide ver también a Dios, puesto que, al igual que sus hermanos, no lee ni cree en la Palabra de Dios; por otro lado, está el corazón de Lázaro, que por la mansedumbre y la humildad se abre al amor divino que lo priva de toda clase de bienes en esta vida, para colmarlo de toda clase de bienes en la otra.
         Por lo tanto, la parábola nos enseña que ni los bienes en sí mismo son una bendición, como sostienen los protestantes, ni los males en sí mismos son una maldición, como sostiene la visión mundana de la vida: ambos son una prueba de Dios, que se superan con la apertura del corazón al consejo divino: en el caso de que la prueba consista en poseer bienes materiales, auxiliar con los mismos al prójimo más necesitado; en caso de que la prueba consista en la tribulación, aceptando la misma con paciencia y amor. En ambos casos, alimentando el alma con la Sagrada Escritura.