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domingo, 14 de julio de 2024

“Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros”

 


(Domingo XV - TO - Ciclo B – 2018)

         “Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros” (cfr. Mc 6, 7-13). Nuestro Señor Jesucristo envía a sus discípulos a una misión, pero no es una misión terrena, sino que se trata de una misión de carácter divina, sobrenatural, celestial, porque los manda para que iluminen, con la Palabra de Dios, las tinieblas preternaturales que cubren la faz de la tierra desde la caída de Adán y Eva, según lo que comenta San Cirilo de Alejandría[1]. Dice así este santo, al comentar este pasaje del Evangelio: “Nuestro Señor Jesucristo instituyó guías e instructores para el mundo entero, y también “administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1). Les mandó a brillar y a iluminar como antorchas no solamente en el país de los judíos…, sino también en todo lugar bajo el sol, para los hombres que viven sobre la faz de la tierra (Mt 5, 14)”. Según San Cirilo de Alejandría, Nuestro Señor Jesucristo envió a los Apóstoles tanto a los judíos como sino a los paganos, lo cual quiere decir a todos los hombres de la tierra, para que “brillaran como antorchas” y este “brillar como antorchas” no es en un sentido metafórico, sino real de un modo espiritual, porque tanto en la vida como en la realidad espiritual, allí donde no reina Jesucristo, reinan las triples tinieblas espirituales: las tinieblas vivientes, los demonios -aquí caben recordar las palabras del Padre Pío de Pietralcina, quien decía que si pudiéramos ver con los ojos del cuerpo a los demonios que actualmente andan libres por nuestro mundo, no seríamos capaces de ver la luz del sol, ya que es tanta la cantidad de demonios, que cubrirían por completo los rayos del sol, produciendo un eclipse solar que cubriría toda la faz de la tierra-; las tinieblas del error, las tinieblas del pecado, y las tinieblas de la ignorancia y del paganismo. Por esta razón, para que disipen con la luz de la Sabiduría divina, Nuestro Señor envía a los Apóstoles, para que iluminen, con la luminosa y celestial doctrina del Evangelio, a este mundo que yace “en tinieblas y en sombras de muerte”, las tinieblas del pecado, del error y del Infierno. Porque no es otra cosa que tinieblas y sombras de muerte la locura infernal deicida y suicida del hombre de hoy, el pretender vivir sin Dios y contra Dios. No es otra cosa que tinieblas y sombras de muerte pregonar como derechos humanos a la contra-natura, al genocidio de niños por nacer -como penosamente sucede en nuestro país, desde que se promulgó la ley del aborto decretando como “derecho humano” asesinar al niño en el vientre de la madre, desde el infame gobierno anterior-, a la ideología de género y a la doctrina de la guerra injusta -no a las guerras justas, como la Guerra de Malvinas y la Guerra contra la subversión marxista- como sacrificio ofrecido a Satanás.

También hoy, como ayer, la Iglesia es enviada al mundo, pero no para paganizarse con las ideas paganas del mundo, no para mundanizarse con la mundanidad materialista y atea del mundo, sino para santificar y cristificar el mundo con los Mandamientos de la Ley de Dios, con los Preceptos de la Iglesia santa y con los Mandamientos de Nuestro Señor Jesucristo dados en el Evangelio. Si ayer el mundo yacía en las tinieblas del paganismo y los fueron Apóstoles los encargados de derrotar esas tinieblas con la luz del Evangelio de Cristo, hoy en día las tinieblas del neo-paganismo son más oscuras, más densas, más siniestras que en los primeros tiempos de la Iglesia, porque antes no se conocía a Cristo, Luz del mundo, en cambio hoy se lo conoce, se lo niega -como hizo Europa públicamente, negando sus raíces cristianas-, se lo combate y se pretende expulsarlo de la vida, la mente y los corazones de los hombres. Por eso es que, si los Apóstoles fueron enviados a iluminar las tinieblas paganas, hoy como Iglesia estamos llamados a continuar su tarea y, con la luz del Evangelio de Jesús, luchar, combatir, derrotar y vencer para siempre a las tinieblas vivientes, los ángeles caídos; estamos llamados a disipar a las tinieblas del error, del neo-paganismo de la Nueva Era, del pecado, que todo lo invade, de la ignorancia, del cisma y de la herejía; estamos llamados a dar el buen combate y a dejar la vida terrena en el combate, si fuera necesario.

         A propósito de la misión de los Doce, Continúa San Cirilo de Alejandría: “(Los Apóstoles enviados por Jesús) deben llamar a los pecadores a convertirse, sanar a los enfermos corporalmente y espiritualmente, en sus funciones de administradores no buscar de ninguna manera a hacer su voluntad, sino la voluntad de aquél que los había enviado, y finalmente, salvar al mundo en la medida en que éste reciba las enseñanzas del Señor”. Aquí está entonces la función para todo católico del siglo XXI: llamar a los pecadores a la conversión –sin olvidar que nosotros mismos somos pecadores y que nosotros mismos, en primer lugar, estamos llamados a la penitencia y a la conversión-; sanar corporal y espiritualmente –obviamente, esto sucede cuando alguna persona tiene el don, dado por Dios, de la sanación corporal y/o espiritual- y no hacer de ninguna manera la propia voluntad, sino la voluntad de Dios en todo y ante todo, voluntad que está expresada en los Diez Mandamientos, en los Preceptos de la Iglesia y en los Mandamientos de Jesús en el Evangelio. Sólo así –llamando a la conversión a los pecadores, comenzando por nosotros mismos; sanando de cuerpo y alma a los prójimos si ése es el carisma dado y cumpliendo la santa voluntad de Dios, podrá el mundo salvarse de la Ira de Dios. De otra manera, si el mundo continúa como hasta hoy, haciendo oídos sordos y combatiendo a Dios y a su Ley, el mundo no solo no se salvará, sino que perecerá en un holocausto de fuego y azufre, preludios del lago de fuego que espera en la eternidad a quienes no quieren cumplir en la tierra y en el tiempo la amorosa voluntad de Dios Uno y Trino expresada en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.



[1] Cfr. Comentario del Evangelio de San Juan 12,1.


jueves, 6 de mayo de 2021

“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado”


 

“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado” (Mc 16, 15-20). Jesús resucitado y glorificado se aparece a los Apóstoles y les da la orden que fundamenta la actividad misionera de la Iglesia, que es anunciar el Evangelio a todo el mundo. De las palabras de Jesús, se deduce que no es indiferente el anunciar o no anunciar el Evangelio: quien crea y se bautice, se salvará, quien no crea y no se bautice, no se salvará. A pesar de la luminosa claridad de las palabras de Jesús, hay quienes se oponen a esta verdad, revelada por Jesucristo y se oponen y niegan la actividad misionera de la Iglesia, llamándola despectivamente “proselitismo”, cuando lo que la Iglesia hace es proclamar la verdad del misterio salvífico de Jesucristo. Quienes se oponen a Cristo –y por eso son anticristos- se oponen también al hecho de que sea absolutamente necesaria, para la eterna salvación del alma, la recepción del Bautismo sacramental y la Fe católica en Cristo como Dios Salvador: estos tales afirman que el Espíritu Santo sembró “semillas de verdad” en las religiones paganas y que por lo tanto quienes profesen el paganismo pueden salvarse, sin conocer a Cristo y sin bautizarse, lo cual es una falsedad absoluta, proveniente del “Padre de la mentira”, Satanás. Todo esto –sostener que las religiones paganas sean capaces de salvar el alma- es un pensamiento anticristiano, que proviene del Anticristo y de Satanás y que se opone a Cristo y a la Iglesia Católica en la obra de la salvación de las almas; no en vano, uno de los nombres del Demonio es el de “Adversario”, porque es adversario precisamente de esta Verdad revelada por Jesucristo, esto es, la necesidad absoluta de recibir el Bautismo y creer en Él como Dios, para salvar el alma.

“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado”. Las palabras de Jesucristo fundamentan el dicho que afirma que “fuera de la Iglesia no hay salvación” y esto es así, porque es absolutamente imposible que un alma se salve sin la gracia santificante del Hombre-Dios Jesucristo. Quien afirme lo contrario, quien afirme que alguien se puede salvar creyendo en ritos paganos, como la Pachamama, ese tal es un anticristo y un discípulo del Demonio.

sábado, 30 de enero de 2021

“Los discípulos se fueron a predicar el arrepentimiento”

 


“Los discípulos se fueron a predicar el arrepentimiento” (Mc 6, 7-13). Jesús envía a sus discípulos a misionar y como parte de la misión, les concede el poder de expulsar demonios y de curar enfermos. Sin embargo, la expulsión de demonios y la curación de enfermos no es lo más importante en la misión: estos son solo signos de que “el Reino de Dios está entre los hombres”. El núcleo central de la misión de los discípulos es la predicación del arrepentimiento, es decir, la misión busca que el hombre tome conciencia de sus pecados, de su mal obrar, de su alejamiento de Dios, de su deseo y apego desordenado por las cosas de esta vida, porque este arrepentimiento es condición indispensable para que la gracia de Dios pueda actuar en el alma, colmándola de la santidad de Dios. Si no hay arrepentimiento, no hay acción de la gracia, porque la gracia necesita de un corazón “contrito y humillado” para poder actuar. Ahora bien, hay que tener en cuenta que el mismo llamado y el mismo deseo de cambiar de vida, es ya una acción de la gracia; lo que sucede es que, luego de conceder Dios el deseo de la conversión es necesario que el hombre ponga de su parte el acto de libre aceptación de Cristo Dios como su Salvador y de su gracia santificante como medio de santificación de su alma. Es decir, si surge en el alma un deseo sincero de conversión, esto es, de cambiar la vida de pecado por la vida de santidad, esto es ya una obra de la gracia; es ya una acción del Espíritu Santo que está invitando al alma a la conversión, pero para que ésta pueda suceder, es necesario que se responda afirmativamente a la gracia anterior, la gracia del deseo de conversión, que es en lo que consiste el arrepentimiento.

Por último, ¿cómo vamos a arrepentirnos si no sabemos qué es lo que está bien y qué es lo que está mal? Para saberlo, viene en nuestra ayuda la Ley de Dios, los Diez Mandamientos: si se cumplen los Mandamientos, es señal de que la gracia está actuando en el alma; si no se cumplen los Mandamientos, es señal de que es necesario el arrepentimiento y luego la conversión. Y como tanto el arrepentimiento, como la conversión, son dones de Dios, es necesario pedirlos en la oración, cada día, todos los días.

jueves, 2 de julio de 2020

“Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca”




“Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 10, 1-7). Jesús reúne a sus discípulos, les da poder de curar enfermos y de expulsar demonios y además les da una consigna: proclamar que el Reino de Dios está cerca. Es una novedad absoluta, porque hasta entonces, hasta Jesús, los reinos que los hombres conocían eran solamente reinos humanos, con reyes humanos, con localización geográfica y con características puramente humanas. Ahora, Jesús, el Hombre-Dios, envía a su Iglesia Naciente a una misión, el proclamar no sólo que Dios tiene un Reino, el Reino de Dios, sino que ese Reino “está cerca”. Es una doble novedad: Dios tiene un Reino, que es distinto a los reinos humanos porque precisamente es de Dios y ese Reino “está cerca”. El Reino de Dios que los discípulos deben proclamar y que se anuncia con prodigios como el curar enfermos y expulsar demonios, es un reino que solo puede ser conocido por analogía, por comparación, con los reinos terrestres. Estos últimos sirven solo para conocer -como dijimos, por comparación- cómo es el Reino de Dios: como los reinos terrestres, tiene un rey y ese rey es Cristo Jesús, el Hombre-Dios; como los reinos humanos, tiene una localización, pero no geográfica, sino celestial; como los reinos de la tierra, tiene un ejército y ese ejército está formado por los hombres justos y santos y por los ángeles buenos, que están al servicio de Dios; como los reinos de los hombres, tiene una reina y esa reina es la Virgen Santísima, la Madre de Dios. La diferencia con los reinos terrenos es que no puede ser visto, porque es celestial, divino, sobrenatural y, por lo tanto, invisible.
Ahora bien, otra característica del Reino de Dios es que este reino “está cerca” y, por eso, podemos preguntarnos cuán cerca está: está tan cerca como lo está un alma de la gracia, porque el Reino de Dios en la tierra está en un alma en gracia, ya que en esa alma inhabita el Rey del Reino de Dios, Cristo Jesús.
“Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca”. Cada vez que asistimos a Misa, proclamamos y damos fe de que el Reino de Dios existe y está cerca, porque asistimos, por el misterio de la liturgia eucarística, a la Presencia en Persona, con su sacrificio en cruz renovado incruenta y sacramentalmente sobre el altar, del Rey del Reino de Dios, Jesús Eucaristía. Por esta razón, aunque no curemos enfermos, ni expulsemos demonios, cada vez que nos postramos ante la Eucaristía, reconociendo en el Santísimo Sacramento del altar al Rey de los cielos, estamos proclamando que el Reino de Dios existe y está cerca.

viernes, 22 de mayo de 2020

Solemnidad de la Ascensión del Señor


Qué celebramos en la fiesta de la Ascensión del Señor? | Desde la Fe

(Ciclo A – 2020)

          Ante la mirada expectante de sus discípulos, Jesús asciende al Cielo, desapareciendo de sus vistas. Su Ascensión forma parte de su misterio salvífico: luego de su Pasión, Muerte y Resurrección, luego de estar un tiempo resucitado, apareciéndose a la Iglesia naciente y dándole así fuerzas para continuar predicando el Evangelio, así ahora asciende al Cielo, para regresar al Padre, al seno del Padre, de donde había salido para encarnarse. Y así como Él, al descender con su divinidad en la Encarnación, no dejó solo a su Padre en el Cielo, así ahora, al ascender con su humanidad glorificada en la Ascensión, no deja solos a sus discípulos, pues con su Presencia Eucarística cumple con su promesa de “no dejarlos solos” y de “estar con ellos todos los días, hasta el fin del mundo”: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.
          Pero antes de ascender, Jesús deja un último mandato a la Iglesia y es la misión hasta los últimos rincones de la tierra: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. El mandato misionero de Jesús es explícito: su Iglesia, la que Él deja en la tierra, la que peregrina hacia la Patria Eterna, la Jerusalén celestial y a la que Él acompaña desde la Eucaristía, tiene la misión de anunciar la Buena Noticia del Evangelio, la Buena Noticia de la salvación de los hombres por su Pasión, Muerte y Resurrección, a todos los pueblos de la tierra. Jesús dice: “Haced discípulos a todos los pueblos de la tierra” y en este “todos”, están incluidas todas las razas y todas las naciones del mundo que existen y existirán hasta el fin de los tiempos. No hay límites para la predicación del Evangelio, aunque para algunos -los judíos- sea “escándalo” y para otros -los gentiles- sea “necedad”, el Evangelio debe ser predicado a todos los hombres de todas las razas de todos los tiempos, hasta el fin de los tiempos. Esto, por dos motivos: primero, porque es voluntad positiva de Dios que todos los hombres se salven, pero para salvarse, necesitan saber que hay un Salvador, que es el Hombre-Dios Jesucristo y que necesitan incorporarse, por el bautismo, a su Iglesia; por otra parte, todo hombre tiene derecho a conocer a su Salvador y debe saber que, si quiere salvar su alma, debe reconocer a Cristo Dios como al Único Mesías y Salvador, aceptarlo como tal, incorporarse a su Iglesia, cumplir sus mandamientos y seguirlo por el Camino Real de la Santa Cruz, el Via Crucis, camino que finaliza en el Cielo.
          “Haced discípulos a todos los pueblos de la tierra”. Antes de ascender, glorioso y resucitado, al Cielo, Jesús nos deja el mandato misionero, el de anunciar a todos los hombres de todos los tiempos que, si quieren salvar sus almas, deben aceptar a Jesús como Salvador y a su Cruz como el camino que lleva al Cielo. Y para que cumplamos esta misión, Él nos acompaña desde la Eucaristía, porque si bien ascendió al Cielo con su humanidad, también nos acompaña y nos guía, con su Persona divina encarnada, desde la Eucaristía, todos los días, hasta el fin de los tiempos.

sábado, 6 de julio de 2019

“Los envió de dos en dos”



(Domingo XIV - TO - Ciclo C – 2019)

         “Los envió de dos en dos” (Lc 10, 1-12. 17-20). Tras el envío de los Doce (un número que recuerda y representa a Israel), ahora Jesús elige a Setenta y dos (un número que hace alusión a los pueblos paganos) y los envía a anunciar el Evangelio; más específicamente, los envía a preparar la Venida del mismo Jesús, los envía a anunciar que “el Reino de Dios está cerca”[1]. En este envío está entonces implícito el alcance universal de la misión de la Iglesia Católica, pues el mismo Jesús envió a la Iglesia primera a misionar, tanto a los judíos (envío de los Doce) como a los gentiles (envío de los Setenta y Dos).
         El discípulo que es enviado a la misión tiene algunos compromisos: primero la oración –explicitado en el “rueguen” de Jesús-, porque los frutos de la misión no dependen del obrar humano –lo cual sería caer en una especie de gnosis prometeica-, sino de la acción de Dios sobre las almas por medio de la gracia y Dios obra cuando las almas piden fervorosa y piadosamente su intervención. El pensamiento del misionero debe ser siempre preparar a las almas para la Venida del Salvador.
El segundo compromiso del misionero es anunciar el Evangelio con paz, serenidad y valentía, incluso ante la amenaza de persecución –los envío como “corderos en medio de lobos”-. No estamos lejos de esta realidad, porque la Iglesia atraviesa, en los inicios del siglo XXI, una persecución sin precedentes, tanto cruenta como incruenta y esta persecución es de tal magnitud, que muchos consideran que la persecución a la Iglesia en el siglo XXI supera a las persecuciones de los primeros siglos. Esta persecución es cruenta, como en los países comunistas –Corea del Norte, China, Cuba- o incruenta, como en los países occidentales.
Por último, el que está en la misión debe llevar una vida sobria y austera –“no lleven monedero, zurrón ni calzado ni se detengan a saludar a nadie”- y la razón es que la misión no es un encuentro fraterno con amigos, ni una ocasión para un intercambio cultural, sino que se trata de ingresar en un territorio espiritual en el que las almas deben ser conquistadas, una a una, con la oración y la gracia, para el Reino de Dios. Por esta razón, el misionero debe “asemejarse a un hombre que emprende un viaje urgentísimo, sin mirar a derecha ni a izquierda, puesto que su mensaje es verdaderamente urgente: el Reino de Dios está cerca”[2].
         Por último, el Evangelio nos dice que si se ven frutos de la misión, lo que debe alegrar al alma no es que se le sometan los demonios, ni que realice grandes curaciones, sino que “su nombre está inscripto en el cielo” y es por eso que está haciendo la misión.
         “Jesús eligió a setenta y dos y los envió de dos en dos”. Del mismo modo a como la Iglesia primitiva tenía la misión de evangelizar a judíos y gentiles, así también la misión de la Iglesia no ha cambiado y se dirige tanto a judíos como a gentiles, es decir, a todos los hombres, con el mismo anuncio: “el Reino de Dios está cerca” y con el mismo sentido de urgencia con el que predicaron los misioneros enviados por Jesús. Puesto que somos hijos de la Iglesia, también nosotros debemos considerarnos misioneros que anuncien que el Reino de Dios está cerca, en nuestros ámbitos de trabajo y estudio y según nuestro estado de vida. No hay nada más importante y más urgente para nosotros y para nuestro prójimo que anunciar que el Reino de Dios y la Segunda Venida de Jesucristo están cerca.
        


[1] B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 608.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 608.

viernes, 22 de enero de 2016

“Jesús llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar, con el poder de expulsar demonios”


“Jesús llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar, con el poder de expulsar demonios” (Mc 3,13-19). Jesús elige a los Doce apóstoles, constituyendo así a su Iglesia, la Iglesia Católica, como una realidad jerárquica. En el nombre –apóstoles- de este pequeño grupo de hombres que Jesús elige, se revela la misión que Él les encomienda: “apóstol” significa “enviado”; esto significa que son elegidos para ser enviados a cumplir una determinada misión. Es decir, Jesús instituye su Iglesia, que es eminentemente contemplativa –los llamó para que “estuvieran con Él”- pero al mismo tiempo es misionera, porque elige a su Apóstoles, para “enviarlos a predicar” el Evangelio de la Buena Noticia, la salvación traída a los hombres por Cristo Jesús. Esto nos hace ver que desde su máxima jerarquía, la Iglesia nace siendo misionera, porque los Doce Apóstoles, “columnas de la Iglesia” (cfr. Ef 2, 20) son “enviados” por Jesús para que evangelicen al mundo.
Ahora bien, en cuanto a nosotros, simples fieles bautizados –que, obviamente, no somos las “columnas de la Iglesia” como los Doce Apóstoles-, sí compartimos con ellos algunos de los aspectos de su nombre y misión: como los Apóstoles, a quienes llamó porque Él los eligió –“llamó a los que quiso”-, también a nosotros Jesús nos llama y nos incorpora a su Iglesia por medio del Bautismo sacramental porque Él así lo quiso, es decir, somos bautizados porque Jesús nos eligió: si Jesús no hubiera querido llamarnos, no formaríamos parte de su Iglesia, y si lo hacemos, es porque Jesús quiso llamarnos; y también, así como Jesús llama a los Apóstoles para que “estuvieran con Él”, así también nos llama a nosotros para que “estemos con Él”, unidos a Él por el Amor de su Sagrado Corazón y esto se da ante todo en la adoración eucarística; por último, así como los Apóstoles son “enviados para predicar”, así también nosotros somos enviados por Jesús al mundo para predicar la Buena Noticia de la salvación.
“Jesús llamó a los que Él quiso (…) para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”. Comentando este pasaje, un autor anónimo[1]  del siglo II dice que Jesús, reconociéndolos como “fieles a su palabra”, “les dio a conocer los misterios del Padre” y los “envió al mundo (…) para que todas las naciones creyeran en Él, que era (Dios) desde el principio”. De la misma manera, también nosotros somos llamados por Jesús desde la Eucaristía, para que nos comunique, en el silencio de la adoración y en lo más profundo del alma, los secretos del Padre, que sólo Él, por ser el Hijo Unigénito, conoce; nos llama desde la Eucaristía para que “estemos con Él”, para colmarnos de su gracia y de su Amor de Dios, un amor que es eterno, inagotable e incomprensible; nos llama desde la Eucaristía para que nosotros, saliendo de la adoración y habiendo sido colmados de dones y sobre todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, comuniquemos a nuestros hermanos, con obras de misericordia, antes que con palabras, el mismo amor misericordioso recibido de Jesús Eucaristía. Como a los Apóstoles, Jesús nos llama desde la Eucaristía, eligiéndonos con amor de predilección, para que transmitamos a nuestros prójimos la Alegre Noticia de la Presencia real y substancial, personal –y no imaginaria o “fantasmática”[2]- de ese Dios de la Eucaristía, al que adoramos y en el que confiamos; nos llama, como a los Apóstoles, para que demos testimonio en el mundo de la religión que nos lleva a despreciar lo mundano, porque “está cerca el Reino de los cielos”[3], que es eterno; nos llama para que anunciemos a nuestros hermanos que sólo Cristo Jesús debe ser amado y adorado en su Presencia sacramental eucarística, y no los falsos ídolos neo-paganos; nos llama para que anunciemos a nuestros prójimos que el Amor entre los cristianos es el Amor de Dios, un Amor que lleva a perdonar “setenta veces siete”[4] y “amar al enemigo”[5] y al prójimo como a nosotros mismos; nos llama desde la Eucaristía para que manifestemos al mundo que ya no somos simples creaturas, sino hijos adoptivos de Dios por la gracia y que viviendo en gracia esperamos serenos y alegres la muerte terrena, para comenzar a vivir en plenitud la alegría de la vida eterna en el Reino de los cielos, en la visión beatífica de Dios Uno y Trino; en definitiva, Jesús nos llama y nos envía, como los Apóstoles, para que anunciemos al mundo la Alegre Noticia de que Él no solo ha resucitado, dejando el sepulcro vacío, sino que está, vivo, glorioso, resucitado, en la Eucaristía.



[1] Carta a Diogneto (c. 200), XI; SC 33, 79ss.
[2] Cfr. Mc 6, 45-52.
[3] Cfr. Mc 4, 17.
[4] Cfr. Mt 18, 22.
[5] Cfr. Mt 5, 44.

martes, 16 de septiembre de 2014

“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron”


“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron” (Lc 7, 31-35). Jesús nos presenta una imagen evangélica en la que dos grupos de jóvenes se encuentran en una plaza "hablando unos con otros"; uno de los grupos intenta atraer la atención del otro grupo, para lo cual utiliza dos estrategias musicales opuestas: toca ritmos alegres con la flauta primero, y luego canta "cantos fúnebres", fracasando en ambos intentos, puesto que el segundo grupo de jóvenes permanece indiferente a una y otra actividad. Con el ejemplo de estos jóvenes del segundo grupo de la plaza a los cuales nada les viene bien, porque ya sea que se comparta con ellos la alegría –tocar la flauta-, o se comparta con ellos el dolor –entonar cantos fúnebres-, puesto que se mantienen siempre indiferentes permaneciendo aislados en su encierro egoísta, Jesús ejemplifica a “esta generación”, es decir, la humanidad entera que, como consecuencia del pecado original, se obstina en rechazar el mensaje de la salvación que viene de parte de Dios, ya sea en la persona del Bautista, que llama a la penitencia y a la austeridad –no come ni bebe-, o en la Persona misma de Jesucristo, que comparte la mesa con los pecadores –por eso dice Jesús que el “Hijo del hombre, que come y bebe”-. En otras palabras, Dios envía, primero, al Bautista, que predica un mensaje de austeridad, y es rechazado, porque predica la austeridad, siendo acusado de “demonio”; luego envía al mismo Mesías en Persona, que “come y bebe” con los pecadores, y es acusado de “glotón y borracho”; por eso la humanidad es como estos jóvenes de la plaza, a quienes nada les viene bien, porque en el fondo, lo que no quieren, es la conversión.
Entonces, si el primer grupo de jóvenes representa a la humanidad caída en el pecado original, el segundo grupo, el que intenta atraer la atención del segundo  grupo, representa a su vez a los que anuncian el Evangelio, es decir, es la Iglesia en su acción misionera y apostólica, que busca a las ovejas perdidas, a los hombres de todos los tiempos, que heridos por el pecado original -y en consecuencia, sus mentes oscurecidas perciben con suma dificultad a la Verdad Absoluta que es Dios y sus voluntades debilitadas escasamente desean el Bien Infinito que es Dios, pero no se deciden a conseguirlo por medio de actos concretos-, no atinan a encontrar el camino para llegar a Dios y los pocos que lo hacen, lo hacen con suma dificultad y luego de mucho esfuerzo y a costa de grandes sacrificios. Los misioneros son quienes prolongan a Jesús, Buen Pastor, que desciende con su cayado, la cruz, hasta este “valle de lágrimas”, para buscar a la oveja perdida, la humanidad, y así llevarla sobre sus hombros; la Iglesia “se alegra con el alegre”, y “llora con el que está triste” –es decir, incultura el Evangelio, sin alterar un ápice el dogma-, pero muchos hombres buscan los más inverosímiles pretextos para no convertirse, para no dejarse amar por el Amor de Dios, que los busca, incansablemente, a través de la actividad misionera de la Iglesia.
“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron”. Los jóvenes del pasaje evangélico representan a la inmensa mayoría de los hombres que, inmersos en la mundanidad, hacen oídos sordos al mensaje del Evangelio y prefieren seguir inmersos en el mundo, antes que seguir a Jesucristo por el camino de la cruz: una simple constatación se puede observar en las iglesias vacías o semivacías todos los días de la semana, y sobre todo en los días domingos -Día del Señor, Dies Domini-, en el que la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar, la obra más espléndida y magnífica de la Santísima Trinidad, obra por la cual el Cordero de Dios renueva, de modo incruento y sacramental, el Santo Sacrificio del Calvario, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el cáliz -tal como hace veinte siglos entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la cruz-, sea despreciada, y más que despreciada, horriblemente ultrajada, menospreciada, vilipendiada, al ser pospuesta de un modo ignominioso por espectáculos mundanos, por simple pereza o por actividades que son lisa y llanamente pecaminosas.

“Tocamos la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron (…) Pero la Sabiduría es reconocida como justa por todos sus hijos”. Si el mundo no reconoce a Jesucristo, Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, y si el mundo prefiere hacer oídos sordos a la actividad misionera de la Iglesia, que por todos los medios a su alcance busca salvar a la oveja perdida, “los hijos de la Sabiduría”, es decir, los hijos de Dios, que son también los hijos de la Virgen, sí reconocen en cambio a su Dios encarnado, Prisionero de Amor en el sagrario, que se dona a sí mismo sin reservas, en cada Santa Misa. Y, puesto que lo reconocen, los hijos de la Sabiduría, los hijos de Dios, “creen, esperan, adoran y aman”, por quienes “no creen, ni esperan, ni adoran, ni aman” –tal como les enseñara el Ángel a los pastorcitos en Fátima-, mientras esperan su Segunda Venida, y por eso, mientras creen, esperan, adoran y aman a Jesús en la Eucaristía, los hijos de la Iglesia, los hijos de la Sabiduría Encarnada, claman por su Venida en la gloria, diciéndole: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

domingo, 4 de mayo de 2014

“Ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”


“Ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse” (Jn 6, 22-29). La multitud busca a Jesús luego de que Jesús realizara el milagro de la multiplicación de los panes y peces, pero como Jesús se los advierte, la multitud no lo busca por el signo en sí mismo, que preanuncia el Pan de Vida eterna, sino porque han alimentado y satisfecho el hambre corporal: “Ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”.
No solo en la época de Jesús, sino en toda la historia de la humanidad, desde la caída original de Adán y Eva, hasta nuestros días, y hasta el fin de los tiempos, la tentación del hombre será la de la multitud del Evangelio: seguir aferrados a esta vida, al tiempo y al espacio, a la materia, a las cosas pasajeras, a lo caduco, a lo efímero, y preferir el alimento del cuerpo y la saciedad del hambre y de la sed corporales, antes que saciar la sed y el hambre del espíritu, que es sed y hambre de felicidad, sed y hambre que, en el fondo, es sed y hambre de Dios.
Cuando Jesús multiplica milagrosamente panes y peces, sacia el hambre corporal de la multitud, pero su intención última no es la de simplemente satisfacer el hambre corporal del ser humano; la intención última al hacer el milagro de la multiplicación de panes y peces es el preanunciar un milagro infinitamente más asombroso, que saciará por completo la sed y el hambre de felicidad, de paz, de alegría y de amor de todo hombre y de la humanidad entera, y es el milagro de la Eucaristía, la transubstanciación del pan y del vino en su Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad. Jesús, el Verbo de Dios humanado, no ha venido a esta tierra para dar de comer a los hombres, ha venido para dar de comer su Cuerpo y dar de beber su Sangre, y con su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, y con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, su Amor, que es el Amor de la Santísima Trinidad. Jesús no ha venido para que los hombres satisfagan su apetito del cuerpo; Él ha venido para satisfacerles el hambre y la sed de Dios, y esto solo lo conseguirán cuando Él se done a sí mismo en la Eucaristía.

Es por eso que encomienda a su Iglesia una tarea eminentemente espiritual: “Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”. La tarea, la misión de la Iglesia, no es la de dar de comer, la de satisfacer el hambre corporal de la humanidad, sino la de satisfacer el hambre espiritual de la humanidad, dando de comer el Pan de Vida eterna, la Eucaristía. La tarea de la Iglesia es saciar, sí, el hambre de la humanidad, pero no como lo hace la ONU, sino que la Iglesia debe saciar el hambre espiritual de la humanidad, alimentándola con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía. Ésa es su primera y última misión.

viernes, 13 de diciembre de 2013

“No hay hombre más grande nacido de mujer, que Juan el Bautista, pero el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”


(Domingo III - TA - Ciclo A - 2013-14)
         “No hay hombre más grande nacido de mujer, que Juan el Bautista, pero el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él” (Mt 11, 2-11). Jesús elogia a Juan el Bautista, diciendo que “no hay hombre nacido de mujer que sea más grande que él”, y la razón de su grandeza radica en que es el profeta que señala el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento, Testamento en el que se cumple todo lo que había sido anunciado en relación a la llegada del Mesías; pero también dice Jesús del Bautista que “el más pequeño en el Reino de los cielos, es más grande que él”, porque a pesar de que Juan el Bautista señaló a Jesús como “el Cordero de Dios”, no recibió de Él su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, es decir, no tuvo la oportunidad de recibir la plenitud de la gracia como sí lo reciben aquellos que se alimentan de la Eucaristía, como nosotros.
         La Iglesia nos destaca, de esta manera, la figura de Juan el Bautista, para que meditemos en él porque como Iglesia somos continuadores de la misión de Juan el Bautista. Esta es la razón por la cual debemos detenernos en él, porque en él se refleja nuestro ser misionero: como dice Jesús, Juan el Bautista no vive en un palacio, sino en el desierto, esto significa que como misioneros, no debemos quedarnos en las comodidades de nuestras casas y aposentos, sino que debemos salir al desierto, es decir, al mundo, a buscar a aquellos que viven en las “periferias existenciales”, aquellos que no conocen a Cristo, para anunciarles a Cristo; como el Bautista, que viendo pasar a Jesús dijo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, nosotros debemos salir al desierto del mundo y decirles a nuestros hermanos: “Jesús en la Eucaristía es el Cordero de Dios y está ahí esperándote, para escucharte y para donarte, desde la Eucaristía, su Amor sin límites”.
         ¿Cómo es el Bautista, según Jesús? Debemos saberlo, porque el Bautista es el modelo en el que debemos inspirarnos como Iglesia misionera que anuncia al mundo la feliz noticia de Cristo Salvador.
Jesús dice que Juan el Bautista no está “vestido con refinamiento”, sino que se viste de pieles y se alimenta de miel y langostas; esto quiere decir que el misionero no se detiene en las cosas vanas de la vida ni vive la vida como un ser vano; el misionero está convencido de que debe salvar su alma, de que su objetivo en esta vida es evitar la condenación eterna –“líbranos de la condenación eterna”, pide la Iglesia en la Plegaria Eucarística I del Misal Romano- y entrar en el Reino de los cielos, y que eso mismo es lo que debe procurar para su prójimo.
Jesús dice que Juan el Bautista no es una “caña agitada por el viento”, lo cual significan los vientos de las novedades, o las doctrinas novedosas, o la doctrina de siempre pero contaminada con el gnosticismo o con vanos razonamientos humanos; la “caña agitada por el viento” es una mente y un espíritu vacilantes, porque ya cree en esta novedad o ya cree en otra, o peor aún, cree en su propio razonamiento; la “caña agitada por el viento” es el cristiano que antepone su pobre razonamiento humano a la Revelación Divina de Jesucristo, y es así como contesta sus enseñanzas y mandatos: “La Iglesia dice una cosa, pero a mí me parece que no es así y por eso yo digo que debe ser de otra manera”: esa es la “caña agitada por el viento”. El misionero, por el contrario, anuncia firmemente la Única Verdad que es Cristo, Hombre-Dios. El misionero, anclado en la seguridad de la Palabra de Dios encarnada, Jesucristo, que ha revelado de una vez y para siempre los misterios de la salvación y los ha confiado a la Santa Madre Iglesia, sale al desierto del mundo para llamar a sus hermanos y anunciarles que sólo Cristo es el Salvador.
Jesús dice que Juan el Bautista es “un profeta y más que un profeta”, y así es el misionero, porque el misionero es un hijo de Dios, alguien que ha recibido la filiación divina en el bautismo, y ser hijo de Dios es ser algo infinitamente más grande que ser profeta, y su anuncio es más grande que el anuncio de un profeta, porque anuncia a Cristo, Hombre-Dios, que con su misterio pascual de muerte y resurrección ha salvado al mundo.
Pero para apreciar la urgencia de la tarea misionera, es necesario que como bautizados tomemos conciencia del deseo de Dios Padre de que “ninguno de estos pequeños se pierda”, lo cual implica a su vez dos cosas: por un lado, que Dios Padre quiere que se cumpla su Voluntad, de que “todos se salven”, y si alguien ama a Dios Padre, hará todo lo que esté a su alcance para cumplir su deseo; en segundo lugar, que si Dios Padre quiere que “ninguno se pierda”, es porque existe la posibilidad certísima de la perdición, la cual no es un mero extravío moral, sino una posibilidad cierta de condenación eterna en el Reino de las tinieblas. La “perdición” que Dios Padre quiere evitar para sus hijos, es esto precisamente, la perdición no en el mundo de las drogas, del alcohol, de la lujuria, del materialismo, del ateísmo; esto es solo una perdición moral que anticipa una perdición real, metafísica, en la cual la persona en su totalidad, con su cuerpo y su alma, se ve excluida para siempre del Reino de los cielos.
La Iglesia nos pone entonces en consideración la figura de Juan el Bautista, para que aprendamos de él y salgamos a misionar, al desierto del mundo, a las “periferias existenciales”, de las que habla el Papa Francisco, a anunciar que Cristo, el Cordero de Dios, está en la Eucaristía y espera a todo hombre, para quitarle sus pecados, para aliviarle su Cruz en esta vida y para conducirlo al Reino eterno de los cielos en la otra vida.

Finalmente, el Tercer Domingo de Adviento es llamado también “gaudete” o “de alegría”, y se expresa esta alegría con el cambio de color litúrgico: del morado, que indica penitencia, se cambia al blanco o rosado, que indica alegría. La razón de esta paréntesis en la penitencia del Adviento es que se da lugar a la alegría –aunque la penitencia es sinónimo también de alegría espiritual, en cuanto que contribuye a la purificación del alma y por lo tanto a su paz- porque la Iglesia, escuchando la voz de los profetas, presiente ya la próxima llegada de su Salvador, que nacerá para Navidad como un Niño, de una Madre Virgen. La Iglesia se alegra por este Nacimiento, porque a medida que se acerca la Luz Eterna, el Niño Dios que nacerá de María Virgen, la Alegría que emana de su Ser trinitario invade el universo todo y principalmente las almas de quienes habitamos en esta tierra envuelta “en sombras y tinieblas de muerte” (cfr. Lc 1, 68-73); nos alegramos en la Iglesia porque el Niño Dios, el Mesías, derrotará para siempre a las "sombras y tinieblas de muerte" que envuelven a todo hombre y a toda la humanidad, es decir, los ángeles caídos, el pecado, el error y la ignorancia. Los miembros de la Iglesia nos alegramos por la próxima Llegada del Redentor, que nacerá para Navidad en el Portal de Belén, porque el Niño que viene es Dios encarnado, la Luz eterna del Padre que viene a este mundo a derrotar para siempre a las tinieblas y para conducirnos a todos, por el Camino Real de la Cruz, a la Luz eterna de donde procede, el seno de Dios Padre.

lunes, 9 de diciembre de 2013

“El Padre que está en el cielo no quiere que ni uno solo se pierda”


“El Padre que está en el cielo no quiere que ni uno solo se pierda” (Mt 18, 12-14). El conocimiento del deseo del Padre debería ser la razón de vivir de todo cristiano, de todo hijo de la Iglesia, porque la Iglesia existe sólo para salvar almas. Jesús nos hace saber que el deseo de Dios Padre es que todos los hombres se salven y este deseo del Padre debería ser el motor que mueva los corazones de los bautizados; debería ser el motor de todo el esfuerzo misionero de la Iglesia; debería ser el impulso que lleve a la Iglesia y a los bautizados a todos los confines de sociedad humana, no solo geográficos, sino ante todo existenciales y “periféricos” -las "periferias existenciales"- como dice el Santo Padre Francisco. Pero para que los bautizados se movilicen con ardor misionero en busca de su prójimo, deben tomar antes conciencia de qué significa la frase de Jesús en su plenitud: “El Padre que está en el cielo no quiere que ni uno solo se pierda”, y la clave para entender esta frase está en la palabra final, que expresa la posibilidad cierta de la “perdición”. Si el deseo del “Padre que está en los cielos” es que “ninguno se pierda”, quiere decir que hay una posibilidad certísima y peligrosísima de perdición, tan peligrosa, que hasta Dios Padre está preocupado por la posibilidad de la perdición de las almas y su preocupación llega al extremo de enviar a su Hijo Unigénito a morir en Cruz para dar su vida en rescate por toda la humanidad. ¿De qué perdición se trata? No se trata de un simple extravío moral, ni de una perdición meramente existencial; se trata de la posibilidad del extravío del alma en el Infierno; se trata de la posibilidad de la condenación eterna de las almas en el Reino de las tinieblas, en el Hades, en el Averno; se trata de la posibilidad certísima de que las almas, extraviando el camino de la salvación en esta vida –el Único Camino es Cristo crucificado, muerto y resucitado-, se internen por los oscuros y tenebrosos caminos de la eterna perdición, los caminos que hoy el mundo neo-pagano ofrece como conquistas de la humanidad y como derechos del hombre, es decir, la sustitución de los Mandamientos de Dios por los Mandamientos de Satanás.
Quien no vea esta posibilidad, de que su prójimo –y él mismo- se encuentran en peligro cierto de condenación, no puede apreciar las palabras de Jesús: “El Padre que está en el cielo no quiere que ni uno solo se pierda”, no puede apreciar el deseo de Dios Padre y mucho menos podrá moverse en la dirección del cumplimiento del deseo de Dios Padre, es decir, no será nunca misionero, no será nunca anunciador de la Buena Noticia de Jesucristo. Y ese tal, pondrá así en riesgo su propia salvación.

“El Padre que está en el cielo no quiere que ni uno de estos pequeños se pierda”. Quien ama a Dios Padre y desea cumplir su pedido, comprenderá que la tarea misionera de la Iglesia es urgente, tanto más, cuanto que el neo-paganismo imperante arrastra masas ingentes de hombres, conduciéndolos día a día por el camino de la eterna perdición. 

martes, 11 de junio de 2013

“Proclamen que el Reino está cerca”


“Proclamen que el Reino está cerca” (Mt 10, 7-15). El mandato de Jesús a sus Apóstoles y discípulos, enviándolos a la misión, es el mandato para toda la Iglesia Militante; es un mandato que no se limita a la Iglesia naciente, sino que se extiende a la Iglesia de todos los tiempos, hasta el fin de los tiempos. En otras palabras, el mandato misionero con el que Jesús envía a su Iglesia a misionar al mundo, es uno y el mismo para todos los tiempos: proclamar que el Reino está cerca.
Si esto es así, entonces se debe clarificar en qué consiste el Reino cuya proximidad se proclama. Debido a que inmediatamente al mandato misionero Jesús otorga poderes –participados del suyo propio en cuanto Hombre-Dios- mediante los cuales los discípulos podrán curar enfermos y expulsar demonios, tal vez se podría pensar que la misión de la Iglesia y su mensaje esencial se reducen a esto: a la sanación corporal –curar enfermedades- y a la sanación espiritual –expulsar demonios-. Sin embargo, de ninguna manera el mensaje y la misión de la Iglesia consisten en esto. Es verdad que Cristo concede de su poder para que sus discípulos sanen espiritual y corporalmente, pero si fuera así, no dejaría de ser un mensaje que no trasciende el horizonte de la inmanencia espacio-temporal de la humanidad, y el Reino que resultaría sería un reino meramente terreno y temporal.
La misión central de la Iglesia y el mensaje que tiene que proclamar, es anunciar que el Reino está cerca, pero se trata de un reino que no solo es a-temporal, en el sentido de no pertenecer al hombre –ni tampoco al ángel-, sino que es eterno, porque es el Reino de Dios, que es eterno por definición, puesto que Dios es “su misma eternidad”, como dice Santo Tomás de Aquino.

“Proclamen que el Reino está cerca”. El cristiano debe proclamar, con su vida, con sus obras, que este mundo “con sus apariencias” pasa, para dar lugar a la eternidad de Dios, al Reino en donde reina Dios, que es eterno. Para ello, para que el mensaje que debe transmitir al mundo sea valedero, el cristiano debe prepararse él mismo para esa eternidad, ante todo por medio de la oración, por medio de la cual entra en contacto, desde el tiempo, con el Ser divino trinitario que es eterno, y por medio de la comunión eucarística, puesto que en la Eucaristía se encuentra ese Dios eterno y tres veces santo con el cual, al final de sus días de prueba en la tierra, se encontrará cara a cara, y a cuyo Reino está llamado a vivir y heredar, por toda la eternidad.

jueves, 12 de abril de 2012

Jueves de la Octava de Pascua



"La paz esté con vosotros" (cfr. Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos, come con ellos para que se convenzan de que es Él, en Persona, con su Cuerpo resucitado, y no un fantasma.

Entre los discípulos, se repiten los estados anímicos de María Magdalena y de los discípulos de Emaús: antes de reconocer a Jesús, se encuentran tristes y temerosos; luego de reconocerlo, su alegría es enorme: "Era tal la alegría que se resistían a creer". Se da en ellos lo que se da espontáneamente en todo aquel que contempla a Cristo resucitado: alegría incontenible.

Finalmente, Jesús les encarga el mandato misionero: deben proclamar a las naciones que Él ha resucitado y que con su resurrección no solo ha vencido a los tres enemigos del hombre, el demonio, el mundo y el pecado, sino que les ha conseguido la vida eterna.

Ésta es la alegre misión de todo cristiano: anunciar que Cristo ha resucitado con su Cuerpo glorioso, que se ha levantado triunfante del sepulcro, que vive para siempre y ya no muere más, que su Cuerpo está lleno de la vida, de la gloria y de la luz del Ser trinitario, que los enemigos de Dios y del hombre han sido vencidos para siempre.

Pero la misión de la Iglesia y de todo cristiano comprende otro anuncio, que comprende un misterio más grande aún que la misma resurrección, y es el anunciar al mundo no solo que Cristo ha resucitado con su Cuerpo glorioso, surgiendo victorioso de la piedra del sepulcro: la Iglesia y el cristiano deben anunciar que Cristo resucitado, dona su Cuerpo glorioso en la Eucaristía, y comunica de su vida divina y eterna, de su gloria y de su luz, a todo aquel que lo recibe con fe y con amor en la Eucaristía.

Este anuncio es la razón de ser de la Iglesia y de los cristianos.

domingo, 22 de mayo de 2011

El Espíritu Santo les enseñará todo

El Espíritu Santo,
enviado por el Padre,
enseñará a los bautizados
que la Eucaristía
no es un pan bendecido,
sino Cristo Dios en Persona.

“El Espíritu Santo les enseñará todo” (cfr. Jn 14, 21-16). Jesús promete el envío del Espíritu Santo, una vez que Él haya pasado por su Pasión, muerte y resurrección. El Padre enviará, en su nombre, al Espíritu Santo, el cual ejercerá una tarea esencial para la Iglesia naciente: “les enseñará todo” a los discípulos.

Esta misión de enseñanza, por parte del Espíritu Santo, es absolutamente necesaria, pues los discípulos han demostrado no entender nada de lo que Jesús les dice.

En la tormenta que casi hunde la barca, los discípulos ven acercarse a Jesús, y gritan aterrorizados, pensando que es “un fantasma”; no entienden que se trata de Jesús en Persona, que viene caminando sobre las aguas.

En la Última Cena, ante la profecía de Jesús de su próxima muerte, y su paso al Padre, no entienden de qué está hablando, ni se dan cuenta de que Jesús está a punto de morir, y no entienden que Él es el camino al Padre. Tomás dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?”.

En el Huerto, no entienden que Jesús necesita la ayuda de la oración y la compañía cercana de quien Él considera sus amigos, ante la inminencia de los dolorosos y amargos acontecimientos de la Pasión, y en vez de orar y estar cerca de Jesús, duermen. Luego, cuando Jesús sea arrestado, y conducido a golpes y patadas a la prisión, huirán todos, cobardemente, dejando solo a Jesús.

En el Monte Calvario, no entienden que el que allí muere, de muerte atroz y cruel, no es un maestro iluminado, que ha iniciado una nueva religión, sino el Hombre-Dios, que entrega su Vida por Amor, para derramar el Espíritu Santo sobre la humanidad entera.

Pero tampoco en la Resurrección entienden los discípulos de qué se trata: María Magdalena no entiende que está hablando con Jesús, y no con el jardinero, y los discípulos de Emaús, a pesar de estar hablando con el mismo Jesús resucitado en Persona, no entienden que es Él, lo cual les vale el reproche de Jesús: “Hombres necios y tardos de entendimiento”.

Tampoco entienden Pedro, Juan, y los demás discípulos, que ven a Jesús ya resucitado, en la orilla, hasta que Juan dice: “Es el Señor”.

Es por esto que es necesario e indispensable el envío del Espíritu Santo, por parte del Padre, en nombre de Jesús, para que enseñe a los discípulos acerca de los sublimes misterios sobrenaturales de la vida de Jesús, y es necesario e indispensable la Presencia del Espíritu Santo en las almas de los bautizados, para que entiendan que la Eucaristía no es un pan bendecido en una ceremonia religiosa, sino Cristo Dios en Persona.