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viernes, 4 de abril de 2025

“Yo tampoco te condeno; vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo C - 2025)

         “Yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (cfr. Jn 8, 1-11). Los fariseos llevan ante Jesús a una mujer acusada de adulterio, invocando para esto la ley de Moisés. Frente al pedido de lapidar a la mujer, Jesús no responde ni afirmativa ni negativamente: simplemente les dice que, si alguien está libre de pecado, que arroje la primera piedra. Debido a que todos saben que nadie está libre de pecado, los fariseos se retiran del lugar, sin hacer daño a la mujer. Finalmente, Jesús perdona los pecados de la mujer y la deja ir, no sin antes advertirle que “no vuelva a pecar”.

         En este pasaje evangélico hay muchas enseñanzas. Por una parte, se pone de manifiesto la rigurosidad farisaica, que no deja pasar una falta grave sin castigo, pero al mismo tiempo, se pone de manifiesto la hipocresía de los fariseos, porque si bien por un lado quieren castigar a quien ha cometido un pecado, por otro lado, pasan por el alto el hecho de que ellos mismos son pecadores, del mismo o mayor tenor que el de la mujer pecadora.

En este grupo nos podemos ver reflejados nosotros mismos, toda vez que con nuestra falta de caridad y de misericordia lapidamos la fama de nuestro prójimo con habladurías y falsedades, sin tener en cuenta además que nosotros mismos somos tanto o más pecadores que el prójimo al cual tan ligeramente criticamos. A esto se le agrega un hecho más grave y es el de colocarnos en el lugar de Dios, quien es el Único que puede juzgar las conciencias. Cada vez que nos comportamos así, es decir, cada vez que lapidamos sin misericordia a nuestro prójimo con nuestra lengua, criticándolo y juzgándolo en su intención, somos idénticos a los fariseos.

Con este episodio queda patente la insuficiencia de la Ley Antigua, porque al señalar el pecado, pretendía castigar al pecado mediante la justicia, pero era una justicia meramente exterior: el ejemplo está en el caso del Evangelio de la mujer adúltera; una vez señalado el pecado, se pretendía hacer justicia, pero la justicia consistía en eliminar físicamente al que había pecado, con lo cual se eliminaba al pecador pero no al pecado, puesto que el pecado seguía arraigado en lo más profundo del corazón humano. En otras palabras, mediante la justicia, se eliminaba al pecador pero no al pecado, ya que este se encuentra arraigado en lo más profundo del ser de todo hombre, tanto del que aplica la Ley como de aquel recibe el castigo. Así vemos cómo la Ley de Moisés, si bien señalaba el pecado, era incapaz de corregirlo, era incapaz de quitarlo, porque el mal seguía arraigado en el corazón humano, del mismo modo a como la mala hierba se arraiga entre el césped.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la ley de la gracia, obtenida al precio de su Sangre derramada en la cruz, no obra exteriormente, sino en lo más profundo del ser del hombre, arrancando de raíz esa mala hierba que es el pecado y haciendo germinar la semilla de la vida divina, la vida de la gracia santificante.

A diferencia de la Ley Antigua, que no poseía la gracia, la Nueva Ley actúa penetrando en lo más profundo del espíritu del hombre por medio de la gracia divina, la cual disuelve y hace desaparecer en un instante esa peste espiritual que es el pecado.

La esencia de la Nueva Ley es la gracia, la cual arranca de raíz y destruye el mal que anida en el corazón humano, sin dejar rastro de él, así como se disipa al viento una ligera columna de humo negro en una mañana de cielo despejado. Desde Adán y Eva el mal, en forma de pecado, anida en lo más profundo del corazón del hombre como una mancha negra y pestilente, de la cual brotan “toda clase de males” espirituales, tal como lo señala Nuestro Señor Jesucristo: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21-23).

Sin la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio altísimo de su Sangre derramada en la Cruz, el corazón del hombre es una piedra ennegrecida, una oscura y fría caverna de la cual brotan toda clase de maldades, ninguna de las cuales podía, de ninguna manera, la Ley Antigua, lograr la erradicación y purificación del corazón.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la Ley de la Gracia Santificante, es infinitamente superior a la Ley Antigua, puesto que logra lo que esta no puede hacer: transformar por completo lo más profundo del ser del hombre, sanándolo de raíz, en su acto de ser; la gracia obra sobre el ser, es decir, a nivel ontológico, a nivel de naturaleza y no simplemente a nivel moral; la gracia obra una verdadera conversión porque hace partícipe al alma de la naturaleza divina y esto sucede a nivel ontológico, lo cual se traduce luego a nivel ético, moral o de comportamiento, pero la transformación moral o conversión cristiana se basa en la participación a nivel ontológico, lo cual solo es posible por la acción de la gracia. Y es esta participación en la naturaleza divina la que sana, restaura, transforma y, todavía más, diviniza, al corazón del hombre, convirtiéndolo en un corazón nuevo, un corazón que es una copia viviente, una imitación y una prolongación del Sagrado Corazón del Hombre-Dios Jesucristo, un corazón que paulatinamente, por la acción de la gracia, va dejando de ser simplemente humano, para ser cada vez más divino. Todo esto, no lo podía hacer de ninguna manera la Ley Antigua, la cual solo era una figura de la Ley Nueva; por esta razón la Ley Antigua se limitaba a quitar físicamente al pecador -como en el caso de la mujer adúltera-, pero dejando al pecado enraizado en el corazón de todos y cada uno de los hombres -como en el caso de los fariseos que acusan a la mujer adúltera-. La Ley Antigua ofrecía a Dios sacrificios de animales, pero estos sacrificios eran absolutamente incapaces de transformar el corazón humano, al ser incapaces de quitar el pecado; la Nueva Ley, por el contrario, al estar sellada con la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, sacrificado en el Altar de la Cruz, en el Calvario, de una vez y para siempre y renovado este Santo Sacrificio cada vez, incruenta y sacramentalmente, en el Altar del Sacrificio, en la Santa Misa, al ser derramada sobre los corazones de los hombres, disuelve sus pecados, quita los pecados de los corazones, purifica los corazones manchados por el pecado, los santifica con la Sangre del Cordero y así santificados con esta Sangre Bendita y Preciosísima, los convierte en imágenes vivientes y palpitantes del Corazón del Cordero, del Corazón de Jesús, el Cordero de Dios, que late en la Eucaristía.

Según se relata en el Antiguo Testamento, Moisés, por orden divina, sacrificaba los corderos en el altar y luego esparcía la sangre de los corderos sacrificados sobre el pueblo (cfr. Éx 24, 8), lo cual significaba que Dios perdonaba los pecados del pueblo; sin embargo, la sangre de estos animales no podía de ninguna manera perdonar los pecados, por lo que el gesto de Moisés era únicamente externo y simbólico y un anticipo y figura de lo que habría de ser donado en la Nueva Ley. Y lo que es donado en el Nuevo Testamento y que sí perdona los pecados, porque efectivamente quita los pecados del mundo y del corazón del hombre, es la sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, Sangre que brota, como de su fuente, de sus heridas abiertas y de Su Corazón traspasado en la cruz, para caer en las almas de los hombres y perdonarles sus pecados, sus muchos pecados, todos sus pecados, por abundantes y enormes que sean. La Sangre del Cordero de Dios, mediante la cual el Padre nos perdona, se derrama en el altar de la cruz y se renueva su efusión en la cruz del altar, porque así Dios Trino sella su pacto de amor misericordioso con los hombres, un pacto por el cual nosotros como Iglesia le ofrecemos el Cordero del Sacrificio y Él a cambio derrama sobre nosotros la Sangre del Cordero, Sangre por la cual Dios disuelve nuestros pecados, así como el humo negro se disuelve en el aire fresco de una mañana soleada y límpida.

Cuando condenamos y lapidamos a nuestro prójimo, haciendo resaltar sus defectos, haciendo caso omiso del enorme mal que anida en nuestros corazones, nos identificamos con los fariseos del Evangelio, prontos a condenar al prójimo, pero interiormente ciegos, compasivos e indulgentes con nuestras propias maldades. Antes de condenar a nuestro prójimo, deberíamos tener presente siempre esta escena evangélica y sobre todo las palabras de Jesús: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Antes de condenar al prójimo, antes de hablar del prójimo, deberíamos decir nosotros, de nosotros mismos: “Si estoy libre de pecado, entonces podría condenar a mi prójimo, pero como no estoy libre de pecado, no condeno a mi prójimo, y repito en cambio las palabras de Jesús: ‘Yo no te condeno’”.

Pero no solo en los fariseos debemos vernos representados, sino también en la mujer pecadora, porque en la mujer pecadora está representada la humanidad caída en el pecado y pecadora y nosotros no somos, de ninguna manera, la excepción. Nuestro objetivo, como cristianos, como imitadores de Cristo, es precisamente imitar a Cristo, es decir, no es ser, ni fariseos, ni quedarnos en el pecado, como la mujer pecadora antes de su encuentro con Jesús: nuestro objetivo en esta vida terrena es recibir el perdón de Cristo, arrepentirnos de nuestros pecados, y tratar de imitar la bondad y la misericordia que Jesús tiene con la mujer al perdonarle sus pecados.

En el perdón de Jesús vemos en acción a la Divina Misericordia, que en vez de condenar y sumarse al castigo de la mujer pecadora, no solo no la castiga, sino que la perdona. Así está prefigurado en esta escena el Sacramento de la Confesión, porque el perdón de Cristo a la mujer pecadora es el perdón que da Dios al alma a través del sacerdote ministerial en el sacramento de la confesión.

La Presencia del Sumo Sacerdote Jesucristo se actualiza en el Sacramento de la Confesión, quitando al alma sus pecados y así el corazón del pecador, que antes de la confesión era un corazón ennegrecido por el mal, por el sacramento de la confesión es purificado, limpio, sano, y convertido en una copia humana del Corazón del Salvador, haciéndose realidad la Palabra de Dios revelada en el profeta Isaías: “Aunque vuestros pecados fueren como la grana, quedarán blancos como la nieve. Y si fueren rojos como el carmesí, quedarán como lana (cfr. 1, 18)”.

No estamos en esta vida para ser, ni fariseos injustos, ni tampoco pecadores; estamos en esta vida terrena para ser, para nuestros prójimos, una copia viviente del Corazón de Jesús; nuestro corazón no solo no debe reflejar nuestro “yo” egoísta, el cual debe desaparecer para siempre, sino que debe reflejar la bondad, la misericordia, la compasión, la caridad, del Corazón de Jesús, pero, como dice Jesús: “Nada podéis hacer sin Mí”, por lo que esa tarea de transformar nuestro corazón en una copia del Corazón de Jesús, se realiza por dos sacramentos: la confesión sacramental y el sacramento del altar, la Eucaristía.

Por el sacramento de la confesión, nuestro corazón se purifica y santifica; por la Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón, que se funde en un solo corazón con el nuestro. Solo así estaremos en grado de imitar a Jesús, de obrar con nuestro prójimo lo que Jesús obra con la mujer pecadora: perdonar y amar, amar y perdonar.

 


sábado, 6 de abril de 2019

“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”



(Domingo V - TC - Ciclo C – 2019)

         “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 1-11). Jesús salva a María Magdalena de ser lapidada viva, pues había sido encontrada en flagrante adulterio por los escribas y fariseos, observantes fanáticos de la ley, que la ponen a la vista de todos[1]. Además de ser una ley injusta, porque castigaba sólo a la mujer y no al hombre, era una ley bárbara, propia de épocas antiguas y atrasadas. Al ser un pecado flagrante, el adúltero, o más bien, la mujer adúltera, quedaba expuesta al escarnio público, con el agravante de que, según la ley, la mujer debía morir apedreada. Eso es lo que está sucediendo con María Magdalena y sus justicieros ocasionales cuando interviene Jesús, deteniendo al instante la acción al decir: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Antes de continuar con la lapidación, como llevaron a la mujer delante de Jesús, le preguntan a Jesús “¿Tú, que dices?”, pero no porque les importaran sus enseñanzas, sino porque querían tenderle una trampa: si decía que sí a la lapidación, lo ponían en contra de sus discípulos; si decía que no, lo ponían en contra de la Ley de Moisés. Pero Jesús no solo no cae en la trampa, sino los pone en un aprieto, haciéndolos pasar de acusadores a acusados, al llevar la cuestión al tribunal de la propia conciencia de quienes están juzgando a la mujer[2]: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Es decir, con la respuesta de Jesús, quienes están juzgando a la mujer, empiezan a ser juzgados por sus propias conciencias y cada uno toma cuenta de la hipocresía que están cometiendo: todos los que están lapidando a la mujer, todos los que tienen una piedra en la mano, inmediatamente reflexionan y se acuerdan no de uno, sino de muchos pecados que cada uno ha cometido en distintas épocas de la vida. Por lo tanto Jesús, con esta frase, los detiene en el acto, ya que cada uno sabe que no es puro sino pecador (aunque se declare exteriormente puro, como los fariseos). Esto no quiere decir que quien esté en pecado no pueda juzgar y aun condenar a un criminal, sino que pone en evidencia la hipocresía[3] de señalar el pecado del otro y condenarlo, mientras se es indulgente con el propio pecado. Como consecuencia de la intervención de Jesús la mujer pecadora, que muchos dicen que es María Magdalena, se ve libre y salva su vida.  
         “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. La frase de Jesús también se aplica para cada uno de nosotros, desde el momento en que somos rápidos y prontos para ver y acusar el pecado del prójimo, pero somos lentos, perezosos y ciegos para reconocer el propio pecado. Nuestras palabras, dirigidas contra el prójimo, cuando están cargadas de malicia, son como otras tantas piedras que lapidan a nuestros hermanos, sin darles posibilidad a defensa alguna. Cuando tengamos la tentación de criticar al prójimo en su pecado, recordemos la frase de Jesús: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, revisemos nuestra conciencia y nos daremos cuenta de que no estamos libres de pecado y que no podemos arrojar la piedra de la maledicencia sobre nuestro prójimo. Además, debemos recordar la regla de caridad para con el prójimo: “si se ha de hablar de un tercero ausente, que sean solo sus virtudes; en caso contrario, se habla de otra cosa”.
El Evangelio no se detiene en el pecado de la adúltera ni de los que la quieren apedrear puesto que el Amor de Jesús alcanza a todos: a los que la quieren apedrear, porque es una obra de misericordia hacerle ver a nuestro prójimo que está obrando mal: en este caso, les hace ver a los que quieren lapidar a la mujer, su hipocresía; a su vez, la Misericordia Divina alcanza también a la pecadora pública porque la perdona, con la condición de que “no vuelva a pecar”.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Los católicos nos reconocemos públicamente como pecadores, al inicio de cada Misa, cuando rezamos el acto penitencial, por lo que, de entrada, no podemos decir: “Yo no tengo pecado”. Además, el Apóstol Juan dice que si alguien afirma que no tiene pecado, es un mentiroso: “Si alguien dice que no tiene pecado, es un mentiroso”. Como somos pecadores, si es que queremos estar libres de pecado, pero no para apedrear a nuestro prójimo -porque a nuestro prójimo debemos ayudarlo a levantarse de su pecado, debemos ayudarlo a cargar su cruz y no hacérsela más pesada-, acudamos al Sacramento de la Penitencia, lavemos nuestras almas en la Sangre del Cordero, alimentémonos con la Carne del Cordero de Dios y entonces sí acudamos a ayudar a nuestro prójimo, que puede ser, en algunas ocasiones, hacerle ver su pecado, para que se corrija, para que él también haga el mismo itinerario que nosotros. Este itinerario debe ser el propósito de la Cuaresma, pero no sólo de la Cuaresma, sino de toda la vida, porque seremos pecadores hasta el último día de nuestra vida.
“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”. Las palabras de Jesús deben resonar en nuestras mentes y corazones para que seamos conscientes de que cuando estamos en gracia estamos ante la Presencia de Dios, para no perder la gracia y si la llegamos a perder, acudir al Sacramento de la Misericordia. De esta manera, toda la vida del cristiano debe ser una Cuaresma continua, en el sentido de que toda la vida, hasta el último instante, el cristiano debe estar examinando continuamente su alma, para que ante el menor pecado detectado, acuda al Sacramento de la Penitencia, lave allí su alma y se alimente con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía. Ése debe ser el programa de vida de todo cristiano, no solo para la Cuaresma, sino para todo el tiempo que le quede de la vida terrena, para así poder ingresar a la vida eterna.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 725.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 725.
[3] Cfr. Orchard, ibidem, 726.

viernes, 11 de marzo de 2016

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”


Jesús perdona a la mujer adúltera
(Pieter Van Lint)

(Domingo V - TC - Ciclo C – 2016)

         “Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más” (Jn 8, 1-11). Jesús, en cuanto Divino Legislador y Sumo y Eterno Juez, es también Dios de misericordia infinita, y ante el caso de la mujer adúltera, muestra cómo la misericordia prevalece sobre la Divina Justicia: “Yo tampoco te condeno”. Ahora bien, no hay que entender esta misericordia divina de modo falsificado, porque Jesús perdona a la mujer adúltera –que muchos dicen que es María Magdalena- y en esto la Misericordia triunfa sobre la justicia, pero al mismo tiempo, le advierte que no vuelva a pecar: “Vete y no peques más”. Es decir, si bien la misericordia triunfa sobre la justicia, la justicia siempre está y está dispuesta a pasar por sobre la misericordia si el alma se obstina, sin arrepentimiento, en el mal. Al decirle Jesús: “Vete y no peques más”, le está diciendo que se aleje del pecado, que viva en la gracia que acaba de recibir. Esto también les cabe a los jueces que pretenden apedrearla, porque Jesús los desenmascara y les evidencia su hipocresía: pretenden apedrear a una mujer por su pecado, cuando ellos mismos están llenos de pecado, pero esto no significa una justificación del pecado de la mujer ni mucho menos, sino que los pretendidos jueces justicieros quedan evidenciados en su hipocresía y que a ellos mismos les vale la advertencia de Jesús: “No pequen más”. Si esto no es así, entonces los jueces, por ser hipócritas, justificarían el pecado de la mujer adúltera, lo cual es falso, porque Jesús no justifica el pecado de nadie: los perdona, por su misericordia, pero al mismo tiempo advierte que no se debe volver a pecar, porque con la misericordia de Dios no se juega: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7).
La escena, real, anticipa el Sacramento de la Penitencia, en donde el penitente expone, ante la Divina Misericordia, sus pecados, pero para que estos queden destruidos por el poder de la Sangre de Jesús; ahora bien, la condición de la actuación de la misericordia de Dios, en el Sacramento de la Penitencia, es el arrepentimiento del penitente –y si es una contrición, es decir, un arrepentimiento perfecto, mucho mejor-, es decir, que el penitente tome conciencia de la malicia del pecado que anida en su corazón, de la magnitud de la ofensa que esta malicia significa hacia la bondad y la majestad divina, y también la repercusión que tiene sobre el Cuerpo real de Cristo, pues la corona de espinas, los golpes, las flagelaciones y la misma crucifixión, se deben a nuestros pecados personales, los que confesamos en el Sacramento de la Penitencia. Es requisito indispensable, para la absolución, que el penitente se arrepienta de sus pecados, para recibir la Misericordia de Dios, porque si el corazón se cierra en su pecado y se convierte en impenitente, se vuelve voluntariamente impermeable  al perdón de Dios y la Misericordia Divina nada puede hacer. Jesús le dice a la mujer pecadora: “Vete y no peques más”, le está diciendo claramente que es necesario su arrepentimiento y su propósito de enmienda y esto lo recuerda la Iglesia en la fórmula que el penitente dice al final: “Propongo firmemente no pecar más y evitar toda ocasión próxima de pecado”. Si no está esta condición, la de hacer el propósito de no volver a pecar, no están dadas las condiciones para la absolución.

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Cada vez que nos confesamos, Jesús nos repite las mismas palabras: “Vete y no peques más” y para eso es que hacemos el propósito de “evitar las ocasiones próximas de pecado”: sólo así el alma se asegura de vivir siempre en la gracia de Dios, con Jesús inhabitando en Persona en el alma.