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domingo, 13 de septiembre de 2020

“Tocamos la flauta y no han bailado, cantamos canciones tristes y no han llorado”

 


“Tocamos la flauta y no han bailado, cantamos canciones tristes y no han llorado” (Lc 7, 31-35). Con el ejemplo de un grupo de jóvenes que se encuentran en la plaza, indiferentes a todo, sea a la alegría, sea al dolor, Jesús se refiere a “los hombres de esta generación”, es decir, a los hombres de todos los tiempos y lugares del mundo, hasta el fin de la historia. Se trata de unos jóvenes apáticos, indiferentes tanto a las canciones alegres tocadas con una flauta, como al dolor, expresado en “canciones tristes”. Pero Jesús profundiza todavía más el ejemplo y ya de la indiferencia, se pasa a la malicia, y esto se puede ver cuando trae a colación a aquellos que critican tanto al Bautista como al Mesías: al Bautista lo critican porque en su austeridad “no comía ni bebía vino” y lo califican por eso de “endemoniado”; al Mesías, que come y bebe vino, lo critican porque dicen: “este hombre es un glotón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores”. Es decir, ya no solo se trata de indiferentes, como el grupo de jóvenes, sino de maliciosos, porque todo lo que hagan los hombres de Dios, es motivo de crítica, tanto si son austeros, como el Bautista, o si come y bebe normalmente, como Jesús, el Mesías. Para esta clase de hombres, todo lo que provenga de Dios, es motivo de dura crítica y de rechazo, sea el ayuno penitente, sea la comida y la bebida: basta que sea de origen divino, para que sea rechazado por esta clase de hombres y esto ya no es solo indiferencia, sino que es indiferencia más malicia. En el fondo, se trata de aquellos hombres que, para justificarse en el no cumplir con sus propios deberes religiosos, lo único que hacen es criticar sin piedad a cualquier precepto que sea de origen divino y cristiano.

“Tocamos la flauta y no han bailado, cantamos canciones tristes y no han llorado”. El hombre en general es indiferente y malicioso, cuando su corazón está alejado de Dios; sin embargo, cuando Dios toca el corazón del hombre con la gracia, todo cambia y ahí el hombre se vuelve un hombre sabio y religioso, porque tiene consigo la Sabiduría divina: “Sólo aquellos que tienen la sabiduría de Dios, son quienes lo reconocen” al Mesías que está oculto en la Eucaristía y acuden a postrarse en adoración ante su Presencia Eucarística.

miércoles, 13 de febrero de 2019

“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”



“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado” (cfr. Mc 7, 14-23). Para entender la enseñanza de Jesús, hay que entender cuáles son las enseñanzas de fariseos y doctores de la ley al respecto. Estos decían por un lado, que había alimentos impuros y por otro que, antes de comer, se debían hacer abluciones de manos, porque así el corazón estaba purificado. Pero estas son enseñanzas humanas: si bien hay que hacer lavado de manos antes de comer, por una cuestión de higiene, no es cierto sin embargo que por lavarnos las manos ya queda purificado el corazón, tal como afirmaban los fariseos y doctores de la ley. Por otra parte, no hay ningún alimento “impuro” que haga impuro al hombre y en consecuencia el cristiano puede comer toda clase de alimentos, incluidos los de origen animal. Esta enseñanza de que los alimentos son puros está ratificada en la visión de Pedro en donde se le muestran toda clase de animales y se le dice desde el cielo: “Mata y come” (Hech 10, 13). En esto se puede ver cómo el ser católicos implica el ser carnívoros por una lado y, por otro, que se pueden comer toda clase de alimentos, lo cual se opone frontalmente a la concepción pagana del vegetarianismo y veganismo que, lejos de ser meras modas culturales, consisten en planteamientos religiosos sectarios anti-cristianos, por cuanto van en contra de las enseñanzas del cristianismo.
Entonces, no hay razón de abluciones con sentido espiritual o religioso, como tampoco hay razones para no comer ciertos alimentos de origen animal, ambas enseñanzas de los judíos. Por lo mismo, el católico no puede ser ni vegetariano ni vegano.
Lo que hace impuro al hombre, dice Jesús, no son ni los alimentos, ni la falta de ablución de las manos: lo que lo hace impuro es lo que brota del corazón del hombre y es la malicia, el pecado, de toda clase: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de pecados y de malicia”, dice Jesús y enumera una larga lista de pecados. Es de esta impureza de la cual nos debemos purificar y la purificación se realiza por el sacramento de la confesión principalmente y luego también, para los pecados veniales, por la Eucaristía. Recordemos que los pecados veniales se perdonan por la absolución general que da el sacerdote al inicio de la misa, por un lado y, por otro, por la misma Eucaristía, en tanto que los pecados mortales se perdonan sólo por la confesión, con especie y número.
“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”. Muchos, cuando ven la maldad que hay en el mundo, acusan injustamente –y sacrílegamente- a Dios por el mal que se sufre: estos tales deberían reflexionar en las palabras de Jesús -“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”- y darse cuenta que es el hombre pecador –aliado del Demonio- el causante del mal. Dios ama tanto al hombre que ha enviado a su Hijo Jesucristo a morir en cruz para destruir las obras del Demonio y para purificar el corazón del hombre por medio de su Sangre derramada en la cruz, Sangre que cae sobre el corazón del hombre pecador en cada confesión sacramental.
Purifiquémonos interiormente por el sacramento de la confesión y acudamos al Banquete de la Santa Misa, para comer la Carne del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

domingo, 22 de junio de 2014

“No juzguen, para no ser juzgados”


“No juzguen, para no ser juzgados” (Mt 7, 1-5). El consejo de Jesús no se limita al mero orden moral: cuando alguien emite un juicio interior negativo acerca de su prójimo, comete en realidad un acto de malicia, porque se coloca en el lugar de Dios, que es el único en grado de juzgar las conciencias. Si el hombre juzga negativamente a su prójimo en su intencionalidad, se equivocará con toda seguridad, porque no puede, de ninguna manera, acceder a su conciencia, a sus pensamientos, y tampoco lo puede hacer el ángel. Sólo Dios puede juzgar las conciencias; de ahí el grave error de erigirnos en jueces de las intenciones de nuestros prójimos, porque de esta manera, nos colocamos en un lugar que de ninguna manera nos pertenece, el lugar de Dios. Por el contrario, como cristianos, nos compete siempre ser misericordiosos en el juicio acerca de nuestro prójimo, ya que de esa manera nunca nos equivocaremos: por un lado, cumpliremos la ley de la caridad, que manda pensar siempre bien de nuestros hermanos; por otro, aunque nos equivoquemos, no nos pondremos en el lugar de Dios, al juzgar las conciencias de nuestros prójimos; y por último, como dice Jesús, “seremos juzgados con la misma medida que usamos para medir” y si fuimos misericordiosos en el juicio hacia nuestros hermanos, entonces Dios será misericordioso para con nosotros.

Esto no quiere decir que no se deban juzgar los actos externos, que son de dominio público: aunque los actos externos de nuestros prójimos sean objetivamente malos -y sí deben ser juzgados, como también deben ser juzgados nuestros propios actos malos externos, para que reciban su justo castigo-, debemos en cambio ser siempre misericordiosos en el juicio de sus actos internos, para recibir también nosotros misericordia de parte de Jesús, Juez Eterno, en el Día del Juicio Final.

domingo, 13 de octubre de 2013

"Así como Jonás fue un signo así el Hijo del hombre es un signo para esta generación"

          

         "Así como Jonás fue un signo así el Hijo del hombre es un signo para esta generación" (Lc 11, 29-32). Jesús cita a Jonás, cuya señal a los ninivitas fue su predicación, por medio de la cual estos se convirtieron e hicieron penitencia, como signo de arrepentimiento perfecto[1]. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre, Jesucristo, es un signo para la humanidad entera: desde la Cruz, Cristo nos invita a la penitencia y a la conversión del corazón, como requisitos para acceder a la vida eterna en el Reino de los cielos. Jesús en la Cruz es el signo de Dios para los hombres, signo que nos invita a reflexionar acerca de la durísima realidad del pecado por un lado, pero también acerca del Amor infinito de Dios, por otro. Jesús en la Cruz es signo que nos llama al arrepentimiento profundo del corazón, porque en sus golpes y hematomas, en sus heridas abiertas y sangrantes, en su pesar y en su abatimiento en la Cruz, en su Corazón traspasado por la lanza, vemos el efecto real y directo que tienen nuestros pecados, los nuestros personales y los de todos los hombres de todos los tiempos. Jesús golpeado, cubierto de hematomas, de llagas abiertas y bañado en su propia Sangre, es el signo de Dios Padre que nos invita al arrepentimiento perfecto, a que tomemos conciencia de la realidad del pecado y de su efecto devastador para el alma, porque es la malicia del hombre la que crucifica a Jesús.
          Pero Jesús en la Cruz, todo golpeado y herido, traspasado por los clavos de hierro en sus manos y pies, coronado de espinas, flagelado, humillado, es también signo de la Misericordia Divina de Dios Padre, porque la respuesta de Dios Padre frente al deicidio que cometimos con su Hijo no es el fulminarnos con su ira, sino abrirnos la Fuente del Amor Divino, el Sagrado Corazón traspasado de Jesús, para concedernos el perdón
          "Así como Jonás fue un signo así el Hijo del hombre es un signo para esta generación". Jesús en la Cruz es el signo del Padre que nos invita al arrepentimiento perfecto, al comprobar en las heridas de Jesús la malicia y ferocía del pecado, y es también al mismo tiempo el signo del Padre que nos invita a confiar en la Divina Misericordia, que para que no dudemos de su Amor, nos dona, en la Cruz y en la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.



[1] Cfr. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 613.

domingo, 9 de septiembre de 2012

“Los fariseos observaban a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo”




“Los fariseos observaban a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo” (cfr. Lc 6, 6-11). Además del milagro de la curación de la mano paralizada de un hombre enfermo, realizado por Jesús, en el Evangelio quedan de manifiesto la malicia, la hipocresía, la falsedad, y la contumacia de quienes se llaman a sí mismos “religiosos practicantes”, es decir, los fariseos.
Según el Evangelio, los fariseos, que están dentro de la sinagoga al momento de entrar Jesús, se ponen a “observarlo atentamente” en sus movimientos, pero no para maravillarse por su milagro, ni para agradecerle por su gran compasión para con un hombre enfermo, sino para “encontrar algo de qué acusarlo”. Que no les interesara en lo más mínimo la compasión y la misericordia que demuestra Jesús, se pone de manifiesto cuando, luego de curar la mano del hombre, en vez de alegrarse, “se enfurecen”, dedicándose a tramar algo para poder atraparlo.
El episodio pone al descubierto el error farisaico: se ocupan de lo exterior de la religión –ocupan puestos, hacen cosas para el templo, están en el templo todo el día-, pero se olvidan, como les dice Jesús, de lo “esencial de la religión”: la compasión, la caridad, la misericordia.
El problema de los fariseos no es el hecho de que sean religiosos, sino que, mientras aparentan ser religiosos, pues no sólo están todo el día en el templo, sino que dedican su vida a la religión, niegan con sus hechos aquello que dicen profesar en sus corazones. Si hubieran sido verdaderamente religiosos, se habrían alegrado del bien de su hermano, el hombre de la mano paralizada, porque recibió un milagro asombroso de parte de Jesús y sobre todo porque recibió su misericordia. Pero como eran religiosos falsos, hipócritas y mentirosos, no sólo no se alegran, sino que “se enfurecen” contra Jesús.
La ley mosaica prescribía el amor a Dios y al prójimo, pero los fariseos, con su cumplimiento meramente extrínseco de la religión, ni aman a Dios ni aman al prójimo, toda vez que se consideran superiores al prójimo, despreciándolo y atribuyéndole maldad, creyéndose ser al mismo tiempo “puros” y “santos” por el solo hecho de pertenecer a una sociedad religiosa, y por el solo hecho de estar en el templo y de ocupar lugares de responsabilidad.
El cristiano debe estar muy atento para no enfermar su alma con este cáncer espiritual que es el fariseísmo, ya que es fariseo de hecho, a los ojos de Dios, toda vez que, asistiendo a Misa regularmente, comulgando diariamente, prestando servicios en la Iglesia en alguna institución, e incluso siendo consagrado, en vez de luchar contra su soberbia para reflejar al prójimo el amor misericordioso de Jesús, usa la religión como máscara que oculta su propio corazón, soberbio, duro, hueco, incapaz de perdonar y de pedir perdón, vacío de humildad, de amor cristiano y de compasión.